Félix me contó lo que aquí he escrito. Ahora me correspondía a mí darle mi versión de los hechos, la versión global de lo que Félix sólo había vivido y comprendido parcialmente. Mi tarea se dificultaba porque Félix, sin decírmelo, creía saber más como actor que yo, pues suponía que yo no me había movido de mi biblioteca durante los pasados diez días. Una vez más, él aparecía como el hombre al que le tocaba vivir la parte difícil de la vida; yo, como el comodín al cual todo se le facilitaba.
En más de una ocasión, durante esa semana en mi casa, temí que Félix sintiera rabia y compasión de sí mismo al mirarse al espejo y desconocer su cara humillada. Cuchillos y puños ajenos jugaron con lo más distintivo que tiene un hombre como si fuera plastilina. Y temí también que al hacerlo, reconociese en esa manipulación física algo más intolerable, una manipulación moral. Emiliano y su novia ya me habían hablado del irritado orgullo de Félix cuando supo que no era el único depositario de mi confianza. Temí, en fin, que apareciese brutalmente un rencor hasta entonces latente o que, sumergido por el cariño muy real que nos unía, Félix convirtiese el rencor, pura y simplemente, en dolor.
El dolor de Félix Maldonado, lo sabía desde que murió su madre, tendía a encontrar cauces desorbitados. Esa noche desvirgo a Mary en nuestra cama. Otra, cuando se enteró de que Sara era la amante de Bernstein, agredió físicamente al profesor en casa de Angélica y Mauricio. El dolor y en seguida la fatiga del dolor, alejaban a Félix de su deber, lo conducían a poseer el cuerpo de Mary o a visitar el cadáver de Sara.
Pensé todo esto cuando Félix regresó a mi casa y estábamos tranquilamente, una noche, en mi biblioteca bebiendo una copa y oyendo a Rubinstein, Szeryng y Fournier interpretar el maravilloso Trío número 2 de Schubert. Sólo entonces intenté derivar una conclusión de nuestra experiencia. Nuestra: para Félix era sólo suya. Dije:
—No tiene que ver con la música, pero al escucharla se me ocurrió que lo que me has contado tiene un aspecto falsamente melodramático, ¿sabes? Y sin embargo, mi impresión es que hay algo más, posiblemente algo trágico, en todo esto, porque la razón no está de un solo lado, sino que las dos partes tienen razón y no la tienen, ¿me explico?
Félix me miró varios minutos, sin hablar, con el vaso de coñac entre las manos. Luego, como para desmentirme, arrojó la copa contra el cuadro del martirio de San Sebastián empotrado encima de la chimenea. Primero se hizo añicos y en seguida el líquido goteó hacia el fuego y lo avivó.
—Carajo, llevo siete días aquí contigo —me dijo—, te lo he contado todo y tú sigues allí con tu maldita placidez de siempre, oyendo Schubert, citando a Shakespeare y con una copa de coñac que se te evapora igual que tus palabras.
Se pegó repetidas veces con el pulgar sobre el pecho.
—Yo corrí los riesgos y expuse el pellejo; tengo derecho a saber.
—¿Por dónde quieres que empiece? —le contesté tranquilamente.
Félix sonrió y se levantó a recoger los pedazos de vidrio roto frente a la chimenea.
—Perdón.
Me encogí de hombros.
—Por Dios, Félix, entre tú y yo…
—Está bien. Empieza por lo que te gusta, esas grandes generalizaciones, sácate eso del cuerpo primero. Entiendo que las dos partes querían información sobre las reservas de petróleo de México y sospecho que el anillo tenía que ver con eso. Pero el teatro en Palacio, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿qué pretendía cada parte?
—Pues con tu venia, trataré de ser sistemático. Deja que termine el disco.
Cuando concluyeron los acordes del allegro moderato, junté las manos y bajé la cabeza. No deseaba mirar a Félix.
