Ataque
En poco tiempo cada grupo había alcanzado su zona asignada. Por toda la ladera boscosa empezaron a escucharse gritos, patear de ramas y de arbustos, y algún que otro disparo. Al desesperado grupo de soldados le valía cualquier manera para lograr que los muertos andantes se acercaran a ellos, cualquier modo de llamar su atención.
Los primeros en tener éxito fueron el Mecha y Miguel.
El gallego caminaba delante, por decisión propia. De aquella manera, según le dijo a su ahora compañero, al otro no le pillaría por sorpresa alguna variación extraña en su comportamiento.
El Mecha intentaba darle conversación, quizás porque se apiadaba del destino del pobre muchacho, quizás porque de aquella manera pretendía retener su humanidad un poco más.
Miguel respondía con monosílabos, y a veces sólo con gruñidos. Se descargaba gritándoles insultos a los muertos, a todo pulmón. Volvía a sudar en abundancia y el Mecha se dio cuenta de que temblaba de nuevo, por lo que asió con fuerza el máuser. Mantenía una cierta distancia para evitar que, en caso de que resultara necesario accionar el cordón de bombas, la explosión pudiera alcanzarle.
En un par de ocasiones, Miguel no respondió ni con gruñidos a la conversación del Mecha, por lo que este hubo de insistir hasta arrancarle alguna palabra para convencerse de que el chaval seguía con él.
En una de esas estaban cuando un muerto, atraído por las repetidas voces y ruidos de llamada, apareció atravesando las ramas de un arbusto de aliaga y, tras perder parte de su uniforme enganchado en las espinosas ramas, se acercó tambaleante hacia Miguel.
El Mecha dio un bote, sorprendido. Se hizo a un lado para esquivar a Miguel y disparó directo a la cabeza del muerto, que se derrumbó al instante.
Miguel se volvió hacia él, enfurecido.
—¿Pero qué mierdas haces? ¡Los necesitamos vivos!
—Joder, es verdad. —Hizo una pausa—. Perdón —acertó a decir al cabo de unos segundos.
Miguel sacudió la cabeza, como intentando controlar la furia que se lo comía por dentro. Volvió a caminar, pero se detuvo al oír la risa del Mecha. Lo miró con una expresión que se preguntaba si aquel rojo se había vuelto loco por completo.
—¡Los necesitamos vivos! —gritó el Mecha. Y luego le preguntó en tono más bajo—: ¿No me dirás que no tiene gracia?
Miguel no pudo reprimir una sonrisa.
—Sigamos de una vez —ordenó.
Se escucharon pasos hacia el sur de donde ellos se encontraban. Los pasos venían acompañados de inconfundibles gemidos, gruñidos y lamentos, así que los dos se dirigieron hacia allí.
Jan y Jurel llevaban caminando unos siete minutos y todavía no se habían encontrado a ninguno de aquellos demonios. Jan se estaba quedando afónico de tanto llamar a los muertos a voz en grito. ¿Dónde coño se habrían metido?
—Vamos, Jurel, meta algo de ruido.
El cabo falangista lo miró con desgana.
—Perdone si no me apasiona la idea de atraer a esos devoradores de carne hacia nuestra posición.
—Ya lo hemos hablado. Esta es nuestra única opción.
—Bueno, también podríamos dejar que eso lo hagan los demás —sugirió Jurel—. Que ellos se encarguen de atraer a los muertos, que luego ya nos escaparemos nosotros en medio del follón.
Jan se detuvo y se encaró con él:
—Les hemos prometido que trabajaríamos juntos.
—¿Y qué coño importa? Esos rojos ya estaban perdidos antes de esta noche. Y además, si logramos escapar, seguiremos en nuestro lado de la batalla. Esos tres comunistas irán directos a prisión o delante de un pelotón, con un poco de suerte. —Se quedó pensativo un segundo—. Pensándolo bien, podríamos quedarnos con la chica.
Jan apretó el puño, tentado de repetir lo de la masía. Se contuvo y se limitó a responder:
—¿Y qué pasa con Miguel? ¿Y con Rafir? Son nuestros compañeros.
—Asúmalo, mi teniente —el tono de burla resultaba evidente—. El gallego ya no está con nosotros. Y a ese moro mercenario le pueden dar bien por el…
Un ruido de pasos le hizo callar. Jurel palideció.
