Félix se tocó involuntariamente la cara. La mirada acuosa de Bernstein se volvió impermeable. El antiguo alumno sacudió la cabeza como para librarse de un nido de arañas. Entró a la recámara del profesor decidido a no caer en ninguna trampa y sin duda Bernstein traía en las bolsas de su saco de verano color mostaza, ligero pero abultado, más de una treta.
—Pasa Félix. ¿De qué te extrañas?
—¿Me reconoce? —murmuró Maldonado.
Bernstein se detuvo con una sonrisa de ironía asombrada.
—¿Por qué no te iba a reconocer? Te conozco desde hace veinte años, cinco en la Universidad, nuestros desayunos, nunca te he dejado de ver… o de querer. ¿Quieres un whisky? Con este calor, no se sube. Pasa, toma asiento, querido Félix. Qué gusto y qué sorpresa.
—¿No acaba de decir que me estaba esperando? —dijo Félix al sentarse en un equipal rechinante.
—Siempre te espero y siempre me sorprendes —rió Bernstein mientras se dirigía a una mesita llena de botellas, vasos y cubitos de hielo nadando en un platón sopero.
Vació una porción de J amp;B en un vaso y le añadió agua de sifón y hielo:
—Desde que te conocí me dije, ese muchacho es muy inteligente y llegará muy lejos si no se deja llevar por su excesiva fantasía, si se vuelve más reservado y no anda metiéndose en lo que no le concierne…
—Hay algo que nos concierne a los dos —dijo Félix y le tendió el paquete al profesor.
Bernstein rió agitándose como un flan. En el trópico, sudando, parecía un gigantesco helado de vainilla a punto de derretirse.
—¿No le perdonarás a un viejo que haya amado ridiculamente a una joven? Espero más de tu generosidad, dijo avanzando con el vaso de whisky destinado a Félix. —Tome-insistió Félix en ofrecer el paquete. Bernstein volvió a reír.
—No tengo más que una mano libre. Veo que tú también. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, ¿Qué vienes arrullando?
Bernstein detenía el vaso de escocés con su mano sana, nerviosa, el anular adornado por el anillote de piedra tan clara que parecía vidrio. Félix contestó sin hacer caso de las bufonadas de] profesor:
—Son las cenizas de Sara.
Era imposible que Bernstein, con su cara de helado de vainilla, palideciera. Pero lo logró. Dejó caer el vaso con el que jugueteaba. Se hizo añicos sobre el piso de mármol blanco y negro.
—Perdón —dijo Bernstein, súbitamente rojo, limpiándose con la mano el saco abultado. Félix temió que las artimañas que traía en los bolsillos se le desinflaran, aguadas.
—Me las entregó la única persona que se ocupó de Sara. Creyó que yo tenía derecho a ellas porque la quise —dijo sin emoción Félix—. Pero nunca la poseí. Prefiero dárselas a alguien que sí se acostó con ella. ¿Por lo menos esa obligación aceptará usted?
Bernstein le arrebató con la mano el paquete a Félix y lo apretó contra el pecho lastimosamente. Gruñó como un animal herido y lo arrojó sobre la cama. Se tambaleó y estuvo a punto de caer junto al paquete. Félix resistió el impulso de levantarse y detenerlo. El profesor controló la gravedad de su masa gelatinosa y fue a sentarse sobre un sillón de ratán.
Durante algunos segundos, sólo se escuchó el zumbido de las aspas del ventilador.
—¿Crees que yo la maté? —dijo Bernstein con la voz espumosa.
—No creo nada. Dicen que estaba usted en el hospital cuando Sara fue asesinada.
—Es cierto. No la volví a ver después de la cena de los Rossetti. Le hice una escena de celos. Te advertí que no la volvieras a ver.
Dijo esto con la mirada puesta en la punta de sus zapatos tropicales de agujero.
—¿Mi ausencia de la cena hubiera evitado su muerte? —preguntó Félix.
Bernstein levantó rápidamente la cabeza y miró a Félix con ojos de basilisco enfermo.
—¿Tú la viste antes de morir?
—No. Pero me habló.
Bernstein se apoyó sobre el brazo del sillón que le sentaba como un trono.
—¿Cuándo?
—Cuatro días después de su muerte.
—No juegues conmigo, Félix —dijo Bernstein modulando su infinito repertorio de tonos como sobre un teclado—, los dos la quisimos. Pero ella te quiso más a tí.
—Yo nunca la toqué.
