16

Puesto de mando

—Creo que al final ninguno de los alemanes logró escarparse —apuntó Jan, mientras dirigía el cañón de su pistola hacia la cabeza de uno de ellos.

Los tres alemanes muertos se acercaron. Jan disparó y derribó al primero, uno de los dos oficiales. Un atronar de fusiles de los demás soldados acabó con el resto antes de que fueran capaces de acercarse más.

—Vámonos cagando leches —sugirió el sargento, al tiempo que surgían nuevos sonidos de pasos y gemidos a través de la espesura por donde habían llegado los tres muertos.

Los disparos estaban atrayendo a las bestias. Los muertos que se habían acumulado en la explanada delante de la iglesia, en el santuario, podían estar moviéndose en masa hacia su posición y, como bien recordaba Jan, eran demasiados como para que ellos siete pudieran exterminarlos.

Salieron al trote de allí por un camino de tierra, despejado entre pinos y carrascas, que los alejaba de la compuerta, y de los edificios y la iglesia, que fueron quedando atrás. Al poco se inició un ascenso por la falda de una montaña cercana.

Miguel caminaba con dificultad. Mecha se colocó junto a él y apoyó el brazo herido del gallego sobre su hombro, pasándole el fusil por detrás, para ayudarle a seguir caminando a toda prisa. Aunque los muertos no eran capaces de seguir su ritmo, los seguían oyendo atrás, en el silencio de la noche, incansables tras sus pasos.

A mitad de la subida, Jan se dio la vuelta. En el valle, entre los edificios colindantes a la ermita, se movían las sombras tambaleantes de los muertos, errando entre la iglesia y los albergues y por en medio de la vegetación. Unos pocos avanzaban por el mismo camino que habían cogido ellos. El resto no tardaría en encontrar la salida del valle.

El grupo de soldados trepaba en silencio, todos ellos cabizbajos. A la media hora ya avistaron, a unos cuatrocientos o quinientos metros, la cima de la cumbre. Hasta llegar allí, el trecho se escarpaba casi vertical.

Desde su posición retrasada en el grupo, Jan pudo apreciar cómo a Miguel le costaba cada vez más seguir el ritmo, a pesar del apoyo constante que le ofrecía el pequeño cuerpo del Mecha. En cierto momento, el chaval dio señales de desfallecer. El republicano se acercó a su oído y le dijo algo. El gallego se rebotó y empujó al otro con violencia.

Todos los del grupo, delante y detrás de ellos dos, se detuvieron y los observaron, apretando tensos sus armas. Ni siquiera Jan se decidió a acercarse, no habría sabido cómo comportarse si Miguel llegaba a perder el control. No habría sido capaz de dispararle a la cabeza, aun a sabiendas de que era lo mejor que podía hacer por el chaval, y por todos ellos, en aquellas circunstancias.

Allá adelante, el Mecha estiró el brazo hacia Miguel. Le habló, demasiado bajo para que Jan lo escuchara. Miguel lo miraba con expresión indescifrable.

En cabeza del grupo, el sargento mantenía la mano baja, posiblemente con la pistola cargada escondida junto a su cuerpo. A su lado, Rafir también los vigilaba con el fusil preparado.

Jan escuchó un chasquido disimulado de un máuser a su espalda. Miró por encima del hombro y le lanzó una seria mirada de advertencia a Jurel. Este bajó el arma. Tras él, Estrella no le quitaba ojo al fusil del falangista. Parecía dispuesta a saltar sobre él, si se daba el caso.

Jan no pudo dejar de pensar en la ironía. En aquel grupo mezclado de rojos y nacionales, eran los primeros los que parecían más preocupados por ayudar a aquel chaval que sólo unas horas antes era su enemigo mortal.

Delante, el Mecha parecía haber tranquilizado a Miguel. Ahora ya estaba a su lado, y le seguía hablando en voz baja. A Jan le vino a la cabeza la imagen de un domador calmando a una de sus fieras. El rojo logró que el chaval se sentara en el suelo.