—Ambos querían la información. Eso es cierto y es lo primero que hay que saber. ¿Para qué la querían? Por una razón evidente. Desconocían, y gracias a nosotros seguirán desconociendo, la extensión, la ubicación y la calidad de los nuevos yacimientos. En caso de un nuevo conflicto en el Medio Oriente pueden suceder muchas cosas.
—Trevor ya me enumeró todas las hipótesis en Houston —dijo Félix con impaciencia—. Conozco la conclusión: en todos los casos, el petróleo mexicano puede ser el inesperado as de la baraja. ¿Qué más?
—Las razones particulares de cada bando.
Me levanté y caminé hasta Félix. Acerqué mi cabeza a la suya. Sabía que animar la intimidad era inútil; quizás pensé que la supliría la incomodidad vecina a un miedo postergado que suele acompañar este tipo de acercamiento físico desprovisto de esperanzas.
—Los árabes querían la información para presionar a México; nuestro ingreso a la O.P.E.P. fortalecería a la organización, pero debilitaría a México. Podemos ser solidarios de la O.P.E.P., pero no miembros. Somos dueños únicos de núestro petróleo desde 1938; los árabes no. No compartimos ganancias con ninguna compañía extranjera; los árabes sí. Somos capaces de manejar por nosotros mismos todas las etapas del petróleo, desde la exploración hasta la exportación; los árabes no. Ingresar a la O.P.E.P. es meterse en batallas que ya libramos y ganamos. Y perderíamos, de paso, los beneficios de la Ley de Comercio norteamericana. Los árabes lo saben; los gringos también. Resultado: una debilidad aún mayor de México. Israel, por su parte, tiene interés en que México no comprometa su petróleo y siga una política de exportación masiva que compita con la O.P.E.P. y asegure, directa o indirectamente, suministros al Estado judío. De allí la necesidad de los israelitas y los norteamericanos de conocer con exactitud las reservas con las que contaría el mundo occidental en caso de un nuevo conflicto. Pues si se llega a la guerra, no lo dudes, Washington apretará todas las tuercas para que el petróleo mexicano sea la respuesta al petróleo árabe.
—No me has contestado la pregunta sobre lo que pasó en Palacio.
—Simplemente, el Director General decidió adelantarse a los acontecimientos. Es un viejo zorro; su inteligencia sólo es comparable a su audacia y una alimenta a la otra; es el más peligroso de todos. Se dio cuenta de que existía la seria posibilidad de una entrega más o menos disfrazada del petróleo mexicano a los Estados Unidos y a Israel. El hecho sería fatal para los árabes. El Director General decidió jugarse el todo por el todo. Una vez que te ubicó, te convirtió en el candidato ideal para su maquinación. Sospechaba que trabajabas para un servicio de inteligencia ilocalizable. Al mismo tiempo, eras judío converso. Decidió matar dos pájaros de una pedrada. O más bien, tres. Porque preparó realmente el asesinato del Presidente.
Metí la mano en la bolsa y acaricié la.44 que allí se escondía inocente como un pájaro más de esta charada, negro y frío.
—¿Cuál era su plan? —preguntó nerviosamente Félix, sin atender al movimiento de mi mano.
—Dispuso a su gente en el Salón del Perdón. Al acercarse a ti el Presidente, un tirador dispararía a matar. En la confusión inmediata, Rossetti te pondría en la mano la pistola. Así.
Saqué rápidamente la.44 y la puse en la mano sorprendida de Félix; la tomó automáticamente.
—Basta un gesto nervioso, toma Félix, tú hubieras tomado la pistola como la acabas de tomar ahorita, quizás la hubieras dejado caer en seguida, en todo caso quedarías incriminado.
Félix me tendió el arma; la rechacé con un gesto.
—Guárdala. Quizás sientas ganas de usarla más tarde.
