19

Derrota

Jan disparó y disparó, vaciando el cargador de su pistola Astra contra la ametralladora que había arrasado el árbol de Rafir. Se quedó sin balas y tuvo que recargar. Los muertos que habían sobrepasado su posición ya se echaban encima de los dos nichos de ametralladora. El jodido plan estaba funcionando.

Notó una presencia a su derecha. Un muerto se había detenido, de entre todos los que avanzaban hipnotizados por los focos y por las balas que les venían de frente. En los últimos minutos, ninguno de aquellos engendros les había prestado la más mínima atención, ni a él ni a Jurel, quien permanecía tirado en posición fetal en el suelo.

Pero aquel muerto sí que los vio. Se quedó allí quieto un instante, como si él mismo tampoco entendiera por qué los demás estaban pasando de largo de aquellos apetitosos bocados.

Entonces dejó de pensar, o de lo que fuera que andaba haciendo su cabeza trastornada, y se fue a por Jan. Este terminó de recargar y le agujeró la frente de un disparo.

Fue como si Jan se hubiera colocado en medio de un escenario, iluminado por los focos, para comenzar a berrear enganchado al micrófono.

Los muertos que venían detrás de aquel se olvidaron de lo que tenían delante y se fueron a por los dos vivos escondidos apenas en aquel hoyo. Jan saltó sobre Jurel y lo arrastró fuera del socavón un segundo antes de que se llenara de cadáveres hambrientos.

Jan disparaba a diestro y siniestro, pero el otro, que había perdido su arma en el agujero, no le servía de la más mínima ayuda. «Al menos también se merendarán a ese desgraciado»; pensó Jan mientras los muertos se les echaban encima.

Disparó una vez más y le reventó la cabeza a otro cadáver. El siguiente cayó sobre él, lo agarró por la guerrera y lo atrajo con fuerza. Aunque el aliento podrido, tan cerca del rostro de Jan, lo paralizó un instante, logró reponerse a tiempo y acertó a librarse de él soltándole un culatazo de la Astra en la sien.

Otro más se acercó por su izquierda, desde una distancia de metro y medio. Llevaba la guerrera del uniforme abierta sobre el pecho descubierto. Mostraba un torso agujereado por varios disparos.

Jan apretó la culata de su pistola, con el dedo en el gatillo, pero antes de que pudiera disparar, al otro le reventó la cabeza de forma espontánea.

Jan se agachó al instante.

—Al suelo, Jurel —ordenó.

Pero el cabo falangista ya no se encontraba a su lado. Sin que Jan supiera muy bien cómo, Jurel había encontrado un hueco por el que escabullirse y ahora corría en dirección al bosquezuelo. Al poco desapareció por debajo de los pinos, tras la primera línea de árboles.

Las cabezas de los muertos, alzados a muy poca distancia del arrodillado Jan, reventaban una tras otra. Al ir cayendo los cuerpos, se abrió una brecha en la muralla de carne sin vida delante de él. A través de aquel espacio, pudo ver a Estrella y al sargento disparando su fusil y su pistola contra los enemigos de Jan, desde el refugio que les proporcionaba una enorme roca.

El corazón le dio un vuelco de alegría al comprobar que la chica seguía con vida. Atravesó de un salto el agujero que habían dejado los caminantes caídos y corrió hacia ella.

Rafir cayó a peso sobre el muerto de la chaqueta de cuero, golpeando con fuerza en el suelo. En cuanto tocaron tierra, el moro rodó a un lado para librarse del demonio, pero este le había enganchado con sus garras y rodó junto a él, quedando, al final, montado encima de Rafir.

El monstruo bajó la cabeza, con la boca abierta, para hincar los dientes en el rostro del soldado, pero este le sacudió un cabezazo con fuerza, quebrándole varios dientes.

Logró apartarlo a un lado y se levantó, con la bayoneta en la mano a modo de puñal. El muerto se retorcía en el suelo, aturdido por el contraataque del vivo.

Rafir se puso a la defensiva, con el puñal en la mano, preparado para repeler el siguiente ataque. Entonces sintió un cosquilleo en la frente y se llevó, instintivamente, la mano a la cabeza.

