Tardó un poco más de la hora prevista en llegar manejando su Chevrolet a Tlalpam. Era viernes y mucha gente se iba de fin de semana largo a Cuernavaca. Pasó muchos minutos perdidos, detenido en medio del tráfico estrangulado y una vez hasta se quedó dormido y lo despertó el concierto de cláxones furiosos.
Desde la carretera se oían los mariachis del Arroyo. Trató de recordar el motivo de la comida mientras estacionaba y tuvo un escalofrío. No podía darse el lujo de olvidar nada, de olvidar a nadie, él menos que nadie.
Agresivo, rozagante, con las patillas canas y el bigote negro, el rostro burdo, feo, coloradote, Félix lo saludó y sólo pudo retener una impresión: era un hombre feo con manos hermosas. Y ella estaba a su lado, recibiendo a los invitados.
—Hola, Félix.
—Hola, Mary.
Su aturdimiento era natural, se dijo cuando logró soltar la mano de la mujer y encaminarse hacia las mesas donde estaban las botanas. No sólo había tocado la mano y mirado los ojos de la mujer que más le gustaba tocar y mirar del mundo. Además, esa mujer lo había reconocido, le había dicho con toda naturalidad hola Félix. Claro, se empinó el vasito de tequila añejo, el hombre de la cara fea y las manos hermosas era su marido. Jamás lo hubiera reconocido solo, sin ella, ¿quién iba a recordar al dueño de una cadena de supermercados? La presencia de Mary era indispensable para situarlo. Eso era todo. No es que lo hubiera, verdaderamente, olvidado. El marido de Mary, a pesar de su aspecto florido y sus ademanes agresivos, carecía de personalidad. Eso era todo, se repitió cuando Mary se acercó a él y le dijo que la comida era muy informal, cada quien se sirve, cada quien se sienta donde más le guste y con quien más le guste.
—Además, los mariachis son ideales para disfrazar las conversaciones íntimas, ¿no? —dijo Mary velando un poco más sus ojos violeta como la solitaria flor en el escritorio de la señorita Malena.
Ojos violeta con destellos dorados, reconstruyó Félix comiendo botanas, totopos con guacamole, una hermosísima muchacha judía de pelo negro y escotes profundos que se untaba lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba.
La siguió de lejos cuando pasaron las quesadillas de huitlacoche y los mariachis berreaban en la distancia pero lo invadían todo. Ella sabía que los ojos de Félix no la dejaban sola un instante. Se movía como una pantera, negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra: Mary.
Félix miró de reojo la hora. Las tres y media y aún no empezaba la comida. Tequila y antojitos nada más. Le exasperaban estas comidas mexicanas de cuatro o cinco horas de duración. A las seis en punto lo esperaba el Director General. Mary le guiñó desde lejos cuando los meseros entraron con las cazuelas de barro llenas de mole, arroz hervido, chiles en nogada y los platos de tortillas humeantes y chiles variados, chipotles, piquines, serranos, jalapeños.
Se sirvió un plato colmado y se acercó a Mary. La señora de ojos violeta le sonrió y le ofreció una cerveza. Se alejaron juntos de la mesa, balanceando los platos y los vasos de cerveza, hablando con las voces apagadas por el estruendo de los mariachis, en medio de los invitados que Mary seguía saludando.
—¿Cuál es el motivo de la fiesta? —preguntó Félix.
—Mi décimo aniversario de bodas —rió Mary.
—¿Tanto?
—Es muy poco.
—Es el mismo tiempo que llevamos sin vernos. Es mucho.
—Pero si a cada rato nos encontramos en cocteles, bodas y entierros.
—Quiero decir sin tocamos, Mary, como antes.
—Eso es fácil de remediar.
—Sabes que sólo me gusta tocarte, ¿verdad?
—¿Quieres decir que nunca me amaste? Lo sé muy bien. Yo tampoco.
—Algo más. Nunca te deseé.
—Ah. Eso es novedad.
—Sólo puedo tocarte sin desearte. Tocarte mucho, besarte, cogerte pero sin deseo. ¿Lo entiendes?
—No, pero me basta. Y me excita. Me gusta cómo me tocas. Diez años es mucho tiempo. Mira. Vete al hotel de paso que está aquí al lado. Deja tu coche afuera del bungalow para que pueda ver dónde te pusieron. Así yo entro al garaje con mi auto y corro la cortina. Espérame allí.
—Tengo una cita muy importante a las seis.
—No, si al rato me desaparezco. Abby ni se da cuenta. Míralo.
Félix no quiso mirar a un hombre del que jamás se acordaba y apretó el brazo de Mary.
—Y oye Félix —dijo Mary fingiendo desparpajo—, ya no soy la misma de antes, he tenido cuatro hijos.
Félix no dijo nada; se alejó de ella y Abby anunció con gestos agresivos e ilusorios pases por alto que se iban a torear cuatro vaquillas como fin de fiesta. Se rasuraba mal; tenía varias pequeñas cortadas en el mentón.
Cuando todos se fueron hacia el ruedo taurino junto al restaurante, Félix salió y condujo su auto hasta el hotelito vecino. Siguió las indicaciones de Mary y se instaló en una recámara de sábanas mojadas y olor de desinfectantes. Seguramente se durmió un rato. Lo despertaron las agruras y los palpitos. Momentáneamente se imaginó a la orilla del mar, lejos de la altura de la ciudad de México, dirigiendo normalmente en un paraíso imposible de comidas breves, sencillas y a horas fijas.
Por la ventana del bungalow entraron los olés de la placita de toros. Imaginó a Abby toreando con gestos agresivos, cara colorada y hermosas manos escondidas por un trapo rojo. Sin duda era el primer torero judío. Poca gente sabe que México recibió a muchos fugitivos de la Europa hitleriana que se asimilaron sin dificultad a las costumbres e incluso a los ritos hispanomexicanos, como si sintieran nostalgia de la expulsión de España. Rió. Un judío en un ruedo, frente a un burel bufante, era la venganza sefardita contra Isabel la Cató lica.
También imaginó a Mary sentada en las gradas, mirando los desplantes absurdos de su marido. No la deseó. Necesitaba verla para tocarla cuanto antes. La relación física con Mary no toleraba ni el tiempo de un sueño ni el espacio de una separación. No toleraba el deseo.