Río abajo
Todos los componentes del grupo cayeron agotados en el fondo del bote, a excepción de Jan y del gigante Brosky, que no pararon de remar con el objetivo de poner, cuanto antes, el máximo de espacio posible entre ellos y los muertos del campamento.
Cada cierto tiempo, Jan bajaba la intensidad de su remada para compensar el desvío provocado por la menor efectividad como remo del fusil del grandullón.
Tras unos minutos, el comisario no aguantó más y se levantó exaltado.
—¿Qué infiernos está pasando? —preguntó a todos y a nadie en concreto.
Un coro de miradas confusas se paseó por el bote, saltando de uno a otro. Jan remaba meditativo y el comisario se fue a por él.
—¿Esto es cosa vuestra, fascista? —Sacó la pistola Star y se la puso en la cabeza—. Dime qué es lo que habéis hecho o te reviento aquí mismo.
Jan paró de remar, pero siguió aguantando el remo con la mano izquierda para evitar que cayera al río.
Miguel respondió por él:
—Nosotros no sabemos nada —gritó, desde el otro extremo del bote.
Mecha lo apartó de un empujón.
—Nadie te ha preguntado, soldadito.
Fue a sentarse junto al comisario y delante de Jan.
—¿Y bien, teniente? —Acunó su fusil, con el cañón en dirección a Jan—. ¿Qué nos cuentas?
Jan lo miró directo a los ojos. Intentó olvidar la temblorosa pistola del comisario en su sien y habló con la mayor calma y claridad de que fue capaz.
—Ni el soldado Decruz —señaló a Miguel— ni yo tenemos la más mínima idea de qué está pasando.
—Y una mierda —gritó el comisario. Armó la pistola con un clic metálico.
—¡Melleira! —gritó el sargento—. ¡Estate quieto, por Dios!
El comisario lo miró indeciso. El sargento se acercó a ellos, caminando con cuidado por el inestable bote. Estiró el brazo hacia la pistola armada y la apartó de la cabeza de Jan.
—Sea lo que sea —siguió hablando—, le pasó también a aquel piloto italiano. Y estos dos estaban tan cagados como nosotros.
El miedo, que daba saltos histéricos detrás de los ojos del comisario, tardó unos segundos más en calmarse, pero al final desarmó la pistola y se la guardó.
La barca había ido derivando hacia la orilla. Jan les hizo ver que sería mejor remar río abajo, para alejarse del campamento muerto. Agarró el remo con las dos manos para ponerse a bogar, pero Miguel lo interrumpió:
—Déjeme a mí, teniente.
Se puso en su lugar y comenzó a remar. Al otro costado del bote, el grandullón lo imitó y la embarcación volvió a avanzar.
—Bajaremos el Canaletas hasta el Ebro —ordenó el sargento—. Una vez allí, intentaremos cruzar al otro lado del río y llegaremos a líneas seguras. —Miró en derredor, a la ribera que bordeaba el río—. No pienso acercarme a la orilla hasta que no estemos en nuestro lado.
El bote en el que se hallaban tendría unos buenos siete metros. Jan imaginó que debía ser una de tantas barcas que los rojos habían utilizado allá por el mes de julio, en los primeros días de aquella batalla, para cruzar el Ebro. Tras las lluvias de los últimos días, que habían aumentado significativamente el caudal del río Canaletas, alguien debió de ordenar llevarla tierra adentro, hasta el campamento rojo, para utilizarla en el transporte de heridos río abajo. Tenían mucha suerte de que las bombas de los alemanes no la hubieran destrozado. Sin esa barca, sin ninguna duda, habrían caído en las manos de aquellos locos en que se habían convertido los compañeros de sus captores.
¿Locos? ¿Era así como debía calificarlos? No estaba nada seguro. Era evidente que habían perdido toda capacidad de raciocinio, pero había algo más.
El sargento rojo se sentó a su lado y lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿En qué piensas, fascista? —Parecía interesado de veras.