Por señas les indicó a los demás que se detendrían un momento. Miguel esperó con el rostro escondido entre las rodillas y las manos sobre su cabeza mientras el Mecha sacaba otra dosis de morfina de su macuto y se la inyectaba.

Un par de minutos después, reanudaron el camino. Miguel se levantó, visiblemente calmado. Incluso le mostró una sonrisa a Jan, en la distancia, antes de reanudar la subida apoyado en el hombro del Mecha. Jan le devolvió el saludo con la mano. Luego se quedó quieto, mientras los demás se ponían en marcha.

Jurel pasó a su lado canturreando por lo bajo. Un momento después, sintió la pequeña mano de Estrella apoyada en su espalda. La miró, algo aturdido y muy cansado. Ella le sonrió y los dos se pusieron en camino, despacio, a la cola del grupo.

Al final, llegaron a lo que parecía la cima de la subida. El camino se amplió de repente, dando forma a una especie de altiplano, despejado de la frondosa vegetación del valle que habían dejado atrás. Aquel terreno formaba una terraza, una incisión en la montaña que separaba la subida que acababan de completar de otra que se iniciaba al final de aquella explanada y que subía durante menos de cincuenta metros hasta alcanzar la carretera de tierra hacia Bot.

El llano tendría unos trescientos metros de ancho. A la derecha lo cerraba la pared lateral de piedra que formaba la parte baja de una montaña contigua. A la izquierda, una caída vertical de una docena de metros, sobre un bosquezuelo de encinas y pinos, una extensión de la arboleda que habían atravesado en su subida desde el valle.

Al final de aquella explanada, vigilando el inicio de la segunda subida, controlando el camino hasta la carretera que podía sacarlos de aquel infierno, había un puesto militar. Era un pequeño edificio de cemento en forma de cubo, un búnker cerrado construido sobre una leve cota pelada.

En la pared que se veía desde su posición, sólo se apreciaba un pequeño ventanuco. La entrada al bloque de cemento debía de encontrarse en alguna de las otras paredes, ocultas a sus ojos. Posiblemente en la posterior, la más alejada de la explanada, que era, con toda claridad, el objetivo principal de vigilancia desde aquel puesto.

A ambos lados del edificio, una valla alambrada, bastante más elevada que la altura de un hombre, encerraba el espacio hasta el barranco, a la izquierda, y hasta la pared montañosa de piedra, a la derecha. Y a ambos lados del búnker, a unos cincuenta metros del edificio en cada dirección, y a un centenar de la alambrada, sendos nidos de tiradores, armados con puestos de ametralladoras, controlaban la pequeña explanada de medio centenar de metros de extensión entre el final de la arboleda donde se escondía el grupo de Jan y el puesto de los Navarros.

Tres focos, de aproximadamente el doble del tamaño de los que habían encontrado en el santuario, proyectaban sendos rayos de luz blanca que iluminaban por completo la explanada.

Todo aquello era un verdadero y maldito callejón sin salida.

Más allá del puesto, más allá de la alambrada y de las ametralladoras y los focos, al final de la segunda subida boscosa, un vehículo militar se alejaba en aquel momento, zigzagueando por la carretera que llevaba al pueblo de Bot.

Tras contemplar un buen rato aquel panorama en silencio, el Mecha y su sargento intercambiaron una mirada funesta.

—No podréis pasar sin ser vistos. Nadie podría —les advirtió Jan, que adivinaba sus intenciones—. Dejadme hablar con ellos antes de intentar nada.

El sargento se encogió de hombros. Mecha escupió al suelo:

—Qué remedio.

Como hiciera horas antes aquella misma noche, Jan se quitó su camisa, que ahora ya no era ni blanca, para usarla como bandera de paz. Le pidió el fusil a Estrella y ató la prenda amarillenta al cañón. Les recordó a todos que debían vigilar el camino hasta allí, por si los muertos los alcanzaban.

—En fin —suspiró resignado—. Nos vemos en un rato.

—Eso espero —dejó ir un desconfiado Jurel—. No se olvide de nosotros.

