Félix Maldonado detuvo un pesero y se sentó solo en la parte de atrás. Era el primer cliente del taxi colectivo. Frente a la Catedral un hombre vestido de overol paseaba un largo tubo de aluminio sobre las baldosas. Le coronaban unos audífonos conectados al tubo y a un aparato de radio que le colgaba sobre el pecho, detenido por tirantes. Murmuraba algo. El chofer rió y le dijo vio usted al loco de Catedral, lleva años buscando el tesoro de Moctezuma.
Félix no contestó. No tenía ganas de hablar con un chofer de taxi. Quería llegar cuanto antes a su oficina en la Secre taría de Fomento Industrial, encerrarse en su cubículo y lavarse las manos. Se limpió la mano lamida por el perro con un pañuelo. El chofer rodó por la Avenida del 5 de Mayo con la mano asomada por la ventanilla y el dedo índice parado, anunciando así que el taxi sólo cobraba un peso y seguía una ruta fija, del Zócalo a Chapultepec. Anoche, Félix había dejado su auto encargado al portero del Hilton para no meterse al centro viejo con un Chevrolet que no había dónde estacionar.
En cada esquina se detuvo el taxi y tomó pasaje. Primero dos monjas se subieron en la esquina de Motolinia. Supo que eran monjas por el peinado retirado, de chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios. Habían vuelto a encontrar un uniforme, porque la ley prohibía que anduvieran en la calle con sus hábitos. Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad, como si las viera todos los días. Hola, hermanitas, qué se traen hoy, les dijo. Las monjas rieron ruborizadas, tapándose las bocas y una de ellas trató de pescar la mirada de Félix en el retrovisor.
Félix recogió las piernas cuando el taxi se detuvo en Gante para dar cabida a una muchacha vestida de blanco, una enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos y ampolletas envueltas en celofán. Le pidió a Félix que se corriera. Él le contestó que no, se iba a bajar pronto. ¿Dónde? En la glorieta de Cuauhtémoc, frente al Hilton. Pues ella antes, frente al Hotel Reforma. Pronto, iba de prisa, tenía que inyectar a un turista, un turista gringo se estaba muriendo de tifoidea. La venganza de Moctezuma, dijo Félix. ¿Qué? No sea guasón, muévase para allá. Félix dijo que no, un caballero le cede el lugar a las damas. Bajó del taxi para que la enfermera subiese. Ella lo miró con sospecha y detrás del pesero los demás taxis en fila tocaron los claxons.
—Píquenle, ya me la mentaron —dijo el chofer.
Dicen que ya no quedan caballeros dijo la enfermera y le ofreció un Chiclet Adams a Félix, quien lo tomó para no ofender. Tampoco quería abusar de la muchacha. Respetó el espacio vacío entre los dos. No tardó en llenarse. Frente al Palacio de Bellas Artes una mujer prieta y gorda detuvo el taxi. Félix intentó bajar para probarle a la enfermera que era caballeroso lo mismo con las bonitas que con las feas pero la señora gorda traía prisa. Cargaba una canasta colmada y entró con ella al taxi. Cayó de bruces sobre las piernas de Félix y la cabeza pegó sin ruido contra el regazo de la enfermera. Las monjas rieron. La señora gorda abandonó su canasta sobre las rodillas de Félix mientras se acomodaba, quejándose. De la canasta salieron velozmente docenas de polluelos amarillos que se regaron alrededor de los pies de Félix, se le subieron a los hombros, piaron y Félix tuvo miedo de pisarlos.
La placera trató de incorporarse, abrazada a su canasta vacía. Cuando vio que los pollos se le habían salido, soltó con alboroto la canasta que fue a dar contra las cabezas de las monjas, se agarró del cuello de Félix y empezó a reunidos incómodamente, logrando desparramar un plumaje semejante al bozo de la adolescencia sobre el rostro de Félix.
El taxi se detuvo para dar cabida a un nuevo pasajero, un estudiante con una pila de libros bajo el brazo que desde lejos hacía señas. Félix, tosiendo por la cantidad de plumitas que se le metieron por la nariz, protestó y la enfermera le secundó. No cabía más gente. El taxista dijo que sí, sí cabían. Atrás había cupo para cuatro. Adelante también, rió una de las monjas. La señora gorda gritó Dios nos coja confesados y una de las monjitas rió Dios nos coja punto. El chofer dijo que él se ganaba la vida como podía y al que no le gustara que se bajara y tomara un taxi para él solito, a dos cincuenta el puro banderazo. El estudiante corrió hacia el taxi detenido, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros. Corrió con los brazos cruzados sobre el pecho. Maldonado notó ese detalle curioso, chiflando. La muchacha con cabeza de rizos salió detrás de la estatua titulada «Malgré tout», agarró al estudiante de la mano y los dos subieron a la parte de atrás del taxi. Pidieron perdón pero pisotearon a varios pollitos. La placera volvió a gritar, le pegó al estudiante con la canasta y la novia del estudiante dijo que si era taxi o mercado sobre ruedas de la CEIMSA. Félix miró con ensueño la estatua que se alejaba, esa mujer de mármol en postura abyecta, desnuda, dispuesta a los ultrajes de la sodomía, «Malgré tout».
