No le costó explicarse el movimiento de entradas y salídas en la recámara de los Rossetti. Dejó abierta su propia puerta cuando regresó de Galveston y me llamó por teléfono a México para comunicarme las citas de The Tempest. Antes de colgar añadió con una mezcla de desafío y humor muy propios de mi amigo Félix Maldonado:
—Your sister's drown'd, Laertes. [32]
—Too much of water bast thou, poor Ophelia [33] —le contesté porque no me iba a dejar apantallar por la cita, pero también porque era mi manera de darle a entender que igual que él mis emociones personales se mezclaban con mis obligaciones profesionales pero tanto Félix como yo debíamos mantenerlas separadas—. And therefore I forbid my tears [34]
Apartó la bocina de la oreja y la acercó a la puerta abierta para que yo escuchase el movimiento de doctores, enfermeras, aparatos de reanimación y los olores de alcohol e inyecciones me llegasen por teléfono de Houston a México. Fui yo quien colgué.
Félix durmió tranquilamente; tenía indicios suficientes de que en esa relación Angélica llevaba la voz cantante y Rossetti no daría un paso hasta que la mujer se aliviara. Un ahogado muere en seguida o se salva en seguida; la muerte por agua no admite crepúsculos, es una noche negra e inmediata o un día luminoso como este que Félix descubrió al correr las cortinas. Un viento del norte barrió las nubes pesadas hacia el mar y limpió el perfil urbano de Houston. Yo tuve que soñar pesadamente con mi hermana Angélica flotando muerta en un río, como una sirena silvestre cubierta de guirnaldas fantásticas.
A las tres de la tarde, los Rossetti salieron de su habitación. Angélica se apoyó firmemente en el brazo de su marido y los dos abordaron el Cadillac listo a la entrada del Warwick. Félix volvió a seguirlos en el Pinto. La limousine se detuvo frente a un edificio disparado hacia el cielo como una saeta de cobre cristalino. La pareja descendió. Félix estacionó en plena avenida para no perderlos de vista y entró al edificio cuando los Rossetti tomaban el elevador.
Tomó nota de las paradas en el tablero y luego consultó e1 directorio del edificio para cotejar los pisos en los que el ascensor se detuvo con los nombres de las oficinas en cada uno de ellos. La tarea le fue facilitada porque los Rossetti tomaron el directo a los pisos superiores al 15. Pero de falta de variedad no pudo quejarse: financieras, compañías de importación y exportación, firmas de arquitectos, bufetes de abogados, aseguradoras, empresas navieras y portuarias, empresas de tecnología petrolera, relaciones públicas.
Calculó que la importancia de la misión del matrimonio Rossetti los conduciría al último piso, el treintavo, reservado para penthouses ejecutivos. Pero esa era la deducción más fácil y seguramente la pareja la había previsto. Félix leyó los nombres de las oficinas del penúltimo piso. Otra vez los apellidos de abogados unidos en listas kilométricas por las cadenas de culebrillas jerárquicas & & &, Berkeley Building Associates, Conally Interests, Wonderland Enterprises Inc.
—¿Hay una escalera que comunique al piso 30 con el 29? —le preguntó al conserje chicano.
—Naturalmente. Hay una escalera interior para todo el building. Con pintura repelente de fuego y todo. Este es un lugar muy seguro con todos los adelantos. Se inauguró hace apenas seis meses.
—Gracias.
—De nada, paisa.
Subió al penúltimo piso en el ascensor y caminó hasta la puerta de vidrio opaco con el rótulo pintado WONDERLAND ENTERPRISES INC. Le llamó la atención el carácter anticuado de la presentación en un lugar tan moderno, donde las oficinas se anunciaban discretamente con plaquitas de cobre sobre puertas de madera fina. Entró a una recepción ultrarefrigerada y amueblada con canapés de cuero claro, palmeras enanas en macetas de terracota y, presidiéndolo todo desde una mesa en media luna, una rubia precariamente detenida al filo de los cuarenta pero con carita de gato recién nacido. Leía un ejemplar de Viva y miró a Félix como si fuese el desplegado central a colores de la revista.
