Félix calculó acertadamente que en las suites de Génova le asignarían el apartamento más difícil de alquilar. Para empezar, el empleado de la recepción observó con disgusto mal disfrazado la extraña cara apenas cicatrizada y los anteojos oscuros que a su vez intentaban disfrazarla. En seguida le dijo que lo sentía mucho pero estaban totalmente llenos. Un segundo empleado le cuchicheó algo en la oreja al primero.
—En efecto, sólo hay una suite libre —dijo el primer empleado, un hombre joven, moreno y flaco con ojos y pelo nadando en aceite.
Al primer empleado Félix hubiera querido preguntarle, ¿de dónde saliste, miserable rotito, que te permites mirarme así, del Palacio de Buckingham o de la Candelaria de los Patos?; y a los dos, ¿cuántas personas han llegado por aquí pidiendo cualquier suite menos la que desocupó dos días antes, con publicidad en la prensa, el cadáver de una mujer degollada?
—¿Su nombre, por favor? ¿Quisiera llenar la tarjeta?
Los empleados de la recepción se miraron con complicidad, como diciendo mira nomás a este payo mientras Félix escribía el nombre Diego Velázquez, Poza Rica, Veracruz, 18 diciembre 39, domicilio 3.a Poniente 82, Puebla Pue., le dije que mezclara siempre la verdad y la mentira, dudó antes de firmar con el nombre del autorretrato al cual ya no se parecía y vio al empleado flaco sacar la llave del casillero marcado 301; chocó contra su gemela de repuesto y el flaco aceitoso acompañó a Félix hasta el tercer piso, le entregó la llave y el botones depositó la valija sobre la silla plegadiza. Félix le entregó un billete de veinte dólares, el empleado flaco se fijó y los dos salieron caravaneando.
Solo, miró alrededor. Si algo quedó allí para significar el de Sara Klein, seguramente la policía lo retiró antes. le aseguraba que aquí murió la mujer sino la alianza de la imaginación y la voluntad. Bastaba. Había regresado al lugar de la muerte de Sara para concluir el homenaje interrumpido por Licha. Pero pensar en la enfermera le obligó a pensar en Simón Ayub y la idea de que el pequeño siriolibanés perfumado pudo ver y tocar el cuerpo desnudo de Sata le irritó primero y luego le produjo un asco espantoso.
Renunció a la voluntad y a la imaginación y se entregó al cansancio. Tomó un largo baño con la mano vendada col. gando fuera de la tima y después se detuvo frente al lavabo y se miró. La cara se le había deshinchado mucho y las cortadas cicatrizaban rápido. Se palpó la piel de las mejillas y las mandíbulas y las sintió menos tiernas. Sólo los párpados seguían morados y gruesos, desfigurándolo y velando las dos puntas de alfiler de la identidad imborrable de los ojos. Se dio cuenta de que el bigote naciente le devolvía el viejo parecido con el autorretrato de Velázquez que era su broma privada con Ruth. Se enjabonó con la mano libre la barba que llevaba cinco días creciendo y se rasuró cuidadosamente, con dificultad y a veces con dolor, pero respetó el crecimiento del bigote.
Pidió un desayuno y no pudo terminarlo, a pesar del hambre. Cayó dormido en la cama ancha. Tampoco tuvo fuerzas para soñar, ni siquiera en el cuerpo desnudo de Sara manoseado por Ayub. Despertó al atardecer, cuando el bullicio vespertino de la Zona Rosa se vuelve insoportable y todos los tarzancitos con coche convertible pasan pitando La Marsellesa. Se levantó a cerrar la ventana y bebió una taza de café frío. Miró con indiferencia el mobiliario típico de estos lugares, moderno, bajo, telas mexicanas de colores sólidos y audaces, mucho naranja, mucho azul añil, cortinas de manta. Encendió sin ganas el aparato de televisión; sólo encontró una serie estúpida de telenovelas dichas con voces engoladas en decorados de hoquedad.
Apagó y se dirigió al tocadiscos. Era un pequeño aparato viejo y maltratado, útil sólo para disquitos de 45 revoluciones por minuto. Se acercó al estante donde se encontrabas unos cuantos discos metidos en fundas maltratadas y los revisó sin interés. Sinafra, Strangers in the Night, Nat «King» Cole, Our Love (is Here to Stay), Gilbert Bécaud, Et Main¡iftattt, Peggy Lee, dos o tres conjuntos de mariachis, Armando Manzanero y Satchmo, el gran Louis Armstrong, la balada de Mackie, la canción de los veinte años, el cabaret Versalles, Sara en sus brazos, la balada amarga y jocosa de un criminal del Londres Victoriano que se preguntaba qué era peor, fundar un banco o asaltar un banco, Mack the Knife, convertida en la canción de la juventud y el amor de Sara Klein y Félix Maldonado, el ritmo sacudido del Berlín de los años treintas que unía como un puente de miserias los crímenes de entonces y los de ahora, la persecución de la niña y el asesinato de la mujer, la sucesión de asesinos, Mack la Navaja, Himmler el Carnicero, Jack el Destripador.
Era la única funda nueva. Félix tuvo la convicción de que lo había comprado Sara, para oírlo aquí. Para que él lo oyera también. Sacó el disco de la funda aún brillante, sobre todo en comparación con las fundas maltratadas, rotas, opacas de los otros discos; leyó la etiqueta del lugar donde fue adquirido, Dallis, Calle de Amberes, México D.F. Encendió el aparato y colocó el disco que cayó sin ruido, con su boca ancha, desde la torrecilla de plástico beige. Giró y la aguja se insertó sin pena. Félix esperó la trompeta de Satchmo. En vez, oyó la voz de Sara Klein.