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Indicios

A primera hora de la tarde, el teniente del ejército nacional Jan Lozano, al mando de la segunda compañía del Tercio de Requetés de Montserrat, inició el ataque, por la ladera derecha, a las posiciones republicanas en el cerro de San Marcos. Las otras dos compañías del Tercio abordaron la cumbre desde el centro y la izquierda, apoyadas por el fuego de la sección de ametralladoras.

Los rojos, que hasta dos días antes habían resistido como jabatos en aquel lado del Ebro, se replegaron en desbandada. Algunos de ellos todavía tuvieron arrestos de disparar contra la horda que se les venía encima, y una de aquellas balas sobrevoló la cabeza de Jan, a pocos centímetros por encima de la boina roja insignia del Tercio.

Jan se parapetó tras una roca gris punteada de hierba seca, clavada en medio de la subida. A su lado aterrizó el sargento Amorós. Sus ojos enloquecidos tardaron unos instantes en reconocer a su teniente. Una carcajada brotó de entre su barba manchada de tierra y le soltó un fuerte palmetazo a Jan en el hombro.

¡Per Déu i per Espanya! —gritó, antes de salir al trote del refugio de piedra.

Jan cogió aire y corrió tras él. El fuego enemigo golpeteó el suelo a sus pies. El sargento escapó en una dirección y Jan en otra.

Se escondió tras una roca. Tiró del cerrojo del fusil, alzó el arma y disparó. Otro disparo se estrelló contra la roca que lo protegía. Otro tirón del cerrojo y un nuevo disparo.

Un soldado enemigo cayó de espaldas a unos diez metros de Jan.

Más allá, los restos de la tropa roja corrían hacia su retaguardia, descendiendo por el otro lado de la cota pelada. Algunos se detenían a disparar contra los asaltantes. Tiros a la desesperada, casi sin apuntar. Los demás ni siquiera eso.

Jan y sus hombres cargaban y disparaban, comiéndoles el terreno con rapidez. Jan derribó a otro enemigo. Cargó y volvió a disparar, sin pensar, empujado por la batalla y por los gritos de sus compañeros.

La bala salió de su fusil. El hombre al que había disparado corría desarmado, intentando escapar de una muerte segura.

Jan bajó el fusil, pero ya era tarde. El disparo golpeó al rojo en la espalda, a la derecha de la columna, y lo hizo caer, rodando un par de metros cuesta abajo.

Cuando Jan llegó junto a él, el soldado todavía respiraba. No era más que un crío. ¿Qué podía tener? ¿Diecisiete? Ni siquiera eso. Le miraba con los ojos encharcados y extendió su mano hacia él. Jan se la cogió con fuerza, mientras el niño se despedía de la vida antes de tiempo, con una lágrima despejando un reguero en la suciedad de su rostro.

El teniente Jan Lozano no disparó ni un solo tiro más en aquel combate. Alrededor, sus compañeros celebraban con disparos al aire la toma del cerro de San Marcos.

Jan se encontraba dirigiendo la consolidación de la posición tomada, ordenando la situación de los puestos de ametralladoras, cuando un enlace llegó a la carrera y le entregó un despacho del comandante Gavira.

El sargento Amorós apareció por detrás y le colocó un paquete de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Jan cogió el paquete y lo observó con sorpresa.

—¿Lucky?

—Se los he requisado a un internacional americano. No me mires así, el tipo me los ha dado de buena gana. Estaba feliz de no haber caído en manos de los moros; tú ya me entiendes. —Hizo el gesto de rebanarse el cuello con el pulgar y soltó una risotada.

—Tú sabes que no fumo.

Jan intentó devolver los cigarros, pero el sargento lo detuvo.

—Le he sacado dos paquetes, y ese es para ti. Haz con él lo que quieras: fúmatelos o véndelos. —Se fijó en el despacho que le habían entregado a Jan—. ¿En qué merder nos meten ahora?

—Sólo es un mensaje de Gavira. Quiere verme. —Se guardó los cigarrillos en el bolsillo del pantalón. Agradeció el regalo de su sargento con un guiño.

—Yo me encargo de organizar esto. —Amorós dirigió un vistazo descuidado a los dos soldados que manipulaban la ametralladora. Después repasó a Jan de arriba abajo y señaló el uniforme manchado de tierra—. ¿No pensarás ir a ver a tu tío con esas pintas? —soltó otra carcajada—, que ya sabemos cómo es.

