Un plan de mierda
Se reunieron todos unos metros hacia el interior de la arboleda, a buen cubierto entre los altos troncos de los pinos. Miguel temblaba y sudaba, con la mirada perdida en el suelo. Los demás le vigilaban con precaución y desconfianza, a excepción de Estrella, que le había cogido de la mano e intentaba consolarlo y mantenerlo calmado.
Rafir y Mecha controlaban los alrededores a un par de metros de distancia del círculo que formaban los demás. En el centro del cónclave, Jan habló:
—Los muertos serán nuestro ejército —repitió.
El sargento agitó la cabeza como si no escuchase bien.
—Ya te hemos oído la primera vez —miró alrededor—, pero seguimos sin entenderte.
—¿Cómo piensas que podremos conseguir eso? —dijo el Mecha—. Nos acercamos a esos cadáveres andantes y les sugerimos: «Oye, esos tipos de más allá son los culpables de tu situación. Deja un momento de comerme los higadillos y ve a devorarlos a ellos».
—No creo que sea necesario darles tantas explicaciones —apuntó Jan, con cierto tono de fastidio—. Bastará con atraerlos hacia el puesto de mando, hacia la salida del valle.
El sargento se acercó a él con interés.
—¿Cómo los atraemos? —preguntó.
—No lo sé. A tiros. Gritando, corriendo por la ladera para llamar su atención. Llevamos toda la noche moviéndonos con sigilo. Creo que ha llegado el momento de empezar a hacer ruido.
—¿De qué serviría todo esto? —pregunto Jurel; su rostro era puro escepticismo.
—A lo mejor no sirve de nada. Igual los muertos se nos comen a todos sin que lleguemos a salir de entre los árboles.
Un coro de miradas se giró hacia Jan. Este alzó la mano para que nadie le interrumpiera.
—Pero, a lo mejor, logramos atraerlos hacia el puesto de mando. Sería una maniobra de distracción cojonuda. Nos daría una oportunidad. Un centenar de muertos ávidos de carne humana, cayendo sobre los nichos de ametralladora. Ya visteis todos antes, cuando topamos con los de la Legión Cóndor, que a los muertos no parece importarles que les lluevan balazos. Les ciegan sus ansias de merendarse a cualquier vivo.
Quedaron todos pensativos. Tras unos segundos, el Mecha rompió el silencio:
—Bueno, es mejor que sentarse a esperar la muerte.
—Estoy de acuerdo —afirmó Rafir.
Jurel movía la cabeza de lado a lado, poco convencido, pero no llegó a decir nada. El sargento asintió hacia Jan. Este buscó con la mirada a Miguel y a Estrella. Ella le sonrió una afirmación. Miguel también asintió, en medio de temblores cada vez más fuertes.
Estrella se aseguró de que el gallego seguía más o menos bien antes de dar dos pasos hacia los demás.
—Creo que hay algo en lo que no habéis pensado —dijo la chica.
Los demás la observaron en silencio.
—Si logramos hacer que el plan funcione, si logramos escapar, ¿no les abriremos también la puerta a esos monstruos? Podrían extender su enfermedad fuera de aquí.
Estrella esperó, pero nadie dijo nada.
—¿Estamos dispuestos a arriesgarnos a eso para salvar el pellejo? —terminó ella.
Más silencio, cabezas bajas. Estrella buscó la mirada de Jan, pero él la evitó, algo avergonzado.
El Mecha respiró hondo y habló al fin:
—Pues sí. Que le jodan al mundo. Yo sólo quiero salir de aquí.
—Amén a eso —dijo el sargento—. Además, si dejamos que oculten lo que han hecho aquí, ¿quién les impedirá repetirlo en otro lado?
A Jan le pareció que el sargento buscaba justificarse, pero Rafir y Jurel también asintieron, claramente convencidos.
—Vale —dijo Estrella alzando las manos—. Sólo quería aclararlo. —Volvió junto a Miguel.
—Supongo que ya nos preocuparemos de eso si logramos escapar de aquí —dijo Jan en voz baja, más para sí mismo que hacia los demás.
