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Nacionales

Cruzaron a toda velocidad por entre los brezos y los arbustos de la orilla, alejándose de las cañas cercanas a la ribera del río. Escuchaban los pasos torpes y los gemidos que los perseguían y los que, posiblemente, les rodeaban por todos lados.

Se abrió un claro en la maleza y por el otro extremo aparecieron tres o cuatro muertos más. Jan, que corría a la cabeza, los señaló y giró por el camino a la derecha. Tras él, Mecha disparó su fusil dos veces y siguió corriendo junto al resto del grupo.

Al poco, los muertos les habían rodeado en una pequeña explanada. Los soldados formaron un círculo y comenzaron a disparar.

Miguel entró en pánico y se apartó del grupo. Corrió hacia la maleza, donde dos muertos le cerraron el paso. Al ver imposible la huida, intentó regresar al grupo, pero otro monstruo se lo impidió.

Gritó, desesperado, pidiendo ayuda a los demás, quienes estaban demasiado ocupados defendiéndose del ataque. Jan suplicó que ayudaran al chaval. Matacuras desvió uno de sus disparos contra los atacantes de Miguel, alcanzando a uno en la espalda aunque sin llegar a derribarlo. Después volvió a ocuparse de sus propios problemas.

Jan abandonó el círculo y corrió para ayudar al muchacho. Un silbido de Matacuras lo detuvo. Al volverse, la chica sacó la pistola Astra de Jan de debajo de la camisa y se la lanzó. Él la cazó al vuelo.

Miguel pateaba a los muertos para alejarlos, pero uno le agarró la pierna y lo hizo caer. Los otros dos se lanzaron por él. Jan llegó al punto y le voló la cabeza al que agarraba al gallego por el pie. Miguel apartó a uno de los otros dos de un empujón mientras intentaba mantener apartadas la cabeza y las mandíbulas del otro de su propio cuello.

Jan se plantó junto el muerto del que Miguel se había librado. Desde el suelo, un antiguo soldado republicano con la barba manchada de sangre y babas le miró con los ojos desencajados y soltó un gemido hambriento. Jan le colocó la pistola en la frente y disparó.

Miguel seguía peleando con el otro. Las babas se le desparramaban de la boca al muerto y caían en el rostro sudoroso del gallego. Las mandíbulas del cadáver se abrían y cerraban intentando cazarlo.

En aquella postura en que se encontraban, Jan no podía disparar a la cabeza del monstruo sin peligro de alcanzar también a Miguel, así que rodeó con sus brazos el cuello del difunto andante y tiró con todas sus fuerzas, luchando por apartarlo del gallego. Al tiempo, debía extremar las precauciones para escapar de sus dentelladas.

Al final logró separarlo de Miguel. El muerto, al verse alejado de su presa, cambió de rumbo. Ahora intentaba agarrar a Jan. Este, en cuanto estuvieron separados un par de metros de Miguel, tiró al muerto al suelo y amartilló la pistola.

El engendro se levantó despacio, trastabillando. Jan le apuntó. Era evidente que al difunto no le impresionaba la pistola. Sólo parecía tener un objetivo: alcanzarlos y, como Jan suponía tras lo visto en el campamento, devorarlos.

El cadáver del republicano siguió avanzando y Jan le disparó directo a la cabeza.

A poca distancia, el resto del grupo se afanaba en derribar a los demonios que venían a por ellos, pero estos ya eran demasiados.

El sargento indicó con la mano a sus soldados que debían retroceder y todos ellos le obedecieron.

—¡Me falta munición, sargento! —gritó Mecha.

—¡Nos copan! —advirtió el grandullón.

El sargento sudaba y estaba claro que se veía perdido. Matacuras, en su retroceso, llegó a la altura de Jan y entre los dos alzaron a Miguel. En el esfuerzo a la chica se le cayó la gorra al suelo. Hizo un ademán por recogerla, pero uno de los monstruos estiró el brazo hacia ella. Jan le pegó un tiro al muerto en el pecho y arrastró a la chica detrás de Miguel y del resto del grupo, que se replegaba a la desesperada.

Un muerto se adelantó a los demás. Mecha estaba recargando. El grandullón, desarmado, pudo gritar un aviso, pero aun así el cadáver se plantó ante el sargento y lo pilló con el arma baja. Estiró los brazos y le clavó las uñas en el rostro. El sargento aulló. El muerto lo agarró con fuerza y lo atrajo hacia sí. Estaba a punto de clavarle los dientes en la cara cuando una bala desconocida lo alcanzó de lleno en la boca. Retrocedió un paso. El sargento lo apartó de un empujón y se zafó de él. Otro balazo le reventó la cabeza al muerto, que cayó para no levantarse más.