Jan buscó refugio en la paridera que él, el sargento Amorós y un alférez habían tomado como alojamiento. Era una casucha inmunda que todavía apestaba a oveja, pero las paredes de piedra y el techo de tejas les protegerían de la intemperie durante las noches que tuvieran que pasar en aquella posición.

Tardó unos veinte minutos en afeitarse, con la ayuda de un espejito prestado por el alférez, y en cambiarse la muda por otra que conservaba limpia y doblada en su macuto.

Al sacar los bombachos de la bolsa ya notó que la cosa no andaba bien: el tacto de la tela era demasiado rígido. Los sacudió en el aire, para estirarlos, y vio que la pernera ancha estaba tiesa como un cartón. Recordó a la mujer del alcalde de un pueblecito de Extremadura donde habían acampado, una piadosa margarita de requetés que se empeñó en lavar el uniforme que aquel joven teniente atesoraba con tanto cariño en su macuto. La buena mujer le había metido tal cantidad de almidón a la prenda que, cuando Jan se la colocó, parecía más el payaso triste de un circo que un teniente de requetés bien vestido.

De cualquier manera, no tenía tiempo de adecentar el uniforme de campaña, así que se limitó a meter bien el fondo de los bombachos en las botas y, por encima de la camisa, se vistió con la guerrera y el tabardo. Tras meditar unos instantes, dejó el fusil en la esquina de la casucha que le había tocado en el reparto y se ató al cinto la cartuchera con la pistola Astra reglamentaria.

Se sentía ridículo preocupándose por ponerse de punta en blanco en lugar de permanecer junto a sus hermanos tras las situaciones infernales que habían compartido en las últimas semanas.

Pero su tío, el comandante Gavira, le había mandado llamar. Y Jan sabía lo que le satisfacía al viejo que la soldadesca se le presentara con sus mejores galas. Tampoco costaba tanto darle el gusto. Al fin y al cabo, era su oficial al mando.

Y, además, ahora ya sólo se tenían el uno al otro.

Jan sacudió la cabeza. Tras todo lo que habían pasado en la familia los últimos dos años, merecía la pena un leve sacrificio con tal de hacer feliz a su tío durante un rato.

Rescató del fondo del macuto la boina roja de requeté que le regaló su tío al alistarse en el Tercio de Montserrat y sustituyó la roída y ennegrecida que había llevado durante los largos meses de combate.

Así vestido, se presentó impecable ante el enlace, que lo esperaba subido a la moto con sidecar que lo había traído hasta allí. Amorós le lanzó un silbido cuando lo vio pasar tan elegante y señaló con sorna los bombachos del teniente. Jan respondió con un gesto obsceno que provocó otra risotada del sargento.

—No tardaré —gritó desde el sidecar, mientras se calaba a fondo la gorra roja e indicaba al conductor que arrancara.

Amorós los despidió con la parodia de un saludo militar.

La noche caía con rapidez y, al poco de dejar atrás la posición, el piloto le informó de la necesidad de abandonar la pista de tierra por temor a que la artillería republicana pudiera localizarlos.

Dicho esto, aceleró a fondo y Jan tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas al sidecar, sin quitarle ojo al leve enganche que mantenía unido su asiento al cuerpo de la motocicleta.

Siguieron un inexistente camino entre arbustos secos y troncos quemados, esquivando a oscuras y con el faro de la moto apagado los escasos árboles supervivientes al fuego de artillería.

Tras bordear el cerro del Águila, alcanzaron el puesto de mando secundario de la 74a división del Ejército del Maestrazgo.

Se trataba de una posición en tres núcleos, el principal de los cuáles formaba las dependencias de mando, situadas en un búnker excavado en la tierra a los pies de la montaña. Junto a él, un hospital de campaña, compuesto por tres vagones de un tren hospital descarrilado camino de la estación de Bot, trasladados hasta allí por el cuerpo de ingenieros y escondidos al abrigo de una cueva natural. Finalmente, un conjunto de postes de madera y lonas de camuflaje escondían a los vehículos encargados de transportar a los enfermos más graves hasta la retaguardia nacional.

