14

La operación

El soldado que corría hacia ellos soltó un grito agudo y se paró en seco cuando la luz de la linterna le enfocó. Tras él se escucharon más carreras.

—¿Qué hacemos, sargento? —preguntó nerviosa la Matacuras, con el fusil apuntando fijo hacia el cuerpo que se acercaba.

El soldado dio un paso más hacia ellos, y luego otro.

Jan y el sargento amartillaron sus pistolas con un solo chasquido. El hombre cayó, primero de rodillas, y después se tiró al suelo.

—¡No! ¡Por favor! ¡No disparéis!

Quedó estirado en el piso del corredor, protegiéndose la cabeza con las manos.

Tras él, a la carrera, llegó el grupo del Mecha. Este, Miguel y Jurel se quedaron a aquel lado del pasillo, por detrás del tipo tirado en el suelo.

Al otro lado, Jan, el sargento y la Matacuras miraban estupefactos tanto a los otros como al soldado, que no levantaba la cara del piso más que para balbucear, suplicando que no le matasen.

Jan ordenó a los demás que se apartaran un poco. Él se agachó sobre el hombre.

—Está bien, soldado. No te preocupes. —Le tocó el hombro—. Levántate.

El soldado alzó la mirada desde su posición cuerpo a tierra, sin tenerlas todas consigo. Los miró un poco más y resultó evidente su cara de confusión al ver aquella mezcla de uniformes republicanos y nacionales.

—Mi teniente —dijo al fin, levantándose con precaución—. ¿Cómo han entrado? ¿Han acabado con los muertos?

—Todos los cuerpos ahí fuera han caído. Sólo había un par que todavía se movían.

—Había muchos más, mi teniente. Tuve que esconderme para que no me encontraran.

—Estaba escondido dentro de un baúl —intervino el Mecha—. Le oímos respirar y levantamos la tapa. Salió corriendo como un gamo.

—Casi me da algo —se quejó Jurel mirando con desconfianza al asustado desconocido.

—¿Qué hacíais aquí, soldado? —le interrogó Jan.

—Nos sacaron del campamento, mi teniente. Sólo nos dijeron que necesitaban apoyo para una operación. Nos metieron en dos camiones y nos trajeron aquí.

—¿Qué clase de operación?

El soldado dudó un instante, durante el cual los repasó a todos con la mirada, en especial a los tres soldados rojos. Luego se decidió.

—Será mejor que lo vea usted mismo.

Los llevó a través del pasillo, girando dos esquinas, hasta la puerta número doce. Iba a abrirla cuando el sargento rojo le detuvo. Le ordenó que se apartase, y dio órdenes al Mecha para que cubriese lo que pudiera salir de dentro mientras él abría la puerta.

—Mi teniente —preguntó el soldado en voz baja—, ¿qué hacen estos rojos armados con ustedes?

—Intentamos salvarnos el pellejo todos juntos, soldado. —Jan se dio cuenta de que ignoraba el nombre del otro—. ¿Cómo te llamas, soldado? —le preguntó.

—Santiago, mi teniente. Rubén Santiago, señor.

Jan asintió y le tocó en el hombro, una vez más, para intentar tranquilizarlo.

El sargento abrió la puerta y Mecha entró con el fusil en ristre, por si tuviera que encargarse de alguien… o de algo. Pero, por aquella vez, no hubo sorpresas.

Jan y el resto los siguieron. La sala estaba vacía. La bombilla que colgaba del techo, en el centro de la sala, se iluminó de repente. El grupo en pleno dio un bote y todos se volvieron, al unísono, apuntando sus armas hacia la puerta. Junto a la entra da de la habitación, la Matacuras, todavía con el dedo sobre el interruptor de la luz, los miró pálida.

—Perdón —acertó a decir, con gesto culpable.

El sargento la reprendió con la mirada. Jan se dio la vuelta y caminó hacia el centro de la habitación. Allí, justo debajo de la bombilla pelada, había una gran mesa cubierta de papeles.

El Mecha lo siguió y agarró una de aquellas hojas. La leyó y puso cara de no entender lo que allí se decía.

—¿Qué carajo pone aquí? —le pasó el papel arrugado a Jan.

—Ni idea —dijo él tras observarlo—. Parece alemán.

—Eran alemanes —dijo el soldado.

—¿Quiénes? —preguntó el sargento.

—Los que estaban aquí al mando. Había dos oficiales y cuatro soldados. Y tres civiles.