Más que interrogarlo, lo invitó con la mirada.
—Hello, bandsome. What's on your mind? [35]
Félix buscó en vano un espejo para confirmar el piropo de la recepcionista.
—I have something to sell. [36]
—I like things free [37] —dijo la secretaria con la sonrisa congelada del gato de Cheshire y Félix vio un buen augurio en la aportación involuntaria de la güera a la comunicación de signos literarios.
—Let me see your boss. [38]
La rubia felina hizo una mueca de decepción.
—Oh. You're really on business, are you? Whom sall I say is calling? [39]
—The White Knight [40] —sonrió Félix.
La secretaria lo miró con sospecha y automáticamente escondió una mano bajo la mesa, dejando abierta la revista con un hombre desnudo sentado en un columpio.
—Bossman busy right now. Take a seat [41] —dijo con frialdad la rubia y cerró apresuradamente la revista.
—Tell him l'd like to join the tea party [42] —dijo Félix avanzando hacia la mesa de la secretaria.
—You get away from me, you dirty Mex, I know your sort, all gliter and no gold. You ain't foolin this little girl. [43]
Félix cinéfilo aplastó aún más la cara chata de la güera nerviosa con la palma abierta y ensayó su mejor mueca de James Cagney; le hubiera gustado tener una toronja en la mano. Apretó el botón oculto bajo la mano pecosa, doblemente delatora de edad e intención, de la güera más humillada que Mae Clarke y la puerta cubierta de cuero se entreabrió. La secretaria chilló una obscenidad y Félix entró al despacho aún más refrigerado que la antesala.
—Bienvenido, señor Maldonado. Lo estábamos esperando. Haga favor de cerrar la puerta —dijo un hombre con cabeza demasiado grande para su mediana estatura, una cabeza leonina de pelo entrecano que caía con un mechón sobre la frente alta y se detenía en la frontera de las cejas altas, finas, arqueadas y juguetonas que daban un aire de ironía a los ojos helados, grises, brillantes detrás de los párpados más gruesos que Félix había visto jamás fuera de una jaula de hipopótamos. Pero el cuerpo era llamativamente esbelto para un hombre de cerca de sesenta años y el traje azul cruzado de raya blanca era caro y elegante.
—Perdone a Dolly —añadió cortésmente—. Es tonta pero cariñosa.
—Todo el mundo parece estarme esperando —dijo Félix mirando a Rossetti, vestido de blanco y sentado sobre el brazo del sillón de cuero claro ocupado por Angélica, disfrazada por anteojos negros y con el pelo oculto por una mascada.
—¿Cómo pudo…? —dijo alarmada Angélica con la voz ronca de tanto tragar agua con cloro.
—Hemos sido muy cuidadosos, Trevor —dijo en son de disculpa Rossetti.
—Ahora ya sabe usted mi nombre, gracias a la discreción de nuestro amigo —dijo con afabilidad cortante el hombre de labios delgados y nariz curva de senador romano. Eso parecía, se dijo Félix, un Agrippa Septimio & Severo vestido accidentanmente por Hart, Schaffner & Marx.
—I thought you were the Mad Hatter [44] —dijo Félix en inglés porque el hombre llamado Trevor hablaba un castellano demasiado perfecto y con acento difícil de ubicar, neutro como el de un oligarca colombiano.
Trevor rió.
—That would make him the Dormouse and bis spouse a slightly drowned Alice. Drowned in a cup of tea, of course. And you, my friend, would have to take on the role of the fiarch Hare [45] —dijo con acento universitario británico.
Sustituyó la risa por una mueca tiesa y desagradable que le transformó el rostro en máscara de tragedia.
—A las liebres como esas se las atrapa fácilmente —prosiguió en español—. Las pobres están condenadas entre dos fechas fatales, los idus de marzo y el primero de abril, que es el día de los tontos y engañados.
—Con tal de que no salgamos del país de las maravillas, las fechas me valen sombrilla —dijo Félix.
