Órdenes
Jan recorrió los pasillos de cemento de la trinchera. A la izquierda de la misma se abrieron, sucesivamente, dos cuartuchos en los que varios soldados dormitaban sobre sus sacos rellenos de paja. Uno de ellos se sobresaltó al sentir la presencia del oficial que pasaba de largo.
Tras superar la estancia que se utilizaba como centro de mando y de reuniones se encontraba el despacho del comandante Enrique Gavira. Jan entró sonriendo con desparpajo. Su tío, el comandante, se hallaba sentado tras una mesilla sobre la que descansaba un teléfono de operaciones y un legajo de planos y mapas.
Jan se abalanzó hacia la mesa y le tendió la mano.
—Buenas noches, tío Enrique…
Gavira estaba demasiado serio. Su única respuesta fue un movimiento ágil de los ojos hacia su derecha.
Jan siguió la mirada hasta la pared lateral. Un envejecido general Vigón, sentado en una sillita de madera, recostó la espalda contra la pared de cemento. Tras sus gafitas redondas de montura metálica, le dedicó un buen repaso al teniente que acababa de entrar.
Jan se puso firme con la misma rapidez que si le hubiera alcanzado una descarga eléctrica de los pies a la cabeza.
—El general quería saludar a nuestro oficial más joven, teniente Lozano —intervino Gavira.
El general se levantó y se plantó junto a Jan. Gavira también salió de detrás de la mesa, para interceder por su sobrino:
—Los hombres del tercio de requetés han hecho un gran trabajo hoy tomando el cerro de San Marcos —afirmó, con la voz henchida de orgullo.
El general carraspeó sacudiendo la cabeza.
—Bueno, bueno. Los rojos se lo dejaron fácil. Sólo tuvisteis una baja, ¿verdad, teniente?
«Pedro Masdeu tenía veintidós años y una niña de un mes que nunca conocerá a su padre».
—Sí, mi general. Sólo una baja —se limitó a responder Jan Lozano.
—Bien, bien. —El general se dirigió hacia la puerta—. Sigan haciendo así su trabajo y pronto terminaremos con esta pesadilla.
El comandante Gavira sonrió y posó la mano derecha en el hombro de su sobrino.
—Con hombres como Jan… —se detuvo ante la mirada severa del general—, como el teniente Juan Lozano —alzó la voz, con un deje de orgullo—, volveremos a enderezar este país.
El general dio otro repaso de arriba abajo a Jan. Se colocó la gorra.
—Bien. Eso lo dejo en sus manos, comandante.
Saludó y desapareció por la entrada. Gavira regresó a su asiento tras la mesa.
—¿Qué ha querido decir con eso, tío?
Gavira invitó a Jan a sentarse en un taburete al otro lado de la mesa.
—Le he estado hablando al general de tus logros.
«¿Mis logros?»
El comandante sonreía orgulloso.
—Está de acuerdo conmigo en que cuando esto acabe necesitaremos gente como tú, tanto en el ejército como en la vida civil. En dos días me marcho a la comandancia de Burgos. Me trasladan a relaciones internacionales.
—Felicidades —Jan estiró la mano hacia su tío.
—Y tú te vendrás conmigo.
Jan se recogió en su asiento con gesto contrariado. El comandante dejó de sonreír.
—¡Vamos, Jan! —alzó el tono—. Ya has cumplido con creces con tu deber. Esto se acaba. Tenemos a los rojos en retirada y tu unidad está bajo mínimos. A partir de ahora sólo os dedicarán a tareas de apoyo, sin importancia ni oportunidades de gloria. —Se inclinó sobre la mesa—. Pero con las mismas posibilidades de que te vuelen la cabeza.
—Tío Enrique, sabes que no puedo dejar a mis hombres. El tercio ha quedado casi destruido en dos ocasiones desde julio. Sólo quedamos en pie poco más de cien hombres de los ochocientos y pico que éramos al llegar a Villalba. La moral es delicada. No puedo dejarlos ahora que estamos a punto de regresar a casa.
—¿De verdad sigues pensando en regresar a Montcada? —Gavira no se esforzó por ocultar su gesto contrariado.
—Es mi hogar, tío —respondió, bajando la mirada.
El comandante se levantó y bordeó la mesa hasta situarse detrás de Jan. De nuevo, le puso una mano sobre el hombro.
—Jan, ya no te queda familia allí. Yo soy tu única familia.
Jan apretó la mano de su tío con la suya.
—Pero hay mucho que reconstruir. Sé que puedo ayudar en eso. Además, tenía muchos amigos allí.
