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Huida

Estrella trepaba por un camino impracticable, entre ramas de arbustos espinosos que se le enganchaban en la ropa y frenaban su huida. En dos ocasiones gritó sobresaltada, creyendo que la habían atrapado, que uno de aquellos brazos esqueléticos la había alcanzado por fin. Pero las dos veces sólo se trataba de la vegetación selvática de aquella pendiente que parecía querer aliarse con los muertos en su intento de apresarla.

Tras unos minutos angustiosos, atravesó la última barrera vegetal y apareció al borde de un camino. Corrió un poco más, hasta la cima de la subida, desde donde oteó el valle. Allá abajo, entre la oscuridad, escondida entre pinos y encinas, se adivinaba la pequeña explanada junto al puesto de mando. Vio dos resplandores apagados, seguidos de inmediato por el eco de un par de disparos aislados, y luego el silencio.

Las lágrimas se le agolparon en los ojos cuando recordó a sus compañeros, muertos allí abajo. O quizás convertidos en algo peor. Sólo quedaba ella. Y quizás el teniente nacional. ¿Habría podido seguirla? Entrecerró los ojos y afinó la mirada, esperanzada, pero nadie parecía moverse por el camino desde allí abajo hasta ella.

Entonces escuchó el zumbido y los vio. Tres sombras negras que se abalanzaban sobre el valle desde muy arriba, en el cielo de la noche. Vio cómo caían las bombas y las dos primeras explosiones, que incendiaron el valle.

Sintió el calor del fuego en sus ojos húmedos de lágrimas. Entonces escuchó el silbido de la tercera bomba, más allá del valle, cayendo sobre la misma pendiente que ella había trepado sólo unos minutos antes.

Cayendo tan cerca de su posición.

Cerró los ojos, a sabiendas de que no tenía tiempo de escapar. El resplandor atravesó sus párpados y sintió el fuego abrasador en su piel en el mismo instante en que la fuerza de la explosión la lanzaba por los aires.

Le dolía la cabeza. La cara y los labios le quemaban. Le ardían los ojos, pero aun así, hizo un esfuerzo por abrirlos. A su alrededor sólo veía sombras. Todavía era de noche y sus ojos doloridos y su cabeza maltrecha no eran capaces de enfocar correctamente.

Entonces una de las sombras, de entre todas las que le rodeaban, se fue a por ella. Seguida por otra más.

Estrella se levantó dando un grito. Al tiempo que buscaba su arma, recordó que ya hacía rato que la había perdido. Escuchó el cerrojo de un fusil y a una de las sombras que le decía algo, pero no lo entendió. Alzó las manos en señal de rendición.

Las dos sombras se acercaron. Apuntaban a Estrella con sendos fusiles. Vestían cazadoras de cuero negro. Uno llevaba un casco y el otro una gorra de oficial, con una cruz negra grabada. Los dos la miraban y se reían, y el oficial le dijo algo al otro. Estrella cayó en la cuenta de por qué no les había entendido antes. «Los jodidos alemanes», pensó.

El oficial se le acercó y le acarició la media melena suelta. Ella apartó el rostro con gesto de asco. Al tipo debió de hacerle gracia porque se volvió hacia el soldado y le gritó algo, eufórico.

El otro respondió con un silbido. El oficial se volvió hacia Estrella y la agarró por un brazo, con violencia. La arrastró camino adelante, hasta que llegaron junto a un todoterreno descubierto y con la cruz de la Legión Cóndor pintada en la puerta, por encima de la rueda de repuesto incrustada en el lateral.

Estrella sólo quería que la sacaran de aquel infierno, por lo que no ofreció ninguna resistencia. Pero cuando llegaron junto al vehículo, en lugar de meterla dentro, el oficial alemán la lanzó contra el capó.

El rostro de Estrella golpeó con violencia contra la carrocería, sobre la rejilla del radiador. Intentó darse la vuelta, pero el alemán volcó su peso contra ella, atrapando el brazo izquierdo de la chica bajo su pequeño cuerpo. Estrella se mordió el labio para no gritar por el dolor. Su otro brazo quedó libre, pero ella no lo movió.

El alemán seguía farfullando en galimatías, con la voz entrecortada por la excitación. El otro sólo se reía y asentía, «ja, ja».

Cuando el oficial alemán notó que la chica dejaba de resistirse, se metió la mano en el pantalón. Apretó la cabeza contra el cuello de Estrella y le susurró algo, en alemán, al oído. Entonces se la sacó.

Estrella le golpeó en los genitales con toda la fuerza de su mano derecha libre.

El alemán aulló y cayó, retorciéndose de dolor, agarrándose con fuerza la entrepierna. Estrella quiso aprovechar para huir, pero el otro soldado le colocó la punta del cañón de su arma en la cara.

El oficial gemía y lloriqueaba. Se levantó, tembloroso, y apartó el extremo inferior de la chaqueta de cuero. Asomó una cartuchera, de la que sacó una Luger, una pistola igual que la que Estrella le había visto una vez a un internacional alemán una noche en Madrid, hacía ya una eternidad.

Se acercó rabioso a Estrella y le gritó a la cara. Ella, que ya no estaba para tonterías después de todo lo que había pasado aquella noche, le escupió en el rostro.

La cara del alemán se tornó roja de pura rabia. Tiró para atrás del cargador de la pistola y se la puso en la frente a la chica. Masticó otra expresión en su idioma, indescifrable para ella.

