La Matacuras
El sargento repartió órdenes a los demás. Jan se quedó retrasado y entró en la sala en la que se había escondido la chica, la Matacuras. Cada vez le costaba más pensar en ella con aquel apodo. Era un nombre para un monstruo despiadado, para alguien que bien podía haber asesinado a su primo. Pero ella era casi una niña, tan asustada como todos los demás.
La encontró sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Se frotaba con fuerza la piel de los brazos y del cuello, en un vano intento de arrancarse la sangre del muerto de su cuerpo. Lloraba, pero al ver llegar a Jan intentó ahogar los sollozos que, aun así, se le escapaban de la garganta.
Jan apoyó la espalda contra la pared de enfrente. La chica le dirigió una mirada de abierta hostilidad. Él alzó los brazos en son de paz.
—Me han mandado a ver cómo te encuentras.
—Estoy perfectamente; ya puedes largarte. —De nuevo ahogó un sollozo.
Jan cruzó los brazos y se quedó allí. Miró hacia otro lado para darle a la chica tiempo para rehacerse, pero ella no paraba de frotarse la sangre de los brazos y de la piel del cuello. Tampoco podía dejar de sollozar. Jan pensó que estaba a punto de sufrir un ataque de histeria y sólo se le ocurrió una cosa que podía hacer por ella.
Se rio.
Al instante la chica volvió a ser la Matacuras. Ya no lloraba ni se raspaba los brazos como una loca. Atravesó a Jan con la mirada.
—¿De qué coño te ríes? —gritó en un estallido.
Él mantuvo la sonrisita en los labios.
—Pensaba que lloras demasiado para alguien a quien llaman… —agitó los brazos con aire teatral; su voz cambió a un tono burlón—: «la Matacuras».
Ella le seguía clavando aquella mirada asesina. Jan aguantó la sonrisa, cruzando los dedos mentalmente para que la Matacuras no le saltara al cuello.
La chica bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.
¿Estaba llorando?
Jan no estaba preparado para aquello. Su expresión se descompuso.
—Perdóname —dijo. Se levantó de golpe y dio un paso indeciso hacia ella—. No pretendía…
Matacuras alzó la mirada y soltó una sonora carcajada.
Jan se quedó sorprendido un instante, pero luego volvió a sonreír. La chica siguió riendo y él acabó por unirse a su carcajada. Se estuvieron riendo los dos un buen rato.
Matacuras se pasó la manga por la nariz. Jan inclinó la cabeza hacia ella, en una pregunta silenciosa, con su mano derecha cerca del hombro de la chica, pero sin llegar a tocarla. La Matacuras asintió.
Jan se apartó y regresó un momento junto a la puerta. Se asomó al exterior de la habitación.
—No deberíamos retrasarnos, no vaya a ser que se olviden de nosotros.
Matacuras seguía sentada en el suelo, pero ahora ya se había calmado. Lo miraba fijamente.
—¿Qué? —preguntó él al fin.
—No me siento orgullosa de ese nombre que me han puesto.
—Oye, déjalo —protestó Jan, alzando las manos. La expresión endurecida de súbito. Se apartó de ella y regresó junto a la pared de enfrente—. No quiero saber nada de eso…
Matacuras le hizo callar con un gesto enérgico.
—Hace tiempo, en el pueblo, había un cura. Era un hombre mayor. A mi prima pequeña y a mí nos gustaba escaparnos al bosque. Aquel cura empezó a seguirnos, a venir detrás de nosotras, y nos hablaba de los árboles y nos explicaba las diferencias entre unas flores y otras.
Matacuras se calló, con la mirada fija en la pared en que estaba apoyado Jan, pero a unos metros a la derecha de él.
—Queríamos mucho a aquel cura —dijo ella con una sonrisa. Suspiró antes de continuar—. En la sierra nacía un río, y mi prima y yo siempre habíamos querido ir, pero estaba muy lejos y nuestros padres no nos lo permitían. Ellos estaban demasiado ocupados, pero el cura les convenció de que nos dejaran ir con él.
»Estuvimos una semana preparándolo. Cuando llegó el día, el cura no apareció. Esperamos una hora y luego fuimos a buscarlo a la sacristía.