Decidieron dividirse en parejas. Jan se haría cargo de Miguel, mientras que Estrella enseguida se pegó al sargento. Aquello obligaba a que el Mecha y Jurel trabajaran juntos, para disgusto de los dos, ya que una parte importante del plan consistía en que Rafir se encargase de cubrir a los demás.
El moro, un experto tirador del Rif, buscaría una posición elevada sobre alguno de los árboles más altos situados al borde de la explanada. Desde allí arriba controlaría el mayor terreno posible y, si alguno de los muertos se acercaba demasiado a uno del grupo, él se lo quitaría de encima de un tiro.
Estrella cogió del brazo a Jan y se lo llevó aparte. Jan miró por encima de ella, hacia Miguel, al que ahora vigilaba el Mecha.
—¿Cómo está? —le preguntó Jan a la chica, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al gallego.
—Lo lleva como puede. Hay momentos en que parece que se va y hay que hablarle mucho. Cuando vimos que te atacaban, cuando saliste a campo abierto, nos asustamos y él tuvo un breve ataque.
Jan se agitó. Ella lo calmó colocando su pequeña mano sobre el brazo de él.
—Tranquilo, conseguimos que se calmara. Lo recuperamos. —Bajó la mirada—. Pero no sé cuánto aguantará. Al menos la mano casi no le sangra. Es como si esa… —dudó un par de segundos— enfermedad le hubiera detenido la hemorragia.
—Pobre chaval. No tiene solución.
Jan le dio la espalda al grupo y se sentó en el suelo, al inicio de un pequeño descenso de tierra. Estrella se sentó a su lado. Jan se frotaba el rostro con fuerza.
—Quería darte las gracias —le dijo ella.
Jan la miró boquiabierto. La chica no parecía estar burlándose de él. Sin lugar a dudas, estaba hablando en serio.
Estrella le debió leer la confusión en el rostro porque se lo aclaró al instante.
—Gracias por no abandonarnos. Podías haberte marchado con tu tío, haber regresado con los tuyos.
«¿Los míos?». Jan ya no estaba seguro de nada.
—Bueno —le respondió, con una sonrisa—. No podía alejarme de la única mujer que he tenido cerca en los últimos tres meses.
La miró, pero ella no se reía. Lo contemplaba con expresión seria, indescifrable. La sonrisa de Jan se evaporó.
«Serás imbécil».
—Yo… lo siento —acertó a disculparse—. Ha sido una tontería, no sé qué se me ha pasado por…
Ella había agachado la cabeza y se apartó el pelo con la mano, con cierta coquetería.
—¡Espera! —dijo él—. ¿Te estás riendo?
Estrella alzó el rostro y le dio un puñetazo en el hombro.
—Idiota —le soltó.
Y sí. Sonreía.
Se quedaron en silencio. Allí sentados. A unos cinco kilómetros del frente de la batalla del Ebro. En una sierra poblada por soldados muertos que se negaban a descansar en paz. A menos de un kilómetro de su única vía de escape.
—Bueno —dijo Jan, al fin—. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Se puso en pie y le ofreció la mano a ella. Estrella la aceptó y se levantó delante de él. Jan se perdió unos cuantos segundos más en sus ojos antes de mirar por encima de la escasa estatura de la joven.
Y de ver que Miguel ya no estaba junto a los demás.
La dejó atrás y corrió hacia el grupo. Tampoco vio a Mecha por ningún lado. El sargento y los dos nacionales le cerraron el paso.
—¡Espera! —dijo el sargento, alzando las manos delante de Jan—. Será mejor que…
Jan lo apartó de un empujón sin mediar palabra. A unos metros, tras el tronco de un pino quebrado, vio la figura pequeña del Mecha, de pie, delante de… ¿Miguel?
Jurel y Rafir atraparon a Jan a traición; cada uno le agarró con fuerza de un brazo.
—Cálmese, mi teniente —dijo el moro.
—¡Suéltame, joder!