—¿Civiles? —se interesó Jan.

—Sí. Eran los que llevaban la voz cantante.

—¿De qué iba todo esto? —preguntó el sargento.

—Apostaron a mi compañía por todo el edificio, y también a la entrada. A mí y a dos compañeros nos hicieron cargar cajas hasta esta habitación. Desplegaron esos mapas y papeles. Y también tenían material médico.

—¿Qué clase de material médico?

—Potes con líquido. Y jeringuillas —dijo, bajando la cabeza.

—Continúa —apremió el sargento.

—Luego trajeron a tres prisioneros rojos.

De nuevo se calló. Esta vez fue Mecha el que insistió.

—Que continúes, joder.

El soldado esquivó su mirada severa y se volvió hacia Jan.

—Les pincharon con aquellas jeringas. Mis compañeros y yo no sabíamos de qué iba esto —se disculpó ante el sargento—. No entendíamos por qué, pero después de inyectarles aquello los dejaron marchar.

—¿Los soltaron? ¿Así sin más?

—Sí. Nos ordenaron que los bajáramos al piso de abajo, con todos los alemanes detrás nuestro. Los civiles hablaban entre ellos, pero en alemán. No teníamos ni idea de qué querían que hiciéramos. Los tres prisioneros se pensaban que los íbamos a fusilar y uno de ellos me pedía todo el rato que le dejara escribirle una nota a su mujer. Yo no sabía qué decirle.

Se llevó la mano a la frente, apesadumbrado.

—Pero llegamos a la puerta, y allí, delante de todos, les dijeron que se largasen. Primero caminaron, mirando continuamente hacia atrás, como esperando los disparos. Luego corrieron y desaparecieron.

Otra pausa.

—Los alemanes nos dieron órdenes de permanecer dentro del edificio, con todo cerrado a cal y canto, vigilando las ventanas y la puerta. Ellos se fueron al piso de arriba. Joder, hasta se pusieron música en una gramola.

—¿Qué pasó después? —preguntó Jan.

—Uno de los prisioneros volvió, el que quería escribir a su mujer. Pero ya no… —intentó hallar las palabras— era él mismo. Se movía muy lento y torpe, y golpeaba las ventanas intentando entrar. Parecía que había olvidado cómo hablar, sólo gemía. Los alemanes se burlaban de él, se morían de risa los muy cabrones. Mis compañeros y yo no entendíamos nada.

»Pero luego regresaron los otros dos. Y más soldados rojos, que yo nunca había visto. Y empezaron a rodear el edificio. Al principio los alemanes estaban muy excitados y tomaban notas y hablaban mucho entre ellos, pero luego uno de los que habían vuelto rompió una ventana e intentó entrar y los alemanes se pusieron muy nerviosos. Nos ordenaron salir a matarlos y nos dijeron que debíamos dispararles en la cabeza. Pero eran demasiados y uno de ellos mordió a uno de mis compañeros. Lo metimos para dentro, pero los alemanes, horrorizados, nos apuntaron con sus armas y nos obligaron a sacarlo afuera de nuevo. Y él perdió el control y atacó a otro, y enseguida todo se fue al infierno. Cada vez había menos de nosotros y más locos, más salvajes, o lo que fueran aquellas cosas.

—Muertos —aclaró Mecha con una mirada fría.

El soldado se lo quedó mirando como si no quisiera creerse lo que decía el rojo; aunque fuera una idea que, en realidad, seguro que ya había asumido.

Siguió:

—Nos desbordaron por completo. Los pocos que pudimos escapamos adentro del edificio, pero los cabrones de los alemanes habían desaparecido.

—¿Cómo que habían desaparecido? —El sargento miró, alternativamente, a Jan y al soldado.

—Sí, ya no estaban. Los demás corrimos dentro del edificio, por todas las habitaciones, buscando la ventana o la puerta por la que se habían escapado, pero no la pudimos encontrar. Y los… —pausa— muertos empezaron a darnos caza.

»Por todo el edificio. Nos desperdigamos. Oíamos gritar a nuestros compañeros, mientras los alcanzaban en la entrada o en la cantina. O los acorralaban en los baños. Mis compañeros suplicaban perdón mientras los devoraban. Y yo me escondí en un baúl y seguí allí hasta después, cuando ya no se oía nada. —Miró a Mecha—. Y me habría quedado allí si no hubieran abierto la tapa.

