Barrera
Por delante de Jan, Mecha y el moro dirigían al grupo. El rojo miraba al otro con curiosidad y de forma insistente. Al final, aquel se dio por aludido y le devolvió la mirada.
—¿Qué tú quieres, paisa?
—A ti no te dan miedo esos demonios, ¿verdad?
—Claro que sí, rojito. No quiero que me coman.
—Pero si los tuyos estáis deseando que os maten, ¿no? Para iros al paraíso con muchas vírgenes y toda esa zarandaja.
El moro se rio.
—Yo no quiero paraíso. Yo sólo quiero volver con mi Sarai.
—¿Tú mujer se llama así? —intervino Jan.
El moro se rio de nuevo.
—Sarai baila en un café en Marrakech. Una noche con ella sí es el paraíso. —Miró a Mecha—. Y no, creo que no era virgen ni cuando nació.
—No te jode el morito —se sonrió el Mecha.
Los dos soldados se rieron, socarrones. Jan se volvió algo avergonzado y tropezó con la sonrisa de Matacuras, lo que le hizo ruborizarse aun más.
—Silencio todos —ordenó el sargento.
Tras más de media hora caminando entre árboles, el camino se abría libre de vegetación a unos metros por delante de donde se encontraban. Se apostaron tras los últimos árboles del bosquecillo del que estaban saliendo, unos pinos de unos quince metros de altura, para otear el horizonte. Un suave terraplén en subida se abría ante ellos, libre de muertos y de vivos. Al fondo se alzaban unas lomas.
—Tras esas elevaciones está el valle del Pinell, y más allá, el río Ebro —el sargento señaló el horizonte. Se dirigió a Jan—: Creo que desde allí arriba tendremos una buena vista de las posiciones y cada uno sabrá para dónde tirar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió el teniente nacional.
Salieron a descubierto con precaución, moviéndose ligeros hacia las lomas. Se hallaban aproximadamente a mitad de camino entre el bosquezuelo y el inicio de las elevaciones cuando el fuego de una ametralladora los sorprendió.
Se echaron todos cuerpo a tierra. Por fortuna, la ametralladora no estaba lo suficientemente cerca como para hacer diana.
—Qué raro que no hayan esperado a que nos acercáramos más para liquidarnos —Jan pensaba en voz alta.
—Joder, «mi teniente» —dijo el Mecha con sarcasmo—. Pues menos mal.
—Quiero decir que parece que hayan querido mantenernos alejados.
Jan alzó la cabeza para vislumbrar al enemigo, pero todo era oscuridad. Una nueva ráfaga dibujo una espiral de fuego desde la cima de la loma más cercana. El sargento sacó unos binoculares.
—Los veo claros. Un pendón con una cruz negra; de esas con los brazos estrechos en el centro y más anchos en los extremos.
—Una cruz patada negra. La Legión Cóndor —aclaró Jan.
«¿Otra vez los alemanes?»; pensó. «¿Qué harán aquí?»
—Veo tres ametralladoras, tres MG 34, montadas sobre trípodes. Cubren toda la salida hacia el valle.
El sargento se recostó contra una roca grande.
—Por aquí no vamos a ninguna parte.
—Teniente —habló Jurel—. Nosotros sí podemos seguir. Sólo tenemos que identificarnos.
—Las ratas abandonan el barco —masculló Mecha.
—Escuchadme —Jan se dirigió a los tres republicanos—. Será mejor que os entreguéis con nosotros. Os prometo que me encargaré de que os traten bien.
El Mecha le apuntó directamente con su fusil.
—Mis cojones.
El moro y el falangista respondieron encañonando al sargento y a la Matacuras. Miguel reculó dos pasos, para alejarse de la línea de fuego.
—Calmaos todos. —Jan alzó las manos ante Mecha—. Que nadie haga ninguna tontería.
—Cierra la boca, fascista —amenazó Mecha.
Desde la distancia, la ametralladora abrió fuego otra vez. Mecha dio un respingo, sobresaltado. Jan saltó sobre él y lo tiró al suelo. Rodaron sobre la tierra, amarrados los dos al arma del republicano. Este logró ponerse sobre Jan y empujó con todas sus fuerzas, apretando el fusil contra su cuello. Jan le soltó un puñetazo en la mandíbula que no sirvió de nada.
