13

Santuario

—¿Muertos muertos o de los otros? —preguntó el Mecha.

Jan estaba aturdido por lo que acababa de contemplar y tardó unos segundos en contestar.

—No, creo que no se mueve nadie allá abajo.

—¿Otro combate… normal? —preguntó Miguel, mirando a unos y a otros.

—No creo. Hay demasiados y están todos allí tirados. Lo de antes, en la masía, debió de ser un encuentro fortuito entre dos pelotones. Nadie habrá echado de menos a esos desgraciados más que para apuntarlos en alguna lista de desaparecidos. Pero lo de ahí abajo es otra cosa. Son demasiados…

—Eso ya lo has dicho —intervino el sargento.

—Alguien tendría que haber venido a recoger los cadáveres —siguió Jan, verbalizando sus pensamientos—. El bando que hubiera ganado el combate.

—¿De qué bando son?

—¿Cómo?

—Los muertos, ¿de los nuestros o de los vuestros? —le aclaró el sargento.

—No lo sé.

—Pues habrá que ir a investigar.

—Estará de coña, ¿no, sargento? —dijo el Mecha—. No se nos ha perdido nada ahí abajo. Se supone que buscamos el «puesto de mando de la operación». —Esto último sonó como si hubiera dicho «el país de Nunca jamás».

—Pues sí que tienes tú ganas de pronto de encontrar a los mandos nacionales —dijo el sargento. Señaló hacia el valle—. Eso de ahí abajo podría ser el puesto de mando.

—Es verdad —dijo Jan—. He podido ver un par de camiones, de los de transporte de tropas. Aparte de ese foco intermitente, que era de factura militar. Está claro que ahí abajo había algo, algún tipo de acuartelamiento.

—Pues ya no lo hay. Ahora es un cementerio —el Mecha pretendía matar la discusión.

—Pero tenemos que bajar —afirmó el sargento.

Jan asintió con la cabeza, apoyando la decisión.

—Pues vaya mierda —se rindió, al fin, el Mecha.

Durante el descenso hacia el balneario perdieron de vista el conjunto de edificios a causa de la frondosa vegetación que los rodeaba por todas partes. Lo único que se mantenía a la vista, por encima de los árboles, era la forma triangular, oscura en la noche, que dibujaba la parte superior de la iglesia.

Se abrieron paso como pudieron a través de la espesa selva que los separaba de la luz misteriosa. El descenso resultaba enervante para todos ellos, que avanzaban con los nervios a flor de piel. Al miedo, ya habitual en aquella noche infernal, de que los atraparan los muertos vivientes se sumaba ahora el descontrol provocado por aquella luz misteriosa que se encendía y apagaba de forma irregular.

El grupo bajaba compacto, bien cerca los unos de los otros. Lo que Jan había creído ver en la explanada no invitaba a ser optimista sobre qué podrían encontrar allá abajo.

A media altura en el descenso hacia el valle, el camino se rompía en un barranco vertical, por lo que se vieron obligados a circular varios metros hacia la izquierda, por el estrecho filo que daba al abismo, buscando algún modo de seguir bajando.

El foco en el valle no se había vuelto a iluminar y, a cada paso que daban hacia el fondo de la hondonada, las montañas circundantes tapaban aun más la luz de la luna, sumiéndoles en una oscuridad de cueva cerrada.

Cada vez resultaba más difícil avanzar casi a ciegas por aquel barranco. Jan resbaló un paso y un reguero de piedras pequeñas se deslizó despeñadero abajo. El teniente respiró aliviado y retomó el camino con mucho cuidado.

Unos diez metros más adelante por aquel desfiladero, el Mecha, que caminaba en cabeza, alzó la mano para detener al pelotón. Señaló un desvió que bajaba en diagonal. El sargento asintió y el grupo retomó el descenso.

El camino, cubierto de pequeños cantos rodados y por el que avanzaban casi a oscuras, habría resultado extremadamente complicado ya a plena luz del día. El sargento resbaló sobre una de aquellas piedrecillas y tuvo que agarrarse al brazo del Mecha, que caminaba delante de él. Los dos maldijeron por lo bajo, abrazados al borde de aquel precipicio. El Mecha se quitó de encima a su superior, con algo de mal humor en el gesto, y continuó adelante. El sargento se volvió para advertir del peligro en el suelo al hombre que venía detrás, el tirador Rafir.

