Rojos
Retomaron el sendero hacia arriba, camino de la cumbre, en dirección a donde Jan y Miguel habían dejado su vehículo. A cada paso se alejaban del piloto herido. A Jan no le parecía que estuviera grave cuando lo dejaron, pero el golpe al estrellarse había sido terrible y el pobre hombre podría estar muriéndose allá abajo, solo, en aquel mismo instante.
Jan no sabía cómo abordar el problema, pero el rojo pequeñajo al que llamaban Mecha le allanó el camino:
—¿En qué andabais vosotros dos, triscando por aquí como cabras? —le preguntó, dándole un golpecillo con la culata en el hombro.
Los otros ignoraron la pregunta, a excepción del comisario, que se volvió hacia Jan con la curiosidad dibujada en el rostro.
—Íbamos en una camioneta por la pista de tierra cuando vimos caer un avión.
—Sí —intervino el sargento sin parar ni volverse—. Nosotros también lo vimos. Nuestra artillería le alcanzó de pleno. Lo destrozaron bien —se sonrió.
—No tanto —dijo Jan—. El avión cayó casi entero. Y no explotó al estrellarse. El piloto no parecía malherido.
El comisario detuvo la marcha del grupo.
—¿Habéis visto al piloto del avión?
—Está atrapado entre la chatarra del aparato. Regresábamos a nuestro vehículo a por una palanca para liberarlo.
El comisario meditó en silencio.
—Si se queda allí, morirá —apremió Jan.
—Como tantos otros cabrones en esta guerra. —Mecha rubricó su opinión con un escupitajo a los pies de Jan.
Este se dirigió al comisario:
—El piloto era un italiano de la Aviación Legionaria.
Al comisario se le iluminaron los ojos.
—¿Cómo de lejos está ese avión?
—Cerca. Unos diez minutos.
El comisario se rascó la barbilla. El sargento esperó órdenes, aunque el resto del grupo no parecía muy por la labor. Al final, el comisario se decidió:
—A los camaradas les animará saber que hemos capturado a otro extranjero al servicio de la invasión —afirmó casi como si estuviera haciendo un discurso.
El sargento asintió sin emoción. Mecha suspiró alto y claro y se acercó a tres dedos del rostro de Jan.
—Como intentes…
—Sí, sí… —dijo Jan mientras lo adelantaba para coger el camino de regreso.
Descendieron en dirección al avión, a paso rápido. Jan procuraba animar con la mirada a Miguel, quien, a parte de caminar con dificultad por el hecho de ir descalzo, seguía muerto de miedo.
El tal Mecha los seguía muy de cerca, con el fusil descansando en el antebrazo izquierdo y la mano derecha a tiro del gatillo. Y con aquella sonrisa desviada suya en los labios.
De tanto en tanto, Miguel miraba a Mecha de reojo y Jan podía apreciar cómo al chaval se le enrojecían los ojos. Se apartó un poco del gallego, esperando atraer la atención del rojo. Este, al ver a sus dos objetivos separados, llamó la atención a su compañero más joven, el de los ojos grandes.
—Matacuras —le dijo—, no le quites ojo al soldadito que yo me quedo con el teniente.
Al escuchar el apodo, el rostro de Jan se contrajo en una mueca de asco y de rabia. Siguió caminando, pero con la mirada fija en el joven republicano. Este intentó aguantarle la mirada, pero al poco miró para otro lado.
Mecha soltó una carcajada.
—¿Qué te pasa, requeté? ¿Te gustan los curas? ¿Acaso tu padre lo era? —Se rio con ganas de su ocurrencia.
Jan se detuvo.
—No, pero mi primo sí.
—¿Y dónde podríamos encontrarlo? —Mecha balanceó su fusil con el cañón en línea hacia Jan—. Matacuras podría hacerle una visita.
Jan giró la cabeza hacia Matacuras, que los observaba.
—Tranquilo. Ya os ocupasteis de él. —Clavó de nuevo la mirada en el joven Matacuras.