—Tenga cuidado, teniente —interrumpió Rafir. Le lanzó una mirada de desaprobación al cabo falangista antes de despedir con la mano a su superior.

Jan atravesó la barrera que formaban los últimos árboles para salir a campo abierto, bajo la atenta vigilancia de los demás.

No había recorrido ni diez metros bajo la única protección de una noche sólo aclarada por un gajo de luna, cuando uno de los potentes focos de luz giró su posición y lo iluminó cegándolo por completo. Escuchó gritos al otro lado del foco, voces en alemán. Agitó con fuerza la bandera blanca.

—¡No me disparen! ¡Estoy vivo! ¡No soy uno de ellos!

Avanzó un poco más, agitando el fusil con la camisa atada en el extremo del cañón. A ciegas por la potencia de la luz, no tenía ni idea de qué era lo que pasaba delante.

Una ráfaga de ametralladora le obligó a detenerse. Venció su primera tentación de lanzarse cuerpo a tierra y continuó agitando la bandera.

—¡No disparen! ¡Soy Jan Lozano, teniente del Tercio de Montserrat! ¡Soy de los suyos, maldita sea!

Pero otra ráfaga ahogó sus palabras. Los disparos se acercaron tanto a él que una esquirla de piedra arrancada del suelo le golpeó en la pierna derecha. Cayó a tierra aullando un gemido de dolor. La bandera escapó de sus manos y la perdió en el mar de luz que cegaba todo el mundo a su alrededor.

Al cesar el fuego volvió a escuchar las voces que le gritaban, pero ahora le pareció que no hablaban en alemán. Entonces el foco de luz se apagó con un chasquido, seguido al momento por los otros dos.

Jan quedó sumido en una total oscuridad. Sus ojos, quemados por la potencia del foco, luchaban por volver a acostumbrarse a la oscuridad de la noche. Pero en aquel momento sólo eran capaces de percibir sombras borrosas: los árboles tras él, la explanada a su alrededor, la alambrada y el puesto de mando más allá.

Y una sombra que se aproximaba directa hacia él.

Alzó las manos. Quería dejar bien claro a los vigilantes de la posición que no iba armado, que no escondía nada. Pensó que convendría también aclarar que no estaba enfermo, que no era un loco, un demonio. Un muerto.

Habló alto y claro:

—Me llamo Jan Lozano. Soy teniente del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat. Me encuentro aquí por orden de…

La sombra gimió y estiró los brazos hacia él.

Jan reculó al instante, pero el muerto se le echó encima y lo alcanzó antes de que pudiera escapar. Vio abrirse la boca de dientes podridos en dirección a su rostro. Se preguntó cómo demonios había pasado por alto el hedor.

Cayeron al suelo; Jan debajo, con el muerto encima. Jan lo bloqueaba con el antebrazo presionando sobre su garganta para evitar que la boca del demonio lo mordiese. El otro clavó sus manos en el cuerpo de Jan y le hizo aullar de dolor. Sentía su tremenda fuerza reventándole las costillas.

Con la mano libre golpeó la cabeza del monstruo. Una y otra vez, le sacudió los puñetazos más salvajes que pudo. Un ojo se le salió de la cuenca al muerto, pero este no cesó en su ataque.

El brazo de Jan que detenía el cuello del muerto empezó a ceder. Las fuerzas se le escapaban, por el dolor en las costillas y por la presión de su atacante. El aliento podrido del demonio que estaba a punto de devorarlo le entró hasta el fondo de las fosas nasales.

Jan se desmayó. Sólo fue un instante, gracias a que el sonido de un disparo le hizo volver en sí. Escuchó más detonaciones; tres, cuatro. Alguien gritó desde fuera de su campo de visión:

—¡Cuidado! ¡Disparen sólo al muerto!

La fuerza del ataque se debilitó. Sin saber de dónde, Jan encontró energías para apartar a su enemigo de un empujón. El demonio dio tres pasos hacia atrás y una lluvia de disparos lo fusiló. Partes de su torso y de sus brazos volaron por los aires. Al muerto lo estaban desmembrando a tiro limpio, pero eso no bastaba para detenerlo.