Vi que en los ojos de mi amigo renacía el temor de ser utilizado ciegamente. Me aislé de esta amenaza con un fruncimiento del ceño, como si pretendiera pensar lo que iba a decir, lo que conocía de sobra.
—El plan era audaz —proseguí precipitadamente—, pero de haber resultado todo el país habría dicho lo que el Director General quería que dijese: Israel mandó asesinar al Presidente de México. Calculó que la reacción hubiese sido tal que fatalmente México se hubiese alineado con el mundo árabe. La crisis política, en todo caso, habría precipitado la debilidad del gobierno y en esas aguas revueltas el Director General confiaba en ser mejor pescador que su contrincante Bernstein.
—Pero el plan le falló; y le falló por el simple hecho de que yo me desmayé. ¿Por qué?
—Porque yo aseguré que te desmayaras.
—¿Tú?
Miré la pistola en la mano de mi amigo; no era éste, aún, el momento que temía. No la iba a usar porque el asombro era todavía peor que la rabia.
—Félix, la fábrica de farmacéuticos que heredé de mi padre sigue trabajando y trabajando bien. El gerente del Hilton me informó la hora exacta en que habías ordenado el desayuno. Yo estaba en el hotel.
—¿Tú? —repitió con una risa sin desprecio porque el asombro seguía imponiéndose a cualquier otro impulso, ¿tú que nunca te mueves de tu casa…?
—Estaba en el hotel desde la noche anterior. Yo mismo puse en tu café una dosis precisa de propanolol. ¿Te interesa la fórmula exacta? Isopropylamino-1 (naphthyloxy-l')-3 propanol—(2). Bien. Se trata de un compuesto antiadrenalínico. Ingerido con los alimentos en una cantidad no menor de cincuenta miligramos —la que yo puse en tu café— opera paralelamente a la digestión. Sabía la hora de la ceremonia. La droga funcionaría en los momentos en que, digiriendo tu desayuno, saludarías al Presidente.
—Eso es imposible, se requeriría un cronómetro perfecto.
—Ese cronómetro existe: lo pone a funcionar el flujo de adrenalina al encontrarse con una droga que la bloquea dos horas después de tomarse. Te sirvieron el desayuno a las ocho de la mañana. La ceremonia tuvo lugar a las diez. Quizás confundiste los signos de hipotensión, el sudor, el nerviosismo general, con tu emoción al disponerte a saludar al señor Presidente. Lo cierto es que al conjugarse los tres factores, digestión, droga y adrenalina, el efecto es inmediato: la sangre se vacía de la cabeza, se agolpa en el vientre y el sujeto cae desmayado. Es lo que te sucedió a ti. Y así se frustró el plan A del Director General.
—Entonces puso en marcha el plan B.
—Exactamente. El verdadero asesino no tuvo tiempo de disparar.
—¿Quién era?
—No importa. Uno de tantos matones a sueldo de los árabes. Las instrucciones del Director General eran definitivas: todo o nada, basta un accidente cualquiera, el menor hecho imprevisto, para que se suspenda el plan A. Tú fuiste ese accidente. Mientras el Director General le explicaba al Presidente lo sucedido, su gente te ponía a buen recaudo en la clínica de Tonalá. Fue Rossetti el encargado de la operación; tú eras funcionario de la misma dependencia que él, se trataba de un simple desmayo, él te llevaría a tu casa.
—Pero si el plan A no fracasa, no hubiese ido a dar a la clínica, sino al campo militar y de allí al cementerio.
—No, el Director General fue perfectamente franco contigo. Sólo quería tu nombre para atizar la animosidad oficial contra Israel. Pero a ti te quería vivo para que escaparas de la clínica, transfigurado, y lo guiases hasta mí.