El piloto lo descargó ante la entrada del búnker de mando: una serie de trincheras de cemento, bajo techo de hormigón, tomadas a los rojos hacía menos de un mes. En cuanto estuvo en pie, Jan se recolocó el uniforme de gala de su compañía, boina roja incluida, y se esmeró en limpiarse el barro de las botas y de los bombachos ante la mirada burlona del conductor.

—Ni una sola palabra —le advirtió, sin mucha seriedad en la voz.

El piloto amagó el consabido saludo militar.

—Le recogeré en dos horas, mi teniente.

Arrancó de nuevo la moto y dibujó un círculo a su alrededor para regresar por el camino que los había llevado hasta allí. Una nube de polvo ocultó durante unos segundos la partida del vehículo.

Por encima del pico que protegía el campamento, se vislumbraba a lo lejos el doble fulgor amarillo de la artillería: los disparos de los cañonazos primero, seguidos instantes después por las explosiones en el cielo nocturno. Aquella noche se seguía combatiendo sobre la sierra de Cavalls y también en el extremo norte de la sierra de Pándols. Jan volvió la vista hacia su derecha y se sorprendió al comprobar la tranquilidad en el cielo sobre la parte sur de la sierra: ni una explosión ni estallido de luces despejaba la oscuridad nocturna por aquella zona. Una pequeña escuadrilla de tres o cuatro cazas cruzaba por allá, en aquel momento, con total tranquilidad.

Se dirigió a la entrada del búnker. Junto al soldado vigía, extremadamente firme y compuesto, un cabo se fumaba un pitillo con la espalda contra el muro de hormigón. El soldado se relamía de envidia y no apartó la mirada del cabo hasta que Jan llegó a su altura.

—Vengo a ver al comandante.

El cabo alzó una mano para evitar la respuesta del soldado vigía.

—Está reunido con el general Vigón. —Dio una calada al cigarrillo y expulsó el aire por encima de Jan. Este lo observó unos instantes, hasta que el cabo se sintió incómodo y tiró el cigarrillo con un carraspeo—. Quédese por aquí; le avisaré cuando esté libre.

El oficial descendió tres escalones y desapareció en el interior del búnker cementado, dejándole a solas con el vigía, que no sabía a dónde mirar.

Jan oteó los alrededores. En el campamento no se movía ni el aire. A medio camino entre el búnker de mando y el almacén de vehículos, un par de soldados reposaban a refugio de una chabola improvisada hecha de paredes de piedra y techo de maderos. Las cuatro piernas asomaban estiradas por la entrada de la improvisada construcción.

Fijó la mirada en el hospital de campaña. Al abrigo de la cueva no se distinguía con claridad el interior de los vagones.

—¿Muchos heridos? —le preguntó al soldado vigía.

—No ha sido un buen día, señor.

Jan se metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó un par de cigarrillos Lucky. Se los colocó en el bolsillo de la camisa al vigía y se dirigió al hospital.

—Gracias, mi teniente —el soldado sonaba como si le hubiera tocado rancho doble.

Jan se despidió con el brazo sin volverse.

La entrada a la cueva estaba a oscuras, al igual que el primero de los vagones. Se trataba de una cuestión de seguridad elemental: a menor señal lumínica, menores posibilidades de llamar la atención de la aviación roja. Los Katiuska rusos al servicio de la República eran escasos y, a estas alturas de la guerra, disponían de poco armamento, pero bastaba con una bomba bien dirigida para destrozar un puesto de mando o un hospital en vanguardia.

Cruzó el primer vagón a paso lento. Al final del furgón, en la puerta de entrada al siguiente, un candil de aceite colgado de un gancho en el marco iluminaba el acceso. Gracias a aquella luz escasa y a que sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra reinante, percibió los cuerpos tumbados a ambos lados del coche. Al prestar atención, escuchó cómo uno de ellos respiraba agitado. Los otros cuatro no: o ya no respiraban o, por desgracia, pronto dejarían de hacerlo.

El segundo vagón estaba algo más iluminado. Aparte del candil en la puerta de entrada y otro en el acceso al último vagón, dos cabos de vela alumbraban la mesilla a un lado de la estancia donde cuatro heridos jugaban a las cartas. Cuando Jan entró, todos se volvieron a mirarlo, pero básicamente sólo vieron su uniforme demasiado limpio. Uno incluso se rio abiertamente mientras señalaba, sin demasiado disimulo, los pantalones de payaso. Tras ellos, un practicante atendía al quinto paciente, tumbado este en un camastro. El enfermero fue el único que le saludó, aunque lo hizo en tono rutinario:

—Mi teniente.