Palpó la sangre que brotaba de un corte en la cabeza. Se arrancó un diente del muerto, que se le había clavado al golpearlo. El reguero de sangre aumentó su caudal y se deslizó sobre sus ojos y su nariz.

El muerto se enderezó y gimió en su dirección.

—¡Me has matado, cabrón! —le gritó Rafir.

El muerto se fue a por él, pero Rafir no se paró a esperarle. Saltó hacia adelante, agarrando la bayoneta con las dos manos. Cayó sobre el de la chaqueta de cuero y le clavó el acero en el centro mismo del cráneo.

Dieron un golpetazo contra la tierra. El muerto ya no se movía. Rafir tiró del cuchillo con todas sus fuerzas para liberarlo de la cabeza del otro. Luego volvió a apuñalarlo, una y otra vez, hasta reventarle el cráneo por completo.

Se levantó del suelo, salpicado por los restos del cadáver. Al momento se dio cuenta de que no estaba solo. Varios muertos rezagados se le acercaban despacio. Parecían dudar sobre si aquel vivo sería una buena comida o no.

Rafir sintió cómo, poco a poco, algo empezaba a torcerse en el fondo de su mente. Rebuscó en el bolsillo del pantalón hasta encontrar una granada de mano con una pequeña cadena enroscada alrededor.

Los muertos habían formado un círculo que lo rodeaba por completo. Rafir no los miraba, pero podía olerlos.

Al final de la cadenita había un colgante. Rafir rescató un recuerdo del fondo, todavía humano, de su mente y abrió el colgante. Sonrió al ver la foto. Se la enseñó a los muertos, que ya casi le tocaban.

—Mi Sarai. —Bajó la mirada hacia el colgante—. Te veré en el paraíso.

Alzó la granada.

Jurel corría a lo loco. Se escondía dos segundos tras un árbol para luego refugiarse a la sombra de un arbusto y, desde allí, salir a cuatro patas, agachado, levantándose poco a poco hasta volver a correr a toda prisa.

Todo ello para esquivar a los muertos, que aparecían por todas partes y arrastraban sus piernas en dirección a la explanada de la que Jurel huía como alma que lleva el diablo. Los muertos respondían a la llamada de los disparos y las explosiones que llegaban desde allí.

—Se pueden quedar con todos ellos —dijo para sí mismo—. Ya se pueden pudrir todos juntos: muertos, republicanos y nacionales.

Hablaba solo, en un susurro, enloquecido por el terror. Escrutaba las sombras, con los ojos muy abiertos. Un muerto aparecido tras un tronco pasó a pocos metros y Jurel casi se mea encima. Se quedó muy quieto, como si él mismo fuera otro árbol. Rezó en silencio hasta que el muerto se marchó.

Recuperó el aire y volvió a correr. Al poco se detuvo al oír a alguien que hablaba. Él conocía aquella voz.

Se desvió un poco de su camino de huida para ir hacia la voz. Buscó refugio tras un árbol. Al otro lado del tronco, a pocos metros de distancia, en el centro de un círculo de muertos a punto de devorarlo, el moro Rafir alzó una granada.

La bomba explotó. Mil fragmentos de muertos y de Rafir volaron por los aires. Jurel se escondió tras el árbol para esquivar las esquirlas de hueso y los restos de carne que se estrellaron contra el tronco.

Al poco asomó el rostro. A medio metro a su izquierda, en el suelo, descansaba la parte superior del tronco de lo que había sido un legionario nacional. Por increíble que pudiera parecer, la gorrilla con la borla aún le aguantaba encima de la cabeza.

Jurel salió de su escondite, sigiloso y dispuesto a retomar su camino de huida.

El legionario muerto estiró el brazo hacia él, al tiempo que abría unos ojos sanguinolentos y emitía un gemido gutural. A Jurel se le escapó un aullido de niña histérica. Pateó al muerto en la cabeza y salió a la carrera, olvidando toda precaución.

Sus gritos histéricos alertaron a una manada de muertos que se le acercaron de frente, cortándole el camino. A toda prisa, torció a la derecha, resbalando y raspándose las piernas contra un arbusto.