—Hay algo que sigo sin entender. Ayub me advirtió en el Hilton que no debía asistir a la ceremonia en Palacio. Cuando desperté en la clínica, el Director General me recriminó mi presencia en la entrega de premios. Dijo que sólo quería mi nombre y que mi presencia en Palacio echó a perder sus planes; me acusó de entrometido y me dijo claramente que si me hubiera abstenido de asistir, como me lo pidió Ayub, todo habría resultado como él lo quería.
—Te conocen bien. Sabían que harías exactamente lo contrario de lo que ellos te pidieran, por orgulloso y por testarudo. La realidad era otra: tu presencia les era indispensable.
—¿Por qué insistieron en esa versión falsa en la clínica, cuando todo había pasado?
—Simplemente, para que la creyeras y te alejaras de la versión real de los hechos. Al Director General no le interesa que nadie ande diciendo que quiso asesinar al Presidente. Ni siquiera como hipótesis.
—¿Es algo más que eso? ¿Existe alguna prueba?
Afirmé fingiendo tranquilidad:
—La libertad de Mauricio Rossetti. Ha sido extraditado. La justicia mexicana, en este caso, ha sido expedita. Se atribuye la muerte de Angélica a un accidente. El cargo de Trevor no prosperó. Rossetti ha sido reinstalado en su puesto de secretario privado del Director General. Le debe todo a su jefe y sabe por qué se lo debe: Rossetti es el único que conocía el plan A. El Director General le ha procurado la libertad a cambio del silencio. No teme chantaje alguno. Sabe que Rossetti perderá algo más que la libertad si habla: la vida.
—En cambio Ayub me pidió que no fuera a Palacio. Tú dices que por instrucciones de su jefe. Pero en realidad Ayub es enemigo del Director General; le hubiera convenido convencerme para que fracasara el plan A. Se hubiera vengado de un hombre que primero encarceló y luego mandó matar a la familia de Ayub en Líbano.
—El Director General corrió ese riesgo. Pero su audacia, te repito, siempre es inteligente. Si tú te dejas convencer por Ayub, la vida del pequeño siriolibanés y la de su familia no hubieran valido un cacahuate.
—La verdad es que no valieron un cacahuate.
—Convence a un hombre condenado a morir mañana que sería mejor morir hoy. Eso sólo pasa en el corrido de La Va lentina.
—Por lo visto, debo darme de santos. Ese viejo siniestro ha sido de lo más decente conmigo, comparativamente.
—Es cierto. Si el plan A no hubiese fracasado, te habría dado todo lo que te prometió en la clínica: pasaportes, pasajes y dinero para ti y para Ruth.
Félix manejó peligrosamente la pistola, apuntándomela al pecho. Pero yo sabía que su cólera potencial ya no estaba dirigida contra mí.
—Carajo, ¿entonces quién fue tiroteado en el campo militar y enterrado al día siguiente con mi nombre?
—Enterrado, sí, pero también exhumado.
Miré distraídamente el San Sebastián encima de la chimenea, un buen ejemplo de la pintura colonial del siglo XVII. Si la cara de Félix era la de Velázquez, su cuerpo era el del mártir. Pero las flechas no eran sino palabras. Regresé pausadamente a mi sillón y volví a esconder el rostro detrás de las manos unidas.
—Ves, yo también trabajé un poquito, Félix. Cada quien puso a jugar sus influencias y como en este país no hay más ley que esa, me permitieron exhumar el cadáver enterrado con tu nombre.
Félix se inclinó ante mí y me tomó de los hombros.
—¿Quién es?
Aparté mis manos y lo miré fijamente.
—Un muchacho palestino. Era maestro de escuela en los territorios ocupados. Se enamoró de Sara Klein. Fue torturado. Los agentes del Director General lo ubicaron y le dijeron que Sara estaba en México, acompañando a Bemstein, el responsable de las torturas que sufrieron ese muchacho y su madre. Le dijeron que Sara era amante de Bemstein. El muchacho se enloqueció. Un palestino apasionado es la pasión misma, Félix. El Director General le procuró documentos, lo hizo pasar a Jordania en secreto y de allí el chico voló a México. Quizás quería matar a Sara o a Bemstein o a los dos, no lo sé. No tuvo tiempo. Antes lo mataron a él, lo metieron en una celda del campo militar diciendo que eras tú desmayado y el resto de la historia la sabes.