—¡Por aquí, valientes!

El grito provenía de una pequeña loma situada a sus espaldas. Al instante, el grupo se replegó en aquella dirección, a la carrera, sacando fuerzas de donde no las había para poner tierra por medio entre ellos y los muertos.

Intentaban dar espacio al tirador o tiradores que habían derribado al atacante del sargento para que hicieran lo propio con los demás.

Una lluvia de balas cayó sobre los muertos andantes. Algunas alcanzaron sus cuerpos; troncos y extremidades volaron reventados, aunque la mayoría de los disparos iban bien dirigidos a las cabezas.

Jan empujó a Miguel y a Matacuras contra unos arbustos, para apartarlos de la línea de fuego y así facilitar el trabajo de los desconocidos tiradores.

Los demás hicieron lo propio y escondieron las cabezas hasta que el fuego cesó. Cuando alzaron los rostros, todos los muertos a la vista habían caído. Uno de ellos todavía se removió e intentó incorporarse, pero un último disparo lo dejó allí tumbado para siempre.

De nuevo, reinó el silencio en la noche. Mecha se acercó con precaución a los cadáveres que hacía nada querían atraparlos y disparó en las cabezas de un par de ellos.

Una voz en grito llegó desde las posiciones ocultas que los habían cubierto a tiros.

—¿Quién dispara? ¿Se siguen moviendo esos demonios?

—¡No! —habló alto el sargento—. Sólo nos asegurábamos.

Mecha cargó otra vez el fusil, dispuesto a continuar asegurándose. El sargento se pasó el índice por el cuello con vehemencia para indicarle que se estuviera quieto.

—¡Vamos a salir! —dijo al fin.

—De acuerdo —habló el otro, desde su escondrijo.

El grupo se asomó, con el grandullón confiado a la cabeza.

—¿Dónde andáis? —preguntó el Mecha a gritos.

—¡Aquí! Tras los pinos.

Unas sombras se alzaron en la zona indicada. Jan entrecerró los ojos para aclarar los contornos.

—¡Gracias, muchachos! Si no es por vosotros, se nos meriendan. —El sargento alzó la mano en un saludo, acompañando sus palabras.

—¡Joder! ¡Son rojos! —gritó uno al otro lado.

Jan previó lo que iba a pasar y se tiró tras un arbusto. Todos los del grupo lo imitaron al tiempo que una lluvia de balas caía sobre ellos. Mecha arrastró a Miguel, pasmado en la pausa entre el ataque de los muertos y ese nuevo enfrentamiento.

El grandullón Brosky no tuvo tiempo de reaccionar. Cayó abatido por un disparo limpio en la frente. Su cuerpazo se derrumbó a escasos dos metros de Jan. Los ojos le quedaron abiertos, mirando al cielo nocturno. Su expresión de sorpresa, congelada.

Jan gritó:

—¡Maldición! ¡Dejad todos de disparar!

Pero si alguien le oía bajo los tableteos de los fusiles, nadie le hizo el menor caso.

El grupo de republicanos ya respondía al fuego enemigo, a bulto contra las sombras que se habían movido unos segundos antes.

—¡Mecha! ¡Lánzales una! —ordenó el sargento.

Jan vio cómo Mecha sacaba una bomba de mano, un bote de hojalata cilíndrico de unos diez centímetros de alto. Su primer impulso fue gritar para advertir a los otros. Al fin y al cabo, eran de los suyos, ¿no? Pero luego se acordó de los muertos y de que aquellos hombres desconocidos seguirían disparando hasta matarlos a todos, y él, con toda probabilidad, no tendría oportunidad de explicar que era un teniente del requeté preso en aquella situación.

Mientras barruntaba todo eso, Mecha lanzó la bomba, que estalló entre los arbustos, acompañada de gritos y de dos cuerpos que se desplomaron.

Los rojos avanzaron entre la maleza, disparando alternados. Mecha cubría a Matacuras, que avanzaba hasta taparse tras un tronco partido. Ella disparaba ráfagas y el sargento la adelantaba para caer tras un pedrusco.

Uno de los cuerpos derribados por la bomba se levantó lento, desorientado. Mecha, que era ahora el que iba en cabeza, le clavó dos tiros de su fusil.

Los tres soldados rojos atravesaron el parapeto enemigo. Un soldado tirado en el suelo, con el azul de la Falange en el cuello y las hombreras de su uniforme, soltó su fusil y alzó las manos. Otro nacional, un moro desarmado, tocado con turbante blanco y con rasguños en los brazos por la explosión, también se rindió.

El sargento los hizo arrodillarse amenazándolos con su fusil.