El soldado se derrumbó en una silla, con el rostro oculto entre las manos.

—¿Qué piensas? —le preguntó el sargento a Jan.

—Coge a los hombres y revisa todo esto, y las habitaciones que no hemos mirado. Esos alemanes deben haberse largado por algún sitio. Yo voy a echar otro vistazo abajo, con Rafir y Jurel. Luego apostaré a uno de ellos en la puerta, para asegurarnos de que los muertos no regresan de improviso.

—De acuerdo —le respondió el sargento mientras Jan ya salía de la habitación—. Pero ten cuidado ahí abajo.

Jan se detuvo en la puerta.

—Y vosotros aquí arriba, aunque con el ruido que hemos hecho, si hubiera algún muerto escondido, ya habría asomado la jeta.

Le hizo una seña a Jurel y este le siguió al pasillo.

A Jan le extrañaba que Rafir no hubiera aparecido tras el follón y los disparos, aunque el tirador moro parecía un buen soldado, de los que atienden a las órdenes. Y la última orden que le había dado Jan fue la de permanecer, vigilante, al pie de los escalones.

Por ello, no pudo evitar alarmarse cuando, tras girar por dos veces las esquinas del pasadizo, no vio ni rastro del soldado junto al inicio de la escalera.

Jan se acercó con sigilo al principio de la bajada al piso inferior, con Jurel detrás de él, eso sí, manteniendo una prudente distancia. Se asomó a la oscuridad del piso de abajo.

—Rafir —susurró Jan—. Soldado, ¿dónde andas?

No hubo respuesta. Jan se volvió hacia Jurel, que respondió al interrogante de su mirada con un encogimiento de hombros.

—Espérate aquí —le ordenó al cabo de falangistas.

—Tampoco pensaba bajar —respondió el otro, al borde de la insubordinación.

Jan lo ignoró, como ya se había acostumbrado a hacer con aquel impresentable. Descendió los escalones a paso lento y cuidadoso, procurando evitar al máximo los crujidos en la madera de la escalera.

A medio descenso, se detuvo hasta lograr que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Por algún motivo, decidió que era mejor no encender la linterna que guardaba en el bolsillo.

Miró hacia arriba, a Jurel, que seguía en el inicio del pasillo, y luego continuó bajando con mucha precaución. Durante los últimos escalones fijó ya la mirada en la sala de paredes empapeladas y de restos humanos que cubrían todo el suelo. No vio rastro de Rafir ni de nada que se moviese allí abajo.

Al dar el primer paso por la estancia, a punto estuvo de ir al suelo, tras resbalar con lo que parecían partes de las entrañas de alguien. Recorrió el resto del camino hasta la puerta que daba a la recepción con mucho cuidado, dando pasos cortos y sin levantar demasiado los pies del suelo.

En la recepción tampoco había nadie a la vista, ni muertos ni vivos, ni tan sólo el soldado Rafir. Junto a la puerta de salida al exterior, la luna proyectó la sombra de una figura humana en la tierra fuera del edificio.

«¿Qué demonios está haciendo ahí fuera?»; pensó Jan. Se dirigió hacia la puerta, pero cuando estaba a punto de salir, dos fuertes brazos lo atraparon por la espalda.

Jan peleó por soltarse y quiso gritar para pedir ayuda, pero la mano que le cubría la boca se lo impidió.

—No se resista, teniente —le susurró Rafir al oído.

La sombra fuera del edificio se movió un paso hacia la puerta.

Rafir aflojó su presa sobre Jan y señaló hacia la entrada. Le hizo un gesto al teniente para que guardara silencio. Se movieron despacio hacia la oscuridad junto a la pared, bien alejados del acceso al exterior del edificio.

La sombra que se paseaba por allí afuera pertenecía a un soldado republicano muerto. Pasó por delante del marco de la puerta y, sin detenerse, siguió camino adelante.

—Escuché ruidos desde arriba —explicó Rafir, en un susurro, una vez el muerto se hubo alejado—. Bajé a ver qué pasaba. —Pareció recordar algo—: Oiga, ¿qué eran esos disparos?

—Tuvimos un encuentro inesperado. ¿No te ordené que te quedaras al pie de la escalera?

—Cuando oí los ruidos, os llamé, pero no me respondió nadie. No quería ponerme a gritar, así que bajé a ver qué pasaba. Uno de esos pasó por delante de la puerta y se asomó. Me escondí como pude.

