Cuando contemplé a mi prima Carmina bailando sardanas, me pareció una hierática escultura, oscilando arriba y abajo en ligeros rebotes acompasados. Esa severa tiesura de la danza regional fue lo primero que sorprendió mi ávida curiosidad de chiquillo. Tendría entonces escasamente seis años y observaba con atención los impulsos rítmicos de la mano del señor Francisco (mi padre). En aquella soleada mañana de domingo, el hombre, con cierto aire subrepticio, me llevó a presenciar el evento, el cual se desarrollaba envuelto en un clima hermético totalmente nuevo para mí.
Durante la niñez estamos dotados con una percepción sintética de cualquier ambiente, capaz de registrar en unos segundos lo que de mayores nos obliga a largas comprobaciones, y ahora, tantos años después, a cumplimentar un sinfín de normas gramaticales para poder rememorar el pasado. Pero lo voy a intentar.
Era a principios de los años cincuenta. Aquel asunto desprendía un tufo, entre esotérico y clandestino, que me tenía encandilado. Forzando mi ya caótica memoria, aparecen algunos destellos imborrables como la música estridente de la sardana, que, sin embargo, me resultaba inquietante, o por lo menos muy turbadora. En la lejanía de las imágenes puedo evocar con precisión las alpargatas que calzaba mi prima Carmina para danzar, con las cintas rodeándole media pantorrilla. Excepcionalmente, y solo en aquella ocasión, el calzado ejerció en mí mayor atracción que unas pantorrillas. Debía intuir que las alpargatas para bailar sardanas se habían convertido en un sutil distintivo de resistencia, como lo era también el acto supuestamente lúdico. De aquí que el recuerdo más presente sea una fiesta celebrada con aquella asombrosa gravedad general. Solo en alguna misa escolar había respirado una atmósfera semejante, aunque nunca, ni remotamente, me había producido tanta agitación.
Posiblemente, mi padre recibió información del ceremonial a través de la familia de Carmina, que se consideraba muy de la ceba (cebolla). El nombre de esta hortaliza se aplica en mi tierra a los que tienen un grado especial de adhesión con los temas catalanistas; sin embargo, la relación cebolla-patria siempre me ha resultado ininteligible. Como no sea porque cuando la troceas te hace saltar las lágrimas, o por alguna otra alegoría seudosentimental, no consigo ver la metáfora por ninguna parte. En fin, aunque mi padre no era muy de esta ceba, su condición de represaliado republicano le hacía sensible ante cualquier trama que desprendiera un mínimo efluvio antirrégimen. Por eso estábamos allí.
El lugar del culto era una pequeña plaza del barrio de Sant Gervasi, de Barcelona, que no estaba llena a pesar de sus reducidas dimensiones. Nadie levantaba la voz. Los correligionarios se habían reunido o refugiado alrededor del conjunto musical que soplaba las melodías con fragoroso volumen. En el caso de las sardanas, el volumen supone siempre un esfuerzo muy meritorio, pues arrancar notas en aquellos ásperos instrumentos de doble caña es tarea más propia de un compresor que de la presión pulmonar, y prueba de ello eran los rostros congestionados (algunas veces color violeta) que exhibían los esforzados intérpretes. Del lado de los danzantes se había formado una sola anilla de baile, donde mi prima Carmina era la más joven, y los demás lo habían sido antes de la Primera Guerra Mundial.
Obviamente, acudir en aquellos momentos a una audición de sardanas no dotaba a sus asistentes del mismo prestigio que veinte años después. Tampoco se trataba de una heroicidad, ya que nada público se celebraba entonces sin autorización gubernativa, pero es muy probable que los concurrentes al hierático sarao se sintieran partícipes de un tejemaneje oculto cuyo fin, grosso modo, era conservar la sagrada llama de una tribu perseguida. En tal circunstancia mi intuición infantil percibía un atractivo intríngulis fuera de lo común. Aquel tinglado enigmático colmaba largamente la curiosidad y el deseo insaciable de aventuras y misterio que impregna los primeros años de vida.