Por encima del Mecha, Jan vio cómo Jurel giraba su fusil hacia ellos. El sargento gritó, avisando a su soldado. Jan negó con la cabeza en dirección al falangista, pero Jurel no le hizo caso y disparó.
Jan empujó con todas sus fuerzas a Mecha, rodando sobre el republicano hasta quedar encima de él. El balazo de Jurel acertó en el dibujo que había dejado la espalda de Jan en la tierra.
Mecha, sorprendido por el disparo, aflojó un segundo su presa, lo que bastó para que Jan le arrebatara el fusil y lo lanzara lejos de ellos.
Mecha pateó al teniente nacional y se lo quitó de encima. Gateó a toda prisa hacia la dirección en la que había caído su arma, pero se encontró frente a Rafir, que ya deslizaba el dedo en el gatillo.
—¡Que nadie dispare! —ordenó Jan desde el suelo, reponiéndose aún del último golpe del Mecha—. ¡Sargento! —gritó, mientras pedía su complicidad con una mirada.
Mecha estaba dispuesto a lanzarse sobre el fusil del moro, y este no iba a dudar en dispararle.
—¡Mecha! ¡Quédate quieto! —ordenó al fin el sargento.
Mecha rugió en dirección a Rafir. Soltó un bufido de rabia y se rindió. Se sentó en el suelo con las manos en el rostro.
Los tres republicanos quedaron presos en manos de los cuatro nacionales.
—Lo siento —acertó a disculparse Jan, en dirección al sargento. Y lo dijo en un tono ciertamente compungido.
El moro apuntaba a los tres prisioneros. Miguel, con uno de los fusiles de los rojos, colaboraba en la detención como podía, que no era mucho. El fusil cambiaba inseguro de una a otra de sus manos.
—Ten cuidado con eso, no nos vayas a agujerear por accidente. —Mecha aún se frotaba la mandíbula lastimada en la pelea.
Rafir se había hecho cargo de las otras dos armas requisadas y las mantenía bajo vigilancia, apoyadas contra una piedra junto a él.
Jan se guardó en el cinturón la última de las armas que les habían quitado a los rojos: la pistola Star del comisario muerto. Ahora, junto al falangista Jurel, observaba con los binoculares el puesto alemán.
—Si te acercas, te acribillarán —apuntó el falangista.
—Pues es la única manera. Tengo que hablar con ellos.
Jan se desprendió de la guerrera y se quitó la camisa. La ató a un fusil a modo de bandera blanca; más bien amarillenta. Luego se volvió a vestir la guerrera sobre el torso desnudo.
Miró a los prisioneros.
—Esto es lo mejor para todos; confiad en mí. Miguel, quedas al mando.
—No me jodas —musitó el Mecha.
Jan recogió la bandera blanca y se dispuso a salir, encorvado. Antes le habló directamente a Jurel:
—Y aseguraos de mantener las distancias con los prisioneros, ¿entendido?
—Claro, mi teniente —respondió el falangista, la sonrisita colgando de nuevo en sus labios.
Jan lo observó en silencio unos segundos.
—¡Miguel! —le llamó de un grito—. Mira hacia aquí, soldado.
Miguel, inseguro con el fusil en las manos, se giró hacia donde estaba Jan, dibujando un semicírculo tembloroso con el arma que hizo maldecir a más de uno.
—¿Sí, mi teniente?
—Apunta hacia aquí.
—¿Mi teniente?
—¡Que apuntes a estos dos, te digo! —Jan señaló a Rafir y a Jurel. Miguel se tensó como un resorte y obedeció la orden—. Y si alguno de ellos hace algo raro, les disparas.
—¿Algo raro, mi teniente?
—Volveré en breve —dijo Jan, a modo de despedida, antes de desaparecer tras el montículo, dejando a Miguel, pálido, al cuidado de los dos nacionales que, a su vez, vigilaban a los tres republicanos.
Jan salió a descubierto, con el paño blanco de la camisa enrollado en el fusil y bien sujeto debajo de la axila. No quería que se le viera todavía desde los puestos de vigilancia. Lentamente, metro a metro, se fue acercando a las lomas.
Cuando creyó estar lo suficientemente próximo como para ser visto con claridad, cogió aire con fuerza y se levantó agitando la camisa blanca atada al fusil.
Cinco segundos después, una ráfaga de ametralladora dibujó una línea recta a un metro escaso por delante de sus pies. Jan le dio la espalda al instinto y no salió corriendo. Permaneció allí agitando su bandera blanca improvisada. Las piernas le temblaban a la altura de las rodillas.
