Ahora lo despertaron los rumores minuciosos de vidrio y metal, chocando entre sí, ruidos conocidos e inconfundibles, el líquido de una botella que se vacía, una cucharilla removiendo el contenido de un vaso, pisadas ligeras, como de zapatos tennis, pisadas de gato que chirrean sobre un piso de material plástico.
Luego sintió una punzada terrible en el interior del antebrazo y escuchó una voz de mujer:
—No se mueva. Por favor estése tranquilo. No mueva el brazo. Le hace falta su suero. Lleva cuarenta y ocho horas sin comer.
Movió el otro brazo y se tocó el cuerpo. Una sábana le cubría de vientre para abajo y una bata de mangas cortas arriba. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que estaba envuelta en trapos.
—Le digo que se esté quieto. No le encuentro la vena. Como no puede apretar el puño, es difícil.
Félix Maldonado respiró hondo y sólo ubicó la neutralidad aséptica del algodón mojado en alcohol y una lejana sospecha de cloroformo que parecía colgar del techo como una bruma matinal que al huir se encuentra con un cielo recalcitrante.
Repentinamente se unió a esos olores el de lavanda de clavo.
Félix giró desesperadamente los ojos dentro de las cuencas irritadas. No había nadie en su campo visual.
—Déjanos solos, Lichita —dijo la voz de Simón Ayub.
—Está muy delicado. Que no vaya a mover el brazo.
—Nosotros nos ocupamos de él. Es él quien no sabe ocuparse de sí mismo, lió una voz tajante y hueca.
La risa se suspendió abruptamente, a la mitad, cortada! como un hilo. Félix movió la cabeza vendada y por los túneles de los ojos vio al Director General sentado frente a él.
—Tengan cuidado, por favor —dijo la voz femenina.
Félix la quiso reconocer, alguna vez la había escuchado, pero lo agotó el esfuerzo y no le importaba; seguramente esa mujer era una enfermera y lo estuvo atendiendo durante las cuarenta y ocho horas a las que hizo alusión antes.
No importaba, sobre todo, porque ahora sabía perfectamente quiénes estaban allí: Simón Ayub, fuera de su visión pero presente por el aroma de clavo y el Director General, inverosímil en el claustro reverberante de una sala de enfermo, acaso un hospital: los lentes ahumados no domarían el brillo! de esmaltes blancos que hería los ojos del alto funcionario, obligado una y otra vez a quitarse los pince-nez con el pulgar y el índice de la mano izquierda y a frotarse los ojos resecos, privados de sombra bienhechora.
—Baja las persianas, Ayub —dijo el Director General—, corre las cortinas.
Félix escuchó estos movimientos. El Director General volvió a montar los lentes color violeta en el caballete de la nariz y miró inquisitivamente a Félix.
—Por el momento, usted no puede hablar —dijo el Director General cuando Ayub logró ensombrecer el cuarto—. Mejor. Así no hará preguntas innecesarias. Recuerdo su bufonería displicente cuando lo recibí en mi despacho. Se sentía usted muy gallo. Quizás ahora escuche razón. Repito que lo que hacemos es por su bien.
Félix intentó hablar; sólo logró emitir un sonido camuflado semejante al estertor de un moribundo. Aceptó, amedrentado, su posición pasiva y Simón Ayub rió discretamente.
El Director General, con un gesto violento que Félix sólo vio concluir, atrapó del nudo de la corbata a Simón Ayub y lo acercó grotescamente, como a una marioneta. Félix pudo ver al fin al pequeño siriolibanés, con la boca abierta y casi de rodillas frente a su jefe.
—No te burles de nuestro amigo —dijo el Director General con un tono ecuánime que contrastaba con la violencia del acto—. Nos ha servido y vamos a demostrarle que lo queremos mucho.
Soltó a Ayub y volvió a mirar fijamente a Félix.
—Sí, nos ha servido, aunque no con la discreción que hubiésemos deseado. ¿No le molesta que fume?
El Director General extrajo un cigarrillo inglés con filtro de corcho de un estuche de plata labrada.
