Muertos
Treparon cuesta arriba, una vez más, por el camino que Jan y Miguel habían recorrido ya tres veces. Llegaron al punto donde los rojos les habían emboscado y siguieron subiendo, dejando atrás el pino contra el que Mecha se había hecho el muerto.
Se detuvieron al tener al alcance de la vista la carretera, donde seguía aparcada la camioneta Ford de Jan y Miguel. El comisario ordenó que se la llevaran, pero el sargento se negó. La carretera era zona nacional y no llegarían a ningún sitio si se ponían tan a la vista.
Discutieron unos minutos, pero al final el sargento impuso sus galones militares y continuaron en paralelo a la carretera, escondidos entre la maleza.
Jan perdió la noción del tiempo que llevaban caminando. Todavía se encontraba demasiado impresionado por lo que habían presenciado. Aunque el sargento había zanjado el asunto sin dejar lugar a más discusiones, era evidente que todo el grupo repetía en su cabeza las imágenes del piloto italiano gimiendo desgarrado, cayendo y levantándose una y otra vez, sin que las balas pudieran detenerle.
Jan seguía tan conmocionado que no fue capaz de plantearse la posibilidad de realizar ninguna intentona de huida. Al cabo de un largo tiempo, logró desterrar de sus pensamientos las imágenes del piloto y se centró de nuevo en ayudar a Miguel.
El chaval lo estaba pasando mal. Al igual que Jan, debía de llevar más de una hora caminando descalzo por aquel bosquezuelo de tierra seca, ramas caídas y pedruscos afilados. Además había visto cómo destrozaban a un hombre a tiros una y otra vez. Y, como Jan también tenía muy en cuenta, sabía bien que sus posibilidades de sobrevivir a aquellos captores eran mínimas.
Jan intentó animarlo con una sonrisa que el chico no fue capaz de devolver.
Al cabo de un buen rato, se escuchó un rumor de agua. Brosky, el gigantón que dirigía al grupo, viró a la izquierda y se alejó de la carretera. Comenzaron a descender de nuevo. El rumor de agua aumentó y al poco vislumbraron entre la vegetación las aguas de un riachuelo que sólo podía ser el Canaletas.
A Jan le sorprendió el caudal del río. Hasta aquel día, el combate le había mantenido alejado de aquella zona, pero los informes a los que había tenido acceso hablaban de un cauce casi seco en algunas zonas y que se podía cruzar a pie en la mayoría de su recorrido.
En cambio, delante de él se abría ahora una importante cantidad de agua, una balsa de corriente levísima que bien podría transportar hasta alguna barca de poco calado. Sin lugar a dudas, las lluvias abundantes de la semana anterior sobre las sierras de Pándols y Cavalls habrían tenido bastante que ver.
Jan hizo un cálculo mental. Teniendo en cuenta la distancia a que se encontraban ahora de la carretera, el puesto de los Navarros —la posición a la que se dirigían antes de detener su camión en medio del camino— debía de estar a menos de un kilómetro de su situación actual.
Ahora, al seguir el curso del río hacia el sureste, se estaban alejando de allí y, en consecuencia, de la zona nacional del combate, mientras se aproximaban a la zona roja. Si quería intentar algo, tenía que ser en ese mismo momento.
Miró de nuevo a Miguel; el chaval parecía a punto de desfallecer. No habría manera de conseguir que corriese, en el improbable caso de que lograsen despistar a las cinco armas que los vigilaban.
De repente, tras cruzar entre unas zarzas, el río se hizo del todo visible. Descendía entre olmos y fresnos, a pequeños saltos sobre terracitas de roca. Unos metros más adelante se internaba en una garganta de piedra, estrecha y elevada. El grupo se adentró de nuevo en el bosquezuelo para esquivar la garganta.
El grandullón que dirigía el pelotón se detuvo, parando al resto con la mano en alto.
—¿Qué sucede? —susurró el comisario.
El gigante se llevó una mano junto a la oreja. El pelotón quedó en silencio.
Jan escuchó un grito lejano, ahogado en el rumor de las aguas todavía cercanas. Luego más gritos, seguidos al momento por ráfagas de disparos.
—¡Están atacando el campamento! —gritó el sargento—. ¡Vamos!