Trevor volvió a reír, metiendo las manos en las bolsas del saco cruzado.
—Me encantan esas locuciones mexicanas. En efecto, una sombrilla vale muy poco en un país tropical, a menos que se tema una insolación. En cambio, en países de lluvia constante…
—Usted sabrá; los ingleses hasta firman la paz con un paraguas —dijo Félix.
—Y luego ganan la guerra y salvan a la civilización —dijo Trevor con los ojos perdidos detrás de los párpados abultados—. Pero no mezclemos nuestras metáforas. Welcome to Wonderland. [46] Lo felicito. ¿Dónde estudió usted?
—En Disneylandia.
—Muy bien, me gusta su sentido del humor, se parece al nuestro. Por eso escogimos claves tan parecidas, seguramente. Nosotros Lewis Carroll y ustedes William Shakespeare. En cambio, miró con desdén a los Rossetti, imagínese a este par tratando de comunicarse a través de D'Annunzio. Out of the question. [47]
—Tenemos al Dante —dijo frágilmente Rossetti.
—Cállate la boca —dijo Trevor con una amenaza acentuada por la inmovilidad de las manos metidas en las bolsas del saco—. Tú y tu mujer no han hecho más que cometer errores. Lo han exagerado todo, como si estuvieran extraviados en una ópera de Donizetti. No han entendido que la única manera de proceder secretamente es proceder abiertamente.
Miró con particular desprecio a Angélica.
—Disfrazarte de Sara Klein para que luego no pudiera trazarse tu salida de México y se quebraran la cabeza buscando a una muerta. Bah, pamplinas —dijo Trevor curiosamentete, como si hubiera aprendido el español viendo comedias madrileñas.
—Maldonado estaba en Coatzacoalcos, a punto de obtener el anillo, es un sujeto emotivo, lo hubieras visto en mi casa la otra noche, Trevor, cómo trató a Bernstein, estaba loco por Sara, sólo quise perturbarlo emocionalmente —dijo Angélica con una energía estridente, artificial.
Trevor sacó la mano de la bolsa y cruzó con una bofetada seca y precisa el rostro de Angélica; la mujer permaneció con la boca abierta como si se fuese a ahogar de nuevo y Rossetti se incorporó con la actitud indignada del caballero latino.
—Imbéciles —dijo Trevor entre sus dos labios igualmente tiesos—, debí escoger traidores más capaces. La culpa es mía. La señora se deja arrebatar el anillo mientras imita a Esther Williams. El señor no se atreve a pegarme porque piensa cobrar por partida triple y eso vale más que el honor.
Rosseti se sentó de nuevo junto a Angélica, pálido y tembloroso; intentó abrazar a su esposa; ella lo rechazó con un movimiento irritado. Trevor miró a Félix como si se dispusiese a invitarlo a una partida de cricket.
—Mi amigo, ese anillo no tiene valor alguno para usted. Le doy mi palabra de honor.
—Creo tanto en la palabra de un caballero inglés como en la de un caballero latino —comentó Félix con la contrapartida mexicana de la flema inglesa: la fatalidad india.
—Evitaremos muchas escenas desagradables si me lo de vuelve cuanto antes.
—No se imaginará que lo traigo conmigo.
—No; pero sabe dónde está. Confío en su inteligencia, procure devolvérmelo.
—¿Cuánto valdrá mi vida si lo hago?
—Pregúntele a la parejita. Ellos saben que yo pago mejor que los otros.
—Las apuestas pueden ascender —logró decir con sarcasmo lastimado Rossetti.
Trevor lo miró con desdén asombrado.
—¿Crees que puedes cobrar cuatro veces? ¡Avorazado!
Félix se volteó con curiosidad hacia el secretario privado del Director General.
—Seguro, Rossetti. Cóbrale al Director General porque le hiciste creer que lo servías a él para informarle sobre las actividades de Bernstein, cóbrale a Bernstein porque le hiciste creer que eras su cómplice revelándole los planes del Director General, cóbrale a Trevor porque lo sirves a él contra tus otros dos patrones. Y si quieres, yo te pago más que los tres juntos para que abras el pico. ¿O esperas regresar a México, delatarnos a todos y salirte con la lana y el honor intactos?