—El día que me visitó, le pedí prestado su nombre. Nada más. Usted se sintió obligado a interponer su persona física en un asunto que no le concernía. Pero ese es un mal secundario y reparable. Por eso está usted aquí: para reparar el mal. Todo estaba preparado, ¿sí?, para que sólo su nombre fuese culpable. Usted entendería lo sucedido y aceptaría el trato que le ofreceríamos, sin necesidad de todas estas complicaciones. Se lo dije en mi despacho. No me gustan los procedimientos engorrosos, los trámites prolongados, el red tape, en suma. Voy a decirle exactamente lo que pasó, ¿cómo? Ni más ni menos. Los hechos. Si usted se propone averiguar más, lo hará por su cuenta y riesgo. Se lo advierto una vez más, ¿sí? Usted no es culpable de nada. Pero su nombre sí.
—Usted es el culpable —interjectó con rabia Simón Ayub—, usted no impidió que este tipo fuera a la ceremonia en Palacio.
—Es que el licenciado, en el fondo, es muy sensiblero —sonrió el Director General—. Creímos con Rossetti que el inevitable pleito en su casa con Bernstein bastaría para que nuestro amigo se abstuviera, ¿cómo?, por decencia, orgullo o coraje, de asistir a la premiación del doctor. Qué barbaridad. Pudieron más su gratitud y su nostalgia de antiguo alumno de Bernstein.
—Está usted tarolas —rió Ayub—. Fue por puritita vardad. Quería saludar al señor Presidente.
—Y sin duda —continuó el Director General pasando por alto la impertinencia—, en este instante nuestro amigo se pregunta si en efecto el Primer Magistrado de la Nación lo reconoció y le dio la mano, ¿cómo?
—Lo que se ha de estar preguntando es por qué siempre le dice usted nuestro amigo y no su nombre —dijo con sarcasmo Ayub.
El Director General arrojó una bocanada de humo directamente a la cara de Félix. El humo se coló por los hoyos del vendaje y Félix comenzó a toser dolorosamente.
—No sea de a tiro —dijo Ayub sofocando la risa con un tono de seriedad burlona—, ¿qué nos dijo la enfermera?, está muy delicado.
—Pues bien, mi amigo —prosiguió el Director General—, no hubo tiempo. El señor Presidente no llegó hasta usted. ¿Cómo le diré? Hubo un accidente. Un instante antes de llegar a usted, sonó un disparo. Los guaruras del Primer Mandatario lo cubrieron con sus cuerpos, obligándolo a caer de rodillas. Espectáculo nunca visto, si me permite usted manifestar mi asombro, ¿sí? En la confusión que siguió, todos los ojos estaban puestos en el señor Presidente, quien en seguida se incorporó con dignidad, librándose del celo de los guardaespaldas y murmuró alguna frase de cajón, muero por México o pueden matarme a mí pero a la patria no, algo de esa índole, ¿cómo? Imagino que todos los jefes de Estado tienen una frase célebre lista para el momento fatal.
El Director General rió huecamente, con su risa seca que se detuvo en el punto más alto del regocijo.
—¿Me oye usted bien, mi amigo? Afirme con la cabeza. ¿No le duele?
Félix asintió mecánicamente, luego negó, luego admitió pasivamente que era algo peor que un prisionero de estos dos, hombres: era una lombriz con la que jugaban cruelmente, cortándola en pedacitos y picándola con una vara para ver si seguía moviéndose.
—Sigue vivo y nos oye —dijo Ayub pasándose el pañuelo perfumado por la nariz—. Aquí apesta todavía a cloroformo.
—¡Cuántas medidas drásticas e innecesarias! —suspiró el Director General—. Si sólo nos hubiese permitido actuar, haciéndose ojo de hormiga.
—Le advertí que era muy contreras, muy altanero y celoso de su dignidad —olfateó con desdén el pequeño Simón Ayub.
—¡Como si eso importase en estos casos! —levantó las manos, como un sacerdote egipcio ultrajado por la presencia de un monoteísta, el Director General.