Jan se acercó a una muralla de arbustos altos y se abrió paso entre la vegetación. Allí mismo, delante de él, apareció un grupo de unos veinte soldados muertos. Algunos estaban sentados sobre la tierra, otros de pie, quietos o moviéndose despacio. Un par de ellos se arrastraban por el suelo, incapaces de controlar los degradados músculos de sus piernas.
Los que se movían en pie, lo hacían sin sentido, despacio, girando sobre sí mismos o dando dos pasos a un lado para luego regresar a su posición original.
Uno de ellos, sentado en la tierra, parecía contemplar las estrellas.
Jurel susurró a la oreja de Jan:
—Vámonos de aquí. Son demasiados.
Jan le miró. El falangista estaba muerto de miedo. Jan se rio a carcajadas.
—¿Por qué, cabo? ¡Es justo lo que estábamos buscando!
Y salió de su escondite dando gritos, pateando las ramas y agitando los brazos como quien reclama la atención de un toro bravo.
—¡Joder! —se quejó el sargento, sin parar de correr, casi sin aliento—. ¡Me cago en la puta! ¡El cabrón dijo que eran sólo algunos muertos dispersos!
Desde el momento en que Estrella y el sargento asomaron la cabeza por la zona que les habían asignado, se encontraron rodeados por un batallón de muertos vivientes.
Vinieron de todas partes, desde detrás de los árboles, de entre los arbustos. Apareciendo tras las rocas y materializándose entre las sombras. Aunque se trataba de atraer al máximo de muertos y arrastrarlos a campo abierto y hacia el puesto de mando de la operación, tanto Estrella como el sargento se vieron obligados a disparar contra las cabezas de algunos de ellos.
—¡Vamos, sargento! —gritó la chica, girando sobre sus talones para abatir a un muerto que estiraba el brazo peligrosamente cerca del suboficial.
Él pasó junto a ella, resoplando, buscando a toda prisa la salida del bosquezuelo. Ella recargó el fusil y disparó a la cabeza de otro muerto antes de correr tras el sargento.
Al poco tiempo, volvió a superarlo, pero sólo para detenerse de nuevo. Cuatro cadáveres bloqueaban su huida, de pie delante de ellos.
El sargento la alcanzó y se detuvo a resoplar agotado, con las manos apoyadas en las rodillas.
—Estamos perdidos —susurró, sin aire en los pulmones.
Los muertos de delante todavía no se movían, pero los que los perseguían se acercaron lentamente.
Estrella se colgó el fusil a la espalda, en bandolera, y empezó a dar saltos, agitando los brazos sobre su cabeza.
Desde lo alto de la encina, Rafir vigilaba el desarrollo de los acontecimientos. Acababa de comprobar cómo el teniente Lozano y el cabo Jurel mantenían las distancias sobre una docena de soldados muertos que los seguían a pocos metros. Un instante antes había estado a punto de derribar a un cadáver que se acercó por la izquierda al cabo Jurel. Le pareció que el falangista no era consciente de lo que se le venía encima, así que Rafir tiró del cerrojo del fusil, atrás y adelante, para preparar el disparo. Pero antes de que fuera necesaria su intervención, Jurel percibió la presencia y disparó contra el pecho del muerto, derribando momentáneamente al demonio.
Sin apartar la vista de la mirilla del fusil cargado, Rafir realizó un barrido sobre el bosque, hacia la derecha de la posición de Jurel y de Lozano.
La mirilla enmarcó a una figura que saltaba y agitaba las manos. La chica republicana llamaba, desesperada, su atención.
Ella y su sargento estaban rodeados por los muertos.
—Joder —susurró el moro Rafir.
Fijó su objetivo, respiró hondo y disparó. Uno de los cuatro muertos que les bloqueaban la huida a los dos republicanos cayó fulminado.
Rafir tiró del cerrojo, ris-ras. Disparó de nuevo. Hizo fuego dos veces más y, a toda prisa, extrajo el peine vacío del cargador e introdujo uno nuevo.
Volvió a apuntar mirando por encima del fusil, pero ni la chica ni el sargento se encontraban ya por allí. Apartó el arma y escrutó la oscuridad. Había muertos por todas partes. Uno de ellos, un cuerpo que había pertenecido a un republicano y que vestía una chaqueta de cuero sobre la camisa del uniforme, se lo quedó mirando fijamente. Entonces se puso a caminar.
Rafir apartó el fusil para mirar con mayor claridad. Sí, no había duda.
El muerto venía a por él.