Félix soltó mis hombros.
—Jamil.
—Así lo llamó Sara en el disco. En realidad su nombre era Isam Al-Dibi. Se parecía bastante a ti. Hubiera sido el asesino ideal de Sara Klein. Pero el Director General no pudo prever ese acontecimiento. No se puede tener todo en la vida. Bastante trabajo le dio seguirte para obtener el anillo. No lo obtuvo. Eso es lo importante.
—Pero sí averiguó quién eres tú, la existencia de la organización, todo lo que…
—Porque yo quería que lo averiguara. Y lo quería porque es importante que las dos partes sepan de nuestra existencia. La regla del discurso político es la duplicidad. La del discurso diplomático, la multiplicidad. El espionaje es una contracción de ambos: doble y múltiple a la vez.
Félix se dejó caer en el sillón junto al mío, como si desease interrumpir una conversación que le fatigaba más, al escucharlos narrados, que los hechos mismos que vivió. Paseó la mirada extraviada por el decorado, los espejos patinados, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, las taraceas opulentas, las molduras, los peinazos y entrepaños, la labor de torno de las mesas y las sillas de esta mansión que compré, un día, a los herederos de un viejo millonario llamado Artemio Cruz.
Al cabo dijo con una voz tan hueca como la del hombre al que inconscientemente mimaba:
—Entonces el Director General asesinó a Jamil.
—A Isam Al-Dibi, sí.
—Pero era un palestino, un hombre que sufrió…
—Te dije que nadie tiene el monopolio de la violencia. Tampoco el de la injusticia. Mucho menos el de la moral.
Me miró con la mirada perdida:
—¿Cómo te enteraste de todo esto, los planes del Director General, la muerte de Jamil…?
Esperé antes de contestarle. Temía mi propia respuesta. Pero todas las razones del mundo, las más subjetivas, también las más objetivas, me comprometían a decirle la verdad a Félix Maldonado.
—Angélica me lo contó. Tú la conociste. Era muy nerviosa. No soportaba sentirse culpable. Menos aún, sentir que había fracasado. Me lo contó por un solo motivo: su desprecio hacia Rossetti. Era muy locuaz. Tú la conociste.
—¿Por qué querías que las dos partes supieran de tu existencia? No creo que se asusten mucho. Lo que saben es que somos muy pocos, unos pigmeos al lado de ellos.
—Precisamente. Creerán que somos más insignificantes de lo que realmente somos o vamos a ser. Continuarán subestimándonos.
—¿A pesar de que les ganaste la partida del famoso anillo?
—Sí. Están convencidos de que nos será inútil. Primero, porque ya sabemos lo que contiene. Segundo, porque no nos creen capaces de descifrar su contenido. Por ello repetirán la misma treta y volveremos a ganarles.
Félix me observó sin demasiada convicción.
—Es lo mismo que dijo Trevor en Houston. Me imagino lo que había en el anillo. ¿Cómo descifraste su información, si es que la descifraste? Me has dejado fuera de tantas cosas…
Reí.
—A ti hay que explicártelo todo, Félix. No deduces nada por ti mismo porque estás demasiado preocupado por ti mismo. Cuando no lo estés, serás de verdad un buen agente.
—¿Quién te ha dicho que quiero serlo? —me devolvió la risa.
Pasé por alto la impertinencia. Félix merecía un sentimiento de triunfo que me permitiera pasar, sin brusquedad, a un tema neutro. No soltaba la pistola, pero la mantenía como un juguete en la mano.
—Es una técnica diabólicamente ingeniosa —le expliqué y le invité a que pasara conmigo a la capilla.