Regreso
Jan no se atrevía a mirar hacia atrás. A sus espaldas parecía que el bosque entero se agitaba y los perseguía. Los gemidos, que partían con claridad desde detrás de ellos, parecían envolverlos, rodeando todos los caminos de huida posibles.
El grupo corría, presa del pánico, sin tan siquiera detenerse a disparar al enemigo. Tan asustados estaban que no se dieron cuenta de que habían trepado hasta una de las lomas que daban acceso a la zona controlada por el puesto de ametralladoras alemanas.
No fue hasta que uno de aquellos aparatos abrió fuego sobre ellos que recordaron que había alguien tan peligroso, si no más, que los propios muertos andantes.
La primera ráfaga no les alcanzó, pero hizo que los tres que se habían destacado en cabeza —el Mecha, Jurel y Rafir— se tiraran al suelo en plancha. Tras ellos, el sargento aterrizó de rodillas en la tierra pedregosa, atropellando a Miguel en su caída.
La siguiente ráfaga apuntó a los dos únicos que quedaban en pie. Por suerte para Matacuras, Jan saltó sobre ella y la alcanzó un segundo antes de que lo hiciera el fuego de la ametralladora. Las balas reventaron las ramas de un olmo a tres metros por detrás de su posición.
Jan y la chica rodaron por el suelo, terminando el viaje en una posición comprometida. Ella con la espalda contra la tierra con él a horcajadas encima. El aliento de ella, cálido en su rostro.
El sargento los llamó a gritos desde el precario refugio donde se habían protegido los demás: un murete natural de rocas que los ocultaba de la vista de los tiradores alemanes.
Las MG 34 abrieron fuego de nuevo. Jan se quitó de encima de la chica y alzó la cabeza, desorientado. La Matacuras se levantó y, decidida, le cogió de la mano y lo arrastró hasta donde se refugiaban sus compañeros.
Los siete se agruparon tras las rocas que los protegían de los disparos. Las ametralladoras seguían tirando con fuerza, pero ahora concentraban el fuego a medio centenar de metros de donde ellos se escondían.
De cualquier manera, ninguno de los presentes se atrevió a abandonar aquella protección por temor a que los tiradores alemanes volviesen a fijar su objetivo en ellos. Las tres ametralladoras MG 34 les bloqueaban la huida y a la vez los condenaban a merced de los muertos.
Sonaron algunas ráfagas más antes de que los disparos se detuviesen. El silencio, tras el estruendo producido por aquellas máquinas, silbaba en los oídos de Jan. Miró al sargento. En los ojos de aquel hombre se reflejaba el terror que él mismo sentía. Luchando por superar el pavor que le recorría el cuerpo, Jan alzó la vista por encima del parapeto.
A poca distancia de su refugio actual, un ejército de muertos permanecía, estático y casi en formación, entre los últimos árboles y el principio de la explanada. Había decenas, quizás un centenar de ellos. Antiguos soldados, de cuerpos destrozados y miembros amputados.
Los demonios ya no los perseguían. Se habían detenido tras los disparos de las ametralladoras y, aunque seguían con sus habituales movimientos perdidos y sin destino, muchos de ellos habían vuelto la mirada hacia las lomas defendidas por los alemanes.
Como los cadáveres prácticamente se habían parado, ya no se escuchaban sus pasos pisando las ramas caídas o atravesando los arbustos secos. Incluso sus gemidos se mantenían en un tono bajo que casi podía confundirse con el silencio.
Entonces, una de las MG 34 rompió aquella paz momentánea.
Fueron sólo una decena de proyectiles, pero causaron el mismo efecto que un litro de sangre lanzado a un mar lleno de tiburones.
Lentamente al principio, los muertos volvieron a caminar, y dirigieron sus pasos hacia aquel fuego fatuo que se había disparado en lo alto de aquella loma alejada.
Junto a Jan, el sargento y los demás asomaron sus rostros para ver qué estaba pasando allí fuera. De aquella manera, todos ellos pudieron contemplar, horrorizados, cómo más de cien soldados muertos gemían y avanzaban fuera del bosquecillo, caminando despacio y en dirección a las ametralladoras, como si se tratase de la carga de alguna antigua tropa de infantería napoleónica.
