Las Ardenas (Francia)
El camión se detuvo en la cima de una colina desde la que se contemplaba un bosque helado por la nieve y el invierno más frío que se recordaba en años.
De la parte trasera del vehículo, protegida por una lona verde oliva, descendieron un negro tunecino; un francés de París, hijo de inmigrantes polacos, y una chica española, republicana exiliada, que se llamaba Estrella, pero a la que todos llamaban —nunca delante de ella— «le petit Espagnole».
El hombre que le puso el apodo no era nada original. Y, aunque lo hubiera sido, Estrella odiaba todo tipo de apodos.
Sacó una gomita del bolsillo y se anudó la larga melena en una coleta. El de Túnez y el parisino se ocuparon de revisar el armamento y los mapas. Estrella cogió unos prismáticos y se subió encima de una roca que formaba una atalaya natural sobre el bosque nevado de las Ardenas.
Barrió con los binoculares la helada extensión cubierta de árboles a sus pies. Hacia el norte, un pequeño grupo de soldados —«los americanos de la Easy»; pensó Estrella— mantenía sus posiciones de trinchera desde hacía ya más de una semana.
Se acercaba el final del año 1944 y Estrella no entendía cómo aquellos tipos podían seguir vivos allá abajo, bajo aquella helada permanente.
Aunque, como ella sabía muy bien, en la guerra aprendes a soportarlo todo.
Una figura más alta que Estrella se plantó a su lado. La chica apartó la mirada de los prismáticos para observar a Jan.
Jan, sin su gorra roja ni sus ridículos bombachos. Jan, con un uniforme digno del más tirado de los partisanos, le sonreía con esa mirada suya pretendidamente seductora. Estrella le devolvió la sonrisa y aguantó la mirada, hasta que él, ruborizado, dirigió su atención hacia el bosque.
—¿Y bien? —le preguntó al fin.
—Nada —respondió ella—. Me temo que te has equivocado.
Jan la miró con cierta superioridad molesta y le quitó los prismáticos de la mano. Con ellos barrió el horizonte, del este al oeste.
Estrella dio unos golpecitos con la bota sobre la roca en la que estaban subidos.
—Sí —dijo ella—. Mucho me temo que al final tenían razón los que se burlaban del chiflado español cazador de muertos andantes —añadió con sorna.
Jan la miró, arrugando el entrecejo. Ella hizo una mueca, divertida. Él le devolvió los prismáticos.
—Hacia el noreste. Junto a unos robles con la copa cubierta de nieve.
Estrella buscó los árboles a través de los binoculares. Una gruesa capa de nieve cubría casi todo el bosque, y lo cierto era que ella había olvidado ya hacía tiempo cómo distinguir un roble de cualquier otro árbol.
Pero al final los encontró. Un grupo de soldados americanos disparando, en retirada. Un par de ellos ya corrían, huyendo a la desesperada, tras abandonar sus armas.
Ajustó la ruedecilla de los prismáticos para enfocar mejor y siguió la dirección de los disparos de los americanos.
En efecto, por allí venían. Cuerpos tambaleantes. Carne muerta a la que casi no le afectaban las balas. Los pobres desgraciados habrían sido prisioneros de algún campo alemán, o quizás simples campesinos de la zona con muy mala suerte.
Los dos españoles bajaron de un salto de la roca y se dirigieron a la trasera del vehículo, bajo la cobertura de lona. Estrella dio unas órdenes en francés a los demás. Todos recogieron sus armas.
—Y el general Patton dijo que yo estaba loco, ja —se rio Jan, sin ningún rastro de humor en su risa.
—Siempre con la misma historia —suspiró Estrella mientras montaba y cargaba un tosco subfusil automático Sten Mk; básicamente un armazón de metal en forma de culata soldado a un tubo que hacía las veces de cañón.
—¡Oye! Que me jodió que me encerraran tres semanas en aquella prisión-manicomio. —Jan se estaba peleando con el cargador superior de una ametralladora ligera Bren. Las dos armas, la Sten y la Bren, las habían pescado semanas antes de dos contenedores que los bombarderos ingleses de la RAF habían soltado al noroeste de Lille.
Jan insistió en quedarse con el arma más grande y Estrella no dijo nada, aunque lo miraba socarrona cada vez que lo veía pelearse con el pistolón.
—¿Prisión? Pero si no era más que un balneario para señoritas.
—¿Y tú qué sabrás?
Estrella paró de cargar el arma y se encaró con él:
—Recuerda que yo te saqué de allí.
Con el Sten ya en la mano, agarró también un fusil de caza, se lo colgó al hombro y se apartó del camión. Jan la siguió, todavía peleándose con la ametralladora. Llegaron al borde del camino, donde se iniciaba el descenso hacia el bosque nevado de las Ardenas.
—Y te lo agradeceré eternamente. Pero es que la tipa que estaba al mando era una sádica y una hija de… —Finalmente, logró encasquetar el cargador con un sonoro clac metálico—. ¡Ajá! —Sonrió orgulloso.
—Le partí la cara —dijo ella.
—¿Cómo?
—A la tía esa. Quiso dar la alarma cuando te sacábamos de allí. Te tenían tan drogado que ni te acuerdas. Le di un buen derechazo.
Estrella dibujó el gesto del puñetazo en el aire, como un boxeador entrenando contra su sombra. Se dio cuenta de que Jan la miraba con atención.
—¿Qué? —le preguntó.
Él sonreía con aire bobalicón.
—Esa es mi chica.
—Más quisieras —dijo Estrella, ruborizándose a pesar del frío.
Le quitó el seguro al fusil y Jan la imitó poniendo a punto su ametralladora. Iniciaron el descenso por delante del tunecino y del francés. Cada pocos pasos tenían que agarrarse a las ramas de los árboles secos para no resbalar en la nieve helada que crujía bajo sus pies.