Jan asintió con una mueca de agradecimiento. Los cuatro heridos que jugaban a las cartas volvieron a lo suyo. Jan se acercó a ellos, pero como ninguno le prestaba atención, se dirigió al sanitario que, en aquel momento, le cambiaba el vendaje al enfermo recostado en el lecho. Este apartó al camillero sin miramientos cuando reconoció a Jan.

—Joder, teniente Lozano, ¡qué pinta llevas!

El herido era un legionario con el que Jan había combatido junto al cementerio en Villalba de los Arcos, en el primer combate en que se vio envuelto su batallón tras su llegada al frente del Ebro. La primera de las dos ocasiones en que el Tercio de Montserrat quedaría casi deshecho en el escaso plazo de dos meses.

El legionario se levantó de un salto y golpeó el brazo de Jan a modo de saludo. El enfermero intentó detenerlo:

—No debería…

—Ya, ya —le ignoró el legionario. Fue a sentarse a una silla junto a los otros, al lado de la puerta de salida del vagón. Le hizo una seña a Jan para que lo siguiera. Como no había más asientos libres, Jan se acodó contra el marco de la puerta.

El enfermero se encogió de hombros y se pasó al primer vagón.

Jan no lograba recordar el nombre del legionario. ¿Montoya? ¿Moreno? Juraría que era algo con «M». Teniendo en cuenta que aquel tipo lo había sacado a rastras de debajo de un muro derruido, al menos podría recordar cómo se llamaba. Sacudió la cabeza disgustado.

—¿Qué te ha sucedido? —le preguntó al legionario.

—La metralla de una bomba rojilla. —Se señaló los vendajes, algodón manchado de rojo, que le rodeaban el abdomen—. Entró por aquí, por el costado, y volvió a salir sin hacer mucho daño. ¿Tienes un cigarrillo?

Jan se puso muy serio.

—¿Estás seguro de que te conviene?

El legionario le miró todavía más serio. Jan se rio.

—Era broma, toma.

Le soltó dos de los cigarros Lucky americanos. Los miembros de la partida los miraron hipnotizados. Jan sacó los cinco cigarrillos que le quedaban en el paquete y los arrojó a la mesa. El más rápido de los heridos capturó dos. El resto se conformaron con uno por barba.

—Gracias, mi teniente —dijo uno de ellos.

El que se había reído antes agradeció el regalo con un gesto de la cabeza. Se quedó mirando a Jan. Este le aguantó la mirada.

—¿Quieres decirme algo? —le preguntó al fin al soldado, un cabo de regulares, como indicaba la insignia en la guerrera abierta. Un aparatoso vendaje le rodeaba la frente. Los dientes amarillos destacaban en su tez morena.

—Está usted muy elegante.

El resto de jugadores estallaron en una carcajada común. Jan sonrió y agradeció el cumplido con una leve inclinación de cabeza.

El legionario dio un manotazo en la mesa que hizo saltar las piedrecillas que usaban de monedas.

—Poco cachondeo con mi amigo. Si no es por él, se cargan a toda mi compañía en el cementerio de Villalba.

El sonriente se puso serio.

—Perdone, mi teniente, no pretendía ofender.

Jan sonrió y negó con la cabeza.

—Tranquilo. —Le puso una mano sobre el hombro al legionario—. Y tú no exageres.

—Yo nunca exagero. ¿Alguien va a darme cartas, coño? Y vamos a jugarnos esos cigarrillos.

El sonriente repartió cartas. Jan escrutó, a través de la oscuridad, la entrada al primer vagón, pero nadie apareció a buscarle. Por instinto, se dio la vuelta hacia el tercer vagón. Estaba tan oscuro como el primero y casi no se alcanzaba a ver los tres primeros camastros, todos ellos vacíos.

En la cuarta cama había un hombre. Le estaba mirando con atención.

Permanecía muy quieto, tumbado boca arriba. Al fijarse mejor, Jan se dio cuenta de que lo habían atado con correas por los brazos y las piernas a la camilla.

Jan cogió el tirador de la puerta que separaba los dos coches. El legionario le detuvo enganchándolo por el cinturón de la cartuchera.