Los soldados dejaron de lado toda precaución y aceleraron el paso. El sargento echó un rápido vistazo a los prisioneros e hizo sendos gestos a sus vigilantes, Mecha y Matacuras. Él se puso a la altura del gigantón y, seguido de cerca por el comisario, se perdió metros adelante en la espesura.
Jan pensó que aquel era el momento y lanzó una mirada de complicidad a Miguel, quien asintió aterrado. Tras él, «el jovencito» Matacuras estaba más pendiente de los gritos desgarradores y del crepitar de los disparos, cada vez más cercanos, que de su prisionero.
Jan giró la cabeza con suavidad para tantear a Mecha, pero se encontró con que este le miraba fijamente. Le clavó el cañón del fusil en los riñones.
—Inténtalo —le sugirió, retador.
Matacuras salió de su ensoñación y apuntó a Miguel con un gesto de rabia traicionada en el rostro.
La ocasión se había perdido, pero la cosa no quedó allí. Un silbido sobre sus cabezas llevó la mirada de Jan al cielo nocturno. Por el norte apareció una escuadrilla de tres cazas alemanes escoltando a un bombardero Heinkel. Dibujaron un descenso directo hacia ellos.
—Joder —dijo Jan—. Será mejor que nos pongamos a cubierto.
El timbre tembloroso de su voz convenció a Mecha, que ordenó a Matacuras que se cubriera bajo una roca.
—¿Y el sargento? —preguntó esta.
Pero Mecha ya corría a buscar su propio refugio, seguido de cerca por Jan, a quien ni se le pasó por la cabeza aprovechar la ocasión para escapar.
Los aviones alemanes descendían muy rápido, cada vez más grandes sobre sus cabezas. El zumbido de sus motores aumentó su volumen hasta hacerse casi insoportable.
Entonces, con un silbido agudo, las bombas empezaron a caer.
La Matacuras arrastró de un tirón a Miguel bajo una roca en el lado del camino más cercano al río y los dos se acurrucaron en el refugio improvisado, con los brazos enlazados sobre sus cabezas.
Al otro lado del sendero, Jan se acababa de poner a cubierto bajo un peñasco grande, y en apariencia sólido, cuando los alcanzó el tronar del bombardeo.
Un bombazo estalló demasiado cerca. Miguel y Matacuras gritaron al unísono. Jan encogió la cabeza entre las rodillas. Temblaba. Intentaba recordar la letra del padre nuestro que no había rezado en años. Alzó la mirada. A dos pasos, en su mismo refugio de piedra, Mecha lo observaba con una siniestra sonrisa en los labios.
El bombardeo no duró más de siete u ocho minutos, pero fueron siete u ocho minutos de esquirlas de piedra, de tierra levantada y troncos reventando en astillas, como si la madera formara parte de la metralla de las propias bombas.
Pasado aquel tiempo llegó el silencio, uno de esos silencios de guerra, momentos interminables durante los que todavía no sabes si estás vivo o muerto.
Mecha sacó a Jan de sus dudas de una patada.
—Levántate, fascista. Y deja de temblar.
Miguel y Matacuras se alzaron al otro lado del camino, sacudiéndose el polvo, las piedras y los restos de ramaje. Más que soldados parecían dos niños asustados, superados por la situación. Ambos temblaban. Matacuras había perdido la gorra; un mechón de flequillo le caía sobre los ojos y una media melena mal cortada le alcanzaba el cuello. Al darse cuenta de que Jan la estaba examinando, se apresuró a recuperar su gorra caída en el suelo. Se la colocó, esforzándose en esconder sus cabellos bajo la prenda.
Y Jan se forzó a recordarse el apodo por el que llamaban a aquella chica asustada.
Mecha le obligó a avanzar por el camino que habían seguido el sargento y los otros dos. Al poco se los encontraron, sacudiéndose el polvo y los restos del bombardeo.
—Vaya infierno —dijo el grandullón con una sonrisa que no disimulaba sus ojos asustados.
Juntos de nuevo, siguieron el camino, apresurados. Este acabó abriéndose junto al río, donde minutos antes debía de haber un campamento republicano y donde ahora sólo se veían cadáveres caídos por todas partes, en compañía de ametralladoras quemadas y de barcas astilladas. Sólo un bote se mantenía, más o menos a flote, atado a un poste junto a la orilla.