Se repuso con esfuerzo, empujado por el aliento de los muertos que se le acercaban por detrás. En pocas zancadas puso tierra por medio con ellos, pero su huida estaba siendo tan ruidosa que un nuevo trío de cadáveres andantes volvió a cerrarle el camino.

Frenó en seco. Se dio la vuelta y pudo ver que los otros ya estaban allí. Miró a la derecha y luego a la izquierda, pero los monstruos lo rodeaban por todos lados.

Se puso a llorar como un niño, soltando babas descontroladas. Las piernas le fallaron y el círculo de muertos se fue cerrando, poco a poco, sobre él.

Jurel se encogió en el centro, cubriéndose la cabeza con las manos. Se hizo un ovillo en el suelo, gimiendo, sin dejar de llorar. Desde fuera del círculo de muertos, su cuerpo ya no podía verse.

Unos segundos después, sus gemidos se tornaron aullidos cuando los muertos comenzaron a despedazarlo.

Jan derribó por la espalda al muerto que se interponía en su camino, disparándole la última bala del cargador de la Astra en el cogote. De un salto sobrepasó la roca que protegía a Estrella y al sargento.

Mientras recargaba su pistola se puso a cubierto tras la chica. Ella siguió disparando con su fusil hacia la izquierda mientras el sargento protegía el flanco derecho. Jan se alzó para mirar por encima de la roca.

La primera avanzada de su particular ejército de muertos ya había dado buena cuenta de los dos puestos de ametralladora y de los soldados que las defendían. Ahora avanzaban, decididos, hacia la alambrada, desde donde un grupo de soldados, estos vivos, se habían apostado para defender a la desesperada el edificio de cemento. Sus disparos, aunque lograron detener a algunos de los monstruos, no parecían capaces de acabar con todos ellos.

Jan intentó localizar a Miguel o al Mecha, pero no pudo verlos en medio de aquel follón infernal. Al momento se temió lo peor.

Estrella llamó su atención:

—¿Cómo nos va por ahí? —le preguntó, en una pausa entre disparo y disparo.

Tras la primera avanzada de muertos, la más numerosa, que ellos mismos habían atraído hasta allí y que estaban dando buena cuenta de las defensas del puesto, aparecieron algunos grupos más. Uno de estos era el que mantenía ocupados a Jan y a sus dos compañeros supervivientes. Gracias a la buena puntería de los dos rojos y a que la gran mayoría de los muertos, deslumbrados por las luces y disparos desde la alambrada, habían pasado de ellos, el espacio que ocupaban se estaba despejando de enemigos.

—Quizás lo logremos —respondió Jan, en un ataque de optimismo—. Creo que si logramos aguantar unos minutos más, la alambrada caerá bajo la presión de esos monstruos. Luego sólo —remarcó el tono en «sólo»— tendremos que abrirnos paso entre ellos con las granadas.

Estrella giró la cabeza para sonreírle.

—Unos minutos no son nada, después de toda esta noche.

Él le devolvió la sonrisa, que al momento se le congeló en un rictus de terror cuando un muerto, aparecido de la nada, la agarró por el cuello y la arrastró hacia sus fauces.

—¡No! —gritó Jan. Saltó tras ellos, pero otro engendro se le vino encima y frenó su intento de rescate.

Forcejeó con su atacante, sólo lo justo para colocarle la pistola en la sien y atravesársela de un disparo.

El otro muerto había arrastrado a Estrella a un par de metros de distancia. Jan contemplaba la escena como si sucediera más lenta de lo normal pero, aun así, a una velocidad tan rápida que él no pudo hacer nada para evitar que ocurriera.

El muerto abrió la boca y bajó el rostro, para morder el cuello de la chica.

Un brazo de hombre se interpuso en el camino de los dientes. Estos se cerraron sobre la carne, sin importarles a quién perteneciera.

Su dueño, el sargento rojo, aulló de dolor, pero sacó fuerzas para apartar al muerto de su soldado. El cadáver seguía masticando, cegado por su hambre infernal. De un tirón le arrancó medio antebrazo al sargento, antes de que este lograra pegarle un tiro con su pistola a través de la coronilla.

El muerto se desplomó. Jan alzó la pistola, pero ya no quedaban enemigos. Todos habían pasado hacia adelante, en dirección a las defensas, o habían caído derrotados por sus disparos.