—Cabrón, para qué te cruzaste en nuestro camino —dijo Angélica sin interrogaciones.
—¿Qué valor tiene el famoso anillo? —preguntó Félix con el mismo tono neutro de la mujer de Rossetti.
Fue el funcionario quien le contestó, nuevamente tranquilo y con el ánimo de congraciarse con Félix, como si descubriese un poder hasta entonces oculto en el oscuro jefe del Departamento de Análisis de Precios:
—No sé, sólo sé que Bernstein dispuso todo en Coatzacoalcos para que Angélica pudiera viajar con él a los Estados Unidos.
—Y en vez de entregárselo al cómplice de Bernstein, lo traicionaste para traérselo a Trevor —dijo Félix.
—En efecto —intervino Trevor antes de que los Rossetti pudiesen hablar de nuevo—, mis amigos los Rossetti, ¿cómo le diré?, desviaron el curso de las cosas para traerme el anillo. Alas, usted se nos interpuso. De todos modos, el destinatario de Bernstein debe estarse mordiendo las uñas en otra parte de este vasto continente, esperando la llegada de la señora Angélica en otro tanquero fantasma que convendremos en llamar, para no salirnos de las alusiones aceptadas, The Red Queen. ¿Sabe usted? La que pedía la cabeza del valet de corazones por robarse la tarta de fresas. Le voy a rogar que nos conduzca al anillo perdido, señor Maldonado.
—Le repito que no lo tengo.
—Ya lo sé. ¿Dónde está?
—Viaja, lento pero seguro como la tortuga burlona de Alicia.
—¿A dónde, Maldonado? —dijo Trevor con fierro en vez de dientes.
—Paradójicamente, rumbo al mismo destinatario que la esperaba por instrucciones de Bernstein —dijo Félix sin parpadear.
—Te dije, Trevor —dijo con histeria gutural Angélica—, Félix es judío converso, por algo soy íntima de Ruth, tenía que acabar alineado con los judíos, es viejo alumno de Bernstein, conoce a Mann, le ha mandado el anillo, ya sabe que Bernstein no mató a Sara…
Trevor fingió que se resignaba al parloteo de Angélica. Rossetti calmó a su mujer como pudo.
—No hables más de lo necesario. Por favor sé más prudente, amor. Tenemos que regresar a México…
—Con lo de Bernstein y lo de Trevor tenemos para irnos a vivir fuera de ese país de pulgas amaestradas —dijo la incontrolable Angélica.
—Te prometí que nos iríamos a donde quisieras, amor —dijo con voz cada vez más compasiva Rossetti, aunque más de la mitad de esa compasión la reservaba para sí.
—¡Estoy harta de verte ascender un peldañito burocrático cada seis años! ¿Dónde estarás dentro de doce? ¿Director de cuentas, comisario de un fideicomiso lechero, que?
—Angélica, debemos dejar pasar unos meses…
—¿No te has cansado de vivir de mi dinero, padrote?
—Te digo que unos meses, para que todo vuelva a la normalidad, es por prudencia, Angélica, dinero no nos va a faltar más…
—¿Y quién me va a pagar la cachetada de Trevor, güevón? —aulló Angélica arrancándose los anteojos negros para revelar los ojos inflamados de venas rojas.
—Yo, con tal de que te calles —dijo Félix y clavó un derechazo en el vientre de Rossetti en el momento en que el secretario privado sacó la navaja de bolsillo y apretó el botón para que saltara el acero afilado.
La mirada de enajenado de Rossetti contenía todas las amenazas imaginables cuando cayó doblado sobre el sofá, mugiendo. Félix recogió la navaja y volvió a acomodarla entre la lima para las uñas y un sacacorchos diminuto.
