Cuanto llevo dicho es el informe, lo más detallado posible, de lo que Félix Maldonado me contó durante la semana que pasó, recuperándose, en mi casa. Le he dado un cierto orden, pues él me entregó su narración en fragmentos discontinuos, como opera en realidad la memoria. Y la memoria de Félix, ya me lo había dicho por teléfono, tenía algunos derechos. La mía también.
He transcrito con toda fidelidad sus sensaciones del momento, sus descripciones de lugares y personas, los hechos y las conversaciones, así como las escasas reflexiones internas suscitadas por todo ello. Algunos —acaso demasiados— comentarios laterales son exclusivamente míos.
Me doy cuenta, a medida que Rosita pasa mis notas a máquina, de que he reunido cerca de doscientas cuartillas. La muchacha de la cabecita de borrego es una excelente taquimeca, pero las tareas de secretariado no le gustan, las siente por debajo de su dignidad de Mata Hari en potencia. Su novio Emiliano es mucho más dócil, está dispuesto a aprenderlo todo y lee con muchísima atención las páginas que Rosita transcribe.
El caso que convendremos, con el triple agente Trevor-Mann, en llamar la Operación Guadalupe, amerita esa curiosidad. Fue el primero de nuestra embrionaria organización de inteligencia secreta. Las lecciones de esta experiencia piloto habrían de resultarnos de suma utilidad para el futuro.
Conocí bien a Félix Maldonado hace unos quince años, cuando los dos realizamos estudios de post-grado en la Universidad de Columbia en Nueva York. A pesar de ser compañeros de generación, no nos tratamos en la Escuela de Economía de la Universidad de México. Nuestra mal llamada «máxima casa de estudios» no favorece ni los estudios ni la amistad. La ausencia de disciplina y normas de selección impide aquéllos; la plétora indiscriminada de una población de doscientos mil estudiantes dificulta ésta.
Además, las diferencias sociales alejan a los alumnos ricos de los pobres. Yo llegaba en automóvil propio a la Ciudad Universitaria; Félix, en camión. Ni los ricos como yo deseábamos fraternizar con los pobres como Félix, ni ellos con nosotros. Se creaban demasiados problemas, lo sabíamos bien. Ellos se sentían avergonzados de invitarnos a sus casas, nosotros incómodos de su incomodidad en las nuestras. Nosotros pasábamos los fines de semana en las casas privadas de Acapulco; ellos, con suerte, llegaban al balneario de Agua Hedionda en Puebla. Nuestros bailes eran en el Jockey Club; los de ellos, en el Salón Claro de Luna.
Había también el problema de las muchachas. No deseábamos que nuestras hermanas o primas se enamoraran de ellos; ellos, aunque en esto no los secundaran sus padres, tampoco querían que las suyas les fueran birladas por los juniors millonarios como yo.
No era el caso de Félix; se sabían su fidelidad al maestro de historia de las doctrinas económicas, Leopoldo Bernstein, y su amor hacia una chica judía, Sara Klein, compañera nuestra en la escuela. Pero esta era una barrera más. A fines de los cincuenta, las familias judías de México no acababan de ser aceptadas en la buena sociedad, los padres hablaban con gruesos acentos teutónicos o eslavos, se sospechaba que las muchachas eran demasiado emancipadas y, sobre todo, las familias no eran católicas.
La distancia, espontáneamente, derrumbó estas barreras. Mis privilegios nacionales no impresionaban a nadie en Nueva York y en cambio Félix los aceptaba de manera natural sin estimar que por ello dos jóvenes mexicanos en los Estados Unidos debían cultivar rencores sociales, sino aliarse amistosamente para compartir bromas, recuerdos y lengua.