—El piloto italiano tenía heridas en la cara que no le vi cuando lo encontramos vivo, justo después del accidente. Y algunos de tus compañeros…
—Sí. Yo también me fijé. Desgarros en la cara, en la carne…
—Y además, el tipo ese que encontró Mata… —se mordió el labio, con gesto de profundo desagrado—, la chica. Parecía querer morderla. Como el italiano a Miguel, al soldado Decruz.
—¿Qué me estás contando? ¿Los muertos se levantan para comernos? Eso es ridículo.
—Oye, que yo he visto lo mismo que tú. En vuestro campamento había muchos hombres quemados y reventados por las explosiones. Pero muchos otros no parecían haber caído por las bombas.
El sargento se acomodó contra el borde de la barca y sacudió la cabeza. Le habló en tono confidencial.
—Júrame que tú no sabes nada de lo que está pasando. Júramelo por ese chaval gallego cagado de miedo.
—No tenemos nada que ver con esto —respondió Jan, mirándole a los ojos. Luego recordó algo y se quedó pensativo. Se echó hacia atrás.
—¿Qué? ¿En qué estás pensando?
—Hace unas horas, en el hospital de campaña, en… —calló y miró al sargento con desconfianza.
Este aguardó expectante, cayó en la cuenta y suspiró.
—Sí, ya. En vuestro camufladísimo campamento tras el Puig de l’Aliga. ¿Se te ha olvidado que nos robasteis esa posición a nosotros?
Jan se rio.
—Muchas gracias, un búnker muy sólido.
—Ya. Cuando regresemos a nuestras líneas ya me encargaré de pedir que os manden un par de pepinos. Pero no te vayas por los cerros de Úbeda. ¿En qué estabas pensando?
—En el hospital había un tipo. Se había vuelto loco por completo. Decía que los muertos se habían levantado y venían a por todos nosotros. Que estábamos condenados.
El sargento hundió los hombros.
—Bueno, tiene sentido.
—¿En serio? —le preguntó Jan, sorprendido.
—En los últimos dos años, sobre todo en los últimos dos meses, he hecho cosas terribles. Cosas que si alguien me las hubiera contado antes de la guerra, cuando no era más que un simple alfarero, lo habría echado a patadas por loco. Y no soy el único.
Esperó a que Jan dijera algo, pero este se limitó a apartar la mirada hacia las aguas del río. El sargento prosiguió:
—Todos nosotros hemos matado a otras personas. Algunos no eran más que niños, como ese soldado tuyo. Joder, si hace un par de horas no dudé en decidir volaros la cabeza a los dos.
—Y ahora, ¿qué piensas?
—Pienso que tenemos problemas más graves.
Se quedaron en silencio mientras el bote seguía su descenso por el río. Los demás ocupantes de la embarcación no habían abierto la boca en todo el tiempo.
Matacuras permanecía con la mirada baja y fija en las aguas, con gesto aturdido. El grandullón concentraba sus fuerzas en hacer avanzar el bote con su fusil. El comisario miraba a un lado y a otro, buscando fantasmas en ambas riberas. Miguel remaba en silencio, bajo la atenta vigilancia de Mecha.
—Venga, niñato, esfuérzate o no saldremos nunca de aquí.
—Vete a la mierda —respondió Miguel, en tono seco y desapasionado. Lo dijo sin pensar, posiblemente impulsado por el miedo y el agotamiento. Al momento se arrepintió y bajó la cabeza. Empujó el remo con más fuerza.
Mecha se lo quedó mirando con expresión indescifrable. Jan se preparó por si tenía que intervenir, aunque le habría sido difícil: el sargento le observaba con una sonrisita socarrona y con la mano en el fusil.
—¿Y tú cómo coño sabías que mi moto era una Norton? —preguntó Mecha, al cabo de unos instantes de silencio.
Miguel giró la cabeza hacia él, sorprendido por la reacción.
—Le cambié el escape a una el año pasado —respondió al fin.
—No me vengas con cuentos, chaval.
—¡Eh!, que no es mentira. Ya le había arreglado la moto un par de veces al hijo del señorito para el que trabajaba. Un amigo suyo se trajo una Norton CSI una vez. El muy imbécil quiso impresionar a unas chavalas y se la subió al monte.