—Perfecto —sonrió Trevor—. Tecnología napolitana, uñas limpias para la bella figura y método seguro parar abrir botellitas en los aviones sin temor a morir envenenado. Nuestro amigo Rossetti se pinta solo. ¿Qué cree usted, Maldonado? ¿Iba a degollar a Angélica o me iba a exigir que le entregara el dinero prometido?
—Me iba a clavar como a una mariposa —dijo fríamente Félix.
—¿Ah, sí? —arqueó las cejas Trevor—. ¿Se puede saber por qué?
—Primero, porque fui testigo de que su mujer lo humilló.
—Yo también.
—Usted no es latino. Esto es asunto de clan,
—¿Y segundo?
—Porque soy el único que puede delatarlo. Los demás, usted, Bernstein, el Director, Angélica, tienen razones para guardar secretos.
—¿Está seguro? No importa. Debemos agradecerle a nuestros amigos su edificante escena conyugal.
—¿Usted es soltero? —sonrió Félix.
—¿No ve mi buena salud? —le devolvió la sonrisa Trevor.
—Es marica —escupió Angélica.
—La política no tiene sexo, señora, y por creer lo contrario ustedes se enredan en pasiones inútiles. Al grano, Maldonado. Si me miente, pierde su tiempo. Ese anillo les será inútil a ustedes. En primer lugar, porque se requiere algo más que tecnología napolitana o azteca para emplearlo. Por más vueltas que le den, el anillo no les dirá nada. Y si lo desmontan, destruirán automáticamente la información que contiene. Y en seguida, porque esa información ustedes ya la poseen.
—Entonces no importa que se destruya —dijo Félix preguntándose por qué Trevor le daba todos estos datos.
—¿No les interesa saber qué nos interesa saber de ustedes? —le proporcionó la respuesta el inglés—. No sea tan elemental, mi querido Maldonado.
—El anillo será recibido por Mann —dijo Félix agarrándose al descuido verbal de Angélica.
—¡Cáspita! —exclamó Trevor con otra de sus expresiones de comedia de Arniches. ¿Por quién?
—Por Mann, el cómplice de Bernstein —repitió Félix.
Trevor rió forzadamente:
—Man quiere decir hombre. Pero usted sabe inglés.
—No te dejes engañar, Félix, Bernstein nos dijo que le lleváramos el anillo a Mann a Nueva York —gritó Angélica totalmente extraviada en sus alianzas, dividida en sus actitudes nerviosas entre la amenaza y la alarma, la compasión y el desprecio hacia su marido, el chantaje mal orientado hacia Trevor y la creencia confusa de que Félix la había vengado de la cachetada de Trevor golpeando a Rossetti. Félix conjuró la idea de Angélica encerrada en un manicomio; les daría miedo admitirla.
—Está bien —dijo Trevor moviéndose rígidamente de lado, como un alfil de ajedrez, antes de que Angélica recuperase el habla—. La señora quiere ser pagada y marcharse, ¿eso es?
—¡Eso es! —gritó Angélica.
Todos se miraron en silencio. Trevor apretó un botón y Dolly apareció.
—Dolly, the lady is leaving. I hope her husband will follow her. They are very tiresome. [48]
—Se los regalo —dijo Angélica señalando hacia el bulto quejumbroso de Rossetti. El dinero me lo llevo yo.
—Pero no me cumplieron, Angélica —dijo con acento contrito Trevor—. No tengo el anillo.
—¿Y los peligros que corrimos? Por poco muero ahogada. Nos prometiste el dinero pasara lo que pasara, lo prometiste, Trevor, los peligros lo ameritaban, eso nos dijiste.
—Tienes razón, Angélica.
Abrió un cajón, sacó un sobre gordo y se lo entregó a la señora Rossetti.
—Cuéntalos bien. Luego no quiero reclamaciones.
Angélica manoseó golosamente los billetes verdes, contando con los labios articulados en silencio.
—Está bien, Trevor. Los negocios son los negocios.
—¿Y tu marido?
—Consigúele chamba en una pizzería —dijo Angélica y salió con toda su arrogancia natural recuperada, siguiendo a Dolly.