Las tres ametralladoras abrieron fuego todas a la vez. La lluvia de proyectiles de gran tamaño aterrizó sobre los caminantes muertos, acribillándolos, destrozando los cadáveres.
Volaron extremidades, cabezas y cuerpos enteros. Un cadáver decapitado dio dos pasos más, antes de derrumbarse sobre una roca. Algunos muertos a los que las balas habían destrozado las piernas se arrastraban hacia el fuego enemigo.
Al poco, a los disparos de las ametralladoras se les unió el fuego de los morteros. Los silbidos de los disparos precedían al arco que dibujaban los proyectiles en el cielo nocturno y a las explosiones que diezmaban el ejército de muertos andantes. Los furiosos sonidos de las ametralladoras se sobrepusieron al constante rumor de los gemidos de los demonios.
—Los alemanes los mantendrán ocupados —dijo el sargento entre resoplidos, causados por una mezcla de agotamiento, sorpresa y pavor.
—Pues vámonos antes de que se den la vuelta y busquen una comida más fácil —sugirió Jan.
Se arrastraron uno a uno, en fila, con las cabezas gachas y el cuerpo pegado a la tierra. Se escondían tanto de los disparos de los alemanes como para no llamar la atención de los muertos.
Mientras sus compañeros se escurrían a cubierto de unos árboles cercanos, Jan volvió la mirada una última vez hacia aquel peculiar campo de batalla, todavía hipnotizado por la lluvia de explosiones, de munición y de metralla. Los cuerpos destrozados de los muertos andantes se acumulaban a larga distancia de las defensas alemanas. Jan sintió el golpe de Rafir en un brazo. El moro le apremió a que se moviera tras los demás y Jan le hizo caso.
Una vez a cubierto entre los árboles, se alejaron a toda prisa de aquel lugar. Tras la invasión de cadáveres provenientes del río, retroceder por aquella zona no era una opción, por lo que evitaron acercarse de nuevo a la orilla. Sabían que el puesto al que debían dirigirse no se encontraba muy alejado del curso del Canaletas, pero, con toda probabilidad, las riberas del río seguirían atestadas de los muertos que los habían abordado unas horas antes. Por todo ello, decidieron probar fortuna yendo más al interior, atravesando la parte meridional de la sierra de Pándols.
Al poco, el camino se convirtió en una serie de continuas subidas y bajadas escarpadas. Atravesaban una zona de montañas de escasa elevación pero de pendientes empinadas, y atravesada por barrancos estrechos y profundos. Cada dos por tres caminaban al filo de un despeñadero, sobre una sima oscura de la que se no veía el fondo en medio de la oscuridad de la noche en unas ocasiones, y sobre el estrecho margen del río Canaletas en otras.
Al avistar el río desde allá arriba, más de una vez alguno de ellos —casi siempre Miguel o la Matacuras— se detenía con la mirada fija allá abajo, donde, como pequeños insectos en busca de alimento, los muertos deambulaban sin un destino claro, recorriendo de un lado a otro los caminos cercanos al río, en una y otra orilla.
Parecía haber aumentado el número de aquellos demonios, lo que turbaba sobre todo a los más jóvenes del grupo. Miguel buscaba continuamente la mirada de su teniente, que se limitaba a hacerle un gesto con la cabeza para que siguiera adelante, sin mirar al infierno allá abajo. Pero el propio Jan no podía evitar un sudor frío por todo su cuerpo cada vez que bajaba la vista hacia el río y se preguntaba cuántas de aquellas cosas podrían estar esperándoles en medio de la sierra, entre los árboles o tras las rocas, en su largo camino hasta su única e incierta posibilidad de huida a través del puesto de los Navarros.
Marchaban en dos filas, separadas todo lo que les permitían los estrechos senderos. A la izquierda, los nacionales, con Jurel, Rafir y Miguel armados cada uno con un fusil, seguidos por Jan, con la única protección de su pistola Astra. A la derecha, los tres rojos: Mecha, Matacuras y el sargento; los dos primeros con sus respectivos máuseres, el último con la pistola Star del fallecido comisario Melleira. De vez en cuando, el sargento lanzaba un vistazo mosqueado a su fusil, ahora en manos del soldado Decruz.