Estrella, tirada en el suelo, lloraba desconsolada con la mirada fija en el sargento. El hombre, de rodillas sobre la tierra, se agarraba el muñón ensangrentado con una expresión de terrible dolor en el rostro.

Lanzó su pistola a los pies de Jan. Este la miró, confuso.

—Que sea con mi arma —rugió el sargento.

Jan negó con la cabeza.

—¡Vamos! —gritó el otro, a punto de perder la cordura.

Jan se agachó y, como activado por un resorte, recogió el arma con su mano libre y se puso otra vez en pie. Apuntó la pistola hacia el sargento. Sintió una lágrima cálida en su rostro.

—No… —pidió, bajito, Estrella, estirando la mano hacia su sargento.

Él la miró una última vez. Haciendo un esfuerzo sobrehumano por superar el dolor y la locura que se abría paso a través de su cerebro, le sonrió, afirmando con la cabeza, durante un par de segundos.

Después, todavía con la misma expresión plácida en el rostro, se volvió hacia Jan.

Este asintió y disparó. El sargento cayó, muerto, hacia atrás.

Estrella saltó desde el suelo sobre Jan, gritando y llorando. Le golpeó, repetidas veces, con los puños en el pecho. Él la abrazó con fuerza, luchando por detenerla.

Miguel peleaba a puñetazos contra los muertos. Sentía una rabia que le abrasaba las tripas y amenazaba con cegarle la mente, pero él se negaba a rendirse.

Uno de los monstruos le mordió en un brazo y Miguel se lo quitó de encima de un golpetazo, sin importarle que el otro se llevara un trozo de su carne con él.

Sólo quería abrirse paso hasta el muerto que había atrapado al Mecha. Desde donde estaba alcanzaba a ver la espalda del muerto agachado sobre el cuerpo caído del rojo, justo al lado de la BMW camuflada del tirador devorado por los muertos.

Tras la alambrada se había posicionado un pelotón de soldados armados con fusiles. Disparaban contra todo lo que se movía en la explanada, pero hasta aquel momento los muertos más cercanos a ellos los habían tenido bastante ocupados.

Ahora, dos de los soldados apuntaron sus armas hacia la posición en que se encontraba Miguel.

Este se tiró al suelo. Las manos de todos los muertos en derredor fueron a por él, pero una lluvia de balas los barrió del terreno.

Esperó tirado, con la cara en la tierra y con los brazos protegiéndole la cabeza, hasta que los tiradores terminaron con los muertos que lo rodeaban y volvieron a prestar atención a los que se acercaban a ellos, viniendo desde el centro de la explanada.

Miguel se movió con sigilo para no llamar la atención de los tiradores. Alcanzó a gatas la posición del Mecha justo a tiempo de ver cómo el rojo se quitaba de encima al muerto que lo había agarrado.

Miguel se alegró de ver que el republicando todavía estaba vivo. Se acercó por la espalda al cadáver andante y, con un solo movimiento ejecutado con ambas manos, le partió el cuello.

El muerto cayó desorientado al suelo. Miguel vio que el Mecha llevaba en la mano su bayoneta. El rojo se acercó en dos gateadas y se la clavó en la cabeza al otro.

Miguel se detuvo a su lado. Ambos se miraron.

—¿Todavía estás aquí? —le preguntó el Mecha.

—No por mucho tiempo —se sonrió Miguel, con un esfuerzo inmenso por mantener la poca cordura que le restaba. Por la expresión en la cara del otro, su sonrisa no debía de resultar nada tranquilizadora.

Un revuelo en la primera fila de muertos junto a la alambrada captó su atención. Una llamarada, surgida desde detrás de la barrera, hizo retroceder a la primera fila de monstruos, que se apretujaban empujando las defensas mientras intentaban echarlas abajo a base de fuerza bruta. El olor a carne quemada se extendió por todo el frente. Una segunda llama acabó con la resistencia de los muertos que continuaban agarrados a la alambrada.

—¿Qué cojones…? —murmuró el Mecha.

Varios soldados apartaron una sección de la barrera de alambre. Dos de ellos atravesaron aquella brecha y salieron a campo abierto, a un metro escaso por delante de los muertos. Ambos soldados llevaban un depósito metálico colgado en la espalda. Del depósito salía una manguerita que enganchaba con una boquilla metálica.