Jan apareció a toda prisa por el extremo izquierdo del acceso desde el bosque a la explanada, seguido a un par de metros por Jurel.
Tras ellos, una multitud de soldados desarrapados, heridos, algunos incluso faltos de miembros. Pero con un ansia terrible por cazar a los dos vivos que los precedían.
Unos segundos después, y a pocos metros a su izquierda, casi en el límite lateral de la planicie que desembocaba en un despeñadero, salieron a campo abierto Miguel y el Mecha. Este se quedó de piedra al observar la multitud de muertos allí congregados. Miguel tuvo que regresar sobre sus pasos para tirar del brazo del republicano y hacerlo reaccionar.
—¡Corre! —le rugió.
Mecha palideció al ver la expresión casi inhumana del chaval, pero lo siguió a toda prisa al escuchar cómo se acercaban, todavía entre los árboles, el grupo de muertos que ellos dos habían atraído hasta allí.
Jan corría ya en campo abierto. Enseguida percibió movimiento en las dos fosas, a izquierda y derecha del llano, que protegían el centro de mando.
Se puso a cubierto en una leve hondonada del terreno, justo a tiempo de evitar una ráfaga de ametralladora. Jurel cayó a su lado.
El foco central barrió de nuevo toda la extensión, iluminando, desde detrás de la alambrada, a la marabunta de muertos que los perseguían. A ellos dos, y a Estrella y el sargento, que acababan de aparecer por la derecha, a punto de caer en las garras de otro grupo de muertos andantes. El primero de ellos, lo que quedaba de un miliciano con una estrella roja en el gorro, estiró el brazo intentando cazar el pelo de la chica.
Jan le disparó, acertándole en el costado, con lo que logró retrasarlo. Estrella, sorprendida por el disparo, se giró hacia su posición un instante y miró a Jan sin dejar de correr.
Una nueva descarga de fuego, proveniente de una de las ametralladoras MG 34, acertó en el suelo cerca de ella y del sargento. Los dos saltaron a refugio de una roca, desapareciendo de la vista de Jan. Él asomó la cabeza tras su parapeto y disparó los restos del cargador de su pistola contra el puesto enemigo. Desde su foso, el tirador respondió arrasando un montón de piedras a un metro por delante del agujero del suelo en el que se habían cobijado Jan y Jurel. El falangista, hecho un ovillo en el fondo del socavón, intentaba desaparecer bajo tierra.
Otro foco iluminó la explanada, doblando la intensidad de la iluminación. Algunos de los muertos quedaron deslumbrados y, como insectos dirigidos hacia una trampa, se vieron atraídos por la luz. Al momento se olvidaron de Jan y de sus compañeros.
Desde la copa de la encina, Rafir vio cómo los focos de luz maniobraban desde su posición junto al puesto de mando para enfocar hacia la exigua protección que refugiaba a Jan y a Jurel.
Los dos nichos de ametralladoras habían cruzado sus fuegos. El que estaba situado a la izquierda del centro de mando disparaba en dirección a la derecha del campo de batalla, al lugar por el que habían entrado los muertos atraídos por la chica y el sargento rojos.
El de la derecha, en cambio, se ocupaba de derribar a los que habían arrastrado hasta allí el teniente Lozano y el cabo Jurel. En este puesto, el fuego se había detenido momentáneamente. El tirador de la MG 34 apremiaba con gestos graves a su ayudante para que se apresurara, mientras señalaba a la posición de los dos nacionales deslumbrados por el foco.
El ayudante terminó de colocar una nueva carga de munición en la máquina. El tirador se colocó en situación y apuntó con el arma en dirección hacia la posición de Lozano y de Jurel.
Rafir no dudó ni un segundo y tiró con su fusil, casi sin apuntar. El disparo no acertó al tirador, pero le obligó a apartarse un momento del arma. Rafir recargó y, ahora sí, centró la mirilla en su objetivo. Disparó de nuevo, acertando en el pecho al tirador, que cayó hacia atrás en su trinchera. El moro no pudo reprimir un grito de satisfacción. Miró a ambos lados en la copa del árbol y protestó en voz alta, disgustado por no poder compartir con nadie el mejor disparo que había hecho en su vida.
En el foso de la ametralladora, el ayudante saltó hacia el arma. Rafir tiró hacia atrás del cerrojo, pero el arma se encasquilló. Miró con pánico cómo el ayudante alcanzaba el aparato ametrallador y lo giraba hacia su posición. Tiró de nuevo del cerrojo con fuerza y el casquillo voló por los aires. Apuntó por la mirilla. La boca de la MG 34 ya disparaba sobre él y, por puro instinto, saltó hacia atrás para esquivar el fuego, cayendo de la copa del árbol.