Como nadie dijo nada más, el sargento ordenó que ya estaba bien de tonterías.
—Cállate ya, Mecha. Y tú, nacional, muévete que no tenemos toda la noche.
Al poco vislumbraron el aparato, varado como el fósil de un dinosaurio, medio enterrado en la tierra que había levantado al caer. Jan enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien y aceleró el paso. Mecha salió tras él y le dio un golpecito con la culata en el brazo, pero Jan ni se enteró. Tenía los ojos fijos en la cabina vacía del avión.
Mecha lo iba abroncar de nuevo, pero leyó el desconcierto en su expresión y él también miró al avión.
—Joder —dijo, al ver el brazo amputado del piloto sobre el asiento en la cabina del Fiat—. ¿Pero no decías que no estaba herido?
Jan se sintió aturdido. No era posible que eso se lo hubiera hecho en el accidente.
Miguel llegó a su lado y se puso pálido. A punto estuvo de vomitar. Mecha se rio de él.
—El crío no ha visto mucha guerra.
De un salto, cogió el brazo y le pasó la mano del muerto a un palmo de la cara haciendo ruiditos infantiles. Miguel retrocedió espantado.
—Joder, Mecha —intervino el sargento—. Deja de hacer el gilipollas.
Mecha le hizo un saludo militar con la mano del muerto y luego tiró el brazo entre los árboles.
—Ese cabrón nos habrá oído llegar y se ha arrancado el brazo para escapar —dijo Mecha. Luego se dirigió a Jan—: Los fascistas no tenéis cojones para luchar.
Pero Jan no le escuchaba. Señaló al suelo.
—Aquí hay un rastro de sangre —dijo mientras lo seguía.
—Sargento, ese cabrón ya estará muerto. No perdamos más el tiempo —insistió Mecha.
Pero el comisario caminó tras Jan, seguido de Miguel y del jovencito y el grandullón. El sargento le indicó con la cabeza a Mecha que siguiera al grupo. Este acató a regañadientes.
Mientras perseguía el rastro de sangre, caminando cada vez más deprisa, la única posibilidad que se le pasó por la cabeza a Jan fue que algún rojo salvaje había mutilado al piloto y ahora se estaba llevando el cuerpo en volandas. Nadie que hubiera perdido tanta sangre podría haber caminado todo ese trecho.
Entonces llegaron a un punto en el que la sangre desapareció.
No era que de repente hubiera desaparecido la mancha ocre sobre el suelo de tierra. En realidad, la sangre había disminuido paulatinamente durante los últimos metros, pasando de una amplia mancha a un conjunto de goterones. Y después nada.
No quedaba ninguna duda de que la primera impresión de Jan había sido la correcta. Alguien se había llevado el cuerpo del piloto, que se habría desangrado hasta morir.
Entonces Miguel gritó y todos en el grupo le miraron y siguieron su dedo tembloroso, que señalaba hacia más adelante en el camino, donde el piloto italiano se tambaleaba en pie.
«No es posible. No le queda sangre», pensó Jan.
Pero Miguel corrió hacia el italiano. Jan reaccionó tarde y aunque le llamó, el muchacho gallego no se detuvo.
Los cinco soldados republicanos se mantuvieron a la expectativa junto a Jan.
Miguel llegó casi hasta el italiano, pero se detuvo cuando este, al oírle acercarse, se giró.
Del muñón izquierdo donde antes había estado su brazo colgaba un trozo de pellejo sanguinolento.
Pero eso no era todo.
Avanzó hacia Miguel, y al hacerlo, se colocó al alcance de un rayo de luna. El gallego dio un paso hacia atrás.
En el rostro del italiano se vislumbraban terribles heridas que no presentaba unos minutos antes, cuando habían estado hablando con él. Un desgarrón le cruzaba la frente, y otro tajo en diagonal, la mejilla izquierda. En la derecha, en cambio, no le quedaba casi piel. Aunque lo peor eran los ojos, enloquecidos, a punto de salirse de las órbitas.