Dejó que la calidad de su ultraje trascendiera y adornó su discurso en francés:
— Passons. Bref, la pistola estaba en manos de usted, mi amigo, y lo único que nadie se explica es que habiendo podido asesinar al señor Presidente de la República a tan corta distancia, a quemarropa como se dice, su bala se haya desviado para ir a atravesarle un hombro al señor doctor Bernstein, miembro del Colegio Nacional, profesor de la UNAM y premio nacional de economía…
—Y agente a sueldo del Estado de Israel, lagrimeó en son de farsa el diminuto Ayub.
—¿No hay un cenicero? —dijo fríamente el Director General y aplastó la colilla encendida contra la solapa de Simón Ayub.
—¡Mi mejor Cardin! —exclamó con cólera Ayub.
—No sé por qué soporto a un asistente tan inútil y tan alzado —rió huecamente el Director General.
—¡Lo sabe muy bien! —chilló Ayub—, ¡porque me tiene agarrado de las pelotas!
—Decididamente —continuó sin perturbarse el Director General—, ha de ser que tengo un lugarcito débil en mi corazón para ti. Imbécil. La culpa es mía. ¿Cómo se me pudo ocurrir que una cucaracha como tú iba a disuadir a nuestro amigo de asistir a la ceremonia? Pero prefiero la disuasión a la violencia.
Félix pudo ver a Simón Ayub cuando se acercó peligrosamente al Director General, amenazándolo con el puño delicado, las uñas manicuradas, los anillos de topacio y cimitarra.
—Me estoy hartando —gritó histéricamente—, ayer este Romeo de barrio me llamó enano del carajo y ahora usted me trata de imbécil, un día no voy a aguantar, D.G., un día voy a estallar…
—Cálmate, Simón, siéntate quietecito. Sabes muy bien que no vas a hacer nada por el estilo. Lo acabas de decir muy gráficamente.
—Un día…
—Un día vas a amanecer huerfanito, ¿sí? —dijo con afabilidad el Director General y volvió a mirar a Félix—: Al grano, señor licenciado. Tal y como se lo advertí durante nuestra cordial entrevista, usted no es responsable del conato de magnicidio, pero su nombre sí. Y su nombre, señor licenciado, ha dejado de existir.
—Dígale el nombre, dígaselo —gimió Ayub como un perro castigado.
El Director General suspiró con alivio:
—Al fin. Félix Maldonado.
Rió; cortó la risa en su punto más alto.
—Déjeme saborear las sílabas, como un buen coñac, mejor como un Margaux. Fé-lix-Mal-do-na-do. Aaaaah. Sólo un nombre. ¿Cómo? El hombre detrás del nombre ya no existe, Simón, rápido, recuerda la recomendación de la enfermera, No se sobresalte, mi amigo. Mire que con esos movimientos bruscos se le zafa la aguja. Ensártasela de vuelta, Simón.
Ayub se acercó con fruición al cuerpo yacente de Félix y Félix concentró todas sus fuerzas para voltearle un golpe con la mano. Ayub lo recibió en pleno pecho, cayó, se levantó tosiendo y se arrojó sobre Félix, quien apretó los dientes| para soportar el dolor de la jeringa zafada. El Director General alargó una pierna y Ayub, de un traspiés, fue a dar contra el filo metálico de la cama de hospital.
Se levantó gimiendo, buscando el pañuelo de estampados Liberty que le asomaba por la bolsa del pecho del saco.
La cabeza de la hidra
—No sé a cuál de los dos odio más —dijo secándose con el pañuelo perfumado la sangre que le escurría de la boca.
—No tiene la menor importancia —dijo el Director General pero si te reconforta saberlo, a nuestro amigo le dolió más que a ti. En fin. Déjese colocar la jeringa, licenciado. No queremos que se nos muera de inanición.
El siriolibanés se acercó con delectación a Félix. En la mano de Ayub, la aguja parecía una más de las cimitarras que adornaban los anillos de topacio.