Miguel estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra el pie del pino partido. El Mecha se agachó hacia él. Llevaba algo en las manos.
Jan agarró el brazo de Jurel que lo apresaba y tiró del falangista, lanzándolo contra Rafir. Estrella se había acercado a ellos, pero no intervino en la pelea. El sargento intentó cazar a Jan, pero no pudo evitar que este alcanzara el tronco del árbol y apartara a Mecha de un empujón.
Miguel lo miró desde su asiento en el suelo. Sudaba, pero su expresión se había relajado. Alrededor del pecho, sobre la guerrera, llevaba atado un cinturón de cuero. Sujetas al cuero con hilos de cobre, colgaban dos granadas y tres bombas de mano, de las de lata.
—¿Pero qué coño…? —Jan se fue a por el Mecha—. ¡Maldito desgraciado! ¿Estás loco?
Agarró al rojo por las solapas de la guerrera y lo agitó con fuerza. El Mecha no se defendió; aguantó el empuje sin perderle la mirada.
Una mano se posó sobre el hombro de Jan.
—Tranquilo, mi teniente, ha sido idea mía.
Miguel se había levantado y, con un gesto suave, apartó a Jan del Mecha. Este se retiró remugando.
Jan meneaba la cabeza sin alcanzar a entender nada. Miguel le puso las manos en los hombros y le obligó a que le mirase a la cara.
—Señor, es lo mejor. Mecha me ha explicado cómo va —Miguel señaló el cordón atado a las anillas de seguridad de todas las bombas—. Si noto que pierdo el control… —Hizo una pausa—. Cuando pase, acabaré con esto.
Se apartó de Jan. Este no se atrevía a mirarle a los ojos. Miguel siguió:
—Quizás logre llevarme por delante a alguno de esos diablos. Así podré ayudar hasta el último momento.
Jan intentó atrapar una lágrima que se le escapaba, frotándose el rostro con la mano derecha. Se sintió avergonzado, pero logró superar la sensación y miró de frente al joven gallego, asintiendo con la cabeza. Miguel le sonrió, orgulloso.
—Será mejor que reviséis las armas —dijo el sargento desde atrás. Con un gesto de la cabeza indicó a los demás que se apartaran de allí. Miguel volvió a sentarse junto al tronco y Jan se dejó caer, con pesadez, a su lado.
Los demás se retiraron unos metros, a recoger las armas y las municiones. Estrella dudó un instante. Entonces siguió al grupo, pero se detuvo tras unos metros y volvió sobre sus pasos en tres zancadas. Se acercó a Miguel y le besó en la mejilla. Luego se alejó otra vez a paso rápido.
Cuando se quedaron solos, Jan le habló a Miguel, ambos con la vista fija al frente:
—Siento mucho no haber cumplido mi promesa de sacarte de aquí.
—No se preocupe, mi teniente. —Vieron cómo Estrella alcanzaba a los demás. Miguel la señaló en la distancia—. Procure sacarla a ella con vida de este infierno.
Jan lo miró, con cierta sorpresa. Miguel se rio.
—Ya sé que es el enemigo, pero no es más que una chiquilla. Creo que es buena gente.
—Ya. Todos los somos —se sonrió, sin ninguna alegría, Jan.
Quiso seguir conversando con aquel crío gallego, pero una profunda tristeza le atragantó las palabras en la garganta.
En pocos minutos ya estaban todos preparados. Rafir, tras recoger el máximo de la munición de que podían desprenderse los demás, seleccionó la posición desde la que debería proteger al grupo.
El bosque en el que se encontraban estaba formado en su mayoría por pinos bastante altos, pero de ramas muy delgadas, y por carrascas de poca altura. Las ramas de unos no lo sostendrían y la poca altura de las otras le haría imposible controlar toda la zona que debía vigilar.
Afortunadamente, entre pinos y carrascas, encontró una encina de copa amplia y redondeada, y sólo medio metro más baja que el más alto de los pinos a su alrededor.