Por primera vez en mucho rato, a Miguel se le veía relajado. Finalizó su relato con una sonrisa nostálgica en los labios:
—Clavó el escape en una roca.
A Mecha se le arrugó la cara por el dolor, como si le hubieran apuñalado en el corazón.
—¿Y tú? —le preguntó Miguel.
—¿Bromeas? —intervino el grandullón—. Por lo visto era un piloto cojonudo, allá en la vida civil. Era un tío famoso.
A Mecha se le oscureció la expresión. Miguel dudó en preguntar, pero lo hizo.
—Yo siempre he leído las noticias sobre los pilotos famosos: Miguel Simó, Nilo Masó, y también julio Fusté; pero no recuerdo haber leído nada de ningún Mecha.
El sargento soltó una risotada.
—Capullo, ese no es su nombre. ¿Cómo era, Mecha? Siempre se me olvida.
El Mecha siguió callado y hurgó en uno de sus bolsillos. Matacuras intervino:
—Era Sáez, ¿no? Ángel Sáez.
A Miguel se le iluminó el rostro.
—¡No me jodas! Pero si yo te vi correr una vez. En una exhibición en La Coruña. Hace un montón, yo no tendría más de once o doce. Estuviste genial.
El rostro del Mecha era una máscara inexpresiva, con la mirada fija en Miguel. Se hizo el silencio durante unos segundos interminables.
—No pares de remar, joder —dijo el Mecha y se retiró al extremo del bote.
Miguel agachó la cabeza y remó con fuerza de nuevo. Matacuras se había sentado a su lado y Miguel le habló, en voz baja, para que no llegara el sonido de la conversación al extremo del bote.
—Lo recordaba como un tipo muy amable. Me firmó el programa de la exhibición. ¿Qué le debe de haber pasado?
—A su mujer y a su crío los matasteis los nacionales a las afueras de Málaga. Vuestros aviones ametrallaron a una columna de niños y mujeres que escapaban de la ciudad por la carretera hacia Almería.
La respuesta llegó a los oídos de Jan, que se volvió hacia Matacuras. Sus miradas se cruzaron. La chica bajó el rostro, pero al instante lo alzó desafiante. Jan no supo qué cara poner.
—¿Queréis dejaros de gilipolleces? —El comisario, en silencio durante todo el descenso, no había parado de agitarse, nervioso. Se llevó la mano a la oreja—. ¿No los oís? Se nos están acercando.
—Cálmate —ordenó el sargento.
—Espera —intervino Jan, colocando una mano sobre el brazo del suboficial republicano. Le parecía haber escuchado un gemido.
Se puso en pie. El comisario dio una zancada para plantarse a su lado. El bote zozobró y los demás se esforzaron por mantenerlo estable.
—¿Ves algo? —preguntó el comisario.
El hombre estaba a punto de perder los papeles. Se le veía en los ojos.
—Será mejor que se siente. Este bote no aguantará muchos viajes.
—¡A mi no me des órdenes, fascista! —se encaró con Jan, y se llevó la mano a la pistola enfundada.
Jan bajó la mirada hacia su izquierda, buscando al sargento. Pero antes de que la situación se complicara más, el comisario soltó un grito histérico. Señalaba enloquecido a la orilla izquierda. Jan se volvió. Por entre los arbustos y las cañas de la ribera, un soldado entró tambaleante en el río. Dio dos pasos antes de caer en el agua.
La barca siguió adelante y el muerto se fue quedando atrás. Se volvió a levantar con esfuerzo, pero su escasa coordinación no le permitía vencer la leve fuerza de la corriente.
Durante el siguiente medio kilómetro vieron a varios muertos más entre los chopos y los olmos a ambos lados del río. Todos ellos vestían uniformes republicanos, tanto del ejército regular como de las milicias, y algunos aún mantenían sus cascos y sus gorras en la cabeza. Les costaba moverse por entre las cañas y las sargueras de las orillas, aunque, al menos desde aquella distancia, sus cuerpos no parecían presentar grandes heridas o, por lo menos, no les faltaban miembros como a algunos de los soldados del campamento.
