El chofer disminuyó la velocidad frente al Supermercado de Ciudad Satélite. Detrás de la cortina de agua, las columnas esbeltas y triangulares de Goeritz eran el velamen de coral de un galeón hundido. Félix le ordenó a don Memo que se estacionara donde siempre lo hacía los lunes, miércoles y viernes. El viejo dio la vuelta frente a la entrada principal del enorme negocio cerrado y rodeado de estacionamientos vacíos a esta hora y se detuvo junto a la entrada de mercancías a espaldas de la carretera.
—Baja —le dijo Félix a Sergio sin apartarle la pistola de la cintura y lo siguió.
Dejó la canasta sobre el asiento del automóvil.
Don Memo asomó la cara por la ventanilla. La lluvia le esparció los escasos cabellos. Miró a Félix con una expresión de cura viejo, humilde pero disipado.
—¿Y yo, jefecito? Aquella noche me prometiste que me ibas a pagar doble, ¿te acuerdas?
—Te voy a pagar triple —le contestó Félix—. Lárgate, Memo.
—¿Y eso? —don Memo meneó la cabeza tonsurada hacia el asiento de atrás.
—Es tu primer premio. Haz lo que gustes. Entrégalo a la policía de narcóticos y cobra una recompensa. O véndelo por otro conducto y llévate a Licha a Acapulco. Les hace falta una vacación. Ese es tu segundo premio. Y el tercero es que te largues de aquí vivito y coleando.
Don Memo arrancó sin decir nada. Sergio miró con curiosidad a Félix.
—Entonces de veras no eres cuico…
—Ahora vas a ver quién soy. Abre la puerta.
—Sólo el patrón puede abrirla por dentro. Es un gadget electrónico. Tengo que comunicarme por el interfón.
—Anda. Oye, Sergio, recuerda que tu patrón no te va a proteger. Te va a dejar colgado de la brocha con el Mustang y la nieve.
Las pupilas de Sergio se dilataron alegremente.
—¿Qué pasó valiente? Ahora vamos a ser dos contra uno, ¿verdad?
Sergio apretó un botón tres veces cortas y una larga. El interfón se comunicó y una voz dijo:
—Entra.
Simultáneamente, la cortina de fierro comenzó a levantarse electrónicamente. Sergio dudó un instante antes de gritar:
—¡No, patrón, no abra, nos agarraron!
Félix se arrojó entre el piso y la cortina y disparó tres veces seguidas. Gastó dos balas; el muchacho rubio y pequeño torció por última vez los labios con el primer balazo y cayó de cara sobre el pavimento mojado. La tercera bala se estrelló contra la cortina de fierro que se cerraba silenciosamente. Félix se levantó en la oscuridad del bodegón de mercancías y caminó hacia la puerta que comunicaba con los espacios públicos del supermercado; lo guió el brillo de las luces fluorescentes más allá de la puerta.
Se apagaron de un golpe antes de que llegara a ellas. Entró en silencio a la vasta caverna oscura y hueca, y sólo pensó que este hangar comercial debía oler a todo lo que contenía pero Félix no olía nada sino una asepsia sobrenatural; el silencio, en cambio, era imposible; la hoquedad del recinto amplificaba cada paso, cada movimiento; Félix escuchó sus propias pisadas y luego una lejana tos.
Se movió a tientas entre los altos estantes; tocó latas y luego jarros y luego gritó:
—Se acabó el juego, ¿me oyes?
El eco retumbó fragmentado y líquido como las ondas de un estanque cuando una piedra choca contra el agua.
—La policía tiene el Mustang. La vieja me entregó la droga. Sergio está muerto allí afuera. Se acabó el juego, ¿me oyes?
Le respondió una bala diabólicamente certera que atravesó una botella junto a la cabeza de Félix. Oyó la ruptura del cristal y por fin olió algo: el líquido derramado del whisky. Se agachó y avanzó doblado sobre sí mismo, casi tocándose las rodillas con la cara; avanzó como un gato pero se dijo que esta era una batalla entre murciélagos en la que llevaba todas las de perder; su enemigo conocía el terreno, era el propietario de la cadena de supermercados. Félix topó contra una barrera y una pirámide de latas se derrumbó; el ruido del metal fue sofocado por la ráfaga de balas dirigidas al lugar exacto del accidente. Félix se tiró boca abajo defendido por un parapeto de mercancías.