—¿Quién vive? —rugió desde la oscuridad una voz con fuerte acento germano.
—Soy el teniente Lozano, del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat. Soy uno de los vuestros y quiero hablar con el oficial al mando.
—Capitán Wolfe, de la Luftwaffe —gritó la voz tras las ametralladoras, en la altura de la loma.
—Capitán, ahí atrás tengo a tres de mis hombres junto con tres prisioneros rojos. Necesitamos que nos dejen pasar a sus líneas. Les rendiremos nuestras armas, si así lo precisa.
—Nein. No puedo dejarles pasar. Tengo órdenes estrictas.
—Capitán, somos aliados. Esto es ridículo.
—No puedo contravenir mis órdenes. Si usted o alguno de sus hombres intenta aproximarse más, daré la orden de disparar a matar.
—¡Maldita sea! —Jan estalló—. ¿Espera que nos pudramos en esas sierras? No tiene ni idea de lo que está pasando ahí atrás.
Se hizo un silencio de varios segundos, como si el capitán Wolfe estuviera consultando algo con alguien. Después volvió a hablar en dirección a Jan:
—Lo siento. No puedo hacer nada por usted. Su única opción de conseguir salvoconducto para abandonar la zona es por el puesto de mando de la operación. Debe dirigirse al este. El puesto de mando se encuentra cerca del río Canaletas, junto al barranco de los Navarros. En el camino hacia el pueblo de Bot. El resto de posiciones que rodean la zona de pruebas tienen órdenes de disparar a quien intente superarlas.
«¿Otra vez el puesto de los Navarros? ¡Vamos, hombre, no me jodas!»
—¿Zona de pruebas? ¿De qué operación me está hablando? ¡No hay operaciones aquí esta noche!
—En el puesto de mando junto al barranco de los Navarros.
Un nuevo silencio, de varios segundos, antes de que el alemán volviera a hablar:
—Ahora, si no se retira, me veré obligado a ordenar fuego contra usted, teniente —dijo el capitán alemán, dando por finalizada la conversación.
Jan escuchó las ametralladoras cargando y asumió que no iba a sacar nada bueno de allí. Reculó ondeando todavía su bandera blanca para dejar clara su posición y que los alemanes vieran que, efectivamente, estaba retrocediendo.
Regresó junto al grupo. Miguel se giró, tenso, en cuanto lo vio llegar. Mantenía el arma firme, apuntando a los dos nacionales. Estos, bastante más relajados, se habían sentado sobre unas rocas, en una posición un poco más elevada que los demás. Desde allí controlaban sin problemas a los tres prisioneros republicanos, quienes no parecían haberles causado ningún contratiempo desde la marcha de Jan.
Lo miraron, expectantes, mientras Jan se quitaba la guerrera, desataba y desenrollaba la camisa sucia del mástil del fusil, y se vestía de nuevo con ella.
El sargento republicano se puso en pie.
—¿Y bien?
—No nos van a dejar salir —confesó Jan, mientras se abotonaba la camisa.
Jurel saltó desde su posición junto al moro.
—¿Qué coño quiere decir eso? —Cargó el arma—. Ya veremos quién me impide largarme de aquí.
—No seas imbécil —le amonestó Jan, severo. Luego bajó el tono y alzó una mano en su dirección, intentando apaciguar los ánimos—: No podrías avanzar ni tres metros ahí fuera sin que te frieran sus ametralladoras.
Rafir bajó de la roca y se situó junto al falangista.
—Pues busquemos otra salida.
Jan negó con la cabeza.
—Los alemanes me han dicho que tienen todas las salidas de la sierra cubiertas. Mucho me temo que esos cabrones saben bastante de lo que está pasando aquí.
—¿Y qué vamos a hacer? —Jurel se había plantado delante de Jan y le hablaba a voz en grito—. ¿Esperar aquí a que se nos merienden? ¡Y una mierda!
Jan intentó tranquilizarlo con un gesto de la mano, pero el falangista se la apartó de un manotazo y se fue hacia los tres republicanos, con el pulgar sobre el seguro del fusil.
—La culpa es de estos tres cabrones. No nos dejan salir por ellos.
—¡No quieren que se vaya nadie! —gritó Jan, pero el otro ya apuntaba a los prisioneros, que se habían puesto en pie como accionados por un resorte. El sargento se interpuso entre el cañón del fusil y la Matacuras.