El comandante recuperó su mano de debajo de la de Jan con rabia y se apartó un metro.
—¡¿Amigos?! —Su voz rebotó en las paredes de cemento y en el techo de hormigón—. Tus «amigos» no te ayudaron a escapar a nuestro lado cuando querían fusilarte sólo por ser hijo de un industrial honrado y trabajador. Tus amigos asesinaron a mi hijo sólo porque servía a Dios.
Las últimas palabras se le atascaron en la garganta. Quedó en silencio y se frotó los ojos con una mano.
Jan se levantó del taburete y le echó un brazo sobre los hombros.
—Yo también añoro a mi primo. Pero él querría que ayudáramos a la gente a retomar su vida normal.
Gavira rehuyó el consuelo de su sobrino.
—Sí, pero antes debemos limpiar aquello de anarquistas y de asesinos. Nuestra cruzada no ha terminado todavía.
Jan no respondió. Su tío estaba demasiado alterado y aquella conversación no llevaría a nada bueno. Pensó si su tío Enrique se habría detenido a meditar en lo difícil que resultaría separar a los asesinos de la gente normal, de los inocentes. Al fin y al cabo, durante aquellos dos años, ¿no se habían vuelto todos unos asesinos? Jan mismo había matado a muchos enemigos. Si tres años antes le hubieran dicho que sería capaz de arrebatarle la vida a alguien, habría negado esa posibilidad horrorizado. Pero tras el asesinato de su primo y tras escapar escondido entre la carga de un camión de paja camino de la zona nacional, las ansias de revancha le habían transformado en un animal.
En Córdoba y en Teruel había disparado y matado a hombres, a metros de distancia, sin distinguir sus rostros. O cara a cara, contemplando su expresión desencajada al perder la vida. Hasta a bayonetazos, cuando su vida dependía de quién clavara antes el metal en el enemigo.
Pero ya había alcanzado su límite. Había visto morir a demasiados compañeros. Había matado a demasiados enemigos. Recordó al crío muerto por sus disparos aquella misma tarde en el cerro de San Marcos. Un niño que, al igual que su primo, nunca volvería junto a su familia.
Todo aquello tenía que acabar. Quizás debería aceptar la propuesta de su tío. Él podría atemperar los odios, podría ayudar a volver España civilizada.
Pero todavía no había llegado el momento. Aún debía mantenerse junto a sus hermanos del tercio.
Pensó que por el momento era mejor dejar pasar el tema. Buscó a su alrededor, desesperado por cambiar de conversación.
—Ya que me has hecho venir hasta aquí, por lo menos podrías invitarme a beber algo.
El comandante Gavira se dio la vuelta. La sonrisa había regresado a su rostro. Volvió tras la mesa y rebuscó bajo la misma. Sacó una botellita de coñac y dos vasitos de vidrio. Sirvió en uno de ellos. Jan lo cogió.
—Por Alejandro —brindó, alzando el vaso.
El comandante sirvió en el otro y lo alzó junto al de su sobrino.
—Por mi hijo.
Los dos bebieron. Jan dejó el vaso sobre la mesa y se puso la gorra. Se volvió hacia la puerta.
—Suerte en Burgos, tío Enrique. Estaré encantado de seguirte cuando esto acabe, pero hasta entonces me debo a mis hombres.
Gavira asintió con la cabeza, pero lo detuvo alzando un brazo.
—Espera un momento.
Cogió un sobre de entre los papeles que cubrían su mesa y caminó hacia Jan, que se había detenido junto a la salida. Le entregó el pliego.
—Por lo menos hagamos ver que has venido para algo.
Jan examinó el sobre amarillo cerrado.
—¿Qué debo hacer con esto?
—Cuando salgas, busca al oficial de enlace. Dile que he mandado que entregue estas órdenes al mando de la columna mixta de Falange y regulares que hemos posicionado al pie del barranco de los Navarros, cerca del río Canaletas. Él ya sabrá dónde ir.
—¿De qué se trata?
—Te recuerdo que soy tu comandante. ¿No deberías obedecer sin más?
—Perdona, tío Enrique.
Gavira le golpeó en el brazo.
—No es nada, Jan. Sólo se les comunica que no hagan nada por ese sector esta noche. Toca descansar las tropas.
—Eso siempre está bien.
—Cuídate, Jan.
Jan saludó firmes y el comandante le devolvió el saludo.
—No te preocupes, tío. Siempre lo hago —se despidió antes de abandonar el despacho.