—Mejor no entres ahí.

Jan le miró y luego miró de nuevo al otro vagón. El hombre atado seguía observándolo sin disimulo.

—¿Qué le sucede? —preguntó al legionario.

—Está loco —respondió el risueño en su lugar—. Y no me extraña. Lo raro es que no andemos todos con orinales por sombrero —se rio de forma exagerada.

Jan seguía con la mano en la puerta.

—Lo trajeron entre cuatro camilleros esta mañana —explicó el legionario—. Berreaba no sé qué sandeces sobre el infierno que nos iba a devorar a todos. Lo pusieron junto a un chaval de Lugo, un recambio novato al que le habían dado un tiro en la pierna. Una hora después se tuvieron que llevar al gallego, histérico de escuchar las locuras de ese. Tras el último transporte de heridos al hospital, alguien decidió que sería mejor aislarlo ahí. Todavía no saben qué hacer con él.

—Para mí que el jeta ese intenta que lo saquen de aquí haciéndose el tarado.

Jan abrió la puerta.

—Está atado, ¿qué va a hacerme? —dijo Jan. El legionario se encogió de hombros.

Jan entró al tercer vagón y cerró la puerta tras de sí.

La estancia estaba casi a oscuras. El paciente, atado con correas de cuero, de pies y manos, a la camilla, ya le miraba desde antes de acceder al vagón y no le quitó ojo mientras se acercaba a él. Jan cogió el taburete de madera que debían de utilizar los sanitarios para examinar a sus pacientes y se sentó junto al camastro. El hombre allí tumbado no parpadeó ni dijo nada.

—¿Cómo te encuentras, soldado?

—No estoy loco, mi teniente —aunque su mirada crispada decía otra cosa.

Jan le sonrió, intentando no parecer condescendiente.

—Tranquilo. Todos lo hemos pasado mal. Yo no pude dormir durante tres noches tras mi primera vez en combate.

El hombre sacudió la cabeza.

—Yo ya llevo mucho en esto. Desde el principio. Córdoba, Brunete, Teruel… Ya estaba aquí cuando los rojos cruzaron el río. Pero esta vez es diferente.

—Lo sé. Llevamos semanas aquí, atascados…

El paciente se incorporó de súbito; todo lo que le permitían las correas en manos y piernas. Se encaró con Jan:

—¡Joder! ¡Eso ya no importa! —gritó—. ¡Estamos condenados! ¡Todos nosotros!

El estallido pilló por sorpresa a Jan, que se levantó de un salto. El taburete rodó por el suelo del vagón. Jan aprovechó que tenía que recogerlo para apartarse un metro del camastro.

En el otro vagón, el legionario hizo ademán de abrir la puerta. Jan lo detuvo con un gesto. El legionario asintió y los observó un segundo más antes de regresar a la partida de cartas.

El paciente parecía haberse tranquilizado tan rápido como se había excitado. Ya no miraba a Jan. En realidad, su mirada no apuntaba a un destino claro. Murmuró algo por lo bajo. «Infierno» fue la única palabra que Jan alcanzó a entender.

Colocó el taburete a una distancia prudencial del camastro. El paciente volvió a mirarlo. Su mirada se había aclarado de nuevo.

—¿Podría encender una luz, mi teniente? Ya no soporto la oscuridad.

Sus ojos señalaron un candil apagado que colgaba de la pared de madera del vagón, detrás de Jan. Este cogió una caja de cerillas de una mesilla auxiliar y con uno de los fósforos encendió la lámpara. La luz se extendió hasta aproximadamente la mitad del vagón. Le había dado la espalda al paciente, que empezó a hablar en tono calmado:

—¿Ha venido a trasladarme? —el paciente sonó esperanzado.

Jan se volvió. Dejó las cerillas donde las había cogido y se sentó de nuevo en el taburete.

—Lo siento, esa no es mi misión.

El paciente suspiró al tiempo que se hundía en el camastro.

—Supongo que tampoco podría soltarme.

—Me temo que no. Seguro que mañana se pasa el médico. Procure calmarse hasta entonces.

El hombre quedó en silencio, con los ojos muy abiertos, fijos en Jan. Este esperó con paciencia a que el paciente se aviniera a seguir hablando. Lo hizo tras unos buenos segundos.