Félix sentía una pasión por el cine y su historia; la cinemateca del Museo de Arte Moderno le colmaba de gusto y me invitó varias veces a acompañarle en sus excursiones de descubrimiento de Griffith, Stroheim y Buñuel. Yo nunca le dije que ya había visto todo eso en el Instituto Francés de la calle de Nazas, donde dos veces por semana un espigado y joven poeta español de cabellera prematuramente encanecida nos daba, a los trescientos y algunos más, lúcidas clases de cultura cinematográfica antes de que todos guardásemos un silencio religioso ante las fluidas ondulaciones de la Swanson y las férreas del Potiomkin.
Por mi parte, yo descubrí el teatro en Nueva York y la pasión de Félix por el cine sólo fue comparable a la mía por Shakespeare. Dediqué un verano a seguir las representaciones shakespearianas en el Festival de Ontario y a lo largo de lo que entonces se llamaba «el circuito de los sombreros de paja» en pequeños teatros estivales de la costa de Nueva Inglaterra. Invité a Félix a acompañarme y vencí sus resistencias ofreciéndole un trato: él sería mi huésped en los teatros y yo el suyo en los cines.
Así se selló nuestra amistad y en septiembre, al iniciarse nuestro segundo año en Columbia, decidimos vivir juntos y tomar un pequeño apartamento en el edificio Century del lado démodé de Central Park, el oeste. Félix me puso una condición: que yo recortase la mesada que me enviaba mi padre hasta igualar la suma exacta de la beca que él recibía del gobierno. Acepté y nos instalamos en el apartamento amueblado de una sola pieza más baño y kitchenette. Compartimos el Castro Convertible que de día era sofá y de noche cama. Convenimos en no recibir muchachas sino en las tardes y colgar un letrero en la puerta de entrada cuando no queríamos ser molestados. Nos robamos en la calle 68 una pancarta de obras públicas que decía MEN AT WORK y la utilizamos para darnos aviso mutuo.
Hablábamos mucho de México, sentados frente al panorama que era nuestro único lujo: la vista del Hudson al atardecer desde la ventana del vigésimo piso. El padre de Félix había sido uno de los escasos empleados mexicanos de las compañías petroleras extranjeras. Trabajaba en Poza Rica para la Compañía El Águila, subsidiaria de la Royal Dutch, como contador.
—El gerente recibía a mi padre dos veces al mes. Pero mi padre nunca le vio la cara. Cuantas veces entró al despacho, encontró al gerente dándole la espalda. Era la costumbre, recibir de espaldas a los empleados mexicanos, hacerles sentir que eran inferiores, igual que los empleados hindús del raj británico. Mi papá me contaba esto años después, cuando su humillación ya se había convertido en orgullo. En 1938, Lázaro Cárdenas expropió las compañías petroleras inglesas, holandesas y norteamericanas. Mi papá me contó que al principio no sabían qué hacer. Las compañías se fueron con sus técnicos, sus ingenieros y hasta los planos de las refinerías y las refacciones de los pozos. Dijeron bébanse su petróleo, a ver a qué les sabe. Fue declarado el boycott de los países capitalistas contra México. Dice mi papá que tuvieron que improvisarlo todo para salir adelante. Pero valía la pena. Se acabaron las guardias blancas que eran el ejército privado de las compañías, les robaban las tierras a los campesinos y les cortaban las orejas a los maestros rurales. Y sobre todo, las gentes se miraron a la cara.
Todo esto es una parte bien conocida de la historia moderna de México. Para Félix era una experiencia personal y conmovedora. Alegaba con calor, en medio de mis risas, que fue concebido el 18 de marzo de 1938, día de la nacionalización, porque nació exactamente nueve meses después. Y si hubiera nacido nueve años antes, no hubiese tenido todo lo que tuvo, las escuelas creadas por Cárdenas en los campos petroleros, los servicios médicos que antes no existían, la seguridad social, las pensiones. Sus padres no se habían atrevido a tener hijos antes; Félix pudo ir a la escuela de Poza Rica, su padre ascendió, fue jefe de contadores en la Dirección de Petróleos Mexicanos en la capital, Félix pudo seguir sus estudios y llegar a la Universidad, su padre se retiró pensionado, pero los hombres activos se mueren cuando dejan de trabajar. Félix sentía veneración por su padre y por Cárdenas; casi eran uno solo en su imaginación, como si hubiese una correspondencia inseparable entre una humillación, una dignidad y un destino compartidos por ambos y heredados por él.