Debido a sus dificultades para avanzar entre las aguas del río, se mantenían a bastante distancia de la barca y no representaban una amenaza inmediata para sus ocupantes.
Pero al aumentar la presencia de aquellos cuerpos descoordinados, creció también el rumor de sus gemidos.
Era un sonido sordo, constante. Un lamento que se te metía en el cerebro y te aturdía, como le pasaba a Jan, que le costaba concentrarse en sus propios pensamientos.
A los otros, en cambio, parecía crisparles. El sargento maldecía por lo bajo a aquellas cosas. La chica —Matacuras, se obligó a recordarse Jan— se tapaba los oídos con la cabeza agachada entre las rodillas. El Mecha se había quedado en silencio al fondo del bote, y el grandullón y Miguel miraban al frente, concentrándose en la tarea de remar.
El comisario, en un ataque de histeria, sacó su pistola y disparó dos veces hacia la orilla izquierda y otra más a la derecha. Las balas ni siquiera se acercaron a sus objetivos. Los demás ocupantes del bote agacharon la cabeza. El sargento le gritó que parara, pero el comisario volvió a disparar.
Jan le dio un puñetazo en la barbilla que lo mandó al suelo del bote. Al caer soltó la Star, que Jan cazó al vuelo.
Los demás se quedaron mirando, pero antes de que reaccionaran echando mano a sus fusiles, Jan entregó la culata de la pistola al sargento.
Una nube cubrió el estrecho filo de luna, oscureciendo todavía más la noche. El rumor de gemidos se elevó de pronto. Hasta aquel momento se había mantenido bajo el sonido del correr de las aguas del río, pero ahora se elevó rodeando la balsa.
El comisario se levantó y dio vueltas sobre sí mismo, intentando situar la procedencia de aquel sonido.
—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¿Lo oís?
—¡Cállese! —ordenó Jan.
El sonido parecía concentrarse delante de ellos, en algún punto indeterminado de la ruta por la que avanzaba la barca. Se echaron todos a proa, intentando horadar la oscuridad con sus miradas.
Todos menos el comisario, que se lanzó a buscar algo entre los pertrechos de la barca. Sacó una bengala de una bolsa de tela y se alzó con ella.
—¡Espere! —le pidió Jan, pero ya era tarde.
El comisario encendió la bengala en un fulgor verde y la lanzó con todas sus fuerzas adelante, hacia el río.
Todas las cabezas se alzaron al unísono y los ojos siguieron la luz esmeralda mientras se iluminaba aclarando el cielo nocturno. Tras subir en un interminable arco, la bengala volvió a caer, y en su descenso, y sólo por un instante, iluminó la estrecha garganta a la que se dirigía la balsa y a la multitud incontable de soldados muertos que allí los esperaban, gimiendo y estirando sus brazos ansiosos hacia ellos.
La bengala acabó por aterrizar en la orilla izquierda y allí siguió iluminando a los cadáveres andantes que gemían esperando por los vivos que se acercaban a bordo de aquella barca.
—¡Joder! —gritó Jan—. ¡A la orilla, hay que ir a la orilla!
Por la confusión del momento, los dos remeros dejaron de bogar, con lo que el bote se acercó aun más a la emboscada de los muertos. Jan apartó a Miguel de un empujón, cogió su remo y remó con fuerza. La barca empezó a virar, poco a poco, hacia la orilla izquierda.
El comisario gritaba histérico:
—¡Nos van a coger! ¡Nos van a coger!
El Mecha lo apartó de un empujón y disparó contra la multitud de muertos. El sargento y Matacuras se le unieron al instante.
Las balas llovieron sobre los muertos, pero aunque alguno cayó al recibir un balazo en la cabeza, el resto permaneció en su posición, gimiendo sin inmutarse, esperando pacientemente a sus víctimas, quienes, a pesar de los esfuerzos de Jan, se acercaban a ellos inexorablemente.
El grandullón quiso disparar su fusil, pero su uso como remo lo había dejado inutilizado, y cuando apretó el gatillo, sólo hizo un ruido sordo en el percutor.