Entraron en el campamento, caminando entre cadáveres, en silencio. Jan sabía lo que era perder a algunos de sus compañeros, pero a aquellos hombres les acababan de aniquilar la compañía en pleno.
Y además la masacre la habían ejecutado sus aliados, por lo que pensó que sería mejor callarse y pasar desapercibido.
—Joder, ¿qué coño…? —dijo el sargento, que se había agachado sobre uno de los cuerpos.
Jan se asomó por encima de su hombro. Al cuerpo que estaba a sus pies le faltaban los dos brazos. Tenía las tripas fuera. El sargento le movió la cabeza. La cara estaba horriblemente desfigurada; la falta de carne en algunas zonas mostraba el hueso.
—Le han debido dar de pleno —dijo el grandullón.
El sargento meneó la cabeza.
—No tiene quemaduras. Parece como si no le hubieran alcanzado las bombas.
—Entonces, ¿qué le ha pasado?
El sargento, arrodillado junto al cuerpo, volvió la cabeza. Cruzó la mirada con Jan. Entendía tan poco todo aquello como él.
El grupo se había disgregado entre las ruinas del campamento. Aturdidos por la situación, ni siquiera vigilaban a Jan y Miguel, pero estos tampoco estaban por la labor de intentar nada. Jan permaneció junto al sargento, interesado en el cadáver que aquel estaba examinando.
Miguel orbitaba entre Matacuras y Mecha. Este último dejó ir un gemido de profundo dolor. Miguel se atrevió a hablarle.
—¿Algún amigo tuyo?
Pero lo que Mecha levantó del suelo fue el cuerpo calcinado de una motocicleta.
—Eso es una Norton CSI —dijo Miguel, súbitamente ilusionado.
Mecha se lo quedó mirando con extrañeza.
—Es una ES2. ¿Y tú que sabes de motos, fachilla?
—He arreglado unas cuantas —por un momento Miguel olvidó todos sus temores y su voz sonó orgullosa.
Mecha dio otra sacudida a su moto calcinada y la dejó caer como un montón de chatarra.
—¡Aquí! —gritó Matacuras desde un extremo del campamento.
El grupo, que se había dispersado en su exploración del emplazamiento destruido, corrió a agruparse junto a la muchacha. Ella acunaba entre sus brazos la cabeza de un soldado todavía vivo.
—¡Traedme agua!
El grandullón le alcanzó una cantimplora y ella la acercó a los labios del herido, pero este la rechazó de un manotazo. Parecía querer decir algo, pero sólo emitía sonidos incoherentes.
Jan, que se había acercado al herido al igual que todos los demás, dio un paso atrás.
—Dejadlo —dijo en voz baja.
Los demás lo miraron sin entenderlo. Jan tiró del brazo de Miguel, apartándolo del herido.
—¿Qué coño te pasa, fascista? —preguntó Mecha, pero esta vez sin su sarcástico tono habitual.
—Chica, déjalo —apremió Jan a Matacuras—. Mirad sus heridas, los cortes.
El herido se sacudía en los brazos de la Matacuras e intentó agarrarla con violencia. Ella se apartó sobresaltada y lo dejó caer. El grupo se abrió, dejando al soldado herido en el centro. Este se afanaba por ponerse en pie, peleando contra sus piernas quemadas por las explosiones. Al final logró alzarse y los miró. Y ellos pudieron verlo con claridad por primera vez.
Tenía un agujero en las tripas; se podía mirar a través de su cuerpo.
El círculo de soldados se abrió un poco más alrededor del herido, aunque ya no era de recibo llamarlo así. Alzaron sus armas al unísono, pero ninguno disparó.
Un rumor recorrió el campamento muerto a su alrededor. Un gemido sordo que fue elevándose al tiempo que los cuerpos quemados, heridos, destrozados, se removían intentando volver a la vida.
El herido que se tambaleaba en el centro del grupo rugió y se fue a por Matacuras. Mecha le lanzó un culatazo a la cabeza, sin contemplaciones.
Al momento, los cinco soldados republicanos más sus dos prisioneros formaron un círculo hombro con hombro. Un círculo en el que sus dos costados más débiles lo formaban los dos nacionales desarmados. Jan adoptó una postura de boxeador como única forma de defenderse ante lo que les rodeaba. Miguel cazó los restos de un fusil quemado del suelo y lo esgrimía como una espada contra los muertos que seguían alzándose a su alrededor.