Tras un buen rato de escalar subidas escarpadas y descender por fuertes pendientes, a los pies de las impresionantes paredes de roca que formaban las partes bajas de aquellas montañas, se aproximaron a una vía no natural que conducía colina arriba. El camino se iniciaba al final del estrecho barranco por el que transitaba ahora el grupo, un sendero plagado de piedras afiladas encajonado entre las faldas de dos montañas bajas.
Cuando alzaban las cabezas, desde el fondo del barranco donde se encontraban, podían verse, a unos cinco o seis metros de altura en la pared de la derecha, tres grandes agujeros: tres cuevas naturales en la falda de la montaña.
El viento que atravesaba por su interior originaba un ulular que le provocó a Jan un escalofrío en la espalda. Se detuvo a mirar hacia arriba y todos los miembros del grupo imitaron su movimiento. Jan se frotó el brazo izquierdo por debajo de la camisa; tenía los pelos de punta.
El sargento se llevó la mano junto a la oreja derecha.
—Joder, ¿lo oís?
Se miraron unos a otros, el terror reflejado en todos y cada uno de los pares de ojos.
Jan ya iba a decir «sólo es el viento» cuando el ulular alcanzó de nuevo sus oídos.
—Son… gemidos —dijo Rafir, con voz temblorosa y adelantándose al teniente.
El sonido que salía de los agujeros en las paredes de roca era un lamento sordo, continuo. Algún alma condenada había buscado refugio allí dentro, durante aquella noche infernal.
Jan se dio cuenta de que sus piernas se habían puesto en marcha, casi con voluntad propia, dirigiendo sus pasos hacia el fondo del barranco, hacia el camino no natural que subía colina arriba. Su cuerpo superaba a su mente, ya algo trastornada, y buscaba la salvación alejándolo de aquellas cuevas.
—No nos detengamos —susurró.
Poco a poco, cada uno de los soldados del pelotón improvisado logró escapar de la llamada de aquellas sirenas del demonio y, siguiendo al teniente Jan Lozano, caminaron hasta la salida del barranco.
El sendero que allí se iniciaba había sido despejado por manos humanas tiempo atrás, pero ya hacía meses que nadie lo limpiaba de vegetación y las ramas de los arbustos lo invadían en algunos tramos.
Tras una empinada subida, casi vertical en un par de puntos, el camino conducía en dirección a la cima de la colina y hasta los campos cultivados alrededor de un casal agrícola, un edificio de piedra de dos pisos de altura con techumbre de pizarra.
El lugar tenía toda la pinta de haber quedado abandonado semanas, si no meses, atrás. Junto a la casa había un campo de avellanos. El terreno a los pies de los árboles, algunos de ellos con las ramas peladas, estaba cubierto por las avellanas que nadie había recogido. El propietario, o propietarios, de aquellos cultivos se encontraría ya, con toda seguridad, muy lejos de allí, ahuyentado por la guerra que había invadido su hogar.
Se acercaron con precaución a la masía abandonada. Un agujero en el techo y otro en una pared del segundo piso mostraban a las claras que la batalla también había alcanzado aquel lugar.
Jan no vio señal alguna de presencia humana hasta que alcanzaron el caminito de tierra bordeado de pinos que daba acceso hasta la entrada al edificio. Allí, apoyado contra la pared, junto a la puerta medio abierta, había un cuerpo sentado.
Antes de acceder al camino de entrada, un murete de piedra separaba la casa del campo. El grupo de soldados, republicanos y nacionales juntos, se posicionó tras aquella defensa, a la espera de lo que decidieran sus líderes.
—¿Qué te parece? —preguntó el sargento, refugiado con la espalda contra el muro, señalando con el pulgar hacia la casa y hacia el cuerpo allí sentado.
—No parece que se mueva —dijo Jan—. Por lo que hemos visto hasta ahora, esos bichos no suelen quedarse quietos. —Miró de reojo a Mecha—. Quizás sea un soldado fingiendo, preparando una emboscada.
El Mecha se rio.
—Habría que ser muy imbécil para caer en esa trampa.
Jan prefirió ignorarlo:
—Pues habrá que ir a ver de qué se trata.
