Dentro del ascensor automático, rodeado de desconocidos, se dijo que lo más sencillo era enviar a Malena, como siempre, Malenita, dése una vuelta por la pagaduría, ¿quiere? Salió en el piso de su oficina contrariado porque ya nunca traía encima nada que lo identificara. Caminó por el pasillo estrecho y atestado de gente apremiada, miró los techos bajos y planos de la Colonia de los Doctores, llenos de tinacos de agua.
Su vida era tan previsible, se dijo, tan ordenada, sólo iba a lugares donde le conocían, le daban trato especial, los bares y restaurantes donde le bastaba firmar su tarjeta de crédito del American Express, con eso bastaba y suelto para las propinas. Pero ese idiota cajero pedía lo que nadie le pedía en el Hilton o el Jacarandas: una foto que lo identificara.
—Puro subdesarrollo, murmuró al entrar a su oficina, ese cajero idiota todavía no se entera de la existencia de las tarjetas de crédito, le han de pagar con cuentas de cristal, pendejo.
Frente a la puerta de su privado, estaban reunidas con las cabecitas pegadas Malena y las dos secretarias que cobraron delante de él. Parecía un conciliábulo de fútbol americano. Tosió y Malena se estremeció, las tres se separaron nerviosamente, las dos jóvenes de prisa diciendo ahí nos vemos, Male, dile a tu mami que te deje ir a la charreada del domingo y Malena no se contuvo y gritó:
—¡No sean de a tiro! ¡No me dejen solita!
Sollozó y se sentó frente a la máquina de escribir, protegida por el bulto de la Underwood vieja.
—¿Por qué no se pone de capuchón la funda de la máquina, bruja? —le dijo brutalmente Félix.
Malena se tranquilizó súbitamente, se arregló los moños de seda en la cabeza, tomó el teléfono, marcó un número corto y dijo sin resabio de llanto pero con una mueca que Félix notó, de niña vengativa y chismosa:
—Ya está aquí. Ya regresó.
Félix Maldonado entró a su oficina privada, prendió la luz neón y sacó automáticamente el plumón de fieltro para firmar los oficios y correogramas de esta mañana. De costumbre, la eficaz Malena le tenía la firma lista pasadita la una. Pero esta vez, con la pluma en la mano, Félix vio que no estaba frente a él la carpeta de firma.
Iba a sonar la chicharra para llamar a la secretaria. En vez, entró sin pedir permiso un hombre menudo, rubio, uno de esos güeritos chaparos que se sienten muy salsas y nada acomplejados nomás porque son blanquitos y bonitos. Estos muñecos convierten su pequeñez en arma de agresión, como si ser enano autorizara todos los excesos y exigiera todos los respetos, se dijo Félix. Pero este particular petiso agredía más que nada por su olor, un perfume penetrante de clavo que emanaba del pañuelo que le colgaba de la bolsa en el pecho del saco. Le hubiera gustado decirle todo esto de entrada al impertinente.
—¿Qué se le ofrece?
—Perdón. ¿Puedo sentarme?
—¿Más?
—¿Cómo dice?
—Cómo no, sírvase —dijo Félix, al cabo contento—, si me pide permiso reconoce que está en mi oficina.
—Me presento, Ayub, Personal, Simón. Este… ¿cómo le diré? —tosió.
—Diga nomás —dijo fríamente Félix y pensó Ayub, qué raro un siriolibanés rubio, si oía el nombre sin ver a su dueño se hubiera imaginado a un bigotón color aceituna.
—Sucede… ¿señor licenciado…? —dijo Ayub con tono de interrogación prudente—, sucede que hemos constatado una anomalía en las tarjetas de entrada y salida de personal.
—Usted dirá, señor Ayub. Yo soy funcionario. No poncho.
—El hecho… señor licenciado… es que desde esta mañana buscamos desesperadamente a un señor que… normalmente… trabaja en esta dependencia… inútilmente…
—Exprésese con claridad. ¿Trabaja inútilmente o lo buscan sin éxito?
—Esto es, señor licenciado, esto es.
—¿Qué?
—No lo encontramos.
—¿Cómo se llama?
—Félix Maldonado.
—Soy yo.
El güerito miró a Félix con desesperación. Tragó varias veces antes de hablar.
—No le conviene, créame, ¿señor licenciado?
—¿No me conviene ser yo mismo? —interrogó Félix, disfrazando su desconcierto con un puñetazo sobre la mesa que rajó el cristal protector.
—No me malinterprete —dijo entre tosidos Ayub—, estamos tratando de contemplar el caso globalmente.
Félix miró con irritación la vena verdosa del vidrio roto que corría como una cicatriz sobre la foto de Ruth, su mujer.
—Tendrá usted que pagar desperfectos causados a bienes de la Nación —dijo con la voz más neutra del mundo Ayub, mirando la rajada sobre la mesa del funcionario.
Félix consideró indigno dar respuesta.
—El Director General le ruega que lo vea hoy a las seis de la tarde —dijo para terminar Ayub, se levantó y salió excusándose, desparramando olor a clavo—, buenas tardes, buen provecho.
Esto le recordó a Félix que debía llegar a una comida en el Restaurante Arroyo por el rumbo de Tlalpam y con el tráfico se tardaría una buena hora en llegar. Miró su reloj: era la una y media. Cuando salió al vestíbulo, la señorita Malena ya se había ido. La máquina estaba perfectamente cubierta, una violeta respiraba dentro de una flauta de cristal y un osito de peluche viejo se sentaba en la silla secretarial de Malenita.
El resto de la Secretaría de Fomento Industrial parecía funcionar como un reloj, suavemente, en silencio. La hora normal de salida era entre dos y media y tres de la tarde.