—En la cabeza… —gimió Jan, antes de caer de rodillas al suelo, casi sin respiración.

Las armas siguieron disparando. Finalmente, el muerto se derrumbó cerca de Jan.

Este había recuperado, más o menos, la visión y dirigió la mirada al cuerpo caído. Le faltaba la mitad superior de la cabeza. Un disparo certero le había reventado el cerebro.

—¡Jan, hijo! —gritó una voz.

Jan la reconoció al instante, pero a su cerebro le costó unos segundos más procesar la información.

—¿Tío? ¿Enrique?

El comandante Enrique Gavira se acercó a toda prisa, pero un civil que vestía una chaqueta gris clara lo detuvo.

Herr Gavira, debemos tenerr cuidado.

El comandante se detuvo. Examinó a Jan desde la distancia.

—Hijo, ¿estás bien? ¿Te han mordido? Es muy importante que lo sepamos.

Jan era muy consciente de ello, y se estaba palpando a conciencia por todo el cuerpo. Sabía que el muerto no había llegado a morderle, pero lo que más le preocupaba eran las posibles heridas que pudiera haberle infligido en el torso.

Por fortuna para él, las garras del demonio no habían logrado atravesar su uniforme. Sentía el pecho dolorido, pero estaba seguro de que no tenía ninguna costilla rota.

—Ha habido suerte —dijo al fin—. Ese tipo no ha logrado alcanzarme. Estoy limpio —sonrió triunfante hacia su tío.

Entonces cayó en la cuenta.

—Un momento… —A Jan le costó convertir sus pensamientos en palabras—. ¿Qué sabes tú de todo esto? —dijo, señalando al muerto sin cabeza.

Jan se fijó por fin en los acompañantes de su tío, el comandante. Además del civil de acento alemán, cuatro soldados empuñaban las metralletas en su dirección. Su uniforme no era español, pero tampoco de la Legión Cóndor. Vestían uniformes de cuero, negros de los pies a la cabeza, coronados con una gorra negra y con un brazalete rojo con una esvástica en la manga izquierda.

A Jan le bastaron los pocos conocimientos que tenía sobre los países aliados del bando nacional para identificar a aquellos alemanes como soldados de las SS. La guardia de élite de Hitler.

«¿Qué coño están haciendo estos tipos aquí?»

—Vamos, Jan —dijo Gavira, acercándose a él—. Salgamos rápido de aquí. Podría haber más como ese.

El civil se interpuso de nuevo.

—No creo que sea una buena idea, herr comandante. No podemos estar seguros…

—¡Usted se calla! —Gavira alzó la voz—. Esta operación está bajo mi mando.

—Eso fue sólo una deferencia de mi gobierno hacia ustedes, herr

Gavira dio dos pasos y se plantó, cara a cara, frente al alemán. Los soldados permanecieron expectantes.

—No me toque los cojones con sus tecnicismos. He dicho que mi sobrino se viene con nosotros.

—Yo no voy a ninguna parte —intervino Jan.

Gavira lo miró sorprendido. Se olvidó del alemán y se acercó a él. Los cuatro soldados mantenían una cierta distancia con Jan, al que no apartaban del punto de mira de sus armas.

—¿Te has vuelo loco? —dijo Gavira—. Ya has visto lo que hay ahí fuera. Tenemos que irnos de aquí, ya.

Le agarró de un brazo, pero Jan se libró con furia. Los soldados se pusieron todavía más tensos. Uno de ellos incluso montó su arma con un chasquido.

Gavira le lanzó una severa mirada. El soldado observó al civil, como pidiendo alguna orden. Este asintió y el SS aseguró el arma, con la que, a pesar de todo, siguió apuntando en dirección a Jan.

Gavira suavizó el gesto al volver a mirar a su sobrino.

—Jan, sé que lo debes haber pasado muy mal. Todo esto ha sido un error. No deberías haberte visto involucrado.

—Quiero saber qué está pasando, tío.

—Es sólo una operación…

Herr comandante —interrumpió el civil.

—¡Le he dicho que cierre el pico!