Salió de detrás del muro, sacando la pistola de la cartuchera. Los demás lo siguieron, abriéndose en abanico —los tres republicanos por la derecha, los tres nacionales por la izquierda—, buscando refugio tras los árboles a ambos lados del sendero. Jan caminó a descubierto por el camino de entrada, extrañamente decidido.
Se detuvo a un par de metros del hombre inmóvil. No había ningún arma cerca, o al menos ninguna que estuviera a la vista.
Rafir adelantó a Jan por su derecha y llegó junto al cuerpo. Con precaución, lo empujó con el máuser. El muerto se derrumbó y todos respiraron aliviados.
Mecha pasó por encima del cadáver y empujó la puerta entreabierta para abrirse paso al interior. Antes de cruzar el umbral, asomó la cabeza dentro.
—Parece vacío.
Pasó al interior, seguido por Matacuras y Miguel. Jan y el sargento examinaron el cuerpo.
—Tiene dos tiros en las tripas —dijo el republicano.
—Ninguno en la cabeza —apuntó Jan.
Los dos dieron un paso atrás.
—Aquí no hay nadie —Mecha asomó la cabeza por una ventana, un metro a la derecha de la puerta.
Jan seguía con su atención concentrada en el muerto.
—No parece que este vaya a moverse ya. Fíjate —le dijo al sargento mientras presionaba el tronco del cadáver con la punta del pie—, está tieso. Lleva ya un tiempo bien muerto.
—Vale, o sea que este ha preferido quedarse quieto en el infierno. —El sargento sacudió la cabeza, confundido—: Yo ya no entiendo nada.
Jan se volvió hacia los dos soldados nacionales:
—Rodead la casa, a ver si encontráis algo.
Rafir asintió con la cabeza y se dirigió a la esquina izquierda, seguido de cerca por un desganado Jurel.
—Id con mucho cuidado —les advirtió Jan.
Miguel y los dos republicanos salieron de la casa. El gallego procuró pasar lejos del cadáver caído junto a la puerta.
—No hay nadie, mi teniente. Los dueños de la casa la debieron de abandonar hace tiempo.
—Seguro que cuando empezaron a caer las bombas —apuntó el Mecha. Señaló al muerto—: ¿No deberíamos pegarle un tiro en la cabeza?
—Aquí el teniente no cree que sea necesario —apuntó el sargento.
—¿Y en qué prueba científica se basa para afirmar eso? —preguntó el Mecha, adoptando un tono resabiado. Se acarició la barbilla con dos dedos.
El sargento se encogió de hombros. Jan empezaba a mosquearse por que siguieran hablando de él como si no estuviera delante. Así que, llegado aquel momento en que los dos republicanos, al igual que el resto de los presentes, se habían callado y lo miraban con cierta burla en la mirada esperando su respuesta, él sólo dijo:
—Iros a la mierda. —Y dirigiéndose al Mecha—: Si quieres, ya puedes pegarle un tiro tú mismo.
—Prefiero reservarme la munición.
El Mecha se sacó la bayoneta del macuto y la montó en el extremo del máuser. Apoyó la punta del cuchillo contra la frente del cadáver.
La Matacuras y Miguel se dieron la vuelta para evitarse el macabro espectáculo. El Mecha recogió los brazos con fuerza y se dispuso a empujar.
Un grito de aviso lo detuvo:
—Mi teniente, ¡rápido! ¡Vengan todos! —Era Rafir el que los llamaba.
Jan salió a toda prisa en la dirección en que habían marchado Rafir y Jurel. Torció la esquina de la casa seguido muy de cerca por el sargento y los demás. Frenó en seco; allí, en el espacio entre la pared lateral de la casa y los árboles cercanos, no había nadie. Jan y el sargento intercambiaron miradas de incredulidad.
Por la siguiente esquina de la construcción asomó la cabeza, cubierta por un turbante, de Rafir.
—¡Aquí, mi teniente!
Corrieron de nuevo. Al torcer la siguiente esquina se detuvieron una vez más.
Los cadáveres se amontonaban en el estrecho margen que separaba la parte de atrás de la casa del bosque que la rodeaba.
La primera reacción de todos los componentes del grupo fue la de salir corriendo de allí. Miguel y Matacuras, que marchaban a la cola del pelotón, incluso volvieron un par de metros sobre sus pasos.