El foco se iluminó de nuevo. Un cañón de luz blanca, la más potente que habían visto nunca, cegó los siete pares de ojos.

Rafir dio un traspiés y resbaló barranco abajo.

El foco se apagó. Los demás corrieron a agruparse junto al borde por el que se había despeñado el moro. Escucharon un golpe seco a pocos metros.

—¡Rafir! ¡Soldado! —llamó a gritos Jan, arrodillado al pie de la caída.

Tras una eternidad, el moro soltó un gemido. Parecía llegar desde poca distancia por debajo de ellos, pero un cúmulo de enredaderas que se descolgaban junto a la pared no les permitía verlo.

—¡Rafir! —insistió Jan—. ¿Estás bien?

Otro gemido. Unos segundos más de incertidumbre, antes de que les llegara la respuesta del moro:

—Sí, mi teniente. He podido engancharme a una rama y he caído en un saliente. —Pausa—. ¡Mierda!

—¿Qué te pasa? ¿Qué sucede? —preguntó, alarmado, Jan.

—He perdido mi turbante. Se me ha ido barranco abajo.

Jan suspiró, mosqueado.

—Ya lo recuperarás cuando lleguemos abajo. Y si no, yo mismo te compraré uno nuevo. ¡Ahora preocúpate de subir! ¿Podrás hacerlo?

—Estoy dolorido, pero creo que no me he roto nada. Esperen un momento, intentaré subir por la…

Silencio. Tres, cuatro segundos.

—¿Rafir? ¿Qué sucede?

Rafir habló en un susurro:

—He oído algo, teniente.

Arriba, Jan y el sargento se miraron con temor.

—¿Qué has oído? —preguntó el Mecha, también en un susurro.

—Aquí abajo, al fondo del saliente, hay un agujero. Una pequeña cueva. Oigo un gemido.

—Tranquilo, soldado —habló Jan, mirando al sargento con ojos alarmados—. ¿Puedes trepar por esas ramas?

—Ya lo intento, señor —la voz sonó más cercana—. Pero los gemidos se acercan.

—Tranquilo, hombre —habló el Mecha—. Seguro que sólo es aire.

—¡Oigo pasos! —Rafir ya no susurraba—. ¡Ya están aquí! ¡Ayuda!

La mano del moro apareció por el borde del precipicio. Jan y el Mecha se lanzaron a socorrerlo. Jan cogió la mano y el otro agarró el brazo, tirando con fuerza de él.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —les apremió el moro.

Los dos dieron un nuevo tirón y el rostro sudado de Rafir asomó por el borde, con el pelo moreno despeinado, libre ahora del turbante. Al momento, una fuerza desconocida tiró de él y su rostro desapareció de nuevo.

Jan y el Mecha resbalaron unos centímetros, esforzándose en no soltar el brazo de Rafir y en evitar que los arrastraran hacia abajo. El sargento enganchó la cintura de Jan, mientras que Miguel y la Matacuras lo sujetaban a él. Jurel permanecía a una distancia prudencial del despeñadero, apoyando la espalda contra la pared de piedra.

Rafir gritaba y se agitaba allí colgado. Recuperados del susto inicial, Jan y el Mecha tiraron de nuevo del brazo del moro. Su rostro desencajado apareció, otra vez, por el borde.

El grupo en pleno tiró una última vez hasta que lograron librar el cuerpo de Rafir de los demonios que lo habían atrapado. Consiguieron subirle hasta su altura.

Rafir no hablaba. El sargento, la Matacuras y Miguel retrocedieron para apartarse de él. El Mecha había quedado del lado del precipicio y no pudo separarse demasiado.

Jan se acercó con precaución al moro y le tocó el hombro.

—¿Estás bien, soldado?

—Me han mordido, mi teniente.

Los soldados se apartaron un poco más, echando mano a los fusiles que habían dejado en el suelo unos segundos antes para ayudar en el rescate. El sargento montó la pistola Star.

El Mecha maldijo por lo bajo al ver su fusil tirado allá lejos, a un par de metros por delante del moro.

Rafir se lanzó a desatarse la bota derecha.

