Alemanes
Tras preguntar al soldado vigía dónde podía encontrar al oficial de enlace, Jan cruzó a paso ligero la explanada que separaba el búnker de mando del depósito de vehículos.
Aparte de la escasa actividad en los tres núcleos del puesto de mando, no habría más de una docena de soldados circulando a la vista por el campamento. Tres de ellos controlaban el acceso por el que habían llegado Jan Lozano y su conductor. Dos más atendían una ametralladora desde un puesto elevado de vigilancia sobre la colina que daba refugio al campamento. El resto controlaban descansados los accesos al hospital y al depósito de vehículos.
Y luego estaban los que, aparentemente libres de obligaciones, descansaban recostados sobre sus colchones de paja en medio de la explanada, como los dos hombres a los que Jan se acercó a preguntar por el oficial de enlace.
—Pues debería haber regresado ya hace rato —respondió uno de ellos, un cabo con marcado acento de Granada.
—Mire, teniente, va a ser ese que llega —apuntó el otro, señalando al acceso principal al campo.
Por allí se acercaba una desvencijada furgoneta Ford, cuyo tubo de escape iba escupiendo volutas de humo que se veían oscuras hasta en medio de la noche.
La furgoneta se encaminó directa hacia el depósito de vehículos, pasando de largo junto a Jan y los dos soldados en reposo. Poco antes de alcanzar las lonas de camuflaje que ocultaban los vehículos de la vista de los bombarderos enemigos, el vehículo torció a la izquierda, aceleró unos metros y se detuvo justo delante de los vagones del hospital de campaña.
El conductor saltó de su asiento y llamó a gritos a Jan y a los dos soldados. Los tres corrieron hacia el vehículo. Con gestos graves, el conductor, un alférez, los apremió a que le ayudaran con su compañero. Este era un soldado raso y tenía una herida en la pierna izquierda que sangraba a borbotones. Los dos soldados se lo echaron a hombros y lo metieron en el hospital.
Había un agujero en la puerta del lado del conductor. Jan enganchó al alférez cuando este ya corría tras los demás.
—¿Alférez Bruna? —le preguntó.
El hombre se volvió hacia él. Su mirada alucinada no logró centrarse en Jan, que hubo de insistir.
—¿Eres el encargado del enlace con la posición en el barranco de los Navarros? ¿Qué os ha pasado?
El alférez logró poner en orden sus pensamientos. Aún se volvió a mirar otra vez hacia los vagones del hospital antes de responder:
—Un tirador oculto. Nos ha pillado por sorpresa. Ha alcanzado a mi conductor. Casi nos vamos por una pendiente, pero ha logrado parar el vehículo a tiempo.
—¿Puedes conseguir otro conductor? Hay que transmitir unas órdenes a la columna en Los Navarros.
El alférez miró de nuevo al hospital y luego a Jan. O, más bien, por encima de Jan, y a su lado, y a través de él. Sus ojos no lograban centrarse.
Jan le agarró con fuerza por los hombros.
—Bruna, ¿hace cuánto que no duerme?
Bruna no respondió al momento, por lo que Jan le dio una buena sacudida con la que logró que se centrara.
—No lo sé. Treinta, treinta y seis horas.
Jan apartó las manos de sus hombros.
—Vaya a ver cómo se encuentra su conductor.
—Gracias, señor.
El alférez corrió hacia la cueva que daba refugio a los vagones del tren hospital. Poco antes de alcanzar la entrada, se detuvo en seco y se giró hacia Jan.
—¡Teniente! ¿Me ha dicho algo de unas órdenes, señor?
Jan estaba examinando el vehículo y no le miró.
—Lárguese a ver a su compañero, alférez. Y dígale al sanitario que yo le he recetado una siesta.
El alférez sacudió la cabeza, confundido. Se dio la vuelta y entró en el primer vagón.
Jan seguía examinando el vehículo. No parecía tener ningún daño, aparte del disparo que, tras alcanzar la puerta del conductor y atravesar su pierna, se había incrustado en el asiento. La sangre había dejado una amplia mancha oscura, todavía húmeda, en él.
Consultó su reloj, uno de bolsillo heredado de su difunto padre. En poco más de una hora su conductor estaría de regreso, en la moto, para recogerlo. Podría buscar a alguien y colocarle los papeles del comandante, pero entonces tendría que pasarse todo ese tiempo dando vueltas por aquel campamento medio muerto. Y lo más probable era que le acabara cayendo una bronca al alférez de enlace por el retraso en el envío de las órdenes. Tampoco tenía nada claro que el resto de oficiales de enlace no se encontrasen en las mismas pésimas condiciones. Las últimas horas estaban resultando muy movidas, desde el inicio de la ofensiva dos días antes que, por fin, estaba logrando mover la línea del frente para echar de allí a los rojos y empujarlos hacia el río.