Gavira calló unos segundos antes de seguir hablándole a Jan:

—Jan, hijo. Desde que comenzó la guerra, Alemania ha sido nuestra aliada. Gracias a sus aviones y a sus armas vamos a derrotar, por fin, a esos rojos del demonio.

—Pues me parece que esas armas las han cobrado muy bien hasta ahora. —Jan dirigió una mirada de reprobación al civil.

Gavira se puso muy serio.

—Sí. Exacto. Pero ahora nos hemos quedado sin dinero, y todavía seguimos necesitando sus armas. Quizás ahora más que nunca. —Jan quiso protestar, pero Gavira lo acalló con un gesto autoritario—. Esta guerra debe acabar ya. No podemos arriesgarnos a que los rojos encuentren aliados en Europa si al final estalla la guerra en el continente.

Gavira hizo una pausa durante la cual se volvió a mirar a los alemanes. Luego siguió hablando:

—Así que ellos nos ceden a sus pilotos. Y nosotros accedemos a sus pruebas militares. —Otra pausa—. Y a sus experimentos.

—¡Experimentos! —Jan estalló, indignado—. ¿Convertir a los hombres en monstruos que devoran a otros hombres es un experimento?

—Convertimos al enemigo en un arma contra sus propias filas —respondió Gavira con sequedad.

Jan dio dos pasos hacia atrás, aturdido.

—No me puedo creer que estés de acuerdo con esto. Esos monstruos no son un arma. ¡Aniquilan todo y a todos a su paso! ¿Eso es lo que pretendes?

Gavira no respondió, pero aguantó la mirada de su sobrino, firme y estirado, con una expresión plena de orgullo. Jan retrocedió otro paso.

—Te has vuelto completamente loco —musitó Jan—. Todos vosotros.

Bajó la mirada y luego volvió la cabeza hacia atrás, a la arboleda donde se ocultaban los demás. Miró de nuevo al comandante Enrique Gavira. Este le habló, frío y desapasionado:

—Haré lo que sea necesario para aniquilar a los asesinos de mi hijo.

—Alejandro aborrecería lo que estás haciendo.

El rostro del comandante se contrajo en una expresión de rabia. Apretó el puño con fuerza, pero no respondió.

—Tú no quieres que esto acabe —siguió Jan—. No pensáis dejar que esto acabe —murmuró en voz baja. Alzó la mirada, resuelto—. No voy a colaborar con esta locura.

Se dio la vuelta y caminó de regreso a la arboleda. Gavira lo detuvo de un grito:

—¡Sigues siendo mi sobrino! ¡Espera! —Jan se detuvo pero no se volvió. No quería verle la cara a su tío—. En el campamento me han dicho que te fuiste con un conductor. ¿También vas a sacrificarlo a él?

Jan, ahora sí, se dio la vuelta y caminó con rabia hacia Gavira. El comandante retrocedió sorprendido por la expresión furiosa en el rostro de su sobrino. Los soldados cargaron de nuevo sus armas.

—¡Le han mordido tus malditos monstruos! ¡Y sólo es un niño!

Gavira se quedó mudo. Al cabo acertó a hablar:

—Lo siento —dijo, sin demasiada convicción.

El civil, que había permanecido aparte, se les acercó.

—Ese conductor, ¿se ha transformado?

—No —respondió Jan—. Le amputamos la zona herida, los dedos de la mano —dijo esto casi escupiendo las palabras hacia su tío—. Le inyectamos morfina. Por el momento mantiene la cabeza en su sitio.

—Interesante —el civil se rascaba la barbilla.

Jan se le acercó esperanzado.

—¿Qué quiere decir? —Como el otro no respondía, se atrevió a preguntar—: ¿Existe alguna posibilidad de cura?

Nein —negó el otro, con una sonrisa—. Pero sería interesante observar cómo evoluciona.

—¡Hijo de puta!

Jan lo tumbó de un puñetazo seco. El civil cayó de espaldas contra la tierra. Los cuatro soldados rodearon a Jan. Uno se adelantó y le golpeó en el estómago con la culata de la metralleta.