—Es que tú nunca deberías tocar lo que no te corresponde. Hay sufrimientos que no te tocan para nada. Da gracias de ello.
—Sigo esperando el whisky que me ofreció.
Bernstein se incorporó penosamente y Félix añadió:
—Hay algo que sí me concierne. ¿Qué sucedió en Palacio la mañana de los premios?
—¡Cómo! ¿Nadie te lo ha contado? Pero si es el chiste de todos los desayunos. ¿Dónde has estado la última semana?
—Encerrado en un hospital, con la cara vendada.
—¿Ves?, las malas compañías —dijo Bernstein midiendo la porción de whisky con ojos miopes, entrecerrados—. Cuando el señor Presidente se acercó a ti, te desmayaste. Un black-out súbito —añadió al dejar caer, uno tras otro, tres cubos de hielo en el vaso—, algo sin importancia, una pequeña escena, un incidente. Te sacaron perdido entre ese gentío. El señor Presidente no se inmutó y siguió saludando. La ceremonia se desarrolló normalmente.
Bernstein suprimió una risa temblorosa y picara.
—Se hicieron muchas bromas. Un funcionario menor de la S.F.I. se desmayó nada más de ver al señor Presidente. Qué emoción. Desde Moctezuma no se veía nada igual.
—¿Y usted se hirió solo, limpiando una pistola?
Bernstein le tendió el vaso a Félix con solemnidad:
—Alguien me disparó esa tarde en mi casa, cuando estaba solo. Mal tiro.
—Quizás no intentaba matarlo.
—Quizás.
—¿Por qué? Es difícil fallar con un tipo de su corpulencia.
Bernstein no contestó. Se preparó su propio vaso de whisky y lo levantó, como si fuera a brindar.
—Por los metiches —dijo—, que el diablo les corte las narices.
Le dio la espalda a Félix. El sudor dibujaba un continente en su espalda.
—En tu recámara del Hilton tenías un expediente con todos mis datos.
—¿Ustedes revolvieron mis archivos?
—No tiene importancia —contestó Bernstein siempre de espaldas a Félix—. Sé que conoces toda mi carrera. Pero esa información la poseen muchos. No es un secreto. Puedes repetirla como perico y no pasará nada.
—¿Como en la escuela? —sonrió Félix—. Pero es que sí tiene importancia. Leopoldo Bernstein, nacido el 13 de noviembre de 1915 en Cracovia con todos los handicaps: polaco, judío e hijo de militantes obreros socialistas; emigrado a Rusia con sus padres después de la Revolución de Octubre, becado por el gobierno soviético para realizar estudios de economía en Praga pero encargado de establecer relaciones con universitarios checos y funcionarios del gobierno de Benes en vísperas de la guerra; cumple mal su encargo y en vez de seducir se deja seducir por los círculos sionistas de Praga; ante la inminencia del conflicto, se refugia en México después de Munich; autor de un panfleto contra el pacto Ribbentrop-Molotov; sus padres desaparecen y mueren en los campos estalinianos; la Unión Soviética lo juzga desertor; profesor de la escuela de economía de la Universidad de México, pide licencia y viaja por primera vez a Israel; combate en el Hagannah, el ejército secreto judío pero acaba considerándolo demasiado tibio y se une al grupo terrorista Irgún; participa en múltiples acciones de asesinato, represalias y voladuras de lugares civiles; regresa a México y obtiene la nacionalidad en el 52; a partir de entonces, es encargado de procurar fondos entre las comunidades judías de la América Latina y después de la guerra del 73 ayuda a fundar el Gush Emonim para oponerse a la devolución de los territorios ocupados…
—Puedes publicarlo en los periódicos —interrumpió Bernstein—, instalado de nuevo en su trono de ratán.
—¿También puedo publicar que por celos mandó usted encarcelar y torturar a un profesor palestino, lo obligó a ver a su madre con el coño destruido y se lo devolvió hecho un guiñapo a Sara para vengarse de ella?
—No sé cómo te habló Sara después de muerta, pero veo que te habló-dijo Bernstein con ojos de celuloide.
—¿Quién mató a Sara?
—Lo ignoro. Como pareces saberlo, también ella andaba en malas compañías.
—La embajada de Israel no quiso hacerse cargo del cadáver.
—Se había pasado al enemigo. No es motivo para matarla. Simplemente, ya no éramos responsables de ella.
—Pero entonces el otro bando tenía menos motivos aún para matarla.
—Ve tú a saber. Los conflictos internos de los palestinos no son una partida de tennis. Si te congracias con un grupo, te malquistas en seguida con otro.