Ya decidido, se dirigió al depósito de vehículos. Se encargaría él mismo de entregar el mensaje, pero necesitaba un conductor que conociera la zona. No quería acabar preguntando dónde estaba el puesto de los Navarros a la primera tropa que se encontrase para acabar dándose cuenta de que había ido a parar tras las líneas enemigas.
Al igual que el resto del campamento, el puesto de vehículos estaba casi desierto. Un sargento amodorrado con el culo aposentado en una silla plegable abrió mucho los ojos al verlo entrar. Se alzó con lentitud somnolienta y presentó saludo militar.
—Mi teniente.
A Jan le sorprendió aquella muestra de formalidad marcial tras la desgana de los últimos soldados con los que se había tropezado… y que él mismo arrastraba desde días atrás. Se preguntó cuándo había empezado a importarle todo tan poco.
Reaccionó y se cuadró:
—Sargento, tengo que transmitir unas órdenes del comandante Gavira al puesto de los Navarros. Necesito un conductor que conozca la zona.
—Buffff —resopló el sargento, quitándose la gorra—. Pues tendrá que esperarse a que vuelva el alférez Bruna. Se ha llevado a nuestro conductor.
Jan suspiró y le explicó al sargento que el conductor del alférez no iba a poder sentarse al volante en una buena temporada. El sargento se giró sobre sus talones y disparó un silbido agudo que se clavó en el cerebro del teniente Lozano.
Al instante, un soldado jovenzuelo asomó la cabeza desde debajo de una camioneta Fiat que tenía el motor y las tripas al aire. El chaval dejó una llave inglesa negra de grasa sobre el capó abierto del vehículo y se acercó rápido. En cuanto acabó de limpiarse la grasa de las manos saludó al teniente Lozano.
—El soldado Decruz le llevará, mi teniente.
—¿Conoces bien el camino hasta el puesto de los Navarros?
—Me sé los planos de memoria, señor —gritó—. Mi teniente, señor —volvió a decir, todavía más alto. El sargento se aclaró un oído con el pulgar.
Jan miró al sargento, luego al soldadito y de vuelta al sargento.
—¿Cuánto lleva aquí el soldado…?
—Decruz, mi teniente, señor —gritó de nuevo el mentado.
—No se preocupe, mi teniente —aclaró el sargento—. Decruz tiene buena orientación, le llevará sin problema.
Las opciones no eran muchas, así que, tras dar otro repaso al imberbe soldado Decruz, Jan se despidió del sargento —que devolvió el saludo marcial casi emocionado—, se dio la vuelta y salió del depósito.
El soldado Decruz se quedó allí parado hasta que el sargento le apremió con la mirada para que siguiera al teniente Lozano. Lo alcanzó ya fuera de la protección de las lonas de camuflaje, a cielo nocturno descubierto. El soldadito portaba su fusil en bandolera.
—Mi teniente —gritó.
Jan pensó que aquel chaval tenía el volumen trastornado. Le hizo señas de que bajara la voz.
—Mi teniente —repitió casi susurrando—, señor… ¿no cree que necesitaríamos un vehículo?
—Estoy bastante convencido de ello.
—Si me da media hora, podría acabar el arreglo de la Fiat. No es casi nada lo que le pasa. Sólo le tengo que cambiar un manguito. Y conseguir que no se le vuelva a caer el tubo de escape. El motor va bastante bien, sólo se sobrecalienta tras media hora de marcha.
Jan había continuado su camino hacia la entrada al hospital.
—Ya tenemos vehículo —le indicó, señalando la furgoneta.
En lo primero que se fijó el soldado Decruz al llegar junto a la camioneta Ford fue en el agujero de bala en la puerta del conductor.
—Mal fario. ¿El conductor está…?
—Tranquilo, sobrevivirá.
Decruz suspiró y se sentó al volante. Jan subió al asiento del copiloto, apartando unos binoculares —unos buenos Zeiss militares de campo— y una linterna que el alférez debía de haber olvidado por las prisas, y le hizo una seña a su conductor. Este puso el vehículo en marcha, dio media vuelta en el centro del campamento y cogió la salida.