—Además, continuó el Director General, su calvario dista de haber concluido. Debe usted recuperar fuerzas para resistir lo que le espera aún. Estábamos diciendo, ¿cómo?, su presencia en la ceremonia complicó nuestros planes, pero al cabo todo salió bien. Félix Maldonado, el presunto magnicida, intentó escapar anteayer en la noche del Campo Militar Número Uno, donde fue encarcelado para mayor seguridad y en vista de la naturaleza de su crimen. Como suele suceder en estos caso, se le aplicó la ley de fuga, ¿sí?
El Director General se quitó los espejuelos morados y miró con los párpados entrecerrados a su prisionero.
—Tres balazos bien puestos en la espalda y la vida oficial y privada de Félix Maldonado concluyó. El entierro tuvo lugar ayer a las diez de la mañana, con la discreción del caso. No se trata de sobreexcitar a la opinión pública, ¿cómo? Bastantes teorías se elaboran sobre el frustrado intento de matar al Presidente, Mire cómo son las cosas. Existe un mito internacional según el cual un presidente mexicano nunca muere en su cama. En realidad, Obregón es el último mandatario asesinado, y eso pasó en 1928. En cambio en un país tan civilizado, ¿sí?, como los Estados Unidos, los presidentes caen como moscas y sus familiares y partidarios también. Mitos, mitos.
Ayub terminó de reintroducir la jeringa en la vena de Félix. El suero volvió a fluir.
—Detenle el brazo, Simón. Nuestro paciente es muy emotivo. ¿Qué estará pensando de todo esto? Lástima que no nos lo pueda decir. Yo quiero tranquilizarlo y contarle que los familiares y amigos del licenciado Félix Maldonado, en grupo reducido, asistieron a la ceremonia en el Panteón Jardin. La esposa del difunto, la señora Ruth Maldonado, en primer lugar. Muy digna en su dolor, ¿cómo? Y algunas mujeres interesantes, la señora Mary Benjamín por ejemplo y la señorita Sara Klein, recién llegada de Israel, creo que también concurrió a la cita con el polvo, ¿sí? Mi propio secretario, Mauricio Rossetti y Angélica su esposa, que le perdonaron a Maldonado sus horribles groserías de la otra noche. Se siguió el rito hebraico, claro está.
El Director General cruzó las manos flacas sobre el chaleco y se permitió el lujo de una sonrisa satisfecha, sin emitir su acostumbrado ruido hueco y cortado.
—La duda permanecerá siempre, mi amigo. ¿Quiso Félix Maldonado vengarse del profesor Bernstein porque le aventajó en los favores de la señorita Klein? ¿O fue todo parte de una conspiración contra la vida del señor Presidente? Supongamos, ¿cómo?, supongamos simplemente que tanto el gobierno como la opinión prefieran la segunda hipótesis. Se lo digo, señor licenciado, para que trate de entender lo que se jugaba. Ponga una crisis política interna de repercusión internacional en un platillo de la balanza y en la otra su miserable vida de tenorio de pacotilla y burócrata de segunda. Usted, un judío convertido, un hombre inestable, como lo prueban sus actos recientes, un loco que lo mismo puede arrojar al fuego los anteojos de su maestro, provocar escandalosas escenas de celos, insultar inopinadamente a todo mundo, vengarse del Bernstein… o cubrir con estas actitudes irracionales un propósito frío y calculado de magnicidio. Pero al cabo, ¿cómo?, la duda persiste, nadie sabe a ciencia cierta si a última hora el deseo de venganza venció al propósito político, se apoderó de Félix Maldonado una como esquizofrenia límite, quiso matar al mismo tiempo a Bernstein y al Presidente. Misterios que nunca se aclararán, porque Félix Maldonado está muerto y enterrado.
El Director General sonrió y se miró las uñas:
—Esa frase me salió en verso. Verso de corrido, el corrido de Félix Maldonado.
Dejó de sonreír, se incorporó con rapidez y le ordenó con energía a Ayub que llamara a la enfermera y se quedara con ella mientras le retiraban el vendaje al paciente.
—Todo hubiera salido como a mí me gusta, limpiamente ejecutado, si usted no se entromete. Lástima —dijo el Director General—, y adiós para siempre, señor licenciado.