Félix contaba esta historia de manera muy íntima, mucho más de lo que yo soy capaz de referirla ahora. No perseguía con ello una confesión análoga de mi parte. Mi vida siempre había sido fácil y me avergonzaba admitir que también mi familia lo debía todo al Presidente Cárdenas; la fabriquita de productos farmacéuticos de mi padre pudo expandirse y diversificarse, después de la expropiación, hasta convertirse en una poderosa empresa petroquímica y, de paso, mi papá acaparó un buen número de concesiones; nuestras gasolineras se ubicaron estratégicamente a lo largo de la Carretera Panameri cana entre Laredo y Valles y gracias a todo ello yo no sólo fui a la Universidad sino a los bailes del Jockey Club.
En cierto modo, envidié a Félix la vivacidad de sus experiencias y de las emociones que derivaba de ellas; pero por las mismas razones, me daba cuenta de que cierta excentricidad marcaba a mi amigo. No me refiero a nuestras divergencias religiosas; en este caso, yo podría parecer excéntrico en un medio donde todos se dicen católicos pero sólo las mujeres y los niños son practicantes. Félix era producto de escuelas socialistas; yo no era católico por simple tradición, sino por convicción y esta convicción era gemela de las razones por las que Félix rechazaba la noción de Dios: el creador no pudo crear el mal.
—Pero sólo Dios hace necesario el mal —le contestaba durante nuestras discusiones—. Acumula todo el mal sobre la espalda de Dios y sólo así comprenderás la existencia de Dios, porque sólo así sabrás y sentirás que Dios nunca nos olvida. Si es capaz de soportar todo el mal humano es porque no le somos indiferentes.
Cuando Félix recibió en Nueva York la noticia de la muerte de su madre, rechazó mi compañía y colocó el famoso letrero a la entrada del apartamento. Regresé lo más tarde posible; el letrero seguía allí y me fui a pasar la noche a un hotel. La mañana siguiente, alarmado, hice caso omiso de la pancarta y entré. Estaba con una muchacha muy bonita en la cama. Me dijo:
—Te presento a Mary. Es judía y es mexicana. Anoche perdió la virginidad.
La muchacha de ojos violeta no se inmutó; yo me sentí incómodo y, debo confesarlo, celoso. Mientras Félix respetase nuestro arreglo y yo no viese a las mujeres que pasaban por nuestra cama, no me importaba. Pero la presencia física de Mary me turbó. Racionalicé y me dije que era culpa de mi buena o mala educación, depende; yo hubiese tomado un avión a México para enterrar a mi madre. Pero secretamente añadí que consideraba a Félix como algo mío, el hermano que vivió el lado difícil de la vida que a mí no me tocó, el amante platónico que todas las noches se tendía junto a mí en la cama convertible y me contaba extraordinarias películas que jamás se filmaron o más bien superpelículas ideales fabricadas de trozos que él amaba particularmente, un rostro, un gesto, una situación, un lugar arrebatados a la muerte por la cámara.
—¿Quién va a pagar las sábanas y el colchón manchados? —dije groseramente y los dejé solos.
Caminé hasta San Patricio; Félix no iba a rezar por su madre.
Durante los dos últimos meses de nuestra vida común en Nueva York ni él ni yo volvimos a colocar la pancarta en la puerta.