—Sólo tengo mi fusil, que por desgracia no es nada especial —les dijo a los demás antes de subirse al árbol—. El alcance es limitado, sólo podré ayudaros mientras estéis cerca de los árboles. A más de seiscientos metros, no podré hacer demasiado. ¡Lo que daría por una mira telescópica!
—Se trata de que Rafir nos cubra mientras atraemos a los muertos hasta aquí —explicó Jan—. Una vez logremos arrastrarlos a la explanada, nos moveremos hacia el puesto de mando.
—Si no nos comen antes —interrumpió Jurel.
Jan sólo le dedicó una mirada de desaprobación, algo desganada, y siguió con el plan:
—Una vez allí, mientras los muertos mantengan ocupados a los de las ametralladoras, que cada uno cruce la explanada como pueda. ¿Habéis cogido todos una bomba de mano?
Mecha asintió con la cabeza, al igual que Estrella y el sargento.
—Sí, mi teniente —dijo Rafir. Miró a Jurel a su lado—. Llevamos una cada uno.
—Yo voy bien servido —dijo Miguel, asiendo con precaución el cordón de bombas que rodeaba su pecho.
Jan torció el gesto, sombrío, al ver la expresión del gallego.
—Rafir —siguió el teniente—, cuando ya no puedas ayudarnos desde allí arriba, baja de un salto y corre tras los demás.
El moro asintió. Se colgó el máuser a la espalda y trepó con agilidad por el tronco de la encina. Al llegar arriba, tras golpear un par de ramas gruesas para verificar su solidez, se asentó todo lo que pudo en el espacio entre el tronco y la rama mayor de la copa. Colgó el macuto con la munición en una rama contigua a la que lo soportaba y se ató el cinto de la mochila a su pierna derecha, para evitar que pudiera caer por las vibraciones de los disparos. Tras otear los alrededores, se comunicó por señas con los demás.
Desde el suelo, Jurel tradujo las indicaciones del tirador del Rif.
—De acuerdo. Parece ser que hay unos cuantos muertos por ahí —se dio la vuelta, señalando con la mano estirada hacia el sureste—. Y también por ahí —dirigió ahora su brazo extendido a unos cuarenta y cinco grados de la dirección anterior.
—Vale —dijo Jan—. Yo y Miguel iremos a por el primer grupo.
—No —le cortó el Mecha—. El chaval se viene conmigo.
Jan protestó, pero Miguel se interpuso.
—Será lo mejor, mi teniente. Si hay problemas, él se encargará.
Jan asintió, avergonzado. Allí todos sabían que él no sería capaz de matar a Miguel si este perdía el control y se transformaba en otro monstruo.
Sacudió la cabeza, intentando aclararse los pensamientos.
—Bien —dijo al fin—. Entonces yo iré contigo —señaló al falangista Jurel—. A por el segundo grupo.
—¿Y nosotros? —Estrella esperaba órdenes junto al sargento—. No vamos a quedarnos aquí comiéndonos los mocos.
Jan volvió a mirar hacia la copa del árbol. Rafir gesticulaba de nuevo.
—¿Qué dice ahora?
Jurel entrecerró los ojos, concentrado en el tirador.
—Señala al noreste. Creo entender que hay algunos muertos dispersos por allí.
—Bien. —Jan miró al sargento y a Estrella—: Pues ya sabéis por dónde tirar. En quince o veinte minutos deberíamos salir todos a campo abierto, con lo que sea que podamos arrastrar.
El sargento asintió y recogió su fusil, dirigiéndose a la dirección indicada. Estrella esperó unos instantes, hasta que los ojos de Jan contactaron con ella.
Le sonrió con cierta tristeza. Jan apretó el puño, alzado a la altura del pecho, en un gesto que pretendía darle ánimos, transmitirle a la chica alguna fuerza, de la que el propio Jan carecía en aquel momento.
Estrella se marchó, cabizbaja, tras su sargento.
El Mecha se aproximó a Jan. Señaló hacia Miguel, que estaba recogiendo su fusil del suelo. El chico miraba el arma con cierta extrañeza.