—Usted sabrá. Los terroristas judíos de los cuarenta también tenían sus desavenencias.
Bernstein se encogió de hombros:
—Sara era muy dada a dejar mensajes. Y tú a tragártelos.
—¿No es verdad? —dijo tranquilamente Félix.
—En su contexto, sí. Fuera de él, no. Ese muchacho era un terrorista.
—Igual que usted en el Irgún. Y por los mismos motivos.
Bernstein cruzó las piernas gordas con dificultad.
—¿Recuerdas tus clases de derecho? Palestina, desde que nos fue arrebatada, es una tierra de nadie, res nullius, por la cual han pasado todos los ejércitos y todos los pueblos. Todos la han reclamado, romanos, cruzados, musulmanes, imperialistas europeos, pero sólo nosotros tenemos derecho original a ella. Esperamos dos mil años. Ese es el único derecho que existe sobre Palestina. El de nuestra paciencia.
—¿A costa del dolor del pueblo que realmente vivía allí desde hace siglos, con derecho o sin él? Ustedes están enfermos de la pérdida del Paraíso.
Bernstein volvió a mover con impaciencia los hombros.
—¿Quieres devolverle la isla de Manhattan a los Algonquins? ¿Vamos a lanzarnos a lo que los franceses llaman la eterna discusión del Café du Commerce?
—¿Por qué no? Escuché las razones de Sara. Puedo escuchar las de usted.
—Temo aburrirte, mi querido Félix. Un judío es tan viejo como su religión y un mexicano tan joven como su historia. Por eso ustedes la recomienzan a cada rato y cada vez imitan un modelo nuevo que pronto se hace viejo. Entonces lo recomienzan todo y así lo pierden todo. En fin, si así mantienen la ilusión de la juventud perpetua… Nosotros hemos persistido durante dos mil años. Nuestro único error fue esperar siempre que el enemigo que nos odiaba nos dejara en paz, paz en Berlín, Varsovia o Kiev. Por primera vez, hemos decidido ganar nuestra paz en vez de esperar que nos la concedan. ¿Sólo en el suplicio nos respetan los que nada se juegan en el asunto, como tú?
—Pudieron escoger enemigos menos frágiles.
—¿Quiénes? ¿Los árabes mil veces más armados y poderosos que nosotros?
—Hubieran exigido una patria en los lugares mismos de su sufrimiento, en vez de imponérselo a otro pueblo.
—Qué bien te aleccionó Sara. Bah, nadie quiere a los palestinos, los árabes menos que nadie. Son su albratros al cuello, los utilizan como arma de propaganda y negociación, pero cuando los tienen metidos en sus países los encierran en campos de concentración. Hasta allí la farsa del socialismo árabe.
Bernstein angostó la mirada y se inclinó sobre su grueso vientre:
—Entiende bien esto, Félix. Los palestinos sólo están ligados íntimamente a nosotros los judíos. A nadie más. Tienen que vivir con nosotros o ser los parias del mundo árabe. Con nosotros reciben lo que nunca tuvieron, trabajo, buenos sueldos, escuelas, tractores, refrigeradores, televisión, radios. Con los árabes, prefiero no pensarlo…
—Los gringos nos darían lo mismo si renunciamos a ser independientes.
—¿Y por qué no lo hacen? —sopló divertido Bernstein—. Es lo que recomendó Marx. De cualquiera manera, no son independientes, pero sin las ventajas de una integración total al mundo norteamericano. Compara a California con Coahuila. Todo el suroeste americano seguiría siendo un erial de piojos en manos de México.
—Sara dijo en su mensaje que ella creía en las civilizaciones que duran y no en los poderes que pasan.
—Y por creer lo mismo que ella durante siglos fuimos perseguidos y asesinados. La civilización sin poder ya es arqueología, aunque no lo sepa.
Se quitó las gafas para verse indefenso.
—El destino sufrido merece compasión pero el destino dominado resulta detestable. No será esta paradoja la que nos detenga. Trabajamos duro. Nada nos fue regalado. ¿Nunca te has preguntado por qué vencimos siempre a los árabes, con menos armas y menos hombres? Te lo diré. Cuando Dayan fundó el Comando 101, estableció una regla de fierro: ningún compañero herido sería abandonado jamás en el campo de batalla, a la merced del enemigo. Todos nuestros soldados lo saben. Detrás de ellos hay una sociedad trabajadora, democrática e informada que nunca los abandonará. Nuestra arma se llama solidaridad, en serio, no retórica y de ocasión como en México, ¿ves?