Gimió.
Miguel retrocedió apresurado, trastabillando y dando con el culo en el suelo.
El piloto gimió más alto y se lanzó a por él. Miguel se arrastró hacia el grupo, pidiendo ayuda a gritos mientras el italiano intentaba cazarlo por los pantalones, la camisa, por donde pudiera echarle la única mano que le quedaba.
El pelotón republicano se quedó, en conjunto, pasmado. Contemplaban la acción sin entender qué estaba pasando. Sólo Jan reaccionó y avanzó hacia el piloto. Ninguno de los republicanos hizo ademán de detenerlo.
El italiano alzó la mirada al sentirlo venir. Ya había conseguido atraer al pobre Miguel hasta sus pies, arrastrándolo por las piernas. Ahora intentaba agarrar uno de sus brazos. El gallego se había hecho un ovillo y aullaba y gritaba pidiendo ayuda. Jan se plantó ante ellos y quedó paralizado por el horror. El italiano lo miraba con los ojos desencajados, incapaces de enfocar. Olisqueaba el aire como un animal. Aquel tipo había perdido por completo la razón, pero eso no era lo peor.
A través de la herida abierta en su mejilla podía verse hasta el hueso. Mostraba profundos cortes abiertos por todo el torso, donde a través del uniforme roto se le veía la carne desgarrada. Un trozo de hueso asomaba del muñón donde antes había tenido su brazo izquierdo.
Era imposible que aquel hombre siguiera vivo; no con todas aquellas heridas.
Jan, por instinto, comenzó a agitar los brazos y a gruñirle y gritarle, igual que habría hecho para espantar a un animal salvaje, pero el piloto lo ignoró. El italiano al fin logró enganchar un brazo de Miguel y tiró de él con fuerza. El chico gritó como si lo estuvieran desgarrando. El italiano abrió la boca con ansia.
«Dios mío, va a morderle», pensó Jan. Se volvió hacia los rojos, pero estos seguían alejados. Al pasmo inicial lo había reemplazado el terror, que se adivinaba sobre todo en el rostro del más joven de ellos.
Jan buscó a su alrededor. La única posible ayuda era un canto rodado tirado en medio del camino. Se agachó a por él y lo lanzó con fuerza hacia el italiano.
El pedrusco le acertó de pleno en el rostro. El piloto rugió como una alimaña enloquecida. Soltó a Miguel y fue tras Jan, que retrocedió a toda prisa, buscando refugio tras los rojos, y en concreto, tras el más joven y asustado.
Este, al ver venir al italiano, rugiendo, con la ansiosa boca abierta, el muñón colgando y la cara desgarrada, entró en pánico y quiso retroceder, pero chocó contra Jan, que se había parapetado a su espalda, y no pudo escapar. Al final, cayó en la cuenta de que tenía un arma. La alzó, como accionada por un resorte, y disparó contra el piloto.
La bala impactó en el pecho del italiano y le detuvo unos segundos, durante los cuales sacudió la cabeza como intentando entender qué le acababa de pasar. Luego se pasó la mano que le quedaba por el pecho y, despacio, volvió a caminar hacia Jan y el joven Matacuras. Este se dio la vuelta para huir, pero tropezó con Jan y los dos rodaron por el suelo.
El sargento ordenó abrir fuego y, ahora sí, el resto del pelotón reaccionó como un solo hombre disparando contra el italiano. Hasta el comisario, pistola en mano, tiró contra él. Los casquillos vacíos saltaban de los fusiles acompañando al ris-ras de los cerrojos.
La lluvia de balas barrió al piloto. Los tiros de los fusiles y de la pistola le atravesaron el torso, los brazos, las piernas, y lo hicieron caer, doblado, a tierra.
A unos metros detrás de él, Miguel, aovillado en el suelo, se cubría la cabeza con los brazos intentando protegerse de la lluvia de munición.
