Bajó a las nueve de la mañana, cruzó el vestíbulo del Hilton y caminó hasta el islote de pasto y cemento frente al University Club para esperar un taxi. Era la hora más mala. Taxi tras taxi, repletos, pasaron sin detenerse, sin hacer caso del dedo índice levantado de Diego.
Esperó diez minutos y finalmente un taxi amarillo se salió de la fila ordenada de peseros y se metió un poco a la fuerza, pitando. Diego lo detuvo y subió a la parte de atrás. Este taxi no llevaba un solo pasajero. El chofer trató de pescar la mirada de Diego por el retrovisor, le sonrió pero Diego no tenía ganas de hablar con un chofer de taxi.
A la altura del Hotel Reforma detuvo el taxi una muchacha, vestida de blanco, una enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos de ampolletas envueltas en celofán. Diego se corrió a la izquierda para dejarle el lugar a la derecha. Se sentía agripado y le hubiera gustado pedirle a la muchacha una inyección de penicilina.
Poco antes de llegar al Caballito, frente al restaurante Ambassadeurs, subieron tranquilamente dos monjas. Diego supo que eran monjas por el peinado restirado, el chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios. Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad, como si las viera todos los días. Hola hermanitas, qué se traen hoy, les dijo.
El taxi estaba detenido por una prolongadísima luz roja. Un hombre fugaz e indescrito trató de subir detrás de las monjas, pero el chofer negó con la mano y arrancó, desafiando la luz roja.
Maniobró para frenar un instante junto al puesto de periódicos de Reforma y Bucareli, evitando la infracción. Se encendió la luz preventiva y en el momento en que el taxi se disponía a arrancar, llegó corriendo un estudiante con los brazos cruzados sobre el pecho, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros que cargaba; le siguió una muchacha surgida detrás del puesto de periódicos. Subieron atrás y la enfermera tuvo que arrimarse a Diego, pero ni lo miró ni le dirigió la palabra. Diego no le prestó importancia.
El chofer se salió de la fila reglamentaria para los taxis y corrió con cierta velocidad hacia San Juan de Letrán, donde volvió a incorporarse, con dificultad, como frente al University Club, a la cadena de peseros. En la esquina con Juárez, frente a Nieto Regalos, estaba una mujer gorda, con vestido de percal y una canasta al brazo. Hizo seña para que el taxi se detuviera. El chofer frenó porque la luz cambió del amarillo al rojo.
La señora metió la nariz por la ventanilla y pidió que la dejara subir, todos los taxis iban llenos, iba a llegar tarde al mercado, los pollitos se iban a tatemar de calor, sea gente. No señora, contestó el chofer, no ve que voy lleno. Arrancó para meterse en la estrechez de Madero. La mujer de la canasta quedó atrás amenazando con el puño, la voz ahogada por el rumor ascendente del tránsito.
—¿Por qué no la dejó subirse? —dijo Diego rodeado del silencio de los demás pasajeros.
—Perdone, señor —dijo sin perturbarse el chofer—, pero voy lleno y me levantan multa los moderlones. Nomás eso esperan para aprovecharse de uno.
Diego recorrió con su mirada las de la enfermera, el estudiante, la novia con la cabeza de rizos cortos y las dos monjas que se voltearon para verlo. La incomprensión y la frialdad se alternaban en esos ojos distantes, enemigos.
—Deténgase, ¡le digo que se pare! —gritó Diego sin convicción porque todos lo miraban como si nunca lo hubieran visto antes, todos apostaban al olvido, como si hubiese unos minutos de desfase entre él y el resto de la humanidad, como la falta de coordinación entre la imagen y la voz en una pantalla de televisión.
El chofer buscó y encontró la mirada de Diego en el retrovisor. Le guiñó un ojo. Un guiño impúdico, ofensivo, de complicidad jamás pactada, jamás solicitada.
—Está bien —dijo Diego exhausto—, párese. Déjeme bajar aquí.
—Cinco pesos, por favor.
Diego le entregó los billetes arrugados al chofer y bajó junto al Hotel Majestic, casi en la esquina de la Plaza de la Constitución.
Apretó el paso. Cruzó la plaza y presentó la tarjeta al conserje de Palacio, junto al ascensor. Le dijo que subiera al Salón del Perdón, allí era la reunión.
Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el cuadro histórico que consagra la nobleza de alma del insurgente Nicolás Bravo. Diego vio de lejos al profesor Leopoldo Bernstein, cegatón, limpiando con un pañuelo la salsa del desayuno de huevos rancheros salpicada sobre los anteojos. Se los puso, vio a Diego y le sonrió amablemente. En un rincón de la sala estaba el Director General con las gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los fotógrafos de prensa y los reflectores de televisión y Mauricio Rossetti junto a él, hablándole al oído, mirando a Diego. Luego hubo un momento de susurro intenso seguido de un silencio impresionante.
El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados, saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos, evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores, despojado intermitentemente de sombra por los fogonazos fotográficos. Reconociendo. Ignorando.
Se acercaba.
Diego preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata. Estornudó. Sacó el pañuelo y se sonó discretamente.
Bernstein lo observó de lejos con una sonrisa irónica.
Rossetti se abrió paso entre la gente para acercarse a Diego.
El Director General hizo un signo con la mano en dirección de la puerta.
El señor Presidente estaba a unos cuantos metros de Diego Velázquez.