—Si le parece bien, tomaré la pista de tierra que circula entre el Puig Cavallé y la sierra de Pándols. Para llegar al puesto junto al barranco de los Navarros, es una ruta más directa que meternos campo a través. Además, ahora que hemos hecho retroceder a los rojos, es una zona bastante segura.
Jan asintió arrebujado en el asiento. Decruz tenía ganas de hablar.
—Deben ser órdenes importantes, señor, si mandan a un teniente.
—En principio sólo tenía que dárselas al alférez de enlace, pero no le he visto en condiciones.
—No le había visto antes en el campamento. ¿Es una misión especial?
—En realidad, sólo he venido a hablar con el comandante Gavira. Asuntos casi privados. Es mi tío.
Con el traqueteo del camino, Jan se había relajado hasta cerrar los ojos, pero aun así notó cómo el soldado Decruz se tensaba en su asiento.
—Tranquilo, soldado. —Abrió los ojos—. ¿Cómo te llamas?
—Miguel, señor.
—¿De qué parte de Galicia eres, Miguel?
—No sabía que tuviera tanto acento —se sonrió—. De Cervo, un pueblo en La Coruña, señor. No sé cómo se llama usted.
—Lozano. Jan Lozano del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat. —Le extendió la mano.
Miguel Decruz se sorprendió, pero acertó a devolver el saludo apartando un instante la mano derecha del volante.
Al poco de abandonar la posición, tras avanzar unos minutos por una pista de tierra, alcanzaron la carretera que llevaba de El Pinell a Gandesa. Circularon por ella no más de un kilómetro hasta que cogieron el desvío por el camino que había indicado Miguel. Aquella ruta atravesaba por en medio de la depresión que separaba la parte occidental de la Sierra de Pándols, que quedaba a su izquierda, del Puig Cavallé, a su derecha.
Por encima del límite entre las sierras de Pándols y Cavalls, estallaba un continuo de bombas de artillería y de mortero. El bombardeo continuo de las posiciones rojas por parte de la artillería y de la aviación nacionales estaban en la base de la estrategia de aquella nueva ofensiva que, esta vez sí, tenía toda la pinta de ser la definitiva.
Jan se sorprendió sintiendo lástima de aquellos soldados republicanos que llevaban dos días recibiendo una potencia de artillería como no se había visto hasta entonces en aquella guerra y, posiblemente, en ninguna otra.
Mientras avanzaban en dirección suroeste por la pista hacia su objetivo, las explosiones fueron quedando atrás. Jan contempló el cielo delante de ellos, despejado de fuego y estallidos. Luego bajó la mirada a la carretera.
—¿Qué pasa ahí delante?
Entrecerró los ojos intentando ver mejor un pequeño vehículo que se les acercaba de frente por la pista. Se echó la mano a la cartuchera. Miguel levantó el pie del acelerador y el coche frenó de forma brusca.
Por el camino se aproximaba una moto con sidecar. Era evidente que desde el otro vehículo también los habían localizado porque su velocidad disminuyó a ojos vista. Aun así, siguió acercándose. Había algo montado sobre el sidecar.
Hasta que no estuvieron a menos de diez metros, Jan no pudo precisar que el objeto instalado sobre el sidecar era una ametralladora. El soldado que la manejaba, así como el conductor de la motocicleta, vestían ropas de abrigo de cuero negro, características del uniforme de la Legión Cóndor.
—¿Qué hacen los alemanes aquí? —preguntó Miguel—. No hay ningún campamento de aviación cerca.
El conductor alemán cruzó la motocicleta en medio de la pista. El del sidecar no hizo ningún movimiento brusco, pero a Jan le resultó evidente que tenía bien sujeta la ametralladora.
El motorista bajó de un salto.
—¿A dónde se dirigen, mi teniente? —dijo, arrastrando un rato la «g» y bajando el volumen al dudar en «mi teniente». Aun así, a Jan le sorprendió que el tipo aquel tuviera tan buena vista.
Jan asomó la cabeza por la ventanilla.
—Vamos a la posición junto al barranco de los Navarros. —Señaló el camino tras ellos con el pulgar—. Venimos del puesto junto al cerro del Águila. ¿Hay algún problema?
El alemán los observó unos instantes desde la distancia. Luego subió otra vez en la moto. Discutió algo con el de la ametralladora y puso el vehículo en marcha.
En dos acelerones, se plantaron junto a la ventanilla de Jan. Había cierto atisbo de desconfianza en la mirada del alemán cuando le habló.
—Deberían andar con cuidado. —El arrastre de la erre distrajo de nuevo a Jan—. Estamos a dos tiros de la zona roja.
