El disco continuó girando. Al cabo, agotada, la aguja se retrajo abruptamente, rayándolo como un cuchillo sobre una cacerola. Félix rescató el mensaje de Sara Klein y lo guardó en la funda nueva donde los ojos de Satchmo eran dos moras alegres.
Lo detuvo largo rato entre las manos, delicadamente, parecido a una corona sin cabeza sobre la cual posarse. Luego se levantó y lo guardó en la maleta. No debía dejar rastro alguno; mientras menos pruebas quedaran en este caso, mejor. Se dirigió hacia el teléfono, marque cero para comunicaciones directas, uno si necesita el auxilio de la operadora, evocando las frases que iba a pronunciar. Se dijo una de ellas, se la aplicó a sí mismo, mi memoria tiene algunos derechos y recordó con un sobresalto doloroso que esa misma mañana Sara Klein fue incinerada. Quizá su obligación, profesional pero sobre todo personal, era estar allí. Sin embargo, la fatiga lo venció y se quedó dormido en el apartamento de la calle de Génova. Quiso olvidar, renunció a los derechos de su memoria, ya nadie podía pedirle cuentas sino a Félix Maldonado, se dijo mientras marcó un número en el teléfono.
Cuando oyó que la comunicación se había establecido y que yo esperaba en silencio en la línea, dijo:
—When shall we two meet again?
—When the battle's lost and won —le contesté—. news? [7]
—Good news —respondió Félix con la voz quebrada.
—Ha, ha! —reí—. Where?[8] —In Genoa [9] —murmuró Félix—. I pray you, which is the way to Master Jew's? [10]
—He hath a third in México, and other ventures he hath. [11]
—Why doth the Jew pause? [12]—preguntó Félix mirando hacia la valija que guardaba el mensaje hablado de Sara Klein,
—Hurt with the same weapons, heded by the same means [13]—le respondí.
Félix hizo una pausa y le pregunté:
—What has been done with the dead body [14]
—Compunded it with dust, whereto 'tis kin [15]—dijo violentamente Félix, se calmó y me preguntó con el tono neutro que convenimos—. What news? I have some rights of memory. [16]
—Go merrily to London [17]—le aconsejé—. Within the hour they will be at your aid. [18]
Félix pescó de reojo al gemelo de su imagen en las ventanas opacas cerradas sobre el bullicio de la calle de Génova.
—Lord, I am much changed. [19]
—A sailor's wife had chestnuts in her lap. [20] To Aleppo gone, Master o'the Tiger [21]—dije y colgué.
Félix escuchó un momento el zumbido muerto de la bocina y también colgó. Sin Solución de continuidad, oyó un timbre y dudó entre el teléfono y la puerta. Descolgó de nuevo la bocina y el paso de abejorros lejanos se repitió: Volvió a colgar. El timbre de la puerta repiqueteó sordo e insistente. Fue a abrir y encontró, al mirar ligeramente hacia abajo, la corta estatura de Simón Ayub con un bulto envuelto en papel periódico bajo el brazo y una llave de hotel en la mano.
—Tranquilo, mano —dijo rápidamente Ayub—, vengo en son de paz. La prueba: tengo la llave de tu cuarto en la mano pero toqué el timbre.
—Luego se ve que tu patrón te está educando.
—Diles que sean más cuidadosos en la recepción. Cualquiera puede entrar así. Basta pedir la llave y te la dan.
—Es un hotel de amantes ilícitos y turistas pendejos, ¿no sabías?
—De todos modos, debían ser más estrictos. Así ni chiste tiene.
Intentó mirar por encima del hombro de Félix, husmeando el ambiente pero invadiéndolo con su acento de clavo,
—¿Puedo pasar?
Félix se apartó y Simón Ayub entró con esos andares de güerito conquistador que tanto le disgustaron desde que el siriolibanés lo fue a ver al despacho de la Secretaría de Fomento Industrial.
—De una vez te ahorro las preguntas inútiles —dijo Ayub columpiándose sobre los tacones cubanos que lo alturizaban, sin mirar a Félix. Tres contra uno que vendrías aquí y nueve contra diez que ocuparías este apartamento. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Félix—. Pero no son ésas mis preguntas.
—¿Ah, sí? —dijo con displicencia Ayub, escudriñando con la mirada los cuatro costados del apartamento.
—¿Por qué no salió nada sobre el atentado en los periódicos?, ¿qué sucedió realmente?, ¿quién murió en mi nombre y con mi nombre?, ¿por qué fue necesario matar a otro?, ¿por qué no me capturaron y me mataron a mí?, ¿por qué tuve que escapar del hospital si eso es lo que ustedes querían?, ¿a quién sirven tú y tu patrón?
—Está bonito el lugar —sonrió Ayub, sin hacer caso de las preguntas de Félix—. ¡Las cosas que pasan en estos lugares!