El sargento gritó de nuevo y sus órdenes detuvieron el estruendo. El comisario guardó la pistola en su funda. Detrás del cuerpo caído del italiano, Miguel se levantó tembloroso.
A unos pasos del sargento, Jan intentó incorporarse, pero no le resultó fácil porque Matacuras había caído sobre él. Vio, a unos centímetros a su izquierda, el fusil caído del republicano y dudó si estirar el brazo y cogerlo.
Antes de que pudiera decidirse, algo lo distrajo. Matacuras se había movido encima de él y sus cuerpos se rozaron. Jan notó los pechos de ella presionados contra su cuerpo. Abrió mucho los ojos y se olvidó del arma, de la guerra y del italiano al que no había manera de matar. Se encontró cara a cara con Matacuras, que se había sonrojado. Ella intentó levantarse, pero él la agarró con fuerza del brazo.
El metal frío de un cañón de fusil se posó en su coronilla.
—Suéltala —ordenó el sargento.
Jan la dejó ir y ella recuperó su fusil y se levantó.
—Es una mujer —dijo Jan, medio pregunta, medio afirmación.
—Joder —Mecha les llamó la atención señalando al italiano.
Este se había incorporado y estaba sentado, con las piernas estiradas, en medio del camino, observándolos con aquellos ojos muertos desenfocados. De nuevo abrió la boca, gimiendo, primero sin fuerza pero aumentando poco a poco el tono, como una sirena previniendo un bombardeo.
Mecha no esperó ninguna orden y disparó. Matacuras, el grandullón y el sargento se le unieron al instante. Esta vez Miguel había tenido la precaución de apartarse de la línea de fuego y permanecía a un lado del camino con las manos en la cabeza y expresión horrorizada.
Las balas atravesaron el cuerpo y las extremidades del italiano, al que cada vez le quedaba menos carne en su sitio.
El tiroteo duró un poco más que el anterior y después hubo una pausa de silencio intenso.
Tras la cual de nuevo el italiano volvió a alzarse y a gemir.
Y de nuevo los rojos lo fusilaron. Sólo que esta vez un tiro del fusil del sargento le atravesó la cabeza y lo hizo caer de rodillas, con la parte superior del cuerpo doblada hacia atrás.
El sargento alzó un brazo y ordenó que parara el fuego. La tropa continuó apuntando al italiano durante más de un minuto, pero esta vez no volvió a moverse.
Poco a poco, los soldados se acercaron al cuerpo del piloto, con precaución extrema y sin dejar de apuntarle con sus armas ni un solo momento.
Jan rodeó el cadáver y se acercó a Miguel, que no había variado su posición durante el último tiroteo. Con esfuerzo, logró que apartara las manos de su cabeza y que bajara los brazos. Sujetándole la cara y mirándole a los ojos, logró hacerlo reaccionar.
Mecha golpeó con el cañón el cuerpo.
—Bueno, parece que ya está. ¿Qué coño le pasaba a este tío?
—No sé —dijo el sargento—. Supongo que, de alguna manera, el golpe le ha trastocado. Lo que no entiendo es cómo ha aguantado tanto. —Se dirigió al comisario—: No deberíamos haber perdido el tiempo bajando hasta aquí. Volvamos ya al campamento.
—Esperad —Jan dio dos zancadas hacia ellos, que seguían junto al cadáver. Lo señaló—. Esto no es normal. Algo le ha pasado.
—Mira, nacional —el sargento se encaró con él—, me importa un bledo lo que le haya pasado. Mecha, vigila a este. Matacuras, tú al otro. Brosky, abre camino.
Se dio la vuelta y se llevó al comisario unos metros por delante de ellos. Le iba susurrando algo al oído y resultaba evidente que estaba agitado. Aunque, ¿quién no lo estaría después de aquel espectáculo?
Mecha sacó a Jan de sus pensamientos al empujarlo de nuevo con el fusil.