Se escuchó la activación de un cerrojo a la derecha de todos ellos. Miguel, con el fusil en alto y la cabeza firme tras la mirilla, apuntaba a Jurel.
—¿Qué coño te crees que haces, chaval? —preguntó el falangista—. Ellos son el enemigo.
Miguel negó con la cabeza. Sin dejar de apuntar a Jurel, desvió la mirada hacia Jan.
—¿Mi teniente?
Jan se acercó a ellos, hasta ponerse a la altura de Jurel. Colocó su mano sobre el cañón del fusil de este y, despacio, le obligó a bajar el arma. El sargento respiró aliviado. El perfil tembloroso de Matacuras asomó por detrás de él. Mecha se mantenía, inalterable, junto a los otros dos.
—Escuchad —habló Jan—, me temo que los alemanes controlan totalmente la situación en toda esta parte de la sierra —señaló con la mano plana hacia el puesto de ametralladoras que se interponía entre ellos y la llanura del Pinell de Brai—. Es imposible que escapemos por allí, y tampoco podemos arriesgarnos a dar vueltas a lo loco por estas montañas llenas de muertos andantes para acabar encontrándonos con otro puesto inaccesible de la Legión Cóndor, protegido hasta arriba por soldados y ametralladoras.
El Mecha se encogió de hombros.
—Joder, teniente, ¿intentas animarnos?
Jan lo ignoró.
—Pero quizás tengamos una posibilidad. Me han gritado que la única salida posible de la zona es en el puesto de mando de la operación. —Miró a Miguel—. En el puesto junto al barranco de los Navarros.
El chaval gallego suspiró, agotado.
—¿Y por qué cree que nos dejarán salir por allí, mi teniente?
—Porque ese puesto se encuentra en una zona que está bajo mando de mi tío, el comandante Enrique Gavira. Me identificaré y pediré que le llamen.
El Mecha se adelantó a sus compañeros y se acercó a Jan.
—¿Me estás diciendo que el centro de mando de esta… —agitó los brazos como queriendo abarcar la oscuridad a su alrededor— «operación» lo controla tu tío y esperas que nos creamos que tú no sabes nada?
Jan dio dos pasos hacia adelante y lo miró, cara a cara:
—No tengo ni idea de qué coño está pasando aquí. Y te aseguro que mi tío tampoco lo sabe.
—Entonces, si él tampoco sabe nada —interrumpió el sargento—, ¿de qué nos servirá ir hasta allí?
—Quien sea que mande en aquel lugar tiene que conocer a mi tío. —Jan se encogió de hombros—: Además, estoy convencido de que es la mejor opción que tenemos ahora mismo.
—En realidad —el Mecha volvió a ponerse a su altura—, nosotros no tenemos ninguna. ¿Somos vuestros prisioneros, no? —Señaló a las armas que los rodeaban y que no habían dejado de apuntarles en ningún momento.
Jan miró a sus hombres y luego al sargento, que esperaba ansioso la repuesta de Jan a la pregunta del Mecha.
—No podemos vigilaros a vosotros y cubrirnos las espaldas al mismo tiempo, así que estáis libres. Podéis marcharos si queréis.
—Claro —dijo el Mecha—, libres para triscar por una sierra llena de muertos andantes y sin armas con las que defendernos.
—Os podemos entregar dos fusiles. —Alzó el brazo para acallar las inminentes protestas del falangista Jurel.
—Tres de vuestros fusiles nos pertenecen —dijo el sargento.
—Sólo dos. Nosotros somos cuatro.
—Deberíamos quedarnos todas las armas —dijo entre dientes el falangista—. Y cargarnos a estos rojos cabrones.
Jan le ordenó guardar silencio. Se dirigió de nuevo a los tres republicanos:
—Lo mejor sería que continuáramos juntos. Os lo repito: ese puesto es nuestra única salida. Una vez libres de esta pesadilla, ya veremos qué se puede hacer.
El sargento le hizo una seña para hablar con él aparte.
—Prométeme una cosa.
—Haré lo que pueda por voso…
—Prométeme que la sacarás de aquí.
Jan miró de reojo a la Matacuras. El sargento continuó:
—Tú y yo sabemos qué le pasaría. El Mecha y yo podemos aguantar el cautiverio, pero tienes que prometerme que ella no será presa.