Matacuras miró a Jan con una sonrisa triste en los labios.
—Se había muerto. De repente.
Jan se dejó caer en cuclillas, resbalando la espalda contra la pared hasta sentarse en el suelo, con su rostro a la altura del de ella. Matacuras continuó su historia:
—Me pasé una semana llorando. Al poco enviaron a otro cura, uno joven, recién salido del seminario. El hombre se enteró de nuestras excursiones y se ofreció a llevarnos al nacimiento del río. Pero yo no estaba de humor, así que se fue solo con mi prima.
Hizo otra pausa pesada y bajó la mirada con gesto culpable.
—Durante los días siguientes ella me rehuía. Siempre andaba sola y triste. Al final le obligué a que me contara qué había pasado. Qué le había hecho.
De repente, alzó la mirada hacia Jan. A él le sorprendió el cambio en sus ojos, la extrema dureza que mostraban.
—Fui a la cocina de mi madre y cogí un cuchillo. Y me fui directa a la sacristía. —Bajó de nuevo la mirada—. Aquel día me gané mi apodo.
De nuevo se hizo un silencio denso, pesado. La chica se frotaba los ojos con cansancio. Jan decidió que tenía que decir algo, pero la primera palabra se le quebró en un sonido ahogado. Ella le miró. Jan se aclaró la garganta:
—¿Y qué te pasó? —le preguntó al fin—. ¿No te detuvieron?
—Claro que sí —la Matacuras se sonrió—. Me llevaron al cuartelillo. Medio pueblo quería colgarme. La otra mitad, bueno, oyeron mi historia y querían colgar el cadáver del cura. Pero tuve suerte. Aquello pasó un 15 de julio, hace dos años. Y en mi pueblo no triunfó el… —su rostro dibujó un gesto de desagrado— «alzamiento».
Callaron otra vez. Al cabo de escasos diez segundos se escucharon ruidos de movimiento adelante en el pasillo. Matacuras se alzó de un brinco y cogió su fusil. Caminó hasta la puerta.
Jan, que seguía sentado en el suelo, la hizo detenerse:
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
Ella lo miró y, por un momento, sus ojos parecieron un poco menos tristes.
—Estrella.
Jan se rio por lo bajo. Ella le miró con una expresión entre intrigada y ofendida.
—Es sólo que me parece demasiado femenino —se disculpó él, alzando las manos en posición defensiva.
Matacuras intentó articular una expresión de enfado, pero no pudo evitar que se le escapara la sonrisa. Salió de la habitación agitando la cabeza.
Jan suspiró hondo y se rio de nuevo. Se puso en pie de un salto y la siguió.
Se unieron al resto del grupo en una sala al final del pasillo, hacia la izquierda. En la estancia, que era un poco más grande que las anteriores, había cuatro taburetes y una pequeña mesa. Y sobre la mesa, un candil de aceite, apagado.
—Todavía está caliente —le dijo el sargento a Jan cuando este entró en la sala siguiendo a Matacuras. A Estrella; a quien el sargento evitó mirar directamente.
Jan se acercó a la mesa y palpó el calor en la lámpara. Junto a ella descansaba una taza de té. Metió el dedo en el interior; el fondo del líquido estaba tibio.
—Alguien ha estado aquí hasta hace muy poco.
El Mecha asomó la cabeza por el otro extremo de la habitación.
—Sé por dónde se largaron los científicos alemanes de nuestro amigo desdentado.
Lo siguieron hasta una compuerta metálica cerrada con una rueda, similar a las de las escotillas de los submarinos. A ambos lados de la puerta, en la pared, había dos agujeros de tirador.
—No hay nadie a la vista ahí afuera —señaló el Mecha—. Supongo que estuvieron vigilando hasta que el camino se despejó y entonces se marcharon corriendo.
El sargento señaló hacia la habitación que acababan de abandonar.
—O sea, que si se han ido hace poco, los tenemos a tiro de piedra.
—Quizás, por fin, podamos encontrar a alguien que nos explique qué está sucediendo en esta noche del demonio —dijo Jan.
