Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un alcázar moderno de torres, tubos y cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego el puerto sofocado donde las vías férreas se prolongaban hasta los muelles y los buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.
Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla. Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas y niños desnudos en muda contemplación.
El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios, los racimos de plátanos incendiados, los equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.
—Le cayó un rayo —dijo el chofer.
Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.
El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.
Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo. Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,
SU RECÁMARA VENCE A LA 1 P.M.
YOUR ROOM WINS AT ONE P.M.
VOTRE CHAMBRE EST VAINCU A 13 HRS.
Félix pidió por teléfono la recámara del doctor Bernstein. El cuarto número 9, le dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo, arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano, encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma, Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.
Despertó en la oscuridad con un sobresalto; la pesadilla se cerró donde el sueño se inició: una pena muda, un alarido de rabia, esa era la canción del D.F. y nadie podía cantarla, Se incorporó con terror; no sabía dónde estaba, si en su recámara con Ruth, en el hospital con Licha, en las suites de Génova con el cadáver de Sara; palpó la almohada con delirio e imaginó la presencia junto a él, esta noche cachonda, del cuerpo desnudo de Mary Benjamín, sus pezones parados, su vello negro y húmedo, sus olores de judía insatisfecha y sensual, la había olvidado y sólo una pesadilla se la devolvía, la cita galante en el hotelito junto al restaurante Arroyo se frustró, la muy cabrona llamó a Ruth.
Se levantó bañado en sudor y caminó atarantado al baño, se dio una ducha helada y se vistió rápidamente con ropa inapropiada para el calor, calcetines, zapatos, pantalón de meseta y sólo una camisa. Se miró a sí mismo con atención en el espejo: el bigote crecía rápidamente, el pelo de la cabeza con más lentitud, los párpados estaban menos hinchados, las cicatrices visibles pero cerradas. Llamó al conmutador y le dijeron que el profesor había regresado. Sacó el paquete envuelto en papel periódico de la maleta. Salió del cuarto y caminó por el corredor de macetones de porcelana y vidrio incrustado hasta el número 9.
Tocó con los nudillos. La puerta se abrió y los ojos cegatones de Bernstein, nadando en el fondo de las espesas gafas sin marco, lo miraron sin sorpresa. Mantenía un brazo en cabestrillo. Con la otra mano lo invitó a entrar.
—Pasa, Félix. Te estaba esperando. Bienvenido a Marienbad en el Trópico.