—Sigue hablando —dijo la voz—, de aquí no sales vivo.
Félix trató de ubicar el lejano punto de donde venía la voz; era un lugar más alto. Recordó que a veces las oficinas de los supermercados están a un nivel superior desde donde los encargados vigilan el movimiento de los clientes. Se quitó los zapatos. Corrió, derrumbando lo que encontró en su camino, hasta parapetarse pegando la espalda a una estantería opuesta a la única trayectoria posible de las balas de su enemigo: a derecha o a izquierda, pero siempre de arriba hacia abajo y siempre de frente. La ventaja de su rival era también su limitación. Lo cazaba desde un torreón sitiado.
—Lo preparaste todo muy bien. Tomaste la suite bajo un nombre supuesto. Siempre tendrías la excusa de que ibas a una cita galante. No importaba que te vieran. Tenías la mejor coartada del mundo. Estabas con tu mujer. Entraste con ella a las suites de Genova. Se registraron con nombres falsos. Nadie dice nada en un lugar como esos. Su clientela son turistas y parejas de amantes.
Calló y corrió a otro lugar de la tienda; la hebilla del impermeable chocó contra una fila de carros de metal; Félix cayó de bruces y los disparos le pasaron volando sobre la cabeza. Se arrastró hasta el final de la fila de carritos para la mercancía y se despojó del impermeable, lo colocó sobre la barra de conducción del carrito como sobre un gancho y empujó de una patada. La balacera acompañó el breve trayecto del carro de metal por un pasillo, fue a chocar contra una estantería y el fuego se repitió. Félix permaneció donde estaba, guarecido por el estante.
—Tu mujer te había desafiado. Podían ir como amantes a ese hotel, a ver si así lograban excitarse un poco. Pero ella quiso añadirle pimienta al caldo. Te dijo que ya no bastaba ir juntos a un hotel. Ni así la excitabas. Te enfureciste. Te dijo que sólo cuando te ponías celoso le resultabas un poco más atractivo. Pero como te ponías celoso de cualquier cosa, hasta ese resorte se estaba gastando. Tú le contestaste con otro desafío. Le pediste que esa noche en las suites de Genova podía buscar la manera de ponerte más celoso que nunca. Ella se rió de ti y aceptó el desafío. Te dijo que esa misma noche, cuando estuvieran en el hotel, antes de acostarse contigo, se acostaría conmigo. Hasta te dio el número del cuarto donde tendría lugar nuestra cita: el 301. Te pidió que reservaras cuarto en el mismo piso, para estar cerca. Con suerte, así oirías nuestros gemidos de placer.
—Conoces bien a Mary —dijo la voz—. Sigue inventando historias.
—Seguro, Abby —contestó Félix moviéndose sigilosamente contra el estante alto, evitando rozar con la espalda las bolsas de celofán ruidoso—. Mary te dio el número del cuarto de nuestra supuesta cita porque sabía que allí estaba viviendo Sara Klein. Tú también lo averiguaste y caíste en la trampa de tu mujer. Ella quería que lo supieras para que pensaras que su desafío iba en serio, para ponerte a dudar. ¿Estaba yo aprovechando mi amistad con Sara para utilizar su cuarto y darle cita a tu mujer? ¿Por qué no?
Calló y volvió a correr a otro lugar más cercano al nivel alto de la tienda mientras Abby decía:
—¿Sabes quién le dijo a Mary que Sara estaba viviendo en las suites?
Félix volvió a parapetarse y volvió a hablar:
—No importa. Estoy casado con una judía. Conozco las costumbres de la tribu. Es una malla muy bien tejida; todos saben todo de todos.
—Lo sé —rió Abby—, lo sé de sobra.