—¿Crees que hay más de uno ahí fuera?

—Mírelo usted mismo.

Rafir lo guio, en silencio, por la parte en sombras de la habitación hasta llegar a la puerta. El moro le indicó a Jan que esperase un instante mientras él se asomaba al exterior. Luego le hizo señas para que se acercara, con sigilo.

Jan sacó la cabeza fuera del edificio. El muerto que acababa de pasar por delante de la entrada se alejaba sin mirar atrás y, al llegar a la esquina, torció a la izquierda, siguiendo el contorno del edificio.

Jan miró al otro lado. Media docena de muertos deambulaban por la explanada entre la iglesia y el edificio en el que se encontraban. Uno, que llevaba un turbante en la cabeza, tropezó con los cuatro escalones de acceso a la ermita y cayó al suelo dando un golpe seco. Rafir lo miró con tristeza.

—¿Le conoces? —preguntó Jan, en un susurro.

El otro negó con la cabeza.

—Creo que no. Aunque en ese estado…

Jan entendió bien a qué se refería Rafir. Aquellos seres, incluso los que físicamente se encontraban en mejores condiciones, no se movían como los seres humanos que debían haber sido. Parecía que habían olvidado cómo utilizar sus brazos y sus piernas. Hasta el cuello se les giraba a veces en posturas incorrectas. Era como si los hubieran desconectado de sus cuerpos.

Rafir seguía mirando al moro muerto que se arrastraba por la escalinata. Jan llamó su atención tocándole en el hombro. Le señaló la brecha en la alambrada por donde ellos habían accedido al lugar. Un grupo grande de muertos andantes se amontonaba en la abertura, apretujados, dándose empujones para pasar. Y por la forma en que los presionaban desde atrás, parecía que venían muchos más.

Jan indicó a Rafir que había que volver dentro del albergue. Entre los dos, y con cuidado, cerraron la puerta de entrada. Rafir se dirigió hacia detrás del mostrador de recepción y se puso investigar. Al poco salió con una silla plegable de madera y, con la ayuda de Jan, la colocaron contra la puerta, de manera que bloqueara el acceso desde el exterior.

—Esto nos deja a nosotros también atrapados aquí dentro —observó Rafir.

—Habrá que esperar a que disminuya la concentración de ahí fuera —dijo Jan—. O encontrar otra salida.

Regresaron a la escalera. Arriba, al pie del pasillo, los esperaba Jurel.

—Ya pensaba que se os habían comido —dijo, sin mostrar excesiva preocupación.

—Quedaos aquí —ordenó Jan, hablándole sólo a Rafir—. No le quitéis ojo a la puerta de entrada.

El moro asintió. Jan regresó a la habitación número doce. En la puerta se encontró con el Mecha.

—¿Dónde demonios se había metido, teniente?

—Estamos rodeados. Ahí afuera está lleno de muertos. No vamos a salir por donde hemos venido.

El otro sonrió y Jan se preguntó si había acabado por volverse loco de una vez.

—Creo que hemos encontrado algo —se explicó el Mecha.

Entraron en la habitación. El sargento, Miguel y la Matacuras se volvieron hacia ellos. El soldado Santiago seguía en la silla, con expresión entre compungida y ausente. El sargento se encontraba junto a la pared del fondo y en una postura extraña, con las piernas abiertas como un pistolero del oeste preparándose para un duelo.

—Escucha —le dijo a Jan.

Dio un zapatazo en el suelo con el pie derecho. Luego hizo lo propio con el izquierdo.

A Jan el ruido le sonó de lo más normal. Además le hizo un gesto al sargento para que se anduviera con un poquito de cuidado.

—Ahí fuera está lleno de cadáveres andantes. Quizás no deberías…

—Sí, sí… —le ignoró el sargento. Le hizo una señal para que guardara silencio y se desplazó, en un movimiento lateral, a su izquierda. Volvió a patear el suelo.

Sonó hueco.

Jan se acercó a él y se arrodilló rebuscando en el suelo de madera. El sargento sonreía como un niño que ha encontrado un tesoro escondido.

—¿Qué es? —preguntó Jan.

—Lo acabamos de encontrar. Parece algún tipo de trampilla.

Los cinco se pusieron a gatear sobre el suelo de madera. Unos segundos después, Miguel encontró el extremo de la tapa. Era sólo una muesca en el suelo y tan fina que no resultaba posible introducir los dedos por ella.