—Es usted requeté. Un carlista. Será usted religioso, ¿verdad?

—Así me han educado.

—¿Cree en el infierno? ¿En la condenación eterna?

Jan dudó y el hombre no le dio tiempo a responder.

—Yo de joven no pisaba la iglesia —siguió el herido—. Pero luego me casé, y mi Petra es muy piadosa. —Sus ojos se perdieron en algún recuerdo amable durante un instante; una breve sonrisa asomó en sus labios—. Iba con ella a misa cada domingo. Y el cura siempre hablaba de amar a nuestros semejantes.

Otra pausa. El hombre desvió la mirada hacia la parte en sombras del vagón. La cabeza de Jan luchaba por encontrar palabras de consuelo, sin éxito. El herido atado volvió a mirarle.

—Luego comenzó todo esto. Y el cura de la compañía nos decía que estaba bien matar a los enemigos de España y de Dios. Y yo le hice caso. —Sacudió la cabeza. Sus ojos se iluminaron de pronto y, por un instante, desapareció la expresión enloquecida de su rostro—. ¿Cree usted que a ojos de Dios es válido el arrepentimiento en el lecho de muerte?

Jan no se esperaba para nada aquella pregunta, pero esta vez logró reponerse y respondió al hombre antes de que este siguiera con sus desvaríos.

—Creo que tú ya estás arrepentido.

—¿Pero qué pasa con los soldados que mueren sin verlo venir? De un tiro o por la metralla de una explosión. Si han matado, ¿no irán al infierno?

El hombre se estaba excitando de nuevo. Había regresado a su mirada enloquecida.

—No debes pensar en eso ahora.

—Es verdad. Nada de eso importa ya. Todos nosotros estamos ya condenados.

Lo dijo con tal rotundidad que Jan no supo qué responder. En el fondo sentía que estaba de acuerdo con aquel loco. Todos allí eran unos asesinos. Ni en el mismo infierno podía haber más condenados que en aquel lado del Ebro.

El soldado herido volvió a callar, con la mirada fija ahora en el techo del vagón. No fue hasta pasados un par de minutos que se dirigió de nuevo a Jan.

—Esa misión suya, ¿ha de cumplirla por esta zona?

—En realidad no lo sé. Me han llamado para una reunión…

—Pues márchese cuanto antes. —El hombre se había medio incorporado de nuevo—. Hágalo antes de que los muertos vuelvan a levantarse.

Dicho esto, volvió a tumbarse, con los labios apretados, como arrepentido de sus palabras.

A Jan no le pareció que aquel hombre fingiera nada. Se veía que estaba asustado de veras, pero no se le ocurría qué podía decirle. A pesar de ello, intentó calmarlo.

—Estos meses han sido duros para todos. Yo llevo aquí desde finales de julio y las he visto de todos los colores. Tú llevas todavía más… Sólo necesitas descansar. Mira, quizás pueda hablar con tu médico para que te mande unos días a retaguardia.

—¡No estoy haciéndome el loco! ¡No busco que me manden a descansar unos días! He luchado en Teruel y en Segovia. No tengo miedo a los putos rojos. No me asustan los hombres que mueren cuando se les dispara.

Sus ojos se habían encendido y lo miraban de nuevo desencajados. Se agitó en el camastro con tal violencia que liberó su brazo derecho. Jan se apartó de un salto, tirando otra vez el taburete. El hombre no hizo ademán alguno de alcanzarlo. Sólo le apuntó con el índice.

—He matado a muchos hombres. Todos nosotros lo hemos hecho y vamos a pagarlo caro. El infierno ha mandado a sus muertos a por todos nosotros y no podemos defendernos de ellos.

La puerta del vagón se abrió y el camillero entró en estampida, seguido de cerca por el legionario. Entre los dos amarraron al paciente que ahora se había callado. Mantuvo los ojos fijos en Jan y una media sonrisa desquiciada en los labios mientras lo ataban de nuevo al lecho. Jan sintió otra presencia en la estancia. El soldado vigía miraba desde la puerta sin atreverse a cruzarla.

—El comandante le espera —anunció con un hilillo de voz. Tras entregar su mensaje, retrocedió para alejarse bien deprisa del loco.

Jan observó una última vez al paciente, de nuevo amarrado a su camastro; la mirada perdida sin solución. Luego siguió al soldado vigía fuera del vagón.