Entonces, todos se dieron cuenta de la tranquilidad con que Jurel y Rafir paseaban entre los muertos. El falangista los miró, con su sonrisa de hiena:
—Tranquilas, niñas. Estos no se van a mover —afirmó burlón.
—Creo que ya llevan muertos un buen tiempo —apuntó el moro. Empujó con el pie el brazo de uno de los cuerpos—. Están rígidos.
Jan se aproximó con precaución. Allí amontonados había soldados de los dos bandos. Los del lado nacional formaban parte de una unidad de regulares norteafricanos. La amalgama de uniformes militares y civiles de los rojos no le dio la más mínima pista.
Eso sí, los cuerpos estaban destrozados por igual. A uno de los regulares le faltaba toda la parte inferior del tronco. Otro de sus compañeros se abrazaba al cadáver de un rojo. Le había atravesado la garganta con la bayoneta, cogida a modo de cuchillo. Él, en cambio, parecía haber muerto por los disparos que le atravesaban el torso. Mostraba cuatro o cinco manchas ocres en la espalda de su guerrera.
El sargento se apartó de los cadáveres, cabizbajo. Fue a apoyarse contra el tronco de uno de los árboles más cercanos. Parecía muy cansado, se le veía derrotado. Jan se lo quedó mirando, preguntándose qué se le pasaría por la cabeza.
—Menuda escabechina —dijo el Mecha con un tono totalmente exento de sarcasmo.
—No lo entiendo —dijo Miguel, a una distancia prudente de los cadáveres, parado junto a Matacuras—. No les han disparado en la cabeza. ¿Por qué no se han levantado?
El Mecha se encogió de hombros. Jan miró de nuevo al sargento. Este habló por lo bajo:
—No se trata de eso.
Los demás lo miraron sin entenderlo y él no se apresuró a aclarar lo que había dicho.
—¿De qué no se trata? —le preguntó la Matacuras—. ¿Qué quiere decir, sargento? —insistió.
Jan miró de nuevo a los cadáveres, y sólo entonces lo comprendió.
Junto al que le faltaban las piernas, había signos claros de la explosión de una granada. A otro de los muertos lo habían cosido a cuchillazos por todo el cuerpo. Los demás habían caído por disparos o metralla.
No había marcas de mordiscos.
Jan le habló al sargento:
—Esto no lo han hecho los muertos.
El sargento rojo asintió, con una sonrisa triste en el rostro. Parecía aun más viejo que antes.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó Miguel—. No lo entiendo.
—A ver si te espabilas, chaval. —Mecha le dio un palmetazo en el hombro. Señaló a los cadáveres—. Esto es lo que pasa cuando dos grupos de soldados enemigos se encuentran cara a cara, y por sorpresa, en un espacio reducido. ¿Dónde coño has estado metido estos últimos meses?
—Debajo de una camioneta —murmuró Miguel, sin poder apartar la mirada de los muertos—. Apretando tuercas.
Se quedaron en silencio. El horror de la noche se había diluido de repente en el horror que los había acompañado a todos ellos durante los últimos meses de sus vidas.
Rafir carraspeó para hacerse notar:
—Mi teniente, de ahí detrás parte un camino. Querría echarle un vistazo, si me lo permite.
Jan asintió.
—Cabo, acompáñele.
Jurel renegó por lo bajo, pero siguió al moro en su exploración. Cuando desaparecieron en el bosque, Jan se acercó al sargento. Se lo quedó mirando, en silencio, antes de preguntar:
—¿Estás bien?
El otro asintió. Jan miró los cuerpos.
—¿Deberíamos hacer algo?
—¿Enterrarlos? —preguntó el sargento.
Jan torció el gesto. Tuvo que tragarse el sapo para poder hablar:
—Más bien pensaba en si debíamos hacer algo con sus cabezas.
El rojo soltó un gemido, una especie de risa desganada, y se encogió de hombros.
Miguel y la Matacuras se habían apartado de los cuerpos. Esperaban al grupo en la entrada al camino por el que se habían marchado el moro y el falangista.