—Pero no sabías a quién ibas a matar, si a tu mujer o a mí o a los dos juntos. Tu mente corría por dos rieles paralelos, uno calculador y el otro apasionado. Los desafíos entre tú y Mary son como un juego de ping-pong. Ella te desafió diciendo te que se iba a acostar conmigo bajo tus narices. Tú la desafiaste a tu vez con una pregunta: ¿a qué hora pensaba engañarte? Ella te fijó una hora exacta, riéndose de ti; a las doce en punto, la medianoche, la hora fatal de la Cenicienta, algo así te dijo, es su estilo ¿no?
La voz en el nivel más alto lanzó un mugido de toro herido. Félix disparó por primera vez en dirección de la voz de Abby; era el momento para hacerle saber que también él venía armado.
—Preparaste para las doce y media en punto tus distracciones. Sergio con sus amigos y los mariachis se detuvieron a esa hora frente al hotel y cantaron la serenata. La monja pasó a pedir limosna para sus obras. La policía interrumpió el gallo y le ordenó a Sergio que circulara. Pero tú ya habías logrado lo que querías. El portero recordaría esos dos hechos inusitados. La policía perseguiría dos pistas falsas. Tú estabas protegido. El Mustang traía las placas del taxi. Por lo visto, la policía no las anotó. Una serenata es cosa de todos los días; una broma que interrumpe el tránsito. Sergio dio la mordida de costumbre y no le levantaron infracción. No quedó rastro del Mustang. Y tú estabas seguro de tu gente. Don Memo creyó siempre que era una broma y como nadie lo molestó, se olvidó del asunto. Sergio era tu esclavo, el intermediario de tu negocio de drogas, drogadicto él mismo: te obedecía sin pedir explicaciones. Perfecto; tus aliados eran ciegos y sólo tú sabías lo que te proponías hacer.
—¿Y la monja? —rió la voz—, ¿sabes quién es la monja?
—No, pero me lo vas a decir, Abby.
—Capaz que sí, porque de aquí no sales vivo.
Agachado, Félix volvió a acercarse al nivel alto. Su pie descalzo topó contra un peldaño. Buscó el refugio más cercano. Sus manos tocaron el vidrio helado de una congekdora. Apoyó el cuerpo contra la superficie fría. Estaba al resguardo de las balas de Abby Benjamín; los escalones ascendían paralelos al costado de la congeladora.
—Poco antes de las doce de la noche, Mary salió en bata del cuarto. Volvió a injuriarte y a seducirte al mismo tiempo. Dijo que iba a verme y que regresaría en media hora a amarte como nunca. Se permitió el lujo de un desafío final: arrojó sobre la cama la llave del cuarto 301.
—Estás muy cerca. Cuidado. ¿Cómo obtuvo Mary la llave del cuarto de Sara?
—No sé pero lo imagino. En ese hotel las normas son muy elásticas. Las gentes se visitan entre sí constantemente y reciben visitas inopinadas a todas horas del día y de la noche. El portero está acostumbrado a eso. Pero la respuesta más obvia debe ser la verdadera: Mary bajó a la administración y tomó la llave extra de Sara del casillero correspondiente. El portero está afuera, de espaldas al vestíbulo. Y el encargado de turno se la pasa dormido o viendo tele en la cocina.
—La conoces bien, cabrón. Tú la desvirgaste. Tú la tomaste antes que nadie. Antes que yo. Un muerto de hambre como tú.
—A ella no le importó. Sólo a los hombres les importa la virginidad de una mujer.
—Tú has sido mi pesadilla, Maldonado. Tú destruiste mi felicidad. Ella saca todos los días tu nombre a relucir, tú su primer hombre, el único hombre, el que de veras la hizo sentir, yo no, ni me acercaba, tú un miserable muerto de hambre…
—Yo iba a ser la víctima esa noche.
—Sí, esa noche me iba a desquitar de diez años que pasaste metido en mi cama, entre mi mujer y yo, invisible…
—Pero cuando abriste la puerta del 301 la pieza estaba a oscuras. Te acercaste a la cama. Todas las suites son idénticas. Tanteaste en la oscuridad. Tocaste un cuerpo de mujer.