—¿Dónde te han mordido? —le preguntó Jan, que no apreciaba sangre por ningún lado.

El moro se quitó la bota y el calcetín. Un olor acre a sudor de varios días azotó la nariz de Jan.

Rafir soltó una carcajada y le enseñó la bota al teniente.

—¡Dios es grande! ¡Pensaba que me habían cazado! Uno de ellos se enganchó a mi bota. —Alzó el calzado para que todos vieran las marcas de dientes en el empeine—. Pero no me ha tocado el pie. ¡Qué suerte!

Rafir se reía con ganas, pero Jan sólo respondió con una mueca.

Los demás no soltaron sus armas cargadas. Al final, Rafir dejó de reír y los miró. Y se dio cuenta de cómo lo miraban.

—De verdad. Os juro que no me han tocado. —Tras el terror a los muertos y la euforia por creerse salvado, ahora era el miedo a sus compañeros lo que se leía en su rostro.

Los demás se miraron los unos a los otros con escepticismo.

Durante el resto del descenso, Rafir marchó en cabeza, desarmado. De tanto en tanto se giraba hacia sus compañeros y les sonreía, como queriendo dejar claro que seguía siendo él mismo, que no se iba a transformar en un monstruo. Se esforzaba en que sus sonrisas, humanas, le salvaran de un tiro en la cabeza, por la espalda.

En cuanto alcanzaron el fondo del valle, el Mecha se lo llevó a punta de fusil hacia un pequeño claro. Allí, rodeado por todos los demás y a la luz de una linterna, le obligaron a descalzarse y a mostrar sus pies y piernas sin heridas. Uno a uno, se acercaron, con las manos protegiendo sus olfatos, a los pies de Rafir, para verificar la ausencia de mordiscos.

—Joder, seguro que no le mordieron por el olor —apuntó el Mecha, apartándose tras la revisión.

Rafir, que ya veía que los demás se estaban convenciendo de que no le pasaba nada, se rio con ganas. Al final, le permitieron calzarse y Jan le devolvió su arma.

Retomaron el camino hacia el origen de la luz, hacia el foco intermitente que había provocado el despeño de Rafir. Se dirigían hacia el centro del valle.

Al poco les llegó el rumor del río, desde su izquierda, oculto a sus ojos por la vegetación. Jan apreció cómo tanto los tres republicanos como Miguel se agitaban incómodos y desviaban la cabeza hacia la dirección de donde provenía el sonido de las aguas. Él mismo sintió un escalofrío al recordar el infierno que todos ellos habían vivido en el Canaletas sólo unas pocas horas antes.

La senda prácticamente inexistente que seguían los soldados se escoró hacia a la izquierda en relación a la cúspide de la iglesia, que asomaba oscura por encima de unos pinos cercanos.

Atravesaron el pinar, hasta alcanzar una valla de alambrada de tres metros de alto que les cerró el paso.

—Joder —exclamó el Mecha—. Se han tomado muchas molestias en cerrar este sitio.

Jan se pegó a la valla, pero al otro lado sólo veían una oscuridad cerrada. Se dio la vuelta hacia el sargento.

—¿Derecha o izquierda?

El sargento se encogió de hombros. Lo meditó un segundo y señaló hacia la derecha.

Recorrieron el perímetro en la dirección indicada. A unos cuantos metros por detrás de la alambrada se adivinaba la pared lateral de la iglesia. Un poco después, el contorno de alambrada dibujaba un arco. Por detrás, al doblar la esquina del edificio, apareció la fachada principal de la iglesia.

Como un susurro, se escuchó el inicio de un zumbido eléctrico. Aumentó de volumen hasta estabilizarse justo unos pocos decibelios antes de resultar dañino a los oídos. Entonces el foco se activó de nuevo.

Estaba colocado a la derecha de la entrada a la iglesia. La carcasa metálica de color verde camuflaje encerraba un cristal de unos veinte centímetros de diámetro, quizás algo menos. Disparaba un haz de luz blanca concentrada que parecía perforar el bosque en algunas decenas de metros y que, además, iluminaba todo a su alrededor; principalmente la iglesia, la escalinata de acceso a la puerta de entrada al edificio y la explanada que se abría justo delante.