Bajo la atenta mirada de los otros cuatro, Miguel siguió la muesca hasta debajo de unas cajas de madera. Las apartaron sin mostrar ningún interés por lo que pudieran contener y hallaron, por fin, una argolla.

Jan la agarró y tiró con fuerza. La trampilla cedió a la primera y se abrió. El sargento y la Matacuras le ayudaron a abrirla del todo, mientras el Mecha vigilaba con el fusil, por lo que pudiera salir de allí. El hueco abierto en el suelo mostraba un descenso oscuro, un túnel vertical por el que apenas cabía una sola persona, con una escalerilla metálica pegada en el lado que daba a la pared del edificio.

—No lo entiendo —dijo el sargento—. Estamos en un segundo piso. Esta bajada debería dar al de abajo, pero parece mucho más profunda.

—Debe descender oculta dentro de las paredes. Supongo que es una vía de escape.

—Por aquí debieron largarse los alemanes —apuntó el Mecha.

—Pues con lo que hay ahí fuera, me parece que esta es nuestra mejor opción —sugirió Jan.

El sargento asintió, tras mirar a Mecha y a la Matacuras.

—Miguel —ordenó Jan—, ve a buscar a los demás. Nos largamos.

Descendieron de uno en uno, con las armas cargadas y el miedo en el cuerpo. El hecho de bajar por un hueco estrecho, con los pies por delante, no ofrecía mucha seguridad ante la posibilidad de que algún muerto les esperara abajo, dispuesto a hincarles el diente.

Los primeros en bajar, Mecha y el sargento, montaron una línea básica de defensa al pie de la escalera de mano para asegurar el descenso de los demás.

Jan los siguió de cerca. El subterráneo estaba oscuro y, en cuanto puso el pie en el suelo, tiró de linterna. Ante ellos el camino se bifurcaba en dos, por lo que llamó al soldado Santiago para pedirle su opinión. Este sudaba mucho y negó conocer el camino a seguir.

—No había visto nunca esta parte del edificio, ya se lo he dicho.

—¿Te encuentras bien, soldado?

Él asintió y dio un paso al frente.

—Por los mapas que pude ver, y por el trayecto en los camiones, estos edificios están al sureste del campamento.

—¿Del puesto de mando? —preguntó Jan.

El soldado asintió.

—El puesto de mando nacional. —El sargento suspiró—. Supongo que es allí donde nos dirigimos.

—Es nuestra única opción si queremos salir de esta —afirmó Jan—. Entonces, deberíamos seguir el pasillo de la izquierda. Debemos suponer que, si hay una salida, será en esa dirección.

Avanzaron a la luz de las linternas, con Jan y el sargento iluminando el camino por encima de los hombros del Mecha y de Rafir, que abrían la marcha apuntando, con sus fusiles cargados, a la oscuridad delante de ellos.

El camino que habían escogido seguía un pasillo de cemento de unos dos metros de ancho por tres o tres y medio de alto. De tanto en tanto se abrían algunas pequeñas estancias a izquierda o derecha del corredor, que iban siendo cuidadosamente inspeccionadas por los soldados al pasar junto a ellas. En todas las ocasiones se trataba de pequeños cubículos. Los dos primeros estaban completamente vacíos; en el tercero sólo había cajas de cartón reblandecidas por la humedad.

Al poco de salir de dicha habitación, al soldado Santiago se le doblaron las piernas y se derrumbó, inconsciente, en el suelo.

Mecha lo agarró de un brazo y el soldado soltó un grito de dolor que pareció hacerle volver en sí por completo.

—¡Suéltame! —aulló.

Pero Mecha no le hizo caso. El soldado le golpeó, intentando librarse de él. Matacuras y el sargento acudieron a sujetarlo, ante la estupefacción de los cuatro nacionales, quienes no hicieron nada para intervenir ni para ayudar a unos ni al otro.

Una vez inmovilizado, Mecha subió la manga del brazo que parecía producirle tanto dolor al soldado. Al apartar la tela, descubrió una herida abierta: un mordisco que le había desgarrado la carne.

Los tres rojos se apartaron a la vez. Mecha empujó a Santiago contra una pared del pasillo y alzó su fusil.

—¡Le han mordido! ¡Es uno de ellos! —gritó.

—¡Espera! —Jan se interpuso entre el arma de Mecha y el soldado—. Llevamos ya un buen rato con él y no nos ha atacado.