Oíste la música de los mariachis en la calle. Ya no te importó que no fuera yo. Era ella. Era Mary. De todas maneras te ibas a desquitar de las humillaciones de tu matrimonio y yo iba a aparecer como el culpable. Ibas a matar dos pájaros de un tiro, Abby. Sacaste tu navaja de afeitar del bolsillo, le tapaste ja boca a la mujer y le rebanaste el cuello.
—Sí.
—Regresaste temblando a tu cuarto y encontraste allí a Mary tirada de la risa sobre la cama. Empezó a decirte que sé había burlado bonito de ti, como siempre, una vez más, te había seguido de lejos en el pasillo, estaba mirándote desde el lavabo del piso, te vio entrar al cuarto de Sara y…
—Sí.
—La sonrisa se le congeló cuando vio la navaja que traías idiotamente en la mano. Imbécil, te dijo, te equivocas siempre.
—Sí.
—Te equivocaste dos veces, Abby. No me mataste a mí. No mataste a Mary. Mataste a Sara Klein. Te equivocaste de víctima, pendejo.
Todas las luces neón del supermercado se prendieron de un golpe. Félix cerró los ojos con un gesto de dolor y asombro.
—Voy por ti, Maldonado. Vamos a vernos las caras.
Los pasos de Abby descendieron muy lentamente los escasos peldaños del mirador a la planta baja.
—Esta vez no me voy a equivocar, Maldonado. Tejiste tu propia soga. Van a encontrar tu cuerpo y el de Sergio juntos, en un basurero mañana por la mañana. El Mustang está a nombre de él. No hay nada que me ligue ni con él ni contigo. ¿Te dolió la muerte de Sara Klein? Entonces nada fue en balde. Me dije que te iba a doler y ya no sentí remordimientos, ¿sabes? Fue como matarte una primera vez. Ahora voy a matarte por segunda vez, Maldonado, antes de matarte por tercera vez. La tercera es la vencida, dicen. Ya no hablarás ni oirás ni te cogerás a las mujeres ajenas. ¿Sabes quién le contó a Mary que Sara estaba en las suites de Genova?
Aplastado contra el congelador, Félix vio aparecer a cuatro metros la punta del zapato de Abby.
—Ruth —dijo Abby.
Félix sintió la tensión animal, sin odio ni memoria, de un leopardo. En el instante en que asomó el cuerpo de Abby, Félix saltó encima de él pero impidió que cayera ahorcándolo con una llave alrededor del cuello; la espalda de Abby oprimía el pecho de Félix, ambos estaban abrazados con las armas en las manos derechas. Félix disparó contra la mano de Abby; el hombre con las patillas canas y el bigote negro aulló y dejó caer la pistola, Félix soltó la.44, abrió la puerta del congelador y empujó a Abby adentro.
El hombre del rostro burdo, feo y coloradote cayó sobre la nieve del piso, entre las reses colgantes y extendió sus hermosas manos, implorando, hacia Félix.
Félix cerró de un golpe la puerta del congelador. Estas puertas no se abren desde adentro, se dijo, como si las vacas muertas pudieran descolgarse de los garfios y escapar de la tumba helada. Nadie vendrá a abrir antes de las seis de la mañana. Nueve horas son muchas horas a cincuenta grados bajo cero.
Miró a Abby encerrado dentro del congelador. Había perdido para siempre su aspecto florido y sus ademanes agresivos. En sus ojos el frío del terror anticipaba el frío de la muerte. Apartó los cadáveres de las reses para levantarse, resbaló y cayó de nuevo apoyado contra la puerta de vidrio enmarcada de escarcha.
Con la mano sangrante escribió sobre la escarcha de la puerta unas letras. Félix las descifró al revés, rojas sobre blanco, antes de que Abby se llevara la mano a la boca con una mueca de terror, cerrara los ojos y permaneciera de rodillas, como un penitente en la Antártida. Sólo pudo escribir ajnom al.