Final
Los muertos se habían dado la vuelta. El plan se estaba yendo al garete. El Mecha vio, a los lejos, al teniente nacional y a la Matacuras.
¿Se estaban abrazando? Pues sí que estaba jodida la cosa.
Miró a Miguel. El chaval gallego le devolvió una mirada casi perdida. Tenía los ojos inyectados en sangre.
Los muertos retrocedían presionados por los lanzallamas, dejando atrás la alambrada y el puesto de mando. Los soldados allí apostados gritaban vivas, victoriosos, y se ponían a cubierto dentro del edificio de cemento.
Los muertos acababan de sobrepasar su posición, junto a los destruidos nichos de ametralladoras.
—Hemos fracasado —dijo el Mecha.
Se estiró en el suelo para alcanzar su fusil y se lo ofreció a Miguel.
—Si quieres, puedo hacerlo yo…
Miguel ahogó un rugido enterrando el rostro en la tierra del suelo, para evitar que pudieran descubrirlos los soldados todavía apostados tras la alambrada.
El Mecha dio un bote, pero ya ni se apartó del gallego, aunque se aferró al fusil por si las moscas. Miguel lo miró con el rostro manchado de tierra.
—Me niego a morir así.
Mecha estaba a punto de objetar que no les quedaban muchas opciones, pero el otro le dejó con la palabra en la boca y se alejó, arrastrándose con el cuerpo pegado a tierra.
El Mecha dudó, sorprendido, pero acabó por seguirlo a cuatro patas mientras vigilaba de reojo a los muertos a un lado y a los tiradores al otro. Sin olvidarse de los dos soldados armados con lanzallamas que, a sólo unos metros enfrente de su posición, azuzaban a los muertos con las llamaradas de sus armas.
Alcanzó a Miguel cuando el chico estaba retirando la red de camuflaje que ocultaba la BMW del tirador alemán.
«Sí, señor», pensó el Mecha, «esta sí que es una buena máquina». Sacudió la cabeza con una sonrisa feliz en los labios.
Se percató de que Miguel lo estaba mirando, agarrado al manillar de la motocicleta.
—En cuanto arranque —le dijo el gallego—, me iré hacia los de los lanzallamas. Explotaré mis bombas. —Sujetaba con dos dedos el cordel de hilo de cobre, con las bombas de mano enganchadas—. Cuando estalle, intenta escapar.
El Mecha le ayudó a mover la moto, vigilando de reojo por si los veían desde la alambrada. Miguel pasó una pierna sobre el cuerpo del vehículo. El Mecha hizo lo propio, detrás de él.
—¿Pero qué coño haces? —Miguel luchaba por controlarse—. No me queda mucho…
El Mecha le enseñó su brazo derecho, con la manga destrozada. Un mordisco le había arrancado un trozo de carne del antebrazo.
—A mí tampoco me queda mucho. Y me apetece una última carrera.
Miguel se giró para mirarlo. El Mecha le dio una palmada en el hombro y el otro asintió.
El gallego sacudió una patada al pedal y arrancó la moto. Aceleró al máximo y salió a toda velocidad en dirección opuesta al edificio de cemento, encaminado hacia el bosquezuelo.
El revuelo alertó a los tiradores tras la alambrada y también a uno de los que portaban lanzallamas. Este último se giró, dirigiendo hacia la motocicleta el fuego que salía de la boquilla de su arma. Aunque estaban demasiado lejos como para que les alcanzara, el calor abrasador del fuego obligó al Mecha a esconder la cara contra el cuerpo de Miguel.
La llamarada los siguió de cerca mientras rodeaban el foso de ametralladora y se encaraban hacia los muertos. Un par de disparos de los tiradores atravesaron la barrera de fuego para perderse por encima de sus cabezas.
La motocicleta completó el semicírculo y se paró justo enfrente del puesto de mando, entre las dos zanjas de ametralla doras. Delante de una multitud de muertos vivientes que escapaban del fuego en dirección a ellos.
Miguel aceleró la moto sin dejarla ir. La rueda trasera levantó restos de tierra y de piedra, mientras un humo gris negruzco se elevaba desde el tubo de escape.
El Mecha le enseñó la granada que llevaba en la mano derecha.
—A por ellos, hijo —susurró.
Arrancó la anilla de la granada y la lanzó contra los muertos que avanzaban hacia ellos y que se interponían en su camino. La bomba golpeó a uno en la cara y, luego, rodó por el suelo, desapareciendo entre la multitud de cuerpos.
Al momento, explotó.
Varios de los cadáveres volaron por los aires, abriendo una brecha en la muralla de muertos andantes.
Miguel rugió con rabia, al tiempo que aceleraba de nuevo y, esta vez sí, dejaba ir la moto hacia adelante. El Mecha se abrazó con fuerza a su cuerpo. Con la mano izquierda agarró el cordel de cobre amarrado al torso del gallego.
