Alcanzó a ver el convertible Mustang color mostaza que arrancaba por la calle de Durango. Tomó nota del número de las placas y lo apuntó en el cuaderno de don Memo, precisamente bajo la fecha del diez de agosto.
Regresó a las suites de Genova y pidió que le subieran al cuarto carne asada, ensalada mixta y café. Estudió largamente el registro del taxista. Tomó el teléfono y pidió la jefatura de policía del Distrito Federal. Denunció el robo de su automóvil, un convertible Mustang color mostaza. Dio el número de las placas.
—Soy el propietario, el licenciado Diego Velázquez, director de precios de la Secretaría de Fomento. No se me duerman.
Le dieron seguridades obsequiosas. Miró su reloj. Eran las tres de la tarde y el sol de la mañana desapareció detrás de las nubes lentas y cargadas. Tenía tiempo y le faltaría energía. Durmió hasta las cinco con la tranquilidad que le faltó la noche anterior. Ahora estaba seguro. Ahora sabía.
Revisó la.44 y se la guardó en la bolsa interior del saco. Caminó de Genova a Niza y se compró un impermeable en Gentry. Cuando salió de la tienda de hombres se desató el aguacero, el tráfico se hizo nudos y la gente buscó refugio bajo los toldos y marquesinas. Se puso el impermeable, una buena trinchera de Burberry's, demasiado nueva para investirlo satisfactoriamente con el papel cinematográfico que su inconsciente le proponía. Sonrió mientras caminaba bajo la lluvia en la dirección del Paseo de la Reforma. Si por afuera pretendía parecerse a Humphrey Bogart, por dentro se sentía, ridiculamente, idéntico a Woody Allen. Recordó a Sara Klein en Gayosso y dejó de sonreír.
Se detuvo a esperar en la esquina de Hamburgo. Le quedaban cinco minutos. Prefirió estar a tiempo. Era el funcionario más puntual de la burocracia mexicana, pero esta vez su cita no era con un subsecretario más o menos amable, sino con un criminal más o menos salvaje.
Al cuarto para las seis, el taxi se detuvo frente a la boutique Cronopios en Niza y pitó insistentemente. El joven Sergio salió sonriendo y despidiéndose de las empleadas del lugar. Abrió la portezuela trasera del taxi y subió. Félix montó detrás de él, sacó la.44 y la apretó contra las costillas del muchacho rubio, pequeño y elegante. Don Memo volteó la cabeza con alarma.
—No te preocupes —le dijo Félix al chofer—. Hay balas para los dos. Depende de cuál quiere morir primero. Vamos a llevar al señorito al mismo lugar donde lo llevas todos los lunes, miércoles y viernes a la misma hora. Un movimiento falso y Lichita se queda viuda.
Un sudor grasoso brotó de la frente plisada de don Memo. No dijo palabra y avanzó como caracol entre el tráfico congestionado de Niza hacia la Avenida Chapultepec. Félix miraba la nuca de don Memo pero no dejaba de apretar la.44 contra las costillas de Sergio.
—¿Cómo está tu papá? —le preguntó al muchacho.
—Chingando a tu madre —dijo Sergio con los labios mojados y la pupila dilatada.
—No, tendría que ser muy influyente para eso —sonrió Félix—. Los hijos de millonarios no trabajan de dependientes en una boutique de lujo. Sólo logran vestirse como hijos de millonarios. No es lo mismo.
—No vayas a donde siempre, Memo, este tipo es puro jarabe de pico, ya lo conozco…
Félix estrelló el cacho de la pistola contra la boca de Sergio; el muchacho chilló y se hundió en el asiento, limpiándose la sangre de los labios con la mano. El taxi giró a la derecha en Chapultepec y pudo acelerar un poco.
—Si no te rompo la jeta es porque necesito que hables.
—Dame por muerto, cabrón —escupió Sergio.
—¿Te sientes muy protegido por tu jefe? ¿Qué te da, además de un Mustang prestado para que le borres las pistas cuando andas de mandadero?
—Yo estoy protegido. —Sergio sonrió chueco.
—Conocí a un güerito muy parecido a ti. También se sentía muy protegido. Acabó balaceado y tirado como una res en la puerta de un chofer de taxi.
—Yo nomás cumplo —murmuró don Memo—, voy a donde me dicen.
Avanzaron lentamente junto al acueducto colonial de la avenida.
—Ya lo sé —dijo Félix—. Gracias por apuntar tan cumplidamente tus llamadas. Qué chistoso que tres veces por semana al cuarto para las seis recoges a un tal Sergio de la Vega, supuesto niño bien que le lleva serenatas a las turistas gringas.
—De a tiro buey. Ya te lo expliqué. Fue una broma.