—Temo a una sociedad que se siente libre de toda culpa, doctor.
—Por lo visto, nuestras únicas culpas son las del destino domado. Y el destino domado, tienes razón, se llama poder. Por primera vez lo tenemos. Asumimos sus responsabilidades. Y sus accidentes necesarios. ¿Llegarías al extremo de darle la razón a Hitler porque el triunfo de la solución final hubiese evitado los conflictos de hoy? Piénsalo: sólo el exterminio total en los hornos nazis hubiese impedido la creación de Israel. Los hombres crean los conflictos. Pero los conflictos también crean a los hombres. Los británicos tenían campos de concentración de judíos y árabes en Tel Aviv y Gaza durante el mandato. ¿Con qué derecho juzgaron en Nuremberg a los alemanes por crímenes idénticos?
Volvió a ponerse las gafas; la mirada se afocó, los peces dejaron de nadar.
—En la historia sólo hay verdugos y víctimas. Resulta banal recordarlo a estas alturas. Lo es menos dejar de ser víctima, aun a costa de ser verdugo. La otra opción es ser víctima eterna. No hay poder sin responsabilidad, incluso la del crimen. La prefiero a la consolación de ser víctima a cambio del aplauso de la posteridad y la compasión de las buenas almas.
Se levantó. Caminó hasta la ventana y la abrió. El rumor de Coatzacoalcos ascendió con un vértigo de olores elementales, pulpa, bagazo, excremento, mezclados con el olor artificial de la refinería.
—Mira —indicó Bernstein hacia el mercado, sacando la mano por la ventana—, están tasajeando a las reses. Con ojos de esteta, diríase un cuadro de Soutine. En cambio, con ojos de protector de animales o vegetariano…
Cerró la ventana y se secó el sudor de la frente con la manga. Félix permaneció inmóvil con el vaso vacío en la mano.
—Profesor —le dijo al cabo—, su poder depende de otros. Las armas y el dinero. Usted consigue las dos cosas. Está bien. Pero cada día le será más difícil obtenerlos. Usted lo sabe. Las familias judías en México, en Argentina, en los propios Estados Unidos, en todas partes, se integran a nosotros, se alejan de Israel, en unos años no les darán nada. ¿Por qué no dan ustedes algo antes de que sea demasiado tarde y vuelvan a quedarse solos? Solos y nuevamente odiados y perseguidos.
Bernstein meneó varias veces la cabeza y en sus ojos apareció una extraña resignación.
—Sara me acusaba de ser un halcón. ¿Sabes? El tercer piso de este hotel fue destruido por un rayo. Gracias a eso las palomas se instalaron en las ruinas. Y como aquí nadie repara nada… Más arriba, vuelan los buitres. Sobre todo aquí, junto al matadero del mercado. Todos los días matan a uno o dos zopilotes que se lanzan sobre la carne muerta de las reses. Eso es lo que les gusta a los buitres; con las palomas no se meten. Es cierto. Algún día nos obligarán a abandonar los territorios ocupados. El petróleo pesa más que la razón. Pero habremos dejado allí ciudades y ciudadanos, escuelas y métodos políticos democráticos. Sólo habrá paz si los árabes, al regresar, respetan a nuestros nuevos peregrinos, los que se queden atrás. Allí tienes tu famoso encuentro de civilizaciones. Ésa será la prueba ácida de la paz. Y si no, todo volverá a repetirse.
Volvió a acercarse a la ventana y miró inútilmente entre los visillos. El chaparrón súbito del trópico se desató. Bernstein volteó rápidamente y le dio la cara a Félix.
—¿En qué piensas?
—En la convicción con que nos exponía usted las doctrinas económicas en la Facultad. Todas eran persuasivas en su boca, de Quesnay a Keynes. Era el encanto de su clase. Por eso lo seguíamos y lo respetábamos. No pretendía ser objetivo, pero su pasión subjetiva resultaba ser lo más objetivo del mundo. Doctor, usted no ha venido aquí a curarse de un brazo herido por una bala misteriosa. Mucho menos a convencerme de las razones de Israel. Basta de rollos. Le voy a rogar que me entregue lo que vino a recoger aquí…
Bernstein no traía caramelos en las bolsas abultadas de su saco sudoroso y arrugado. Félix saltó de la silla y tomó al doctor del cuello gordo, le torció el brazo herido, arrancándolo del cabestrillo y Bernstein aulló de dolor con el brazo libre en alto y la pequeña Yves-Grant 32 apretada en la mano. Soltó la pistola que cayó al piso de ajedrez. Félix liberó a Bernstein y recogió la automática. La apuntó contra la barriga temblorosa del profesor.