La explanada que estaba cubierta de cuerpos caídos.

Matacuras ahogó un grito. Jan dio un respingo y se giró hacia ella. La chica señaló hacia la alambrada, a unos tres o cuatro metros de donde se encontraban.

En aquel punto la alambrada había quedado destrozada hasta convertirse en un amasijo de alambre pisoteado. Colgado en aquella entrada forzada al recinto, había un cuerpo.

Jan le hizo una seña al Mecha. Este avanzó con el fusil en alto. Jan sacó la pistola Astra de la cartuchera y apuntó a la cabeza del cuerpo. Caminó hacia él y los demás le siguieron en silencio.

El cadáver, que pertenecía a un soldado regular del ejército republicano, había quedado atrapado en la alambrada como una mosca en la trampa de una araña. El tipo se había desangrado abundantemente por varios tiros en el abdomen, pero no fue hasta que Jan vio las señales de los mordiscos que le habían arrebatado medio antebrazo izquierdo que no alzó el brazo en señal de advertencia y para detener a los demás.

—¿Qué pasa? —le preguntó el Mecha, en un susurro.

Fue el muerto colgado de la alambrada el que respondió, abriendo los ojos, gimiendo e intentando, desesperadamente, arrancarse del alambre para saltar sobre todos ellos. Dio un tirón tan fuerte de su brazo derecho que tres dedos, enganchados al metal, se le desgarraron de la mano.

Estiró el muñón con los dos dedos restantes hacia el Mecha y este le voló la cabeza de un tiro, sin inmutarse por los restos de carne que se esparcieron sobre la alambrada.

El disparo resonó por todo el valle. El eco se replicó hasta en tres ocasiones antes de desaparecer. El cuerpo muerto de la valla quedó colgado, totalmente sin vida, con la mano sin tres dedos dirigida ahora hacia el suelo.

En cuanto cesó el resonar del disparo, el Mecha miró a los demás como pidiendo disculpas por el estropicio. Todo el grupo contuvo la respiración como una sola persona a la espera de escuchar una avalancha de pisadas y gemidos que se les viniera encima, pero no sucedió nada. Los cuerpos amontonados sobre la extensión delante de la iglesia siguieron tranquilamente muertos.

Jan dio un paso hacia la abertura en la valla. Dedicó unos segundos más a verificar que el muerto colgante ya no se movía y, tras esquivarlo, entró en la explanada, seguido de cerca por todos los demás.

El muerto viviente colgado de la valla ya representaba un pésimo presagio, pero lo que se encontraron allí dentro fue peor que cualquier cosa que se pudieran imaginar.

Había cadáveres caídos por todo el suelo de tierra entre la escalinata de acceso al pie de la iglesia y el perímetro vallado alrededor. Cuerpos con heridas rasgadas y con marcas de dientes. Cadáveres mutilados a los que les faltaban miembros, y otros con el torso abierto desde el cuello hasta el bajo vientre. Muertos a los que les habían disparado en la cabeza o, directamente, reventado el cráneo a golpes. Cuerpos amontonados caídos contra las paredes de la capilla.

A unos tres metros de la entrada a la iglesia había una ametralladora apostada, y junto a ella, los restos de un hombre: el tronco uniformado de un soldado nacional.

Entraron en el edificio. En la sala principal, en lugar de los reclinatorios de la iglesia, había mesas de tres y cuatro patas cubiertas por mapas junto a cuatro o cinco sillas plegables. Por todo el suelo se desperdigaban los restos humanos y las manchas de sangre salpicaban mesas, sillas y paredes. En las pinturas murales no se distinguían los daños provocados por la humedad, en los años de existencia del edificio, de los causados por las tropas durante los meses de guerra ni de los provocados por los muertos durante aquella misma noche.

Jan cogió uno de los mapas, el más grande de los desplegados sobre las mesas de madera. El plano dibujaba los alrededores de la zona en que se encontraban, delimitada por el Canaletas al sur, por la pista hacia Bot al oeste, y por la sierra de Pándols y la llanura del Pinell al norte y al este. Un círculo rojo destacaba lo que debía de ser el edificio en el que se encontraban.

—Aquí están todos muertos —apuntó el sargento. Se fijó en los mapas con los que trasteaba Jan—. ¿Qué son todos esos papeles?

—No lo sé. Sólo mapas, creo. —Se volvió hacia él—. Miremos en los otros edificios.

Salieron de nuevo a la explanada. Junto a la iglesia había dos grandes edificios que formaban parte del antiguo balneario, que desde hacía años se había beneficiado de las aguas cálidas y mineralizadas de una fuente cercana. Las celdas en aquellos edificios habrían albergado, desde el siglo anterior, a huéspedes de distintos puntos del país y del resto del continente, llegados a aquel valle en busca de descanso a sus enfermedades.

Aquella noche, en cambio, no había descanso para el agotado grupo de soldados. Resultaba imposible encontrarlo cuando ni siquiera los mismos muertos podían reposar en paz.

Accedieron a la entrada del primero de los bloques de alojamiento, esquivando con precaución los cuerpos caídos entre la iglesia y el albergue. La puerta estaba abierta. Con el máximo sigilo, Mecha se pegó al lado izquierdo de la entrada y le indicó a Jan que hiciera lo mismo por la derecha. Tras ellos se posicionaron el sargento y el falangista.

La puerta se abría a una entrada amplia aunque oscurecida. A la izquierda, sobre lo que en tiempos mejores debió de ser el mostrador de recepción, colgaba de un hilo eléctrico una bombilla apagada. Jan sintió un golpecito en su pierna y se volvió. Desde detrás, el sargento rojo le alcanzó una linterna de petaca.

Más allá de la recepción todo era oscuridad. Se escuchó un ruido de leves chasquidos que llegaba hasta ellos desde dentro del edificio. Jan iluminó con la linterna hacia el fondo de la habitación, a la derecha de la barra de la recepción. El rayo de luz deslumbró a dos engendros que masticaban, arrodillados, los restos de un soldado, quien, desde el suelo, todavía luchaba por resistir. A la luz de la linterna, los dos monstruos se alzaron con rabia, pero los soldados no les dieron la ocasión de acercarse ni a medio metro: una lluvia de fuego proveniente de sus cuatro armas los acribilló, golpeándolos una y otra vez, hasta que quedó claro que no iban a volver a levantarse. A estas alturas de la película, el grupo de soldados que acompañaba a Jan ya tenía muy claro lo que tenía que hacer en aquellas circunstancias.

El sargento alzó un brazo y el fuego cesó. Matacuras y Miguel asomaron el rostro por la puerta, deseosos de enterarse de lo que estaba pasando.

Todos se quedaron en silencio esperando una reacción: gemidos, carreras o más monstruos al ataque. Pero sólo se escuchaban los estertores de la última víctima de los muertos. Y al cabo de unos instantes, ya ni eso.

El sargento fue el que inició de nuevo el camino. Le cogió la linterna a Jan y se adentró en la estancia. Llegó hasta el soldado que acababa de fallecer devorado por los dos muertos y le disparó en la cabeza, para evitar males mayores.

Tras el muerto había una puerta abierta que comunicaba con la habitación contigua. El sargento le devolvió la linterna a Jan y, con un gesto de la cabeza y una sonrisita nerviosa en los labios, le invitó a que dirigiera la expedición.

Jan la cogió de mala gana. Se acercó a la puerta, a la entrada de la habitación contigua, y enfocó la linterna por toda la sala. Era una habitación grande con las paredes cubiertas por un empapelado enmohecido.

La cabeza de Jan pensó en lo feo que era aquel papel, quizás para evitar centrarse en el gran número de cuerpos caídos por toda la estancia. Podría haber una veintena de ellos, pero resultaba difícil decirlo, ya que la mayoría de los restos sólo eran fragmentos de seres humanos; pedazos de piernas y de brazos, algunas manos y varias cabezas. Los que más se asemejaban a cadáveres humanos eran los tres cuerpos estirados al pie de una escalera de madera pegada a la pared del fondo de la habitación y que subía hacia el segundo piso. Aun así, ni juntando aquellos tres cuerpos, bastante enteros en comparación con los demás, habría resultado sencillo recomponer a un soldado completo.

—Sigamos por allí —indicó el sargento, señalando la escalera que parecía ser la única posibilidad de avanzar dentro del edificio.