—Más les vale —apuntó el Mecha mientras se ponía manos a la obra con la rueda de apertura de la puerta—, o me encargaré de que esos bichos de ahí fuera se peguen una buena cena a base de carne alemana.
La compuerta se abría a una zona libre de árboles al pie de una subida escarpada. Los edificios de la ermita y alrededores habían quedado atrás, alejados unos trescientos o cuatrocientos metros. La zona parecía estar tranquila.
Miguel fue el primero en abandonar el pasadizo subterráneo. Se le veía agobiado por la oscuridad del interior y con ganas de salir a cielo abierto. Enseguida Mecha le superó y le lanzó una mirada indicativa de que no debería salir a descubierto tan alegremente. Mecha le hizo una seña a Rafir para que se colocara hacia la izquierda y echara un vistazo. Él hizo lo propio a la derecha.
El resto del grupo salió también del subterráneo. Jan cerró la compuerta tras la chica, la Matacuras —«Estrella, se llama Estrella», se repitió Jan—. Un resplandor en el cielo, unido a un sonido similar a truenos lejanos, les recordó que más al norte se seguía combatiendo. Pero ellos debían marchar al oeste, en dirección al puesto de mando de la operación.
Iniciaron el ascenso para abandonar aquel valle, trepando por una pendiente que era, en principio, bastante suave. Cerca de un par de kilómetros de subida los llevarían hasta la pista para vehículos que comunicaba con el pueblo de Bot. En algún lugar, no muy lejano de donde se encontraban ahora, tendría que estar el maldito puesto de mando.
O eso, u otro callejón sin salida más, pensó Jan. Si tampoco les permitían salir por allí del valle, no les quedaría más remedio que tirar de las armas. En contra de lo que les había hecho creer a los demás, no tenía nada claro que sus supuestas influencias les pudieran sacar de aquel embrollo. Jan estaba convencido de que era imposible que su tío tuviera ningún conocimiento de aquella operación infernal que convertía a los hombres en demonios. Y si su tío no sabía nada de aquello, tampoco podría ayudarlos, por mucho que estuviera al mando de la zona.
Pero tenían que intentarlo. Al menos, ahora caminaban unidos. Y si al final no había otra salida, pelearían unidos también. O eso esperaba él.
Al poco de abandonar los pasadizos ocultos bajo los edificios del santuario, Rafir encontró el rastro fresco de lo científicos alemanes. Aquellos hombres no se esforzaban en ocultar las señales de su paso y resultaba evidente para cualquiera que hubiera combatido un tiempo en aquellas sierras el camino de ramas rotas y arbustos pisoteados que habían seguido en su huida del valle hacia cotas más altas.
De lo que no tenían ni idea, tanto Jan como sus compañeros, era de la distancia que les podrían llevar. Por eso se llevaron una buena sorpresa cuando escucharon los gritos de terror, mezclados con frases asustadas habladas en alemán, que sonaron a tan sólo unos cien metros de ellos, camino adelante.
El sargento se giró hacia Jan y los dos corrieron en dirección a los gritos, con Mecha y los demás pegados a sus talones.
Los gritos se transformaron en aullidos. Jan sacó la pistola de la cartuchera y se aferró a ella para superar el miedo que intentaba detener su carrera.
En medio de un trecho de la subida hacia la carretera, marcado por una pendiente muy pronunciada, un grupo de cinco o seis muertos andantes había rodeado a los que, no podía ser de otra manera, debían ser los alemanes.
Tres de aquellos hombres vestían unos uniformes extraños: una especie de traje acolchado, negro y recubierto de un material parecido a la goma de un neumático, que los cubría de la cabeza a los pies. El casco en la cabeza, de la misma materia que el resto del traje, se completaba con unas gafas cerradas al estilo de los pilotos de avión.
Aquel traje debía de ser algún tipo de protección especial contra los muertos caníbales. Y, en verdad, parecía resultar efectivo, ya que los otros alemanes, tres soldados uniformados de la Legión Cóndor, sufrían en aquel preciso instante los efectos de su indefensión ante los dientes de los muertos andantes.
A uno de ellos le habían arrancado un brazo y suplicaba y aullaba mientras un muerto le desgarraba la carne del cuello.
Por encima del hombro de Jan, y en plena carrera, asomó el fusil de Rafir que, de un disparo certero, reventó la cabeza del muerto.
Los otros dos soldados alemanes habían quedado reducidos a una masa de carne y miembros desgarrados. Tres muertos se estaban dando un festín con sus restos. Tan concentrados estaban en su tarea depredadora que Rafir y Mecha pudieron situarse sin problemas a medio metro detrás de ellos para, con toda tranquilidad, volarles la cabeza.
Desde el suelo, el soldado al que le habían arrancado un brazo suplicó ayuda, con los ojos inundados de lágrimas y entre temblores estertóreos.
Jurel cargó su fusil y le voló la cabeza sin pensárselo dos veces. Jan se lo quedó mirando, alucinado, pero incapaz de echarle en cara su acción.
Quedaban los tres hombres protegidos por sus trajes estrafalarios. Acababan de librarse por los pelos de morir devorados, pero ahora se encontraban rodeados por siete armas que les miraban con completa desconfianza.
—Tranquilos —dijo Jan, tanto a los suyos como a los alemanes.
Uno de ellos retrocedió dos pasos para alejarse de las armas que le apuntaban. Miguel se apresuró a caminar hacia él.
El científico alemán se detuvo con las manos en alto.
Jan se fijó en la cruz negra sobre el hombro del desconocido, por encima del extraño uniforme. Miguel se acercó un paso más.
—Sólo queremos que nos explique qué está pasando —le habló Miguel, esperanzado. Avanzó hacia el hombre con las manos bien a la vista para que quedara claro que no iba armado. El otro imitó el gesto y también caminó hacia el gallego.
—Espérate, muchacho —advirtió Mecha.
—¡No te acerques más! —gritó Jan.
Miguel los miró con expresión tranquila.
—No se preocupe, teniente. Está desarmado.
Entonces el alemán se giró un poco, sólo media vuelta hacia su derecha. Jan pudo ver que le habían arrancado toda la parte del traje neumático que debía protegerle la espalda. Y, aunque no alcanzó a ver herida alguna, se puso en lo peor.
—¡Miguel! ¡Aléjate de él! —gritó.
Pero el desconocido aceleró de pronto y, en dos zancadas, alcanzó al soldadito gallego y lo abrazó con funesta determinación.
El chico gritó y golpeó la cabeza del científico. El casco protector cayó al suelo. El rostro desencajado quedó a la vista.
El hombre agarró con fuerza a Miguel y lo atrajo hacia sí, hacia sus dientes. El gallego gritó y le golpeó, una y otra vez, pero el otro no cedía su presa. Jan y Mecha cayeron sobre ellos y pelearon por sujetarle los brazos al alemán.
Otro de los alemanes gimió como un animal y avanzó hacia Estrella. La Matacuras le disparó dos veces; la segunda le acertó de pleno en la cabeza.
Rafir y Jurel apuntaron sus rifles hacia el tercero de los alemanes. Este alzó los brazos, rindiéndose.
—¡Nein! ¡Nein! —gritó.
Pero eso no frenó a los dos nacionales, que abrieron fuego, al unísono.
Jan y el Mecha pugnaban por alejar al monstruo del asustado Miguel. Lo agarraban y le daban golpes terribles con sus puños y con sus armas. Jan logró acercarle la pistola a la sien pero, en el último instante, el cañón resbaló y el disparo se perdió en el cielo nocturno.
Entonces, el alemán clavó los dientes en la mano izquierda de Miguel. La sangre salpicó el brazo del muchacho. El monstruo le arrancó dos dedos de cuajo.
Jan logró apartarlo, por fin, golpeándole en la cara con la culata de la pistola Astra. Mecha terminó de derribarlo trabándole las piernas con una zancadilla. Una vez en el suelo, le colocó el cañón del fusil en la cara. El monstruo mordió el tubo y el Mecha le voló la cabeza de un disparo.