Paisa, paisa, yo no he hecho nada. —El moro se protegió el rostro con las manos—. Yo no he disparado.

—Acabemos con ellos —escupió Mecha.

Jan llegó a la carrera, seguido de cerca por Miguel.

—¡Esperad! ¡No los matéis!

Mecha se dio la vuelta al oírlos llegar. Amenazó a Jan con el arma.

—¡Tírala! —le gritó.

Jan no entendió a qué se refería hasta que siguió su mirada hasta la pistola Astra que llevaba en la mano. Con todo el follón se había olvidado de ella.

—¡Que la sueltes, coño! —insistió el Mecha, tirando del cerrojo del fusil.

Jan la dejó caer. El rojo saltó sobre él, lo agarró por las solapas de la guerrera y lo empujó al suelo junto a los otros. Miguel siguió a su teniente, sumiso.

—¡De rodillas! —ordenó Mecha.

Formaron un triángulo, los tres republicanos, alrededor de los cuatro presos nacionales.

—¡Vamos a matarlos a todos, sargento! —Mecha estaba fuera de sí—. Se han cargado al polaco.

—¡Nosotros no! ¡Nosotros no! —repetía el moro—. Fueron ellos —señalaba acusador a los cuerpos caídos por la bomba.

—¡Mis cojones! —Mecha gritaba, acercando y retrocediendo su fusil hacia los prisioneros arrodillados.

—¡¿Pero qué cojones os pasa?! —Jan estalló y se puso de pie, haciendo caso omiso a las armas que amenazaban con fusilarlo—. ¡A nuestro alrededor los muertos se levantan! Intentan devorarnos, ¿y vosotros queréis matarnos?

Matacuras miraba a Mecha y a su sargento, aturdida, con el fusil en ristre.

—Si queremos salir vivos de aquí, tenemos que colaborar. —Jan juntó las manos suplicantes ante el sargento.

—Llevamos meses matándonos unos a otros —respondió este, serio—. ¿Por qué íbamos a cambiar ahora?

—Porque es la única manera de escapar a este infierno. Si es que hay alguna manera posible de hacerlo.

—Vamos a cargárnoslos, sargento —insistió Mecha. Junto a él, Miguel empezó a temblequear con los ojos encharcados. Mecha evitó mirarlo directamente, pero pareció apaciguarse.

El sargento alzó una mano hacia sus hombres, como pidiendo un poco de tranquilidad. Los fusiles se relajaron sin dejar de apuntar a los nacionales arrodillados.

—¿Y cómo sugieres que hagamos eso? —se dirigió a Jan—. Vosotros sois cuatro. ¿Cómo podemos estar seguros de que si os dejamos vivir, incluso si os dejamos armas, no las utilizaréis contra nosotros?

Jan se dirigió a los dos nacionales arrodillados junto a Miguel:

—Soy el teniente Jan Lozano, del Tercio de Requetés de Montserrat. Nombre y filiación.

—Soldado Rafir —habló primero el moro—. Del primer tabor de la tercera Mehala del Rif, mi teniente.

—Cabo Jurel. —El falangista lo miraba con desconfianza; a él y a todos los demás.

—Escuchadme bien. Estamos metidos en un fregado. Los que nos perseguían eran cadáveres que se resisten a quedarse muertos. Aunque parezca una locura, creo que no es nuevo para vosotros. Dirigíais los disparos a sus cabezas.

—Se merendaron a nuestro pelotón, mi teniente —habló el falangista—. A media tarde nos separamos de la compañía en medio de un bombardeo de esos cabrones —señaló con la cabeza a los tres republicanos—. Debimos confundir el camino porque, cuando nos dimos cuenta, había posiciones de rojos por todas partes a nuestro alrededor. Nuestro alférez al mando decidió que nos esconderíamos hasta que se hiciera de noche, para pasarnos a nuestro lado si era posible. Pero con la noche llegaron los demonios.

—¿Cuántos erais? —preguntó el sargento.

El falangista lo miró con desconfianza. Jan asintió con la cabeza, para que respondiera con libertad.

—Diez y el alférez. Los muertos le arrancaron la cabeza a mordiscos. Se comieron a más de la mitad. Sólo escapamos cuatro.

—Está bien —dijo Jan—. Pues ahora estáis a mis órdenes. Vamos a colaborar con estos rojos. La prioridad es salir vivos de aquí, todos juntos —remarcó las últimas palabras, dirigidas también a los tres republicanos—. Intentaremos averiguar qué coño está pasando.

Jurel, el falangista, se rio y todos le miraron. Él se lo tomó con calma antes de explicarse.

—No hay nada que averiguar, mi teniente. Estamos todos muertos. Esto es el maldito infierno.