Los disparos de las ametralladoras atraían a los muertos, que desfilaban como hipnotizados por la luz de los tres enormes focos. Los demonios pasaban a pocos metros de la posición en la que se ocultaban Jan y Jurel, ignorando a los dos vivos que procuraban por todos los medios pasar desapercibidos dentro del pequeño socavón del terreno que los protegía del fuego de las máquinas enemigas.
Jurel, que llevaba un buen tiempo hecho un ovillo en el suelo y con la cabeza casi enterrada en la tierra, alzó la mirada para encontrarse con un muerto que pasaba a menos de medio metro de su posición. El falangista soltó un gritito histérico, pero el otro, con la mirada fija adelante, hipnotizada por las luces y los estallidos, no le hizo ni caso y siguió su camino. Jurel siguió gritando histérico hasta que Jan lo pateó para que se callara.
Jan vio cómo, a pocos metros por su izquierda, les sobrepasaban Miguel y el Mecha, corriendo a toda prisa, seguidos por una docena de muertos casi a fila de a uno. Jan susurró para llamar la atención del gallego, pero este avanzaba con la mirada perdida y no lo vio ni pudo escucharlo en medio del caos de las explosiones y de los disparos. Como tampoco lo vio el republicano, que se esforzaba en seguir a Miguel y a duras penas lograba pegar algún tiro para alejar a los muertos que les comían el terreno.
Al momento, una ráfaga de ametralladora reventó la copa redonda de una encina próxima al inicio de la explanada. Las ramas del árbol, el más alto de aquella primera línea, explotaron bajo la lluvia de proyectiles.
Jan no se dio cuenta de que era el árbol de Rafir hasta que no vio caer su cuerpo por detrás de la copa.
Se alzó por encima de su parapeto, gritando de rabia y disparando su pistola contra los tiradores enemigos, sin importarle los disparos que le respondían ni los muertos que avanzaban a su alrededor.
Sin saber muy bien cómo habían logrado llegar hasta allí, Miguel y el Mecha alcanzaron uno de los puestos de ametralladora, aquel que estaba situado a la izquierda del centro de mando. El tirador y su ayudante se esforzaban en contener, a tiro limpio, a la multitud de muertos que se les echaba encima, a los que se unieron los que llegaron persiguiendo al nacional gallego y al motorista republicano.
La MG 34 se quedó sin munición y, antes de que pudieran reponerla, los muertos se abalanzaron dentro del nicho de la ametralladora, cayendo en tromba sobre los indefensos soldados. Dos demonios agarraron al tirador y lo derribaron contra el suelo. Le clavaron los dientes en el cuello y comenzaron a desgarrarlo como dos lobos hambrientos.
El ayudante salió a rastras del hoyo. Tras la zanja, a cubierto por unas redes de camuflaje, habían escondido una moto, una BMW del mismo modelo que la que pilotaban los dos hombres de la Legión Cóndor con los que Miguel y el teniente tropezaran, varias horas antes, en aquella misma noche infernal.
Miguel frenó en seco una vez cumplido su objetivo de alcanzar el puesto defensivo. Apartado sólo unos pasos del nicho de ametralladora, contemplaba impasible cómo los muertos despedazaban el cuerpo del tirador. El Mecha, que se había quedado atrás, lo alcanzó, resbalando en la tierra justo delante del gallego. Miguel lo sujetó con fuerza y evitó que se fuera al suelo.
—Mierda, chaval, ¡corre! ¡Tenemos que alcanzar la alambrada!
Pero Miguel no se movió. Lo seguía agarrando con fuerza.
Por detrás de ellos, algunos de los muertos rodearon el foso donde sus compañeros se estaban dando un festín. Fijaron su objetivo en los dos vivos quietos allá adelante.
El Mecha alzó la mirada buscando los ojos de Miguel, pero sólo vio un vacío.
Se agitó para separarse de él. Miguel lo dejo ir.
—Vamos, chaval —le susurró—. Tienes que aguantar —le pidió, al tiempo que retrocedía—. No nos abandones ahora.
Un rugido a su espalda le obligó a girar sobre sus talones. Un muerto con uniforme de falangista estiró su mano sin carne hacia el rostro del soldado republicano. El Mecha recordó que llevaba un fusil y disparó. El tiro hizo añicos la mano huesuda y atravesó también la cabeza de su dueño, que se derrumbó con el ruido de un saco de huesos golpeando el suelo.