Jan cayó de rodillas, sin respiración. El SS le puso el cañón del arma en la cabeza. Gavira tuvo que imponerse a gritos y empujones para que no dispararan a su sobrino.

El civil alemán se levantó con toda tranquilidad. Sangraba por la nariz, así que sacó un pañuelo blanco y se limpió con parsimonia. Les dijo algo a sus soldados y estos se calmaron y dejaron de discutir con el comandante.

—No tenéis ningún respeto —gimió Jan, todavía de rodillas en el suelo—. Ni por los vivos ni por los muertos.

El alemán le miró por encima de su pañuelo manchado de sangre. Soltó una carcajada.

—¿Respeto? —Miró al comandante—. ¿Cuántos hombres han muerto en esta batalla —abrió los brazos y giró un cuarto sobre sí mismo mientras Gavira lo observaba perplejo—, en este frente del Ebro? ¿Cuántos desde que los comunistas cruzaron el río en el mes de julio? ¿Mil? ¿Cinco mil?

Hizo una pausa dramática, con una amplia sonrisa en el rostro. Se agachó hacia Jan:

—Y todo porque vuestro líder, vuestro «Generalísimo», ha optado por aniquilar en esta batalla al mayor número de tropas de su enemigo, al precio que sea. Aunque signifique la muerte para miles de sus hombres.

El alemán se enderezó.

—Asúmalo, teniente. Sus superiores tampoco respetan a sus vivos ni a sus muertos. —Miró a Gavira—. Al menos, de mi modo, los muertos nos siguen siendo útiles —rubricó, con una sonrisa.

Jan se esforzó en incorporarse. El alemán hizo una seña a sus hombres para que le dejaran espacio. Cuando Jan logró recuperar un mínimo de dignidad, se dirigió al alemán, evitando mirar a su tío:

—Miguel… mi conductor; él es sólo un crío…

El civil le hizo un gesto con la mano, invitándole a que acabara la frase.

—No es justo para él —siguió Jan—. No lo es para ninguno de nosotros.

—El mundo no es justo, mi teniente —se sonrió otra vez el alemán.

Jan retrocedió, despacio, en dirección a la arboleda. Dos de los alemanes le cerraban el paso, pero el civil les ordenó que se apartaran.

El comandante Gavira, su tío Enrique, todavía le llamó una vez más, pero Jan lo ignoró. Recogió del suelo su fusil, caído unos metros atrás.

La camisa blanca, que había utilizado como bandera, quedó allí tirada. Jan se retiró, abatido, de regreso junto a sus hombres.

El grupo seguía esperando, todos ellos camuflados tras la arboleda de pinos y encinas. A los únicos que no vio Jan al regresar fue a Jurel y Rafir, que debían de estar vigilando el camino de subida, para evitar que los muertos los sorprendieran por la retaguardia.

Jan le devolvió a Estrella su fusil. Se abrochó la guerrera sobre el pecho desnudo.

—¿Estás bien? —le preguntó Mecha, incapaz de esperar a que el otro hablara—. El jodido foco nos cegó y, hasta que no lo apagaron, no vimos al muerto ese atacándote.

Jan se lo quedó mirando y no pudo reprimir una sonrisa.

—Si no te conociera, diría que estabas preocupado por mí.

Mecha lo miró escéptico, pero no dijo nada. El sargento intervino:

—¿Con quién hablabas? ¿Qué te han dicho? Por un momento pensamos que te iban a fusilar ahí mismo.

Jan negó con la cabeza.

—Era mi tío, el comandante Gavira.

—¿Tu tío? —dijo el sargento—. Eso es bueno, ¿no?

La mirada de Jan les dejó bien claro a todos que no era así. Rafir y Jurel asomaron por el camino. El moro le dio la bienvenida a su teniente, sincero. El otro era un manojo de nervios.

—Hay un montón de muertos por todo el bosque, desde donde acaban los edificios del santuario hasta el camino por el que hemos venido.

—Por el momento se mantienen alejados —dijo Rafir—. Pero me temo que no pasará mucho antes de que alguno de esos se acerque por aquí.