—Se equivoca —le corrigió Miguel, pasando por encima de Jan con un mapa desplegado en la mano. Había líneas rojas pintadas en él—. Los rojos están cinco kilómetros más allá —señaló con la mano plana hacia el este.
El alemán lo ignoró con gesto severo. Optó por dirigirse de nuevo al teniente:
—Hemos sufrido incursiones de grupos aislados. La zona no es segura. Sobre todo no abandonen la carretera.
—¿Qué hacen ustedes por aquí, cabo? —preguntó Jan.
El alemán lo miró con desconfianza.
—El aeródromo de La Cenia está bastante lejos —insistió Jan—. Pensaba que sólo se les encomendaban operaciones de apoyo a su flotilla.
—Esta es una situación extraordinaria. —«Extraorrrrdinarria»—. Han solicitado nuestro refuerzo a sus tropas durante unos días. —Y añadió alzando el tono—: Y el Reich siempre está dispuesto a ayudar a la gloriosa nación de España.
A Jan le pareció que la voz del alemán destilaba cierto tono hipócrita, sobre todo en la última frase, pero se limitó a sonreír. El alemán dio por finalizada la conversación. Se bajó las gafas del casco, arrancó la moto de una coz y se alejó en dirección a Gandesa, dejando a Jan y a Miguel ante una pista oscurecida y sin ninguna aclaración.
Jan ordenó a Miguel que siguieran el camino y este obedeció. El teniente Lozano se revolvió en el asiento. Había sido un encuentro muy extraño. De acuerdo que, a aquellas alturas de la guerra, seguían necesitando los apoyos militares tanto de Alemania como de Italia, pero estos solían reducirse a efectivos aéreos. La Legión Cóndor, a la que pertenecían los dos hombres con que se acababan de cruzar, era una fuerza de varios miles de soldados más un centenar de aviones que llevaban combatiendo desde noviembre del treinta y seis junto a ellos. Pero los soldados de tierra alemanes sólo se dedicaban a tareas de apoyo a la aviación y no solían encontrarse tan cerca de la línea de fuego. Tendría que consultárselo a su tío cuando regresara.
Miguel lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿Me permite una pregunta, señor?
—Adelante.
—¿De verdad necesitamos a esos extranjeros?
Jan se lo quedó mirando. Miguel se sofocó.
—No pretendo decir que nuestros mandos no sepan lo que se hacen. —Tragó saliva; seguramente acababa de recordar que estaba hablando con el sobrino del comandante Gavira—. Pero a algunos hombres no les gusta ver a esos extranjeros matando españoles. No los necesitamos.
—Es verdad. —Jan se rio—. Nos bastamos y sobramos para matarnos entre nosotros. De todas formas, la guerra está durando más de lo que debería. Seguimos necesitando material: armas, aviones, vehículos. Y nos estamos quedando sin dinero para pagarlos. —Le pareció que estaba repitiendo algún parlamento oído a su tío y se quedó en silencio.
—Bueno, hay que reconocerles a los alemanes que hacen buenas máquinas. —Miguel señaló hacia atrás—. Esos dos, por ejemplo, iban en una BMW R-35, una máquina impresionante.
—¿Entiendes de motos… —hizo un esfuerzo por recordar el nombre de pila del soldado—, Miguel?
—Sí, señor. Mi padre trabajaba para un señorito de Betanzos que tenía una Triumph SD.
Jan supuso que le seguía hablando de motos.
—¿Te dejaba montarla?
—¿Aquel señoritingo? Naaaaa.
Se calló un instante. Jan le animó a seguir con una sonrisa, para que quedase claro que no se había ofendido por lo de señoritingo. Miguel devolvió la sonrisa:
—Sólo me dejaba arreglársela. Él era bastante torpe. Bueno —dijo ahora en tono confidencial—, así pude cogérsela un par de veces. —Le guiñó un ojo al teniente.
—¿Por eso te han destinado con los vehículos?
—Mejor eso que en el frente.
Miguel cayó en la cuenta de que estaba hablando con un teniente de requetés y se puso blanco.
—No quiero decir que no quiera combatir, señor. Sí que quiero, estoy dispuesto a morir por la patria.
—Espero que eso no sea necesario.
—Yo también, señor.
Jan soltó una carcajada por lo serio que Miguel había dicho esto último. Miguel sonrió tímido, sin saber muy bien a qué atenerse.
—Lo siento, señor. Es que me acaban de reclutar. Mis padres pensaban que ya me libraría. Por mi edad y porque parecía que esto se acababa. Ahora se han quedado solos en el pueblo.