Estrella cerró los ojos.

Pasó un segundo, y luego otro. Pero el disparo no llegó, así que Estrella volvió a abrirlos.

El oficial ya no le apuntaba con la pistola. En realidad ni siquiera la miraba. Sus ojos asustados apuntaban al camino, y Estrella se giró, despacio, para seguirlos.

Al borde mismo de la maleza quemada, como un fantasma surgido de entre los restos del bosque incendiado, había un hombre, o más bien, la sombra de un hombre.

Mantenía la mirada baja, perdida. Estaba cubierto de ceniza de los pies a la cabeza. Se tambaleó dando dos pasos perdidos hacia la derecha. Gimió un lamento largo.

Seguía llevando aquellos ridículos bombachos.

Estrella se tapó la boca con las manos, ahogando un aullido de horror, pero incapaz de controlar las lágrimas. El soldado alemán se agitaba histérico y le gritó algo a su oficial. Este se distrajo por los sollozos de la chica.

El soldado tiró del cerrojo y apuntó hacia la sombra de lo que había sido Jan.

El oficial lo detuvo con una orden seca. Estrella se atrevió a mirar. Primero a Jan, a lo que quedaba de él, tambaleándose a unos metros en el camino.

Luego miró al oficial alemán, a su siniestra sonrisa y al modo en que él la observaba.

La agarró con fuerza de la muñeca y tiró de ella, arrastrándola en dirección a Jan.

—¡No! ¡No! ¡Por favor! —suplicó Estrella, clavando los pies en la tierra del suelo para intentar frenar al alemán.

Volvió su rostro, suplicante, hacia el soldado, pero este, que contemplaba la escena con gesto horrorizado, evitó mirarla a los ojos.

El oficial dio un tirón más y Estrella voló, hasta aterrizar a los pies de Jan. Allí se agitó, intentando revolverse para escapar. Pero con un movimiento veloz, él la atrapó con energía por el brazo.

La atrajo con fuerza, obligándola a alzarse a pesar de sus piernas temblorosas que no eran capaces de sostenerla en pie. Estrella cerró los ojos, incapaz de enfrentarse a aquel horror final.

Jan gimió a escasos centímetros de su rostro. Ella apretó los ojos con más fuerza, pero aun así, las lágrimas se le deslizaron por la cara.

Jan le cogió también el otro brazo y la sacudió, gimiendo más alto, delante mismo de sus labios. Estrella abrió los ojos al fin.

Jan tenía el rostro negro de ceniza y con rasguños por toda la cara y el cuello. Su ojo derecho era un bulto amoratado, casi cerrado por una fuerte contusión.

El izquierdo estaba muy abierto y tenía la miraba enloquecida. El ojo se cerró y se volvió a abrir. Jan gimió de nuevo, pero en un tono algo distinto. Su ojo sano se abría y cerraba con desesperación.

Estrella estuvo a punto de soltar una carcajada cuando entendió que el teniente nacional Jan Lozano intentaba guiñarle un ojo.

Él bajó la mirada. Ella asintió y apoyó la cabeza contra su pecho. Respiró un segundo mientras escuchaba el latir de su corazón.

A su espalda, el oficial alemán dijo algo.

Estrella se dio la vuelta en un giro veloz, con la Star en una mano y la Astra en la otra, y vació el cargador de las dos pistolas sobre los soldados alemanes.

Estrella se peleaba con el cambio de marchas del vehículo alemán mientras avanzaban a toda prisa por el camino de tierra en dirección al pueblo de Bot.

—¿Sabes que estamos yendo hacia zona nacional, verdad? —observó Jan, medio caído contra la puerta en el asiento del copiloto.

—Te soltaré lo más cerca que pueda de uno de vuestros hospitales. Y luego me largaré. —Le echó un rápido vistazo de reojo sin despistarse demasiado de la carretera—. A ver si te miran ese ojo, que da angustia.

—Cuando las bombas explotaron, salí volando contra los primeros árboles. —Se tocó el ojo y gruñó de dolor—. Me comí el tronco de un pino.

Jan peleó por incorporarse, pero sus escasas fuerzas no lo mantenían firme.

—¿Dónde piensas ir después de dejarme? —le preguntó a la chica.

Estrella mantuvo la mirada al frente, en la carretera. Resultaban evidentes las arrugas que se formaban en su cara mientras intentaba encontrar respuesta a aquella pregunta.

—Intentaré cruzar a Francia —respondió al fin.

—Joder —se rio Jan—. Ya sé que este es un país de mierda, pero no me jodas, Francia…

Estrella soltó una carcajada. Siguió conduciendo. Cuando volvió a hablar, ya estaba otra vez seria.

—No me queda nada aquí —dijo en un susurro. Miró de reojo a Jan, que la observaba en silencio—. Habéis ganado la guerra; el país es vuestro. Al menos tú podrás disfrutarlo.

—A mí tampoco me queda nada —dijo Jan—. Este tampoco es ya mi país.

Recostó la cabeza contra el asiento, cerró los ojos y cayó inconsciente. La cabeza resbaló hasta chocar contra la puerta, a punto de quedar colgando por el exterior del vehículo descubierto.

Estrella detuvo el todoterreno al borde del camino. Por el oeste, el sol salía, viniendo desde el lado republicano de la batalla. A la luz del amanecer, Estrella comprobó que una de las heridas en el cuello de Jan sangraba de forma preocupante.