Los libros cayeron abiertos al piso, matando a más pollitos y el estudiante logró acomodarse sobre las rodillas de la enfermera. Ella no pareció molestarse. Félix dejó de mirar la estatua para mirar con sorna y rabia a la enfermera por el hueco del brazo de la placera gorda y jaló a la novia del estudiante, obligándola a sentarse en sus rodillas. La chica le dio una cachetada a Félix y luego le gritó al estudiante este cochino me anda metiendo mano, Emiliano. El estudiante aprovechó para voltearse, dándole la cara a la enfermera, guiñándole y acariciándole las corvas. Ahoritita nos bajamos, le dijo a Félix, ahorita nos damos un entre, usted lo quiso, no yo.
El estudiante hablaba con la voz gangosa y su novia lo animaba, dale en toditita la torre, Emiliano, no me toque a mi noviecita santa. Un vendedor de billetes de lotería metió una mano llena de papeles olorosos a tinta fresca, morados, negros, por la ventana abierta, frente a las narices de Félix. Aquí está el esperado, señor. Terminado en siete. Para que se pueda casar con la señorita. ¿Con cuál?, preguntó Félix con cara de inocencia. No me busque que me encuentra, gruñó el estudiante. Las monjas rieron y pidieron bajada. La novia vio que el estudiante miraba con cariño a la enfermera y dijo vámonos al frente, Emiliano.
Al mismo tiempo que descendieron las monjas, el estudiante se bajó por el lado derecho para evitar rozarse con Félix y el chofer le dijo no le hagas, pinche baboso, la multa me la ponen a mí y la novia con la cabecita de borrego negro le pellizcó una rodilla a Félix antes de bajar. Sólo Félix se dio cuenta en medio de la confusión de que las monjitas se habían detenido junto a la estatua de un prócer en el Paseo de la Reforma y reían. Una de ellas se levantó las faldas y movió una pierna como si bailara el cancán. El taxi arrancó y el estudiante y su novia se agarraron a cachetadas en plena calle, luego él recordó los libros, gritó los libros y corrió detrás del taxi pero ya no lo alcanzó.
—Se bajaron sin pagar —le dijo Félix al chofer con un absurdo rubor por meterse en lo que no le importaba.
—Yo no les pedí que se subieran —contestó el taxista.
—¿Piensa cobrarse con los libros? —insistió Félix.
—Usted me oyó: les pedí que no se subieran —dijo de manera terminante el taxista.
—Eso no es cierto —dijo con escándalo Félix—, usted quería que se subieran, los que protestamos fuimos la señorita enfermera y yo…
—Me llamo Licha y trabajo en el Hospital de Jesús —dijo la enfermera tamborileando con un dedo sobre el hombro del chofer y descendió frente al Hotel Reforma.
Félix tomó nota mental pero la gorda le dio un nuevo canastazo en la cabeza y le dijo usted es el culpable, no se haga el inocente, no ponga cara de menso, si nomás se hubiera corrido tantito, pero no, cómo iba a correrse si lo que quería era tentarles las posaderas a todas las viejas al subirse y al bajarse, conozco a los léperos como este individuo. Lo acusó de matarle a sus pollitos pero Félix no le hizo caso. Había pollos muertos en el piso y sobre los asientos y algunos embarrados contra los vidrios y libros regados, abiertos y pisoteados, con huella negras de zapato sobre las huellas negras de la tinta.
—Me van a multar a mí, señor —dijo el chofer—. Así no se vale.
—Aquí tiene mi tarjeta —dijo Félix, entregándosela al chofer.
Bajó en Insurgentes y miró al taxi alejarse con la gorda asomando la cara y el puño por la ventanilla, amenazándole como la estatua de Cuauhtémoc parecía amenazar a la ciudad vencida con su lanza en alto. Llegó a la puerta del Hilton y el portero lo saludó llevándose la mano a la visera del gorro militar azul polvo como su uniforme. Le entregó a Félix las llaves del Chevrolet y Félix le dio un billete de cincuenta pesos. La silueta recortada en cartón del viejo señor Hilton pedía detrás de la puerta de cristales, Sea mi huésped.