Mecha deambulaba entre los cuerpos, con la bayoneta todavía calada en su fusil. Se le veía superado por la cantidad de cadáveres a su alrededor. De tanto en tanto, alzaba el fusil y apuntaba con el puñal del extremo hacia la cabeza de uno de los cuerpos, pero no se decidía a empezar a reventar cráneos.
Jan y el sargento se quedaron apoyados a ambos lados de un mismo tronco. Jan se sorprendió buscando palabras que pudieran consolar al sargento enemigo.
Un nuevo grito lo sacó de sus ensoñaciones:
—¡Mi teniente! Venga a ver esto —Rafir lo llamaba desde el borde del bosquecillo.
Jan apretó el hombro del sargento para pedirle que lo acompañara.
El Mecha esquivó a saltitos a los muertos, contento por no tener que culminar su trabajo, y los siguió hasta donde esperaban Matacuras y Miguel. Entraron todos juntos en el bosque.
Jurel los esperaba, tumbado sobre un promontorio, observando con los prismáticos. Rafir cayó a su lado y señaló:
—Allí abajo.
El falangista le pasó los binoculares a Jan. Antes de mirar por ellos, el teniente echó un vistazo a ojo descubierto.
Desde la posición en que se encontraban se iniciaba un descenso pleno de vegetación. Aquel lugar parecía una selva, un denso oasis de árboles, plantas y arbustos que contrastaba con los leves bosquecillos y sierras peladas y casi secas por las que habían avanzado toda la noche.
La bajada se abría en un valle de unos tres o cuatro kilómetros de ancho. Al otro extremo del valle, la pendiente subía aun más pronunciada que en el descenso por aquel lado y, al final, circulaba la fina línea de la pista de tierra que venía desde el cerro del Águila y se dirigía al pueblo de Bot.
Jan recordó la camioneta Ford que habían abandonado en aquella carretera, algunos kilómetros atrás y una eternidad de tiempo antes.
—¿Qué estoy mirando? —preguntó Jan.
—Espere un momento —le dijo Rafir—. Es por el centro del valle.
Jan esperó. Los otros lo miraban a él y al valle, expectantes. Las montañas que rodeaban aquella depresión la ocultaban de la luz proyectada por el escaso filo de luna en el cielo. Y entonces, sucedió.
Un deslumbrante haz de luz iluminó medio segundo un extremo del valle, desde aproximadamente el centro de la hondonada hasta su posición, y luego se apagó. Se encendió de nuevo, al instante; parpadeó un par de veces, dibujando un rayo de luz blanca, intensa e intermitente, como señalando un camino entre la espesura.
Volvió a apagarse y, por el contraste, todo el valle quedó aún más oscuro que antes.
—¿Qué diablos era eso? —preguntó el Mecha.
—Yo diría que algún tipo de iluminación militar —explicó Jan.
Cogió los prismáticos que le había pasado Jurel y miró por ellos sin apreciar nada claro, así que giró las ruedecillas de los binoculares para enfocar.
El foco de luz volvió a encenderse. Jan, deslumbrado, soltó una maldición. Se frotó los ojos, para recuperar la visión. Miró de nuevo por los binoculares. El foco seguía iluminado. A su lado, medio eclipsado por el potente haz de luz, se alzaba un edificio. Jan enfocó la fachada principal.
—¿Eso es una iglesia?
El sargento se puso a su lado.
—Creo que oí decir que por esta zona había un santuario. Hay una fuente termal cerca; es un lugar de peregrinación. ¿Ves algún edificio más?
—Espera —Jan barrió la zona. El foco iluminaba hacia fuera del área edificada. Los edificios quedaban ensombrecidos, apenas iluminados por el fulgor residual—. Sí, dos edificios, alargados.
—Deben de ser los bloques de las celdas, donde descansan los viajeros que vienen de peregrinación.
—Hay algo más…
El foco se apagó sin aviso previo. Todo el valle descansó de nuevo a oscuras.
—Joder —exclamó Jan.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Jan apartó los prismáticos y se volvió hacia los demás.
—Delante de la iglesia hay una plaza, es bastante grande.
Carraspeó. Se quedó en silencio.
Tras él, el Mecha apremió:
—¿Y bien? ¿Qué le pasa a la plaza?
Jan se volvió hacia él.
—Estaba llena de muertos.