Mecha no bajó el arma, pero tampoco disparó. Jan se volvió hacia el soldado Santiago, que alzaba las manos a la altura de su rostro, como si de verdad creyera que eso podría protegerle del fusil del Mecha, que le apuntaba amenazador.

—¿Nos lo explicas? —le preguntó Jan, casi a gritos—. ¿Cómo es que no te has transformado en uno de ellos?

—Cuando mordieron al primero de mis compañeros, uno de los alemanes le inyectó morfina. Dijo que eso retrasaría los efectos del virus.

—Retrasar no es lo mismo que eliminar —apuntó el Mecha.

—Mis compañeros pensaron lo mismo, y por eso tuve que escapar de ellos y esconderme en el baúl.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —le preguntó Jan.

—¡No quiero morir! Sabía que me pegarían un tiro sin dudarlo un segundo. Escúcheme, teniente. Lo tengo controlado. Lo siento dentro de mí, pero lo tengo controlado. Lléveme hasta el puesto de mando. Seguro que los alemanes pueden quitarme esta mierda del cuerpo.

—Deberíamos pegarle un tiro ya. —Mecha intentó superar a Jan, pero este apartó el fusil de un empellón.

—¡Apártate de mí, rojo de mierda! —gritó el soldado Santiago, escupiendo saliva descontroladamente.

Todos alrededor le apuntaron con sus armas. Jan levantó los brazos para aplacarlos.

—¡Calmaos de una vez! Podemos intentar llevarlo hasta el puesto de mando.

—Yo no me fío de ese —dijo el falangista Jurel—. Está contaminado y en cualquier momento se podría volver contra nosotros.

—Deberíamos acabar ya con esto —apuntó el moro—. Por tu bien, soldado.

Santiago bajó la cabeza.

—No vais a ayudarme. —Lo aseguró tan bajo que Jan casi no le entendió.

—Escúchame, soldado. —Hizo un esfuerzo por recordar su nombre—: Escúchame, Rubén. Nadie te va a disparar, nadie va a matarte. Pero te tienes que calmar. Debes controlar esa enfermedad. —Jan se le acercó con precaución. Estiró el brazo hacia él y le puso una mano en el hombro.

El soldado alzó la mirada.

Si en aquellos ojos quedaba alguna inteligencia consciente, había sido enterrada a mucha profundidad.

Apartó la mano de Jan de un manotazo. Este retrocedió, pero no pudo evitar a Santiago cuando el soldado le saltó encima.

Rodaron por el suelo. Los demás se apartaban de ellos dando saltos, intentaban que la mierda no les salpicara; querían evitar hasta el más mínimo roce con aquel contaminado.

El soldado Santiago había perdido su humanidad por completo. Sus brazos agarraban a Jan con fuerza, hincando las uñas en su carne. La boca se abría y cerraba ansiosa.

De reojo, Jan podía ver a los demás, alzando y bajando sus armas, indecisos, sin atreverse a disparar. El soldado venció la resistencia de los brazos de Jan y este notó su aliento cercano. Los dientes mordieron con fuerza el aire delante de su rostro.

Jan flexionó la rodilla y logró colocarla entre él y el soldado. Se dejó caer hacia atrás, rodando sobre la espalda, hasta que el otro pasó por encima de él.

Jan estiró la pierna y lo lanzó contra la pared a su espalda.

El soldado aterrizó a un metro escaso de Matacuras. Antes de que golpeara el suelo, una lluvia de balas agitó su cuerpo en un baile frenético. Uno de los disparos le reventó la cara.

Jan recobró el aliento. Miguel le ofreció su mano y lo levantó. Jan miró el cuerpo del soldado. Matacuras se acercaba a él con el fusil bajo.

—¡No te acerques! —advirtió Jan.

Pero el aviso llegó tarde. El soldado se alzó, agarrado al arma de Matacuras, y tras arrancarle el fusil de las manos, saltó sobre la chica.

Cayeron al suelo. Ella, gritando, debajo del muerto que, a horcajadas encima de ella, le inmovilizaba el cuerpo. Como una bestia bien entrenada, dirigió el rostro hacia su cuello. La chica le frenó un instante con un brazo tembloroso, a punto de romperse ante la fuerza del monstruo.

