Durante unos quince minutos Félix Maldonado se supo solo sin más guardián que el pequeño siriolibanés. Quién sabe qué era peor, quedarse allí impotente, vendado de cabeza, sin nadie que lo cuidara, o ser atendido por un enano humillado y vengativo. De todos modos, cualquier extravagancia cruel de Simón Ayub era mejor que lo que el Director General le había obligado a soportar.
«Nunca me volverá a pasar esto», se dijo Félix Maldonado, «nunca más permitiré que alguien me obligue a tragar impunemente las palabras ajenas sin que pueda contestarlas».
—¿Viste todo lo que me tuve que tragar por tu culpa? —le preguntó con insolencia Ayub como si le leyese el pensamiento. Pues ahora vamos a ver cuánto eres capaz de tragar tú, pendejo. A ver, Licha, quítale las vendas.
—Es demasiado pronto, va a quedar desfigurado —dijo la voz femenina.
—Pícale, cabrona —dijo Ayub con una voz que pretendía ser autoritaria, imitando la del Director General, pero le salía demasiado tipluda para dar órdenes.
Félix escuchó los movimientos, los pasos rápidos y nerviosos de la mujer llamada Licha, las cortinas apartadas bruscamente. La luz prohibida por el fotofóbico funcionario inundó la pieza y la mujer exclamó, no seas salvaje, Simón, no le puedo quitar las vendas con ese luzarrón y Ayub dijo que sólo al jefe le molestaba la luz, que los demás se jodieran.
—Puede dañarle la vista —protestó la mujer.
—Para lo que ha de ver —contestó Ayub.
Licha apareció por fin dentro del limitado campo visual de Félix cuando se sentó junto a él en la cama para colocar correctamente la jeringa que Ayub ensartó sin pericia. El brazo de Félix se veía morado.
Si en vez de corazón Félix Maldonado hubiera tenido un canguro guardado en el pecho, no habría saltado más lejos que en el momento de ver y reconocer a la misma muchacha que subió al taxi en la esquina de Gante cargada de jeringas y ampolletas envueltas en celofán.
«Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús», había dicho al bajarse frente al Hotel Reforma; iba a inyectar a un turista yanqui enfermo de tifoidea.
Quizás ahora ella pudo penetrar hasta el fondo de la mirada de Félix perdida en los túneles blancos del vendaje; quizás sólo sintió el pulso acelerado de su paciente. Levantó los ojos de su tarea y miró a Félix suplicándole que no la reconociera, ahora no, enfrente de Ayub no.
Licha le apretó la muñeca cuando terminó y dijo que iba bastante bien.
Ayub se frotó con la palma abierta de una mano los anillos de topacio de la otra, como si se entrenara para boxear.
—Ese golpe bajo me lo debe, palabra que me lo debe —dijo—. Apúrate, Lichita, quiero que le quites las vendas de la cabeza.
Licha dijo que primero debía vendarle bien el brazo hinchado, pero Ayub la hizo a un lado y él mismo comenzó a arrancarle las vendas de la cabeza a Maldonado. Félix trató de cerrar los puños y sintió que se iba a desmayar de dolor.
—No seas bruto —gritó la enfermera—, déjame a mí, hay que zafar los alfileres de seguridad primero.
Félix cerró los ojos. Junto con su dolor, se alejó el aroma de Ayub, clavo fresco y transpiración agria acompañando un jadeo entrecortado.
—Mira en la que te metiste por pendejo —dijo Ayub mientras Licha retiraba cuidadosamente las vendas—, todo estaba tan bien planeado por el jefe, tú no tenías que estar allí ni meterte en nada, en el rebumbio después del tiro nadie se iba a fijar más que en el Presi, todos hubieran creído que el criminal logró escaparse con todo y arma, no se habría encontrado ni al asesino ni a la pistola y a estas horas todos los servicios seguirían buscando al prófugo Maldonado, te teníamos todo listo para que te salvaras y nomás nos dejaras tu nombre, toditito listo, el pasaporte, los pasajes, la lana, para ti y para tu vieja, todo, ¿para qué te metiste?, ¿quién te puso la pistola en la mano?, trata de recordar eso al menos, a ver si nos enterneces, pendejo porque ahora te quedaste sin nada, sin lana, sin pasaporte, sin pasajes, sin esposa, sin nombre, sin nada…
Ayub, con un movimiento brusco y nervioso como sus palabras, colocó un espejo de hospital ovalado, enmarcado en un ribete plomizo que poco a poco perdía su baño de platino, frente al rostro develado de Félix.
Él se llamaba Félix Maldonado. El rostro reflejado en el espejo necesariamente tenía otro nombre porque no era el rostro de su nombre. Sin bigote, con el pelo rizado cortado al rape y exterminado en ciertos lugares, una lisura herida en las sienes, unas entradas ralas en la frente, como si su cabeza fuese un campo de trasplantes e injertos. El rostro estaba dañado en algunas partes que no acababan de cicatrizar, estirado en otras y sostenido como una máscara desechable por grapas detrás de las orejas. Los ojos hinchados tenían un aire oriental. Una costura invisible le paralizaba la boca.
Félix Maldonado miró la máscara que le ofrecía Simón Ayub con un sentimiento de fascinación ciega. No pudo mantener abiertos los párpados demasiado tiempo y oyó a Licha decirle a Ayub, a ver si no le estropeaste los ojos, baboso, lárgate de una vez.
Ayub preguntó:
—¿Cuándo crees que pueda hablar?
Licha no contestó, Ayub dijo avísanos en cuanto pueda hablar y salió dando un portazo.