Sin variar la dirección del arma, vació la maleta de Bernstein, separó velozmente las prendas, le ordenó que lo condujera a la sala de baño, abrió el maletín de cuero con los objetos de aseo personal, exprimió la pasta de dientes, separó los extremos de celulosa de las cápsulas de medicina, extrajo una navaja de afeitar y rasgó los forros del maletín. Regresó con Bernstein a la recámara y rebanó la tela interior de la maleta, exploró el closet y también rasgó a navajazos el único traje que colgaba allí, un seersucker de raya azul, hizo lo mismo con las almohadas y el colchón, arrancó el mosquitero para explorar el toldo amarillento, mientras Bernstein lo observaba inmóvil, sentado en su precario trono de ratán, torcido por el dolor que se iba desvaneciendo para dar paso a una sonrisa insultante.
—Desnúdese —ordenó Félix.
Escudriñó la ropa. Ahora Bernstein parecía un niño goloso convertido en el algodón azucarado que había ingerido en exceso.
—Abra la boca. Quítese los puentes.
Sólo quedaba un escondrijo. Félix se hincó. Apoyó el cañón de la pistola contra el riñón de Bernstein y le metió un dedo por el culo. Allí sintió los estertores de la risa incontenible del viejo.
—No hay nada, Félix. Es demasiado tarde.
Maldonado se levantó con la pistola en la mano y limpió el dedo contra los labios de Bernstein. El gesto de asco del profesor no logró apaciguarle la risa.
—No hay nada, Félix. Te vas con las manos vacías, aunque sucias.
Félix tenía la mirada nublada por el sudor pero la pistola apuntaba bien: la mole de Bernstein era el mejor blanco del mundo.
—Dígame nomás una cosa, doctor, para que no me vaya sin regalo. Después de todo, yo le dejé ese…
Señaló con la pistola hacia el paquete envuelto en papel periódico. Bernstein hizo un ligero movimiento nervioso. Félix volvió a apuntar y preguntó:
—¿Cómo me reconoció usted?
Ahora Bernstein rió a carcajadas, como un Santa Claus en vacaciones, desnudo en el trópico, lejos de su taller de hielo.
—¡Qué fantasioso! ¡Lo dije siempre, desde la escuela!
—Contésteme. No necesito pretexto para disparar.
—Carezco de antecedentes, mi querido Félix. No sé por qué crees que no debí reconocerte.
—Esto, y esto, y esto —dijo Félix con la rabia de la fatiga inútil, pegándose con el cañón de la pistola sobre las cicatrices de la cara—, esto, y esto, tengo otro rostro, ¿no ve?
Bernstein redobló la risa, se calmó y fue a sentarse encuetado a la única silla capaz de contenerlo.
—¿Te han hecho creer eso?
—Me veo en el espejo.
—¿Una puntadita aquí, una ligera modificación acá? —sonrió Bernstein—, ¿la cabeza al rape, el bigote nuevo? —Cruzó las manos gordas sobre el vientre pero no logró, obviamente deseaba, asemejarse a un Buda benigno.
—Sí —respondió Félix, disponible porque sentía que sólo abandonando todo esfuerzo recuperaría su capacidad de esfuerzo y ganaría algo más, una inteligencia oscura que comenzaba a brotarle de las tripas, abriéndose paso hacia el pecho.
—Tu única cirugía es la de la sugestión —sonrió Bernstein y en seguida borró la sonrisa—: Basta saber que un hombre es buscado para que todos lo vean de manera distinta. Incluso el perseguido. Sé de lo que te hablo. Tómate un whisky. Es demasiado tarde. Relájate.
Bernstein señaló hacia la mesita colmada de botellas, vasos y hielo con el mismo movimiento del brazo con que antes había indicado hacia el mercado desde la ventana abierta. Pero el anillote de piedra clara ya no estaba en el dedo del profesor.
La semilla de inteligencia brotó de la tierra de los intestinos, se ramificó por el pecho y se instaló como una fruta solar en la cabeza de Félix.
Salió corriendo de la habitación de Bernstein con la pistola en la mano pero pudo escuchar el grito del profesor, acerado primero y luego disipado por el rumor de la calle que volvía a irrumpir por la ventana abierta:
—¡Es demasiado tarde! ¡Cuidado! ¡Baja!