Piloto
El camino hasta el avión accidentado les llevó a través de una barranca poblada de árboles, a los que se agarraban para no caer al tropezar con las irregularidades del suelo. Cada pocos pasos se producía un corte en el terreno que les obligaba a brincar como cabras.
Por tres veces cruzaron un sendero allanado que bajaba haciendo zigzag por la montaña. Para regresar al coche, ya fuera cargando al piloto herido o sin él en el peor de los casos, se verían obligados a coger ese camino. Mirando hacia atrás desde el punto del descenso en el que se encontraban, resultaba claro que volver por donde habían bajado, trepando por aquella pendiente, no sería posible. Las grietas que saltaban sin problemas al descender no serían superables al regresar barranco arriba.
Al poco, ya estaban a unos diez metros del avión. Durante la bajada, Jan había ordenado a Miguel que se detuviera de tanto en tanto, a fin de verificar que no había presencia del enemigo. Ahora, tan cerca del avión derribado, Jan ordenó extremar las precauciones.
Agachados entre los arbustos, observaron durante casi un minuto el silencio de la noche. Tras el cese del repentino ataque de los cañones antiaéreos, había regresado la calma a aquella zona de la sierra. Las únicas explosiones que alteraban el cielo nocturno provenían de varios kilómetros al norte de su posición. Finalmente, Jan se decidió y los dos soldados salieron de su escondite y se plantaron junto al avión.
Al aparato le faltaba la cola, tal y como ya habían observado al verlo caer de lejos. El ala izquierda se había desprendido en el golpe contra tierra y se hallaba a tres o cuatro metros del cuerpo del aparato. El ala derecha seguía unida precariamente al avión por una hilera de tendones de cable y metal. La carlinga, sucia por el barro y la tierra levantados durante el aterrizaje, no permitía ver con claridad el interior. Lo único que se apreciaba era la ausencia de movimiento del piloto.
Jan se colocó a un lado de la cabina y abrió los cierres de la misma. Le pidió a Miguel que le ayudara a deslizar hacia atrás los paneles semitransparentes, atascados a consecuencia del brutal aterrizaje. Entre los dos dejaron al descubierto el cuerpo del piloto.
Se trataba de un hombre pequeño, no mediría más de metro cincuenta y, en apariencia, estaba inconsciente. Jan maniobró para quitarle las gafas del casco, con el objeto de comprobar si seguía vivo. Entonces el hombre reaccionó.
Miguel dio un bote cuando el piloto aspiró con fuerza, como si acabase de resucitar. Se apartó bruscamente las gafas del rostro y los miró con ojos alucinados. Intentó hablar, pero las palabras se le agarraron a la garganta. Miguel, a su izquierda, sacó una pequeña cantimplora y le dio de beber. El hombre quiso moverse pero se vio imposibilitado. A su derecha Jan comprobaba los daños en el cuerpo del piloto.
—No parece que esté mal —dijo Jan—. Mira por tu lado, a ver si puedes soltarlo.
El piloto negó con la cabeza.
—Me temo que estoy enganchado. —El piloto hablaba un castellano de libro, a pesar de sus insignias de capitán de la Fuerza Aérea Italiana en el hombro y el pecho de la cazadora de piel.
—No se preocupe, le sacaremos de aquí. —Jan miró alrededor, por si hubiera movimiento, pero todo seguía tranquilo.
El piloto captó su incertidumbre.
—No he caído en casa.
Jan negó con la cabeza y le hizo una seña a Miguel para que se encaramara al aparato. Sujetaron al italiano por las axilas y tiraron, pero se detuvieron ante el gemido de queja del hombre.
—El brazo izquierdo —dijo—. Está agarrado entre el metal.
—Decruz, busca una madera con la que hacer palanca.
—Señor, aquí hay un lío de hierro tremendo. Necesitaremos más que una madera. Seguro que en la caja de herramientas de la camioneta encuentro algo.
—Vale. Pues ve a buscar lo que necesites. Yo me quedo con el capitán.
Miguel miró con desconfianza hacia atrás, al descenso oscuro por el que habían venido.
—Vamos, soldado —insistió Jan—. Sé valiente.
—No es eso, señor —aunque la voz sí que le temblaba un poco—. Me oriento bien con mapas y por carreteras. Pero no sé si sabré volver al camión. O regresar aquí. Me temo que no me he fijado mucho en el camino. Le seguía a usted.
Jan suspiró.
—Está bien, ya iré yo. Tú abre bien los ojos.
Aquello tampoco pareció tranquilizar a Miguel que ahora, en vez de mirar con miedo el camino, observaba con aprensión todo lo que les rodeaba.
El italiano se rio con la garganta hasta que la risa se le tornó en tos. Miguel le dio agua de nuevo. El piloto echó un trago y apartó la cantimplora con su mano libre.