—Seguro —dijo Félix acercándose con paso felino a Ayub—, ¿quién mató a Sara Klein?
—Aquí sólo vienen turistas o parejas de amantes —siguió sonriendo Ayub, permitiéndose los excesos a los que lo autorizaba ser chaparro, blanquito y bonito.
—¿A qué vienes tú?
—No es la primera vez que vengo —dijo Ayub con su airecillo de suficiencia y Félix lo agarró de la solapa.
Ayub le acarició la mano.
—¿Ya vamos sanando? ¿Te mando a Lichita a curarte, cuate?
—Recuerda que con una sola mano te di el descontón, enano —dijo Félix sin soltar la solapa del siriolibanés.
—No olvido nada —dijo Ayub con un rencor nublado y repentino en los ojos—, pero prefiero recordártelo en otra ocasión. Ahora no.
Retiró suavemente la mano de Félix y la sonrisa de auto-complacencia regresó a sus labios.
—Ya van dos solapas que me estropean, una el D. G. con su cigarro el otro día y ahora tú con tu manubrio. Así no me alcanza para los tacuches, de plano.
—¿Quién te viste? ¿La Lockheed? —dijo Félix mirando el traje brillante, color avión, de Ayub.
—Ya estuvo suave, ¿no? —sonrió Ayub alisándose las solapas—. Mira nomás qué manera de recibir a un amigo. Sobre todo a un amigo que te trae un regalo.
Le ofreció a Félix el bulto envuelto en papel periódico. Félix lo recibió con desgano irremediable.
—Okey, ya estuvo bien de payasadas. ¿Qué quieres, Ayub? La soba que me prometiste va a estar difícil, a menos que traigas una patrulla de gorilas contigo. A las patadas te hago mierda.
—¿No abres mi regalo? —sonrió Ayub como si secretamente pensara que no había mejor regalo que su presencia—. Palabra que no es una bomba —rió en seguida, rió mucho.
—Dime qué es, entonces.
—Ábrelo con cuidado, cuate. Son las cenizas de Sara Klein. No se vayan a volar.
Félix no le volteó a Ayub la bofetada que estuvo a punto de darle porque de la mirada del hombrecito oloroso a clavo y vestido de DC4 había huido toda burla suficiente, toda agresión, toda complacencia. Su actitud de gallo la negaba, pero sus ojos brillaron con una ternura que apaciguaba uno como dolor, una como vergüenza.
—Tú te ocupaste del cadáver de Sara Klein —dijo Félix con el bulto entre las manos.
—Los de la Embajada se desentendieron de ella.
—Era ciudadana del estado de Israel.
—Dijeron que allá no tenía parientes y que había vivido más tiempo aquí que allá.
—Tú no eres su pariente.
—Bastó decir que era su amigo y me ocuparía de todo para que me la soltaran. Esa mujer era como una papa caliente en manos de los israelitas, eso luego se veía. Cogieron la oportunidad al vuelo.
—Bernstein era su amante. A él le correspondía.
—El doctor está, ¿cómo se dice?, incapacitado.
—¿Bernstein mató a Sara Klein?
—¿Tú qué crees?
Se miraron en un duelo inútil; cada uno luchaba con dos armas parejas, la incredulidad y la certeza que se anulaban entre sí.
—Tú nomás acuérdate —dijo Ayub— que el doctor tiene fines más altos en esta vida que el amor de una vieja, por muy cuero que haya sido.
Ayub dio tres pasos hacia atrás, extendiendo las palmas abiertas.
—Calmantes montes, mi licenciado. Las cosas como son. Cuidado, que no se te caiga el paquete; se rompe la urna y luego vamos a tener que barrer juntos…
—Hijo de tu chingada —dijo Félix sin soltar el paquete—, la viste desnuda, la tocaste con tus cochinas manitas de puerco manicurado.
Ayub se quedó callado un segundo, rechazando el insulto, mirándose la mano con los anillos de topacio y cimitarras labradas.
—Sara Klein era la mujer de mi primo, un maestro de escuela en los territorios ocupados —dijo con simplicidad Ayub, desnudo de todas sus actitudes acostumbradas—. No sé si ella te contó esa historia. Quizá no tuvo tiempo. Sé que tú también la querías. Por eso te traje las cenizas a ti.
Le dio la espalda a Félix y se dirigió a la puerta con su paso recuperado de conquistador muy salsa. Se volteó a mirar a Félix cuando la abrió.
—Mucho cuidado, mi licenciadito. La próxima vez nos vamos a ver gacho de nuevo, te lo juro. Ni creas que me olvido del descontón que me diste. Te la tengo jurada, palabra. Ahora más que nunca.
Salió cerrando la puerta detrás de sí.