Regresamos juntos a México y prometimos vernos muy seguido, canjeamos números telefónicos y nos separamos. Todos nuestros intentos de proseguir la relación de intimidad fracasaron. Félix entró a trabajar a Petróleos Mexicanos; sus antecedentes familiares y su maestría en Columbia le facilitaron las cosas. Yo reingresé a mi círculo social y empecé a hacerme cargo de los negocios de mi padre. Supe que Félix frecuentaba mucho a la colonia judía. Sara Klein se había ido a vivir a Israel, pero Félix anduvo con Mary, luego la muchacha se casó con un comerciante judío y Félix con otra muchacha judía llamada Ruth.
Yo tuve suerte en los negocios y al morir mi padre los incrementé, pero la compensación de mis esfuerzos me parecía vana. Los dos años en Columbia, la amistad con Félix, mi amor por la literatura inglesa, me hacían ver con una perspectiva deplorable al mundo de los burgueses mexicanos, ignorantes y orgullosos de serlo, dispendiosos, voraces en su apetito de acumular dinero sin propósito ulterior, ayunos de la menor dosis de compasión social o de conciencia cívica. Los medios oficiales con los que forzosamente trataba no me depararon mejor opinión; la mayor parte de los funcionarios pugnaba por saquear lo suficiente en seis años para luego acomodarse en los círculos burgueses y vivir, actuar y pensar como ellos.
Los dos aspectos de mi vida se trabaron en el matrimonio de mi hermana Angélica, dueña de todos los vicios de nuestra clase, con Mauricio Rossetti, propietario de todos los defectos de la suya: un aristócrata empobrecido que hacía carrera en la burocracia. Imaginé que Félix habría salvado a mi hermana de una vida idiota en la que derrochaba su parte de nuestra herencia para humillar a su marido al mismo tiempo que lo acicateaba para que aprovechara la corrupción a fin de redimirse de la humillación. No sé si, muy dentro de mí, le guardé un imposible rencor a Félix por no haberme buscado y, con suerte, enamorado a Angélica, salvado a Angélica…
Cultivé a las excepciones que encontré, algunos abogados, economistas, funcionarios y hombres de ciencia inteligentes, honrados y sobre todo preocupados por el destino de un país que no tenía por qué estar destinado a la pobreza, la corrupción y la tontería. Compré una vieja casona en Coyoacán. La llené de mis libros, las pinturas que empecé a adquirir, la música que cada vez, convencido de que mi soltería no tenía remedio, amaba más. Mis negocios, casi por inercia, marchaban bien y yo era considerado eso que se llama un empresario nacionalista.
En realidad, detrás de las apariencias de mi vida siempre tenía presentes unas conversaciones en un pequeño apartamento con vista al Hudson, cuando un joven estudiante de economía me contaba lo que pasó el día en que fue concebido.
Ese día, los mexicanos se miraron a la cara.
Mi constante recuerdo de Félix se convirtió, poco a poco, en necesidad de volverle a ver durante los meses primero y luego los años que siguieron a la crisis política y económica de octubre de 1973. La guerra del Yom Kippur y el embargo petrolero de los países árabes coincidió con la ubicación de un cuadrilátero con veinte mil millones de barriles potenciales escondidos a 4500 metros bajo las tierras de Tabasco y Chiapas.
No fue difícil para el dueño de una gran empresa petroquímica percibir los signos de peligro, calibrar por igual la avaricia que provocaban los grandes mantos petrolíferos mexicanos y el papel que semejante reserva podría jugar en caso de una crisis internacional. Pude averiguar cosas que parecían muy simples: las idas y venidas de nuestro antiguo profesor Bernstein con el propósito ostensible de reunir fondos para Israel, los contactos que establecía, las preguntas que formulaba; la relación del Director General de la Secretaría de Fomento Industrial con los diplomáticos y jerarcas de los países árabes. Las indiscreciones de mi hermana Angélica me fueron preciosas. No las necesité para comprobar personalmente las presiones ejercidas sobre mi propia empresa para asociarla con compañías transnacionales y acoplarla a proyectos que acabarían por arrebatarnos el dominio sobre nuestros recursos.
Imaginé el día en que los mexicanos dejaríamos de mirarnos a la cara.