—Será mejor que vayan los dos, teniente. No creo que el bambino me fuera de mucha ayuda si llegan los rojos. Pero les agradecería que se dieran prisa.
Jan asintió y le apretó la mano libre al piloto. Rodeó el aparato y agarró a Miguel para llevárselo camino de la furgoneta.
—Mantenga los ojos abiertos —se despidió del italiano.
Treparon unos cuantos metros por la ruta directa, cuesta arriba, pero al poco se vieron obligados a tomar el camino más suave que subía la cuesta en zigzag.
Jan marchaba delante, al trote, pero intentando pisar firme y sin levantar mucho estruendo. A su espalda oía continuamente los resoplidos de Miguel. Aquel muchacho no estaba acostumbrado al movimiento fuera del campamento. Mejor sería que no tuvieran ningún encontronazo con el enemigo. Jan palpó la cartuchera que colgaba a su derecha para sentir algo de seguridad. Con aquella marcha alocada se estaba saltando a la torera todo lo que había aprendido durante la formación y durante su año y medio de veteranía.
Cada vez que giraban por un recodo del camino, Jan frenaba alzando el brazo para que Miguel parase también. Verificaba durante cuatro o cinco segundos que no hubiera moros en la costa y vuelta a correr.
En el quinto o sexto giro, cuando ya se adivinaba la cima de la subida, allí donde habían dejado el vehículo, Jan se detuvo y ya no avanzó. Miguel le alcanzó y Jan, tirando de él, le obligó a arrodillarse. Señaló el camino delante de ellos. A una decena de metros, el cuerpo de un soldado republicano descansaba contra el tronco de un pino.
Miguel quiso decir algo, pero Jan ordenó silencio llevándose un dedo a la boca. Esperó. El cuerpo parecía abandonado. No se percibía movimiento alrededor del supuesto cadáver, ni entre los árboles ni por el camino. Desde su posición, a Jan no le parecía que hubiera ningún arma junto al cuerpo sentado al lado del árbol.
Lentamente y con la pistola en la mano, avanzó hacia el hombre. Miguel le seguía, apretando con fuerza su fusil como si temiera que le fuese a saltar de las manos.
Llegaron junto al cuerpo. Jan indicó a Miguel que se acercara por un lado, manteniéndose a distancia. Él lo encaró de frente. Al comprobar que el hombre no respiraba, se agachó despacio sobre él, tras echar un último vistazo alrededor para comprobar que no había nadie más por allí cerca.
El muerto era un soldado republicano de uniforme raído y calzado con alpargatas. Era un tipo pequeño y huesudo, de mandíbula afilada caída sobre su pecho inmóvil. Jan no supo decir a qué unidad debería pertenecer.
No tenía ninguna herida visible, por lo que Jan estiró la mano en la que no llevaba la pistola hacia el cuerpo, para abrirle la guerrera.
El muerto abrió los ojos y, con su mano izquierda, le agarró la mano de la pistola. Con la otra golpeó a Jan en el rostro. Este cayó de espaldas y la boina roja voló lejos de su cabeza. Desde el suelo vio cómo otro tipo, un gigantón, había pillado por sorpresa a Miguel y lo tenía inmovilizado desde detrás, utilizando el fusil del gallego como cepo para aprisionarlo contra su propio cuerpo.
El pequeñajo saltó sobre Jan, respirando agitado para recuperar el aire que no había aspirado mientras se hacía el muerto. Jan dobló las piernas y lo interceptó, pateándolo de nuevo contra el árbol.
Se estiró en el suelo hacia su pistola, que había caído a un metro de ellos tras el golpe del falso muerto. Escuchó cómo Miguel gimoteaba medio ahogado mientras intentaba librarse del soldado que lo asfixiaba con su propio fusil. El pequeñajo había caído al suelo, medio aturdido por el contraataque de Jan. Este alcanzó al fin su pistola, pero un pie calzado con sandalias la apartó de una patada. El dueño era un soldado joven, casi un crío, de piel morena y unos ojos negros muy grandes, de un fondo blanco intenso.
Jan se revolvió en el suelo para buscar otra salida, pero se encontró de cara con el cañón de un fusil y no le quedó más remedio que alzar las manos y rendirse.
El que sujetaba el arma era casi un anciano, aunque, en realidad, podría haber tenido tanto cuarenta y pico años como setenta. Debajo del uniforme sucio de sargento y del pelo y la barba grisáceos resultaba difícil asegurarlo. Ordenó a Jan que se levantara. El soldadito joven le apuntaba también con su fusil, desde una postura extraña, agachado como si vigilase a un toro que temiera que se le iba a escapar. Resultaba evidente que aquel chico le tenía miedo.
El grandullón que había agarrado a Miguel por sorpresa, tras hacer que soltara su fusil, lo traía agarrado como a un muñeco de trapo. El pequeñajo que se había hecho el muerto se levantó todavía, sacudiendo la cabeza. Se acercó a Jan y le soltó un puñetazo duro, de puro hueso.