Los muertos ya estaban a menos de tres metros. Desde el bote les seguían disparando, alcanzando a la mayoría en el cuerpo, logrando que sólo alguno cayera al río tras un disparo certero.
El grandullón agarró su fusil por el cañón, preparado para golpear al primero que se le acercase. El bote ya casi se encontraba entre los dos pedruscos que cerraban el río. El Mecha se sacó la bayoneta del macuto y la montó en el extremo del fusil.
Jan sacó su remo del agua y lo alzó como un arma, al igual que el fusil del grandullón.
El comisario, gritando histérico, se aovilló en el fondo de la barca.
—¡Allá vamos! —gritó el sargento.
La barca pasó entre las dos rocas. El lado de estribor rozó con estrépito la roca de la derecha. Una lluvia de muertos cayó sobre ellos.
Jan golpeó al primero en la cabeza y lo lanzó al río, por encima de la borda. A su lado, Miguel usaba sus piernas y brazos para repeler a los que intentaban abordarlos.
Por toda la barca, los soldados republicanos habían dejado de disparar y usaban sus fusiles como palos, golpeando una y otra vez a los muertos que saltaban sobre ellos.
Un par lograron aterrizar en el bote. Uno de ellos se plantó ante el comisario, que escondía la cabeza entre los brazos tirado en el suelo. El grandullón agarró al muerto por la espalda y lo arrojó al agua.
El otro muerto andante se fue a por Matacuras, pero Mecha lo pilló por detrás y le atravesó la cabeza con la bayoneta calada en su fusil.
Con un último roce de la barca contra la roca, esta vez por la banda de babor, la embarcación atravesó por completo la estrecha garganta.
Todavía aterrizaron dos muertos más en el interior de la misma, saltando —más bien cayendo— desde las rocas. Matacuras atravesó de un disparo la cabeza de uno mientras Jan pateaba al otro fuera del bote.
Algunos muertos más intentaron seguirlos, pero ya no alcanzaron la barca y cayeron al agua, batiéndose contra la lenta corriente que sus extremidades descoordinadas no eran capaces de superar.
El resto de cadáveres se movió en masa hacia la orilla, siguiendo con sus miradas perdidas el rastro de la barca, ahora lejos de su alcance.
Jan sintió la humedad en sus pies descalzos.
—¡Una brecha! —gritó.
Por el punto de estribor donde la embarcación había rozado la roca se había abierto una grieta de varios centímetros de longitud. El agua penetraba por ella inundando lentamente el fondo de la barca. El comisario se arrastró por el suelo del bote para tapar el agujero con las manos en un patético intento de contener el agua, que cada vez entraba con más fuerza.
—¡Nos hundimos! —avisó el sargento.
Antes de que pudieran pensar en nada más, la barca se había detenido y tenían el agua hasta las rodillas.
Por la orilla aparecieron muertos en tropel, con los brazos ansiosos extendidos hacia ellos.
Jan agarró a Miguel y saltaron de la barca, seguidos por el sargento y sus hombres. Cruzaron los últimos metros arrastrando las piernas en lucha contra la corriente.
Ya en la orilla, el sargento cayó en la cuenta:
—¡El comisario! ¡Melleira!
El grupo se volvió como un solo hombre. Mecha disparó dos tiros certeros contra los muertos, pero estos ya habían rodeado la barca. De su interior elevaron el cuerpo del comisario, enmudecido por el terror. Debía de haberse quedado encogido en el suelo de la barca, paralizado por el miedo. Abría y cerraba la boca sin emitir ningún sonido. Los muertos clavaron sus rostros en su cuerpo y la sangre se desparramó por todo su tronco. Matacuras gritó. El sargento y Mecha dispararon contra aquellos engendros, pero sólo lograron llamar la atención de algunos de ellos, que abandonaron la barca para perseguirlos.
Uno de los monstruos se apartó de los demás, con un brazo del comisario como macabro trofeo. Se sentó en una roca en la orilla y empezó a arrancar la carne de la extremidad a mordiscos.
Jan tiró de Miguel para escapar de allí. Los demás le siguieron en tropel, corriendo para salvar sus almas de aquellos diablos.