—¿Y bien? —Jurel se dirigió directamente a Jan—. ¿Qué ha pasado ahí fuera?

—No nos van a dejar salir vivos de aquí.

Se hizo un silencio de derrota. Miguel permanecía un poco apartado, en compañía de Estrella. El soldado estaba pálido y sufría temblores.

—Joder, eres su sobrino —dijo el sargento—. ¿Te va a dejar en este infierno?

—No quieren que salgamos todos de aquí —aclaró Jan.

El sargento asintió y le dio una palmada en el hombro. Fue a sentarse junto a Jurel y Rafir, que meditaban con cara de funeral apoyados contra un pino Carrasco.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó el moro—. No podemos seguir dando vueltas por esta sierra del infierno eternamente, esquivando muertos a la espera de encontrar otra salida.

Jan miró al cielo.

—Tampoco creo que nos quede mucho tiempo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el sargento.

—Esta es una operación secreta. Nocturna. Y está a punto de salir el sol.

—¿Y qué? —preguntó el falangista Jurel—. ¿Acaso los muertos se van a caer al suelo cuando salga el sol? ¿Se van a convertir en cenizas?

—No —intervino el Mecha—. Pero seguro que los fachas y esos alemanes no quieren dejar restos de su operación.

—De su experimento —susurró Jan—. De su arma.

Rafir se levantó del suelo, junto al árbol.

—¿Y cómo van a eliminar las pistas? Hemos visto muertos resucitados por toda la sierra. ¿Van a cazarlos de uno en uno?

—¡Joder! —soltó Jurel—. Eso nos iría de muerte.

—No creo que sean tan sutiles —sugirió Jan.

—Mierda. —El sargento lo entendió al fin—. Van a borrarlos del mapa. Y a nosotros con ellos.

—¿Qué quieres decir, rojo? —saltó Jurel, encarándose con el sargento. Miró a todos buscando una explicación. El Mecha se la dio:

—Bombardearán la sierra —dijo mirando a Jan, que asintió con gesto lúgubre—. Bombas de fósforo, como hicieron con nuestro campamento.

—¡Pero eso no es justo! —protestó Jurel, mirando a unos y a otros—. No somos animales de laboratorio, no pueden hacer lo que se les antoje con nosotros.

—¿No pueden? —respondió, seco, el Mecha—. ¡Pueden hacer lo que quieran! Ellos tienen el poder. —Bajó la voz y finalizó, casi para si mismo—: Pregúntale a los que vivían en Guernica.

Jurel reculó hasta el árbol donde seguía apoyado Rafir. El falangista cogió su fusil y le habló al moro.

—Pues yo no voy a quedarme aquí a que me quemen. Esos cabrones me dejarán salir, por las buenas o por las malas.

Rafir cogió su arma para seguirle. Los dos caminaron en dirección a la explanada, hacia fuera de la protección de los árboles. Jan los detuvo de un grito:

—Si salís ahí fuera, os van a acribillar. Tienen toda la zona bien cubierta con dos nidos de ametralladoras. Y toda posible escapatoria cerrada con alambrada. Aunque saliéramos los siete pegando tiros, nos destrozarían antes de acercarnos a veinte metros.

Jurel se volvió, enrabietado.

—¿Y qué sugieres? ¿Que nos quedemos aquí sentados? Prefiero morir a balazos que quemado, o devorado por esos muertos.

Jan le dio la espalda, pensativo. Jurel miró a Rafir, apremiándole a salir, pero el moro no parecía convencido y ambos se quedaron allí parados, sin decidirse a correr a campo abierto.

El Mecha oteaba la explanada desde detrás del tronco de una robusta encina.

—Necesitaríamos un ejército para superar esa posición.

—No creo que nadie nos vaya a enviar refuerzos —apuntó el sargento.

Jan se volvió hacia él, con una sonrisa extraña en el rostro.

—Entonces tendremos que reclutarlos nosotros mismos.

—No me gusta nada esa expresión —murmuró el Mecha, mirando con desconfianza al teniente nacional.