Miguel cayó al suelo, llorando, cogiéndose la mano herida. Jurel, el falangista, se fue a por él fusil en ristre. Jan corrió a interponerse.
—Ni se te ocurra —le gritó al falangista.
—Vamos, teniente, es por el bien del chaval. Ya sabe lo que le va a pasar.
—Baja el fusil —le ordenó, apuntándole con su pistola.
Se produjo un rápido movimiento a la espalda de Jan, que se dio la vuelta al momento. El sargento y Estrella se interponían entre Jan y Miguel. Tras ellos, el Mecha se acercó al muchacho gallego, quien no hizo nada por defenderse. Se quedó mirando al republicano, con lágrimas en los ojos, agarrándose la mano herida.
Jan intentó pasar entre los dos republicanos, pero el sargento lo detuvo con firmeza. La mirada decidida del militar rojo hizo más mella en el ánimo de Jan que la fuerza de sus brazos.
—Tenemos que ayudarle —suplicó Jan, sin esperanza.
—Sabes que no podemos hacer nada —respondió el sargento.
—Le prometí que lo sacaría de aquí —dijo Jan, en un hilo de voz, buscando algún consuelo en el sargento y en Estrella, que le había cogido con delicadeza por el otro brazo.
Miró por encima de la chica, buscando los ojos de Miguel. Mecha se había agachado junto a él. El chaval lo miraba a través de sus ojos anegados. Cuando se dio cuenta de que Jan lo observaba, intentó sonreírle, entre temblores.
—No se preocupe, mi teniente. Esto es lo mejor.
Jan se rindió y bajó la cabeza. Mecha había soltado su fusil y trajinaba en su macuto. Sacó la bayoneta y la agarró como si fuera un cuchillo. Sujetó con fuerza el brazo de Miguel contra el suelo. El gallego lo miró petrificado y con los ojos muy abiertos, aterrados.
Mecha dio un golpe seco con el cuchillo. Miguel aulló de dolor y cayó desmayado. El Mecha apartó los dos dedos cortados de una patada. Miró hacia atrás.
—Ayudadme, joder.
El sargento y Estrella soltaron a Jan y los tres acudieron junto a Miguel y el Mecha. Ella se rasgó la manga derecha de la camisa y la enrolló con fuerza alrededor de la mano herida del gallego. El Mecha, mientras tanto, sacó dos objetos más de su macuto: un botecito de cristal y una jeringa.
—¿Morfina? —preguntó Jan, al tiempo que se maldecía por no ser capaz de ofrecer ninguna ayuda.
El rojo asintió. Cargó la inyección y pinchó con ella en el brazo de Miguel.
El chaval se despertó y gimió, sorprendido. El Mecha se guardó de nuevo la jeringa.
—¿Tú eres gilipollas o qué? —intervino el falangista, dirigiéndose al Mecha y alejado a una distancia prudencial de Miguel—. Eso no funciona, ya has visto al otro soldado ahí atrás. La morfina no detiene lo que sea que es esa enfermedad. Tenemos que matarlo antes de que se vuelva loco e intente comernos.
Nadie dijo nada más. Ni siquiera Jan habló en defensa de Miguel. Se sentía demasiado cansado y, aunque se negaba a reconocerlo, en el fondo también creía que no había nada que hacer por el soldado gallego.
Mecha se alzó entre Miguel y los demás.
—La morfina hizo que aquel soldado aguantara la transformación durante un tiempo. Y eso es lo que necesitamos para llegar hasta ese maldito puesto de mando. —Miró a Miguel—. Seguro que allí pueden darnos una solución. Si ellos han provocado todo esto, tendrán alguna cura o un antídoto. —Se agachó cerca del gallego—: Tú procura mantenerte tranquilo hasta entonces.
Miguel asintió.
Por entre la espesura aparecieron tres figuras más: dos oficiales alemanes más otro científico. Este iba vestido con las mismas protecciones neumáticas que los anteriores.
Los muertos se fueron a por ellos. Al contrario que con el primero de los científicos, en este sí que se apreciaban claramente los desgarrones en su traje protector.
—Me parece que no me va a ser fácil permanecer tranquilo —dijo Miguel, resignado.