Entró a la Secretaría y se dirigió al ascensor. Con suerte encontraría a un amigo al subir. El elevadorista lo conocía, claro. Perdón, el elevadorista está ausente, se ruega al respetable público usar el automático de la izquierda. Félix recordó al elevadorista, lo recordó nítidamente. Un hombrecito sin edad, muy moreno, con pómulos altos y ojos llorosos, un bigote muy ralo y uniforme gris con botonadura de cobre y unas iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Si él recordaba al elevadorista, se dijo Félix mientras ascendía rodeado de desconocidos, lo lógico era que el elevadorista lo reconociera a él. Generalmente, la señorita Malena le cobraba su quincena en la pagaduría y él se limitaba a firmar la nómina. Hoy decidió ir personalmente. Salió del ascensor y se acercó a la ventanilla. Había cola. Se unió a ella, sin hacer valer sus prerrogativas de funcionario. Le precedían dos muchachas de hablar nervioso e inmediatamente detrás de él se colocó el elevadorista, su conocido, el hombre moreno. Félix le sonrió pero el hombrecito estaba absorto en la contemplación de una moneda.
—¿Cómo le va? ¿Qué mira usted? —le dijo Félix—. Este peso de plata —dijo el elevadorista sin levantar la mirada—, ¿no ve usted?
—Sí, claro —contestó Félix, deseando que el elevadorista lo mirara—, ¿qué le llama tanto la atención?, ¿nunca ha visto una moneda de a peso antes?
—L'águila y la serpiente —dijo el elevadorista—, estoy mirando l'aguilita y la serpiente de la moneda. Félix se encogió de hombros:
—Es el escudo nacional, hombre. Está en todas partes. ¿Qué tiene de raro?
El elevadorista meneó la cabeza sin dejar de mirar la moneda de plata ennegrecida:
—Nada de raro. Nomás es muy bonito. Una águila sobre un nopal, devorando una serpiente. Me gusta más que el valor.
—¿Cómo dice?
—Que no me importa el valor de la pieza. Me gusta el dibujito.
—Ah. Ya veo. Oiga, ¿no quiere verme? El elevadorista levantó por fin la mirada y observó a Félix con los ojos llorosos y una sonrisa de piedra.
—Todos los días subo a mi oficina en el elevador que usted maneja —dijo abruptamente Félix.
—Sube tanta gente. Si usted supiera.
—Pero yo soy un alto funcionario, el jefe de…
Exasperado, Félix dejó la frase en el aire.
—Yo soy el que no se mueve. Todos me miran, yo no miro a nadie —dijo el elevadorista y siguió observando su moneda.
Félix tuvo que prestar atención a lo que decían las dos secretarias para no quedarse allí como bobo, mirando al elevadorista que miraba el águila y la serpiente. Ya estaban cerca de la ventanilla de cobros.
—Si tú misma no te das a respetar, ¿quién?
—Tienes toda la razón. Además, todos parejos. Ay sí.
—Ojalá. Pero como ella es su preferida, de plano.
—No es nada democrático. Yo se lo dije. Ay sí.
—¿De veras? ¿Te atreviste?
—¿No me crees? Me canso, ganso. Ay sí. Usted le da trato distinto a Chayo, a la legua se ve. Eso le dije. Ay sí.
—En cambio, ¿se dignó venir a nuestra posada el año pasado? No, ¿verdad? Perdóname, pero eso se llama discriminación.
—¿Eso le dijiste?
—Pues casi casi. Me dieron ganas. Mangos Méndez de Manila. Ay sí.
—Dispénsame, pero yo sí que se lo hubiera dicho, todas tenemos nuestra dignidad. Nomás porque nos ve usted más humilditas no es razón para ofendernos, señor licenciado.
—Ay, si lo que pasa es que la Chayito se siente la divina garza. No es culpa de ella, hasta eso el lic Maldonado es bastante gente…
Cobraron, firmaron y se fueron contando los billetes en sus sobres de papel manila. Félix dudó entre seguirlas o cobrar. El empleado de la ventanilla lo miró con impaciencia.
—¿Diga?
—Maldonado —dijo Félix—, Análisis de Precios.
—Perdón, pero nunca lo he visto antes. ¿Tiene con qué identificarse?
—No. Mire, mi secretaria viene siempre a cobrar por mí.
—Lo siento, señor. Necesita identificarse. —Sólo traigo mi tarjeta de crédito. Tome.
—¿Se llama usted American Express? No hay nadie en la nómina que se llame así.
—¿No basta mi firma? Puede compararla con la de todas las quincenas.
El empleado negó severamente y Félix abandonó la ventanilla decidido a buscar su permiso de manejar, su pasaporte, su credencial del Partido Revolucionario Institucional, su acta de nacimiento si necesario. ¿Cómo era posible que Malena cobrara en nombre suyo cada quince días sin ningún problema y él, el titular del puesto, necesitase identificarse? Caminó enojado hasta la puerta del ascensor. Buscó inútilmente a las dos secretarias que hablaron de él. ¿No había otro licenciado Maldonado en la Secretaría? ¿Por qué no? No era un nombre tan raro.