—Dos bromas. Una monja llega a pedir ayuda para sus obras de caridad y una banda de muchachos se presentan a cantar serenatas con mariachis. Las dos bromas sirven para crear una distracción en la calle mientras dentro del hotel tiene lugar la tercera broma.
—No sé de qué hablas, cuate.
—Hablo de la broma de tu jefe. La muerte de Sara Klein.
—El nombre no me suena.
—Lo que te va a sonar es un balazo en el riñon.
—Qué miedo. Haré pipí como coladera.
Félix apretó la boca de la.44 contra la nuca del chofer.
—Tu amiguito es muy reservado, Memo.
—Yo no sé nada, jefecito, tembló el viejo parecido a Raimu, a mí nomás me contratan para traer y llevar.
—Memo, los ricos están protegidos, pero a un infeliz como tú lo van a meter de por vida al tambo por complicidad en un asesinato.
—No digas nada, cornudo —dijo Sergio—. El patrón es más fuerte que este pobre diablo. No sabe nada. Nos está blofeando. No le hagas caso. Cambia de camino, te digo.
—Conozco la ruta —dijo tranquilamente Félix—. Don Memo apuntó la dirección. Sé a donde vamos. Sé a quién vamos a ver.
—Para lo que te va a servir. El patrón es influyentazo.
—¿Como tu papá?
—Chinga a tu madre.
—Te repites, chamaco. A ver si te sigues repitiendo cuando te pongan a sufrir los de la judicial.
—No me hagas reír. ¿Por qué? ¿Por llevar serenata? ¿Por usar una vez placas ajenas? ¿Dónde vives, buey?
—No. Por andar con un coche robado.
—El patrón lo puso a mi nombre.
—Está estacionado frente a tu casa. A estas horas, la policía ya lo ubicó y te está esperando.
Por primera vez, Sergio sudó igual que don Memo.
—De qué te alarmas, Sergito. Probarás que el coche te lo dio tu patrón. No sudes. ¿Qué van a encontrar dentro del coche? ¿Es eso lo que te asusta? ¿Por eso puso tu patrón el coche a tu nombre, para que tú pagues los platos rotos? ¿Así te protege de bien?
Sergio intentó abrir la portezuela; el taxi entró al periférico en la Fuente de Petróleos y siguió la indicación hacia la carretera de Querétaro. Sergio intentó abrir la portezuela; Félix lo sujetó rodeándole el cuello con el brazo; Sergio se ahogó, tosió y cayó violentamente contra el piso del auto. Félix lo recogió como a un muñeco de trapo del cuello de la camisa. Siguió tosiendo largo rato.
—La pinche placera no tuvo tiempo, seguro que no tuvo tiempo —dijo con la voz ronca y dolorosa Sergio.
—A ver si nos espera en Cuatro Caminos —dijo nerviosamente don Memo.
—¡No te detengas! —gritó Sergio.
Félix volvió a apretar el cañón de la pistola contra la nuca de don Memo. Sergio se entregó a un acceso de tos interminable; parecía un cupido tuberculoso.
No volvieron a hablar hasta llegar al Toreo de Cuatro Caminos. Desde una esquina, la mujer gorda, envuelta en un rebozo y con la canasta bajo el brazo, hizo una seña con la mano libre al taxi. Parecía la madre de los dioses indios, una Coatlicue de piedra, imperturbable bajo la lluvia.
—¡No te detengas!
Don Memo frenó. La placera gorda abrió la portezuela delantera y asomó la cabeza dentro del taxi. Se detuvo al mirar a Félix, pero la mirada impasible no varió. Ni siquiera cuando vio la pistola apuntada directamente hacia su cara ancha y oscura.
—Suba, señora.
La placera se acomodó al lado de don Memo. Olía a ropa mojada y a digestión de frijoles refritos.
—¿Qué trae esta vez en la canasta? —preguntó Félix—, ¿más pollitos? Pásemela.
La gorda prieta primero se volteó para entregarle unas llaves a Sergio.
—Toma. No pude abrir la cajuela. Los cuícos tenían rodeado el coche.
Félix le arrebató las llaves del Mustang:
—La canasta.
La placera levantó la canasta y la mostró; venía colmada de lechugas. La arrojó violentamente contra el rostro de Félix; don Memo frenó; la mujer descendió del taxi con una agilidad insospechada; Sergio intentó imitarla, pero la pistola le punzaba contra la cintura.
Don Memo arrancó; Félix forcejeó un instante con Sergio; el muchacho se rindió y Félix vio alejarse la figura de la vieja diosa azteca, bajo la lluvia gris como la tierra que pisaba. Una bruma que parecía emanar del cuerpo de la mujer la envolvió.
Félix recogió la canasta. Debajo de las lechugas estaban las bolsas de celofán impermeable con un contenido que no era lo que parecía, ni harina ni azúcar.