Al final de las escaleras se alcanzaba el piso superior, donde se abría un pasillo a izquierda y derecha. En los laterales interiores del pasillo se ubicaban las puertas de acceso a las celdas. Todas ellas, o al menos las que estaban a la vista desde aquella esquina, tenían la puerta cerrada. Cada una presentaba su número, pintado con tiza negra sobre la madera envejecida.

—Rafir, tú quédate vigilando la escalera —ordenó Jan—. Será mejor que los demás nos separemos en dos grupos. Cada uno por un lado del pasillo. Así evitaremos que nos pillen por la espalda.

El sargento asintió:

—Mecha, yo iré por este lado con el teniente y Matacuras. Tú cógete a estos dos fachillas —señaló a Miguel y a Jurel—, y os vais por el otro lado.

Jan, el sargento y Matacuras marcharon hacia la izquierda, por el extremo del pasillo que comenzaba con la habitación número uno. El resto se dirigieron a la derecha; cruzarían el corredor en sentido inverso, comenzando por la habitación número veinte.

Antes de separarse y de comenzar a inspeccionar las habitaciones, el Mecha señaló el número veinte pintado en tiza negra sobre la puerta más cercana, a unos tres metros por su lado del pasillo:

—¿Cuál será la que tiene premio? —se sonrió.

Jan sacudió la cabeza con paciencia y le hizo una seña brusca para que tirara para adelante sin perder más tiempo. El otro respondió con una mueca de desagrado y se puso en marcha, seguido de cerca por Miguel y por Jurel.

Jan dirigió a los suyos hacia el otro lado, dejando atrás a Rafir con el arma cargada y dirigida al piso de abajo.

La primera puerta se encontraba a escasos tres metros de la escalera. Jan colocó la mano sobre el pomo. Miró al sargento, que apretó con fuerza la pistola en su mano derecha; con la izquierda apuntaba la linterna encendida hacia el número uno pintado en la puerta. El sargento asintió y Jan giró el pomo despacio.

La luz de la linterna iluminó el interior: la bombilla muerta colgada del techo, el pobre camastro sin colchón y la mesita de madera rota, en el centro. No se encontraba ningún alma, ni viva ni muerta, entre aquellas paredes blancas, oscurecidas por manchas de humedad.

Una vez descartada aquella estancia, siguieron adelante. Las habitaciones estaban separadas por una distancia regular de unos dos metros desde la puerta de una a la de la siguiente. Los tres soldados avanzaron con cuidado por el destartalado corredor, cuyo suelo se abombaba con claridad en el breve espacio entre las dos puertas. Por el otro lado del pasillo se escuchó la voz del Mecha abroncando a uno de sus compañeros de expedición en un tono pretendidamente comedido. Luego se cerró una puerta y volvió el silencio.

Al llegar a la puerta número dos, repitieron el proceso de apertura, con el mismo sigilo que en la habitación anterior. Y aunque los muebles y la decoración eran similares, fue el cuerpo caído en el suelo, de nuevo con un tiro en la cabeza, lo que captó toda su atención. El sargento le sacudió una patada para comprobar que no se movía antes de volver a cerrar la puerta, dejando a aquel soldado muerto en su cripta de paredes de cal con trazos de manchas húmedas.

De nuevo en el pasillo, Jan, el sargento y la Matacuras se miraron de uno en uno. Recuperaron el aliento durante un par de segundos antes de seguir adelante.

No habían dado ni dos pasos en dirección a la puerta número tres cuando se escuchó un disparo al otro lado del pasillo. El grupo se paró en seco y Jan iluminó con la linterna el camino por el que habían llegado.

—¿Qué sucede, mi teniente? —la voz de Rafir les llegó desde el pie de la escalera.

—No lo sé, soldado. No hemos sido nosotros —respondió Jan, a gritos—. ¡No se mueva de su puesto y tenga los ojos abiertos!

Se oyó otro disparo. Y a alguien que corría. Jan se calló.

Junto a él, la Matacuras echó pie a tierra y tiró del cerrojo de su fusil. Jan y el sargento apuntaron sus armas por encima de ella. La figura que apareció entre las sombras por la esquina del pasillo se acercaba a toda prisa.

—Esperad —ordenó el sargento—. Tiene que ser uno de los nuestros.

Pero no lo era.