—¡Cabrón! —le gritó.
Jan cayó de rodillas con alfileres de dolor clavados en su cabeza, desde la mandíbula hasta el cerebro.
El pequeñajo recogió del suelo la pistola de Jan y se la entregó al más joven de ellos, que la miró con sorpresa.
—Para ti, yo no la quiero —dijo el pequeñajo—. Es una pistola de niñas.
Se rio. El joven aceptó el arma con disgusto, pero no dijo nada. Se la guardó en el cinturón, bajo la camisa.
El gigantón dejó caer a Miguel al lado de Jan. El chico gallego estaba a punto de echarse a llorar.
Por detrás de los cuatro republicanos apareció otro más; un tipo alto y delgado que se mantuvo en la sombra. El sargento y los soldados rodearon a Jan y a Miguel mientras les apuntaban con sus armas. Fue el pequeñajo el que habló:
—¿Qué tenemos aquí? —Señaló los pantalones anchos de Jan, rígidos de almidón en las perneras, y se rio con ganas—. ¿Un payaso de circo?
Jan no dijo nada, sólo se frotó la mandíbula dolorida. El rojo le registró de mala manera y requisó los prismáticos y la linterna.
—Son mejores que los suyos, sargento —le dijo a su superior. Este llevaba colgados al cuello unos destartalados prismáticos de cazador.
Luego, el pequeñajo se ocupó de Miguel. El chaval temblaba como una hoja y además no llevaba encima nada de valor. El otro lo atravesó con una mirada asesina.
—Las botas —le dijo.
Miguel miró a su teniente y luego al rojo pequeñajo.
—¿Qué?…
El republicano sacó una navaja y se la puso en el cuello.
—Dame tus botas.
A Miguel se le saltaban las lágrimas y no sabía cómo reaccionar.
Jan entendió que la cosa no iba en broma y le ordenó que se desatara las botas. Él también se quitó las suyas. El pequeñajo se las arrancó de las manos y él y el soldado más joven se retiraron unos metros. Alzó las botas para que las vieran los demás. El sargento y el grandullón seguían apuntando a sus prisioneros. Este último maldijo tras echar un vistazo al calzado capturado:
—Estos fascistos tienen pies de mujerr —el tipo tenía acento de algún país del este—. Yo me quedo con su fusil —remató, alzando el arma de Miguel.
El sargento se rio:
—A ver si lo cuidas mejor que el anterior. —Miró a los otros dos y negó con la cabeza—. Yo les tengo cariño a mis alpargatas.
El pequeñajo y el joven se sentaron en la tierra del camino para calzarse las botas. Se guardaron sus respectivas sandalias en sus macutos.
El que se había quedado en la sombra se acercó al sargento. Portaba insignias de comisario del ejército comunista. Examinó a los prisioneros, centrándose en Jan. Le susurró algo al sargento y este asintió. El comisario se retiró de nuevo a las sombras.
—Mecha, ven aquí —ordenó el sargento.
El pequeñajo se acercó a él, pisando con cuidado, tanteando su nuevo calzado. Se le veía orgulloso. El sargento señaló con la cabeza a los prisioneros. Mecha apuntó su arma y a Jan no le gustó lo que se leía en su rostro. El tal Mecha se moría de ganas por darles pasaporte.
—¡Esperad! —gritó Jan.
Mecha puso el dedo en el gatillo. Miguel lloraba a moco tendido.
—Soy oficial de enlace, llevo órdenes importantes.
Mecha miró a su sargento y giró el fusil hacia Miguel.
—Bien, pues tú no eres nadie —sentenció.
Jan se interpuso entre el arma de Mecha y Miguel.
—Espera, joder. Sólo es un chaval. No nos matéis y os contaré lo que sé.
El comisario resurgió de las sombras.
—¿Cómo se llama usted, teniente?
—Jan Lozano, del Tercio de Requetés de Montserrat.
—¿Y qué puedes saber tú que nos interese?
—Mi tío, el comandante Gavira, me ha ordenado transmitir órdenes a un puesto cercano.
El comisario lo examinó más de cerca. Jan se preguntó cuál de las dos informaciones le había interesado más: el conocer cuáles iban a ser los próximos movimientos de alguna pequeña unidad del enemigo o el poder anunciar en el parte del día la captura de un oficial familiar de un importante comandante.
El comisario se acercó de nuevo a susurrar al oído del sargento. Y este, tras prestarle atención durante unos instantes, asintió.
—Nos los llevamos —ordenó el sargento.
El grandullón agarró por un brazo a Miguel y lo alzó dando un tirón. Mecha apuntó a Jan y, con una sonrisa en el rostro, le dejó claro que sería mejor que se levantara.