Uno de los dos soldados apretó el gatillo. La llamarada abrasó al más cercano de los muertos y lo transformó, al instante, en una antorcha humana que giraba sobre sí misma.

El otro soldado imitó a su compañero, apuntando la llama hacia el lado contrario que aquel. Ambos barrían el campo de batalla con el fuego de sus lanzallamas.

La luz de los focos, los disparos y las explosiones habían atraído a los muertos hacia allí. El fuego, por fin, los hacía retroceder.

Los cadáveres iniciaron una retirada confusa, tropezando unos con otros, de regreso por el camino que los había llevado hasta allí.

Un par de ellos, como luchando contra la corriente que formaban los demás, o quizás porque estaban demasiado hambrientos como para resistirse, avanzaron hacia los dos soldados armados con lanzallamas.

Estos reaccionaron abrasándolos sin piedad. Los dos muertos, negándose a caer, todavía avanzaron medio metro hacia delante hasta que sus piernas chamuscadas se quebraron, y los dos cayeron al suelo para no moverse más.

En su precario refugio tras la roca, Jan seguía consolando a Estrella, que todavía lloraba bajo su abrazo con la mirada fija en el cadáver del sargento.

Un nuevo tumulto, que sonaba desde la zona de la alambrada, se sobrepuso al sonido de las armas. Desde allí detrás, el tono de los gemidos de los muertos había variado, a oídos de Jan.

«¿Están asustados?»; pensó.

Además, sobre el rumor constante de los lamentos de aquellos engendros, se superponía otro ruido, una especie de siseo gaseoso. Apartó a Estrella con delicadeza y volvió a mirar por encima de la roca que los protegía. Ella lo siguió, todavía aturdida.

Desde la alambrada, los muertos regresaban a por ellos. Un par de soldados armados con lanzallamas atizaban a aquel rebaño del infierno en su dirección.

—Hay que largarse de aquí.

Jan se guardó la pistola Star del sargento en el cinto. Cogió a Estrella por la mano y se dio la vuelta en dirección al bosquezuelo.

Un nuevo grupo de muertos apareció de entre los árboles. Avanzaban directamente hacia su posición. Jan miró a uno y otro lado de la explanada. Tanto el barranco a un lado, como la pared de la montaña al otro, no ofrecían escapatoria.

Tiró de Estrella hacia la alambrada, pero el muro de muertos caminaba hacia ellos desde allí. Giró de nuevo, en dirección al bosque, desesperado.

Estrella le apretó la mano y le obligó a mirarla. Él se resistió; todavía giraba la cabeza a un lado y a otro, buscando una salida, algún sitio por donde escapar. Ella le acarició la cara con una mano, haciendo que él la mirase. Le sonrió.

Los muertos se les echaban encima; podían escuchar sus pasos cada vez más cerca. Decenas de pies se aproximaban desde ambos lados de la explanada.

—Creo que tu plan no ha funcionado —le susurró Estrella.

Jan se rindió y dejó de buscar una salida. Suspiró hondo y se sonrió, entristecido.

—¿Qué esperabas? Era un plan de mierda.

Ella lo abrazó con fuerza y se rio con ganas, apretándose contra su pecho. Él también la abrazó. Por encima de su cabeza vio a un muerto que se adelantaba a los otros. Vestía un estrafalario pantalón azul oscuro. El casco metálico se balanceaba sobre su cabeza, a punto de caer.

Estrella se separó de su abrazo y le miró con los ojos llenos de lágrimas. Bajó su mano hacia la mano de él, la que sujetaba la pistola Astra. Lentamente, la alzó hasta ponérsela junto a la cabeza.

—No —gimió él; las lágrimas le resbalaban por el rostro.

—Por favor —pidió Estrella—. No les dejes que me cojan.

Él cerró los ojos con fuerza, para intentar retener las lágrimas. Luego volvió a abrirlos. La miró sonriendo y asintió.

Ella pegó, de nuevo, la cabeza contra su pecho.

Jan le acarició el pelo con la mano libre. Con la otra, apretó con fuerza la pistola y puso el dedo índice sobre el gatillo.