—Le he puesto otra dosis de morfina —dijo el Mecha—. No me queda más. En la última media hora le he puesto morfina como para tumbar a la plana mayor del jodido Francisco Franco.
Jan asintió apesadumbrado.
—En todo ese plan tuyo —le dijo el Mecha—, no has explicado cómo se supone que vamos a lograr que nos expliquen si existe alguna cura para esa enfermedad, o lo que sea. ¿Cómo vamos a hacer eso mientras volamos la alambrada y escapamos a la carrera?
—Yo me encargo. Una vez superemos las ametralladoras, mientras vosotros escapáis, me llevaré a Miguel hasta el puesto de mando.
—Si el chaval todavía aguanta —le interrumpió el Mecha.
Jan lo miró en silencio unos instantes. El Mecha siguió hablando:
—Tú sabes que si hubiera alguna cura, o un antídoto, aquellos científicos alemanes no se habrían visto infectados. ¿Verdad?
—Tuvieron que escapar a toda prisa. Puede ser que no les diera tiempo… —Bajó la cabeza; era consciente de que estaba intentando convencerse a sí mismo—. De cualquier manera, tengo que ir a por mi tío.
El Mecha reprobó aquella idea con una severa mirada. Jan le cogió del brazo.
—Lo sé, pero es mi tío. Es mi única familia. Y, sinceramente, creo que él es la mejor opción para conseguir una cura para Miguel. Quizás pueda llevármelo hasta algún hospital.
Jan se dio cuenta del poco sentido que tenía lo que estaba diciendo y sacudió la cabeza. El Mecha alzó un dedo, como pidiendo la palabra:
—O sea que, en la próxima media hora, tendremos que correr por esa ladera boscosa de ahí abajo gritando como posesos para atraer a una manada de locos caníbales hacia aquella explanada —señaló al otro lado—. Y entonces, esquivar como podamos las balas de ametralladora y empujar a los muertos hacia la alambrada, para que nos abran paso a mordiscos. —Hizo una pausa—. Puedes corregirme cuando lo creas necesario.
—No hace ninguna falta. —Jan le sonrió—. Has entendido el plan a la perfección.
—Ya. Pues perdona que te lo diga, pero es una mierda de plan.
Jan se rio.
—En efecto, sí que lo es.
El Mecha estiró el brazo y le ofreció su mano. Jan la cogió, apretándola con fuerza. El rojo se dio la vuelta para marcharse.
—Y no te preocupes por el galleguito —dijo—. Si logramos atravesar la explanada, yo me encargaré de llevártelo hasta el edificio ese de cemento. A ver si es verdad que existe alguna cura.
—¿Por qué te preocupas tanto por él?
El Mecha se detuvo y se volvió para mirarle, muy serio.
—Le recuerdo, ¿sabes? De aquella exhibición motociclista, en Coruña, en otra vida. Un crío pequeñajo, en pantalones cortos. Traía un lápiz y quería que le firmara mi foto en el programa.
Jan esperó a que continuara. El Mecha se rascó una oreja:
—Recuerdo que pensé en cómo se parecía aquel crío a mi chaval. —Se encogió de hombros, con una expresión melancólica en el rostro.
—Siento lo que le pasó a tu familia —dijo Jan de improviso—. Lo siento de veras.
El Mecha lo miró en silencio. Asintió.
—Gracias. Yo siento muchísimo lo que le pasó a tu primo.
Jan respondió con una sonrisa triste. El otro se fue en dirección a Miguel. Le hizo una seña al chaval para indicarle que era hora de partir, pero aquel le pidió que esperara un instante. Se acercó a Jan y le estrechó la mano con fuerza. Jan no supo qué decirle, por lo que el gallego se marchó en silencio.
Jan comprobó que su pistola Astra estaba segura en la cartuchera y verificó la munición que le quedaba. Luego le hizo una seña a Rafir, que este respondió con un saludo militar desde allí arriba, en la copa del árbol.
Finalmente le indicó con un gesto a Jurel que ya era la hora de iniciar la marcha.