—Mecha, ¿qué coño está pasando? —gimió el comisario.
—¿Qué hacemos, sargento? —dijo aquel.
Desde el suelo, el herido se estiró y agarró al comisario. Este sacó su pistola Star y le voló la cabeza. Todos los cuerpos que se removían alrededor se detuvieron y medio centenar de ojos muertos se clavaron en el pequeño grupo de vivos.
—Joder —dijo el sargento—. Hacia el río. —Señaló al único bote que quedaba a flote de la dotación que debía de haber utilizado la compañía para remontar las aguas.
El grupo se movió como un solo hombre hacia la orilla. Un soldado que arrastraba la pierna izquierda, partida a la altura de la rodilla, quiso alcanzar al grandullón y este le voló la cabeza a bocajarro con el fusil.
Entre ellos y el bote en el río se había alzado una muralla de cinco muertos. El grupo se detuvo ante los cadáveres andantes.
—Joder, sargento —dijo Mecha—. Esos son Gutiérrez y el Hortelano, y el chaval aquel de Manresa.
—Massip —musitó Matacuras.
Los cinco muertos avanzaron hacia ellos. Los rojos no se decidían a actuar.
—Esos ya no son vuestros compañeros —apremió Jan.
Siguieron avanzando. Mecha y el comisario dieron un paso atrás, rebasando a Jan y Miguel, quienes hasta ahora cerraban el grupo, pero no pudieron retroceder mucho más.
Tras ellos se habían alzado la mayoría de los muertos de su regimiento y, ahora, los rodeaban por completo.
El río era su única salida.
—¡No hay otra! —gritó el sargento—. ¡A las cabezas!
Él y el grandullón iniciaron el fuego, al que al momento se unieron los demás.
Tres certeros disparos reventaron las cabezas de tres de los muertos que bloqueaban el camino de huida. Los otros dos cayeron por la lluvia de balas que atravesaron sus cuerpos.
El grupo aprovechó la brecha abierta para correr hacia el bote. Uno de los muertos que había caído agarró a Miguel y este tuvo que partirle el fusil quemado en la cabeza para librarse de él.
Alcanzaron la embarcación y Matacuras y Mecha saltaron a su interior. La chica le extendió el brazo al sargento, pero una sombra la agarró por detrás. El muerto abrió la boca sobre el cuello de la chica. Mecha dio un salto hacia ellos y lo apartó de un certero culatazo. Jan saltó al interior del bote y empujó al soldado muerto por la borda.
El grandullón desató la cuerda que mantenía la embarcación en la ribera y entró corriendo en el agua. Haciendo uso de toda su fuerza lo hizo girar, dirigiendo la proa río abajo.
El sargento, el comisario y Miguel saltaron dentro del bote. Los muertos del campamento se lanzaron a por todos ellos. El bote ya flotaba en las aguas del río, pero eso no detuvo a los muertos que entraron en el agua, persiguiéndolos. Con la corriente por la cintura, se acercaban peligrosamente a la embarcación.
Los soldados se posicionaron a babor y dispararon sobre los cadáveres andantes, intentando acertar en sus cabezas, aunque las sucesivas ráfagas no lograron detenerlos. Jan le ordenó a Miguel que cogiera un remo y él agarró el otro y se puso a remar.
Un soldado muerto, que de alguna manera había logrado rodear el bote, se les acercó por la derecha. Miguel lo golpeó con fuerza en la cabeza, hundiéndolo en el río. El remo se partió en dos, quedando sólo el de Jan para mover la embarcación.
El grandullón los había arrastrado río adentro todo lo que le había sido posible, pero ahora, con el agua literalmente al cuello, tuvo que soltar la cuerda de amarre y trepar a bordo con la ayuda de Mecha.
En cuanto estuvo dentro del bote, se puso a remar con su fusil en el costado opuesto a Jan.
Poco a poco, consiguieron poner distancia de por medio con los muertos, que seguían luchando contra la corriente, que primero los hundía y luego los hacía flotar, incapacitándolos para avanzar. Al cabo de unos minutos, el campamento y sus muertos sólo eran una lejana sombra de movimiento en medio de la noche y, en cuanto comenzaron las curvas río abajo, desaparecieron por completo de su vista.