Una de las piezas musicales que allí se ejecutaron llevaba por título Per tu ploro [Por ti lloro]. Cito solo una, aunque en realidad no sé si tocaron otras, pues únicamente esta permaneció para siempre grabada en la memoria, entremezclada con las fascinantes reminiscencias de aquel día. Mi menguada capacidad retentiva es incapaz de establecer con exactitud cuándo volví a oírla de nuevo, pero desde entonces no he conseguido escucharla sin una insondable emoción que me nubla los ojos.
Cincuenta años más tarde utilizaría esta sardana para una de las más tiernas escenas teatrales que he sido capaz de componer. La construí en 1996 con el pálpito de los entrañables recuerdos de un territorio que ya no conseguía reconocer como algo propio.
Frente a un decorado pintado con la masía del escritor Josep Pla, unos payeses ataviados con el traje típico punteaban solo algunos compases de la música, alternándolos en idéntica proporción rítmica con su trabajo campestre. El conjunto desprendía un clima delicado, en justo equilibrio entre lo ridículo y lo sublime, pero la escena proponía una irónica metáfora cuyo retrato sintético rememoraba la más amable y apetecible de las Cataluñas. Hoy me pregunto: ¿Era el recuerdo de un país soñado o tuvo algo de real?
No me cabe la menor duda de que las circunstancias políticas de entonces propiciaban una mirada idílica del país en idéntica correlación de tirria soterrada hacia el adversario tradicional español. Abundaban los sobrentendidos entre ciudadanos de cierto pedigrí étnico. Nada especial: se trataba simplemente de una componenda casera; aunque, envuelta entre el soporífero letargo franquista, asomaba como una conspiración en toda regla. La palabra català sobrellevaba una mezcla de connotaciones sentimentales y furtivas, con incentivos suficientes para estimular la libido de los que estaban en el ajo. Unas décadas más tarde este vocablo se convirtió en santo y seña capaz de encubrir cualquier desatino, desde los ripios ilegibles de la nacional-poesía, hasta los sádicos asesinatos musicales en forma de Nova Cançó, sin olvidar toda la corrupción posterior con cargo a la patria. Los miles y miles de veces que en el futuro la mayoría de los medios de comunicación nos machacarían diariamente con català y Catalunya acabaría por convertirse en una invasión de pesadez rozando el delito.
Sin embargo, en aquel primitivo noviciado de lo autóctono la precariedad de medios y la pretendida condición de perdedores dotaba al asunto de cierta dosis de ternura. En este sentido, debo reconocer que también fui hechizado por las versiones clandestinas del infausto pasado, y la Catalunya trufada de bucólicas estampas de ruralismo pesebrista me parecía el mejor paisaje posible. ¡Era el lugar más bello del planeta y… el día que dejaran de putearnos…!
Eso no quita que la auténtica realidad tuviera tintes menos románticos, porque mientras el tinglado étnico se hallaba en proceso de fermentación, desembarcaban en Barcelona cientos de miles de españoles del sur con una simple maleta de madera como única hacienda. A fin de no confundirlos con los legítimos participantes en la componenda, la primera medida preventiva fue llamarlos xarnegos y considerarlos emigrantes. Un tratamiento muy revelador, pues no creo que cuando un ciudadano de Toulouse llega a París buscando trabajo sea tildado de emigrante.
En definitiva, aquella manifestación sardanística representó para mí el inicio de una dolencia afectiva que pasaría por distintas patologías hasta su completa curación, cincuenta años después.
Resulta evidente que los ritos de una tribu se establecen para fines de todo tipo, pero manteniendo siempre como objetivo esencial el fomentar arraigo y dependencia de la promiscuidad colectiva. Su cálido olor incestuoso propicia un fuerte síndrome de abstinencia cuando uno se aleja del rebaño. Sería esta querencia la que unos años más tarde, cuando me llevaron a estudiar a París, me hacía palpitar fuertemente el corazón cada vez que un detalle insignificante sugería mi añorada Catalunya. ¿Era amor a la patria?
La realidad es que los ojos se humedecían también cuando berreábamos La Marsellesa en clase, y lo mismo me sucedió al escuchar el pasodoble En er mundo en la radio de un vecino judío que construía marionetas.
El vodevil estaba servido. Amores en el armario y debajo de la cama, con el corazón troceado el problema sería en adelante saber cuál era la legítima.