Los demás muertos que hacían cola para merendarse al soldado republicano avanzaron pisoteando los restos del que acababa de caer. El Mecha retrocedió, sin apartar la vista de ellos, tirando del cerrojo del fusil sólo para comprobar que el cargador estaba vacío.
Metió la mano en el bolsillo para coger su último peine de munición, sin dejar de caminar hacia atrás.
Hasta que chocó contra Miguel.
Cerró los ojos, en una súplica silenciosa. Oía a los muertos a menos de un metro.
Miguel lo empujó con violencia, hacia un lado, apartándolo del camino de los muertos andantes. El Mecha cayó al suelo de culo. Abrió los ojos y vio cómo Miguel les rugía a los otros monstruos. Parecía un león intentando demostrar a la manada quién era el que mandaba allí.
Le miró al rostro. Volvió a sentir un rescoldo de humanidad en los ojos del gallego, unas leves brasas que luchaban por no apagarse.
—Aún podemos conseguirlo —dijo, casi en un susurro, Miguel.
El Mecha se alzó eufórico, cargando su fusil con el último peine que le quedaba.
—Estoy contigo, chaval.
Pero un muerto apareció desde la oscuridad a su espalda y se lo llevó por delante.
Poco a poco, Rafir fue recuperando la consciencia. Le dolía todo el cuerpo y la cabeza parecía a punto de estallarle. Sentía un ardor palpitante en las sienes. Buscó por instinto su fusil, pero al estirar el brazo sólo encontró ramas y el tronco de un árbol.
Al final logró abrir los ojos y vio que su mundo estaba del revés. Literalmente. Recordó el ataque de la ametralladora y su vuelo instintivo hacia atrás, que debería haber dado con sus huesos en el suelo. Por fortuna, el macuto de la munición, bien sujeto a su pierna, seguía enganchado de la rama donde él mismo lo había colgado y, ahora, lo mantenía en aquella incómoda posición, con la cabeza a tres metros del suelo.
La claridad de los disparos cercanos se abrió camino en su espesa cabeza, junto con los gritos y los gemidos de los muertos. Supo que tenía que recuperar cuanto antes su máuser. Si el arma no estaba en las ramas de la encina, a la fuerza tenía que haber caído al suelo, así que allí lo buscó.
Efectivamente, allí abajo se encontraba. Caído a un par de metros del tronco del árbol. Pisoteado, una y otra vez, por las hordas de muertos andantes que desfilaban camino de la explanada, justo por debajo de la cabeza de Rafir.
El moro aguantó la respiración y fijó la mirada en el macuto enganchado a su pierna, rezando por que aguantase el peso de su cuerpo. Si la bolsa se soltaba en aquel momento, o si la rama se quebraba, caería sobre los muertos como una vaca en un estanque de pirañas.
Entonces, sin saber muy bien cómo ni por qué, se sintió observado y se vio obligado a mirar al suelo. Allí abajo había un hombre muerto, el soldado republicano de la chaqueta de cuero. Con sus ojos sin vida fijos en él.
Le gimió, al principio con desgana, pero enseguida aumentando el tono, mientras acompañaba sus lamentos con golpeteos al tronco del árbol y con vanos intentos de atraparlo. Estiraba los brazos hacia él, con desesperación. Hambriento.
Un sudor frío recorrió la columna de Rafir cuando escuchó cómo la rama que lo sujetaba comenzó a crujir.
Con todas sus fuerzas, se dobló por la cintura, intentando alcanzar el macuto, pero sólo logró darle un golpe. Volvió a caer a su posición boca abajo. La rama crujió una vez más.
Con el golpe sólo había logrado descubrir la tapa del macuto. Por allí asomó el mango de su bayoneta.
El muerto seguía abajo, esperándolo. La rama se dobló y Rafir se descolgó medio metro, quedando casi al alcance del demonio. Una de sus garras le rozó el pelo.
Desde el macuto abierto acabó por deslizarse la bayoneta, que Rafir cazó al vuelo. Miró hacia abajo, al muerto republicano con la chaqueta de cuero. La rama estaba a punto de partirse. Apretó el cuchillo de la bayoneta en su mano, amenazando al otro.
—¿Quieres guerra? —le gritó—. Por mí, de acuerdo.
La rama se partió.