—¿Y cómo voy a lograr eso? Esto es una guerra y ella es un soldado enemigo.
—No me jodas. ¿Con la que tenemos encima y me vienes con esas? Lo coges o lo dejas. Ya está jodido para todos, pero vosotros solos todavía lo tendríais más crudo.
Jan suspiró hondo.
—Está bien. Haré lo que pueda…
El sargento alzó un dedo de advertencia.
—Vale —Jan se rindió—. Te juro que a ella no la apresarán. ¿De acuerdo?
El sargento escupió en su mano y se la tendió.
—No me jodas —dijo Jan con cara de asco, mirando la mano de aquel.
El sargento le apremió con la mirada. Jan cedió y le estrechó la mano.
—En realidad, deberías haberte escupido antes en tu propia mano —dijo el republicano—, pero supongo que bastará.
Se volvió hacia sus hombres, anunciando en voz alta:
—El teniente y yo hemos pactado una tregua. Iremos juntos hasta ese puesto de mando.
Mecha se adelantó.
—Claro, y una vez allí, de cabeza a León y a la prisión de San Marcos. O a cualquier otro campo de concentración nacional.
El sargento le posó con fuerza la mano en el hombro.
—Tú y yo podemos resistir eso y mucho más.
El sargento miró por encima del hombro del Mecha, hacia Matacuras, pero sin que ella pudiera verlo. Mecha le aguantó la mirada unos segundos antes de asentir con desgana. Desde detrás les llegó la voz de la chica:
—¿Está seguro de que debemos hacer esto, mi sargento?
—Tú no te preocupes. —Se volvió hacia Jan—: Habrá que equilibrar un poco el armamento, o no sé de qué os vamos a servir.
Jan ordenó que les devolvieran sus armas a los rojos. Jurel tenía a su lado los dos fusiles de Mecha y de Matacuras y los miró de reojo, sin muchas ganas de hacer caso a las órdenes del teniente.
—Rafir, entrégales sus armas a esos dos —ordenó Jan, obviando la indisciplina del falangista, que miró hacia otro lado cuando el moro agarró los máuseres y se los devolvió a sus dueños.
—Tú, chaval —el sargento llamó la atención de Miguel—. Trae para acá mi fusil.
El gallego ya se descolgaba el arma del hombro cuando Jan lo detuvo. El sargento le pidió explicaciones con un encogimiento de hombros.
—No podemos permitirnos que nadie vaya desarmado. —Se sacó de dentro del cinturón la pistola Star del difunto comisario Melleira y se la entregó.
Era evidente que al sargento no le hacía ninguna gracia el cambio de arma. Se quedó mirando su fusil, ahora en manos del novato gallego.
—Chaval —le dijo a voz en grito—. Cuídamelo, que le tengo cariño.
Pero Miguel no respondió. Estaba concentrado en Mecha, que reculaba hacia el camino por el que habían llegado hasta allí con el fusil alzado, apuntando hacia ellos. El sargento lo miró con sorpresa.
—¿Qué coño haces, Mecha?
—Yo me largo, sargento. —Jurel, y luego Rafir, le apuntaron y quitaron los seguros de sus máuseres. El Mecha osciló su arma de uno al otro—. Prefiero jugármela con los muertos antes que ir a prisión. Vámonos, Matacuras.
La chica se quedó pasmada, dudando entre seguir a Mecha o esperar las órdenes del sargento.
—¡Que nadie dispare! —ordenó Jan—. Ya he dicho antes que son libres para marcharse. ¡Bajad las armas!
Rafir obedeció al instante, pero Jurel siguió apuntando a Mecha.
—¡Me cago en la puta, cabo! ¡Baje el arma pero ya!
Jurel masculló algo por lo bajo, aunque acabó por acatar la orden.
Matacuras se acercó despacio a la posición del Mecha y, una vez allí, apremió con la mirada a su sargento. Este se acercó a ellos y se volvió hacia Jan:
—Lo siento, teniente, pero me debo a mis hombres.
Jan asintió con la cabeza, en gesto de despedida. El sargento hizo lo propio y siguió a Mecha y a Matacuras, que ya desaparecían por el camino entre los árboles.
Jan permaneció en silencio, viéndolos marchar. Cuando la figura del sargento dejó de ser visible entre el follaje, se volvió hacia los suyos, que esperaban alguna decisión de su líder improvisado.
—Bien, tendremos que seguir nosotