Tomó el ascensor y pensó en la última vez que vio a Ruth. Le pareció un siglo, no tres semanas. Recordó la mirada de su esposa, nunca lo había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, negando lentamente con la cabeza, con el entrecejo preocupado, como si por una vez supiera la verdad y no quisiera ofenderlo diciéndosela.
—No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer tangos. Quédate. No te expongas.
Tierna, dulce Ruth, ni tan inteligente como Sara ni tan guapa como Mary, pero capaz de arrebatos coléricos alumbrados por los celos y abatidos por el cariño, una chica judía pecosilla, se disfraza las pecas con maquillaje, las gotas de sudor se le juntan en la puntita de la nariz, la señora Maldonado es una chica judía bonita, graciosa, activa, su Penélope fiel, ahora que regresaba vencido de la guerra contra una Troya invisible, la mujer que necesitaba para que le resolviera los problemas prácticos, le tuviese listo el desayuno, planchados los trajes, hechas las maletas, todo, hasta ponerle las mancuernas. Y él sólo tenía que recompensarla con paciencia y piedad.
Sacó el manojo de llaves. Las llaves de su hogar. Paciencia y piedad. Ojalá Ruth le diese sólo eso. Lo necesitarían más que nunca para rehacer su relación. Ella lo creía muerto, ¿cómo iba a recibirlo? Ella lo conocía, lo recordaba con tristeza pero ya no lo buscaba, ¿lo reconocería con el rostro cambiado, muy poco en verdad, lo suficiente para crear una sospecha, será él o será otro, Bernstein tenía razón?
Se miró en el vestíbulo, creyendo en verdad que la reproducción del autorretrato de Velázquez era un espejo, ¿cómo iba a aceptar la señora Maldonado que de ahora en adelante se llamaría la señora Velázquez, cómo iba a salvarse ese obstáculo práctico, papeles, familia, relaciones? Eso no se lo habíamos explicado ni el Director General ni yo. Entonces Félix habrá sentido frío: de la misma manera que lo cambiamos a él, habíamos transformado a su esposa, sólo un poco, sólo lo necesario para inducir el error, provocar la duda. Se sintió como Boris Karloff a punto de tocar los dedos electrizados de Elsa Lanchester.
Escuchó una voz que no era la de Ruth. Provenía de la sala. Las puertas dobles entre el vestíbulo y la sala estaban entreabiertas. Se sintió ridiculamente melodramático; ¿cuánto tiempo aguanta una viuda joven sin recibir visitas masculinas, cómo se llama y cuándo se presentó el primer pretendiente de Penélope?
Se detuvo con la mano sobre la puerta. La sala estaba en penumbra. Sólo las luces bajas, las lámparas de mesa, estaban encendidas. No, la voz era de mujer. Ruth tenía una visita femenina. Era tarde, cerca de las once de la noche, pero se explicaba; Ruth estaba tan sola, necesitaba compañía.
Escuchó la voz de la mujer que visitaba a Ruth.
—… te dejé a ti para seguirlo a él. Pero lo seguí a él para cumplir con el deber que él mismo me señaló. Le era difícil a Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix…
Entró con las manos ardientes a la sala, buscando el origen de la voz, ciego a todo lo que no fuese la presencia de esa voz, la voz de Sara Klein.
La cinta giraba pacíficamente dentro de la casette. Félix apretó una tecla, la cinta chilló y se adelantó velozmente, esa noche nos acostamos juntos con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida dejé de ser una niña judía perseguida…
Oprimió la tecla de interrupción y sólo entonces escuchó el rumor regular de la mecedora.
Dio media vuelta y la vio sentada allí, meciéndose, sin decir palabra, vestida con los hábitos de monja, el rosario desgranado sobre el regazo, las manos tensas sobre los brazos de la silla, los faldones negros y largos que le ocultaban los pies, la cofia blanca enmarcando una cara demasiado pintada, suficiente para ocultar las pecas pero insuficiente para disipar las gotas de sudor en la punta de la nariz, meciéndose en la penumbra.
—Nunca te convertiste en serio, ¿verdad? —dijo Ruth sin dejar de mecerse, con la voz dolorosamente neutra.
Félix cerró los ojos, quiso cerrarlos para siempre, salió de la sala con los ojos cerrados, conocía a ciegas la disposición de su propio hogar, llegó a la puerta de entrada, la abrió al abrir los ojos, los había cerrado por temor de verse a sí mismo en el autorretrato que Ruth y Félix Maldonado compraron un día, entre risas, en Madrid, descendió por la escalera corriendo, saltando peldaños, estrellándose contra el barandal, imprimiendo el sudor de sus manos contra los muros de cemento del cubo, la asfixia, la necesidad de aire, el aire de la calle.
Se detuvo jadeando en la acera.
La puerta del Citroën se abrió.
La mano pálida lo convocó.