Cruzaron por entre los muertos que habían resistido en pie la explosión, dando leves giros a un lado y a otro para evitar a los que intentaban agarrarlos.
Al fondo, aparecieron los soldados de los lanzallamas. Habían retrocedido hasta situarse justo delante de la alambrada, a pocos metros del puesto de mando. Mantenían bajas las boquillas de los lanzallamas, con sólo una pequeña llama azul brotando de las armas, pero cuando vieron aparecer la motocicleta, apuntaron directamente hacia ella y dispararon a toda potencia.
A través del cuerpo de Miguel, el Mecha podía sentir el calor del fuego. Agarró con fuerza el hilo de cobre y pensó con cariño en su familia cuando tiró de él.
La motocicleta explotó en el momento justo en que alcanzaba al primero de los soldados armado con un lanzallamas. La onda expansiva lanzó al segundo, convertido en una bola de fuego, contra la alambrada, destrozando la protección a la izquierda del edificio cúbico de cemento.
Una multitud descontrolada de muertos vivientes salidos del infierno cruzó en tromba por entre los restos de la explosión y a través de la brecha en la muralla de metal de alambre. Cayeron sobre los tiradores supervivientes como fieras hambrientas.
Un segundo antes de apretar el gatillo de su pistola Astra, la pistola reglamentaria de su regimiento. Un segundo antes de dispararle a la cabeza a Estrella para evitarle el trago de morir devorada en vida por aquella horda de muertos vivientes que ya, prácticamente, alcanzaban a tocarlos.
Un segundo antes de todo aquello, Jan sólo podía pensar en lo diferente que podría haber sido todo entre ellos dos si se hubieran conocido en otras circunstancias. En cualquier otro momento de su vida, antes de aquella noche, antes de aquella guerra, él habría sido el hijo de un industrial, destinado a hacerse cargo, con los años, del negocio familiar.
¿Y ella? ¿Quién habría sido ella? La hija de alguien, en algún pueblo que él nunca habría pisado, destinada a casarse con alguien del mismo pueblo y a parir y criar dos o tres hijos.
Si se hubieran conocido en otras circunstancias, ¿qué habría sucedido?
Ni siquiera se habrían mirado a la cara. Al menos algo de aquella noche había valido la pena.
Le dio un beso en el pelo mientras apretaba, con suavidad, el gatillo, sin preocuparse si quiera por si le quedaría tiempo u otra bala en la recámara para ahorrarse él mismo el sufrimiento.
Una terrible explosión sacudió el mundo a sus espaldas. Los muertos alrededor cayeron derribados. Estrella le miró, sorprendida. Él tiró de su brazo y corrió hacia la roca. Destinó el disparo de Estrella a un muerto que, sin llegar a recuperarse de la onda expansiva, alargó su brazo hacia ellos.
Saltaron sobre la roca. La explanada era un continuo de muertos caídos, la mayoría reventados por la explosión, que había abierto una brecha en la alambrada. El resto de andantes, los más cercanos a los escombros de la barrera de alambre y al edificio de cemento, corrían a devorar a los soldados que hasta hace bien poco les disparaban desde detrás de la protección, ahora destruida.
Jan rebuscó en el bolsillo del pantalón y le mostró, triunfal, a Estrella su último cargador. Lo metió en la pistola. Luego sacó la granada que todavía guardaba en el otro bolsillo.
—Tenemos una oportunidad —le dijo—. ¿Estás conmigo?
Ella asintió y sacó su bomba de mano. La lanzó contra los primeros muertos que lograban reanimarse a este lado de la explosión.
Los dos se refugiaron tras la roca y, en cuanto la bomba estalló, salieron a la carrera a través de la explanada.
La bomba de Estrella les allanó el camino de muertos andantes, y no fue hasta casi alcanzar la alambrada que Jan tuvo que tirar de pistola para eliminar a alguno que ya se iba a por sus cuellos. El resto de los monstruos continuaban demasiado ocupados merendándose a los soldados del puesto.
Rodearon el edificio cúbico por la derecha. En aquella pared y a través de un ventanuco, Jan pudo ver fugazmente cómo un oficial alemán con unos auriculares sobre la cabeza gritaba desesperado al micrófono de la radio. Justo un segundo antes de que dos muertos aparecieran por detrás del oficial y lo arrastraran por el suelo.
Terminaron de bordear la construcción. A pocos metros se reiniciaba el bosque de montaña, la pendiente boscosa que trepaba hasta la carretera a Bot, pero a los muertos no les interesaba aquel lugar. No con tanta carne fresca a su disposición allí abajo. Por todas partes algún muerto se ocupaba de devorar a uno de los soldados. Junto a la pared de entrada, tres de aquellos monstruos le arrancaban a mordiscos las tripas a un cuerpo con el uniforme de las SS.
—¡Jan! —el grito provenía de algún lugar a su derecha y Jan ni lo dudó. Era la voz de su tío.
El comandante Enrique Gavira corría junto al civil alemán.
—¡Jan! —le llamó de nuevo.
Otro soldado con el uniforme de las SS los defendía de las hordas de demonios con una metralleta en las manos. Jan pudo ver cómo derribaba a tres o cuatro, antes de que otros tres lo alcanzaran al mismo tiempo.
La metralleta voló hasta los pies de Jan, con la mano del soldado alemán aferrada todavía al gatillo. Jan se guardó la pistola Astra en el cinto, junto a la Star del sargento. Con la automática ya en las manos, ametralló a dos muertos que se abalanzaban sobre el comandante Gavira. Se acercó a él y al civil alemán con Estrella pegada a sus talones.
El alemán señaló hacia Gavira y le gritó a Jan:
—Dispárele, le han mordido. ¡Mátele!
Jan miró a su tío. Este se sujetaba un brazo con fuerza. La sangre le manchaba el uniforme. Gavira lo miró de aquella manera que ya había visto más de una vez aquella noche. Le señaló con un dedo.
—Todo esto es culpa de ellos —gritó Gavira, acusador.
Jan pensó que su tío había enloquecido. ¿Por qué le señalaba a él mientras gritaba aquello?
Entonces cayó en la cuenta de que no lo acusaba a él. Señalaba a Estrella. Ahora que se estaba transformando en un monstruo, su tío, el comandante Enrique Gavira, seguía culpando a los rojos de todos sus males.
—¡Mátalo! —gritó Gavira, enrabietado—. ¡Acaba con ese rojo cabrón!
Jan lo miró con tristeza.
—¡Maldita sea, obedéceme! —gritó Gavira.
—¡Tenemos que salir de aquí! —aulló el civil alemán, temeroso de que los muertos terminaran de devorar a su soldado y se fueran a por él.
Jan se volvió hacia Estrella.
—¡Corre! —le gritó—. Escapa de aquí.
Ella tiró de su brazo, pero él se resistió.
—Ven conmigo —le suplicó Estrella.
Jan negó con la cabeza.
—Los dos no lo lograremos. Le prometí a Miguel que tú escaparías. Vete. ¡Por favor!
Estrella se apartó de él con lágrimas en los ojos, todavía indecisa.
Jan sacó la granada del bolsillo y le quitó la anilla. La lanzó con todas sus fuerzas hacia el inicio de la subida a la carretera. Los dos se agacharon para protegerse de la explosión. Algunos muertos, agrupados por aquella zona, reventaron en mil pedazos.
En cuanto se difuminó el humo, Jan repitió:
—Corre.
Estrella le hizo caso y se marchó sin mirar atrás.
Gavira miraba a su sobrino con odio inhumano, pero permaneció quieto. El civil alemán quiso seguir el camino iniciado por Estrella, sin ser consciente de que los tres muertos que habían devorado al soldado de las SS ahora iban a por él.
El alemán dio un paso hacia Jan. Este alzó la mano.
—¡Espere!
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Los tres muertos estaban a medio metro a la espalda del alemán.
—¡No se mueva!
—¿Por qué? ¡Por Dios! ¿Qué pasa?
Los tres muertos lo alcanzaron. Uno le mordió en el cuello. Otro, en un brazo. El tercero arremetió contra su cara.
El alemán gritó pidiendo ayuda desesperado, pero Jan no movió un dedo por él.
«No es un mundo justo»; pensó.
Pero a veces compensa.
El tío de Jan, o más bien el cuerpo que una vez había albergado su alma, caminó despacio hacia él. Por detrás, el resto de muertos acababa de caer en la cuenta de que Jan era el único vivo que quedaba por allí. Él apuntaba a un lado y a otro la metralleta, sin decidirse a disparar. No habría sabido sobre quién, de entre todos aquellos muertos.
Por delante de los demás, Gavira aún alcanzaba a pronunciar algunas palabras:
—Eres un monstruo —le dijo, con un sonido gutural que arrastraba las palabras—. Como todos esos rojos del demonio.
—Lo siento, tío. —De nuevo, una lágrima se le escurrió por la mejilla—. Descansa en paz.
Le disparó un tiro seco en la cabeza. Gavira cayó muerto. Los monstruos siguieron avanzando. Una amalgama de uniformes de soldados republicanos y nacionales; de falangistas, milicianos, moros y alemanes. Todos ellos, unidos en la muerte, yéndose a por Jan. Los muertos olisqueaban el aire en su dirección.
Jan disparó dos ráfagas más, a bulto, contra los engendros. Sabía que no tendría balas suficientes para todos; era imposible. Y la carrera, a su espalda, hasta el bosque y hasta la carretera, resultaba sin lugar a dudas demasiado larga.
Un silbido descendió del aire de la noche sobre sus cabezas. Tres sombras negras cubrieron la escasa luz de la luna en el cielo.
Jan Lozano, teniente de requetés, le dio la espalda a la cincuentena de muertos y echó a correr, empujado por la última esperanza de huida, que bajaba desde el cielo nocturno, viniendo por el oeste.