Alrededor de Jan, los rostros eran de estupefacción y de sobresalto. El falangista parecía mirar la escena divertido. El sargento estaba horrorizado y no fue capaz de reaccionar. Jan buscó en su cinto, pero había perdido el arma en la pelea con el soldado Santiago.

El monstruo hundió el rostro en el cuello de la Matacuras. La chica aulló de puro terror.

Jan saltó sobre Santiago. Rodaron de nuevo por el suelo. Jan lo había agarrado por detrás y tiró de él para apartarlo de la chica, que se arrastraba temblando y llorando mientras buscaba un refugio inalcanzable.

Jan quedó en el suelo con el monstruo encima, dándole la espalda. Le sujetaba los brazos con fuerza, pero el soldado se agitaba y golpeaba mientras emitía un ruido atroz, un siseo infernal que no llegaba a gemido.

Los demás seguían danzando a su alrededor: unos en busca de un ángulo de tiro, otros simplemente pretendían mantenerse alejados del enfermo.

Jan vio que Mecha tiraba atrás y adelante del cerrojo de su fusil mientras apuntaba hacia ellos. Le miró a los ojos e hizo un gesto rápido con la cabeza, apuntando hacia adelante.

El otro asintió.

El monstruo seguía agitándose; no sólo no parecía cansarse, sino que cada vez empujaba con más potencia. Jan reunió todas sus fuerzas y lo lanzó de un golpe hacia adelante.

De una manera completamente inhumana, el monstruo frenó el impulso a medio metro y giró sobre sus pasos, dispuesto a retroceder y a lanzarse sobre Jan.

Un disparo certero del Mecha le atravesó la cabeza y el demonio se derrumbó, en caída lateral, contra la pared.

Jan dejó caer la cabeza contra el suelo, agotado. Suspiró un instante.

Cerca de él, la Matacuras sollozaba desconsolada. Los demás, a excepción del sargento, la rodearon al instante con los cañones de sus armas dirigidos a su cabeza. Jan se levantó de un salto. La chica se había hecho un ovillo contra una esquina en la pared. Estaba cubierta de sangre.

Alguien cargó su fusil.

—¡Esperad! —de nuevo Jan se interpuso ante las armas.

Se agachó junto a la chica. Ella no quería apartar sus brazos, que le protegían el rostro, y Jan tuvo que forzarla.

—¡Apártese, teniente! —gritó el falangista, dando un paso adelante.

Jan no le hizo caso. Logró vencer la resistencia de la chica y pudo, por fin, examinarla. Ella lo miraba con los ojos desencajados y llenos de lágrimas.

—¡No está herida! —dictaminó Jan—. ¡No la ha mordido!

—¡Y una mierda! —objetó Jurel—. Está cubierta de sangre.

A unos metros de la esquina donde se había concentrado el grupo, sonó una risa. Al principio era una leve risita sostenida que fue transformándose poco a poco en carcajada.

El cerco sobre Matacuras se abrió para que Jan, arrodillado en el suelo, pudiera mirar con sorpresa hacia el Mecha. Este se había agachado sobre el soldado caído. Lo agarraba por los pelos de la cabeza.

—Este no ha podido morder a nadie —dijo, haciendo una pausa entre sus risas, mientras tiraba de la cabeza del muerto para alzar el cuerpo.

Al cadáver le faltaba la mandíbula. Uno de los disparos que habían intentado acabar con él en primera instancia, a pesar de no lograr reventarle el cerebro, sí que se había llevado por delante todos sus dientes más los huesos que los sostenían.

El Mecha soltó el cuerpo, que se deslizó hacia el suelo. El soldado republicano se levantó en medio de otra sonora carcajada.

—¡Vaya suerte tienes, Matacuras! ¡Te ha intentado devorar un monstruo desdentado!

Mecha siguió riendo y, en medio de la estupefacción general, algún otro se unió a sus risas.

Matacuras se levantó de golpe y se abrió paso a empujones, enfurruñada. Desapareció camino adelante, entrando en una de las estancias que se abrían a la derecha del pasillo.

Jan hizo por seguirla, pero el sargento lo detuvo un instante.

—Gracias por salvarla —le dijo. Hizo una pausa hasta que Jan asintió con la cabeza—. Vamos a seguir adelante para comprobar si hay más sorpresas en el camino. Tú ve a ver si se encuentra bien.

—¿No deberías ir tú?

El sargento meneó la cabeza y se marchó sin responderle. A Jan le pareció que el hombre estaba avergonzado.