Miguel calló, sumido en sus pensamientos melancólicos. Jan pensó en todos los chavales como él, arrancados de sus pueblos por toda España para ir a la otra punta del país a matar a otros chavales como ellos. Aquello tenía que acabar pronto. Quizás su tío tenía razón. Quizás debería alejarse de la línea de fuego, mantenerse a salvo, para poder ayudar luego en la reconstrucción. Por su primo. Por Miguel y por todas las familias como la suya.
Un rumor sordo se elevó desde el este. Miguel levantó el pie del acelerador y los dos miraron hacia adelante con atención. Jan señaló al cielo. Una escuadrilla formada por cinco aviones pequeños se acercaba a ellos.
—Hablando de máquinas alemanas —dijo Miguel.
—No —le corrigió Jan—. Esos son Fiat Italianos.
La escuadrilla avanzó en formación de cuña. El cielo que transitaba estaba tranquilo. A la izquierda de los aparatos, el cuarto menguante de luna iluminaba unas pocas nubes, remanente de las intensas lluvias que habían sufrido la semana anterior por aquella zona del valle del Ebro.
Una explosión de fulgor amarillo rompió la tranquilidad del cielo nocturno, a la derecha de la formación de aviones.
—Joder. —Miguel detuvo el vehículo—. Eso ha estado cerca.
A la primera explosión se unieron otras. Rojo y amarillo, dejando restos de humo gris y blanco al extinguirse. El avión que dirigía la escuadrilla maniobró esquivando el fuego antiaéreo republicano. Los aviones se abrieron en abanico.
Otra explosión rozó la cola del líder. Dos disparos más estallaron en el espacio libre que habían dejado los aviones al deshacer la formación.
El último disparo destrozó la cola del avión que volaba en cabeza de la escuadrilla.
El avión inició un descenso forzado, soltando chispas y humo negro por la cola. El resto de la escuadrilla se fue alejando. El ataque antiaéreo se había detenido; los rojos debían de haberse conformado con la pieza cobrada.
El avión en descenso viró bruscamente. Jan y Miguel se lo encontraron viniendo de cara. El gallego hizo ademán de abrir la puerta, pero Jan lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
Cerró los ojos.
Sonó un estruendo tremendo. Jan abrió los ojos. Miguel estaba pálido. A pesar del estrépito, el avión había caído bastante lejos de ellos, a unos setecientos u ochocientos metros, en medio de un pinar que, milagrosamente, había sobrevivido a la guerra hasta entonces.
Jan cayó en la cuenta de que no había llamas.
—¿No ha explotado? —le preguntó a Miguel, quien parecía haber mantenido los ojos abiertos.
—No, sólo se ha estrellado —dijo en voz baja. Al final reaccionó—. Joder, casi nos cae encima.
El teniente le indicó que se acercara lo máximo posible al lugar del accidente. Miguel aparcó el vehículo al borde de la pista de tierra. Jan bajó con los binoculares en la mano, seguido del conductor gallego. Oteó en dirección al avión estrellado.
—El aparato parece bastante entero.
El Fiat había caído un buen trecho más allá de la pista de tierra por la que circulaban. Una pendiente escarpada cubierta de encinas, pinos y arbustos los separaba de él.
Jan ajustó el enfoque. Podía ver el aparato completo, a excepción de la cola, volada por el ataque. No había llamas, pero tampoco movimiento.
Se centró en la cabina, en el interior de la misma. Dio un respingo.
—Me parece que se mueve.
—¿El piloto, señor?
—Creo que sigue vivo.
Jan miró hacia su propio vehículo. Luego al avión, midiendo mentalmente las distancias. Finalmente, se dirigió a Miguel:
—No podemos abandonarlo ahí.
—Señor, según los alemanes, ahí podría haber enemigos.
Jan volvió a mirar por los binoculares. Barrió la zona.
—Por eso mismo no podemos dejarlo ahí. Los rojos lo cogerán, si no se muere antes.
Miguel no parecía nada convencido y sí bastante asustado. Pero aun así, asintió.
—Como usted ordene, mi teniente.
Jan le animó con un golpe en el brazo. Le ordenó que cogiera su fusil de la camioneta. Él se quitó el tabardo, sin el que le sería más fácil desenvolverse entre la abundante vegetación de aquel descenso, y lo dejó, doblado, en el asiento del copiloto. Aprovechó para recoger la linterna que, junto a los prismáticos, se había dejado el alférez Bruna al abandonar corriendo el vehículo tras su conductor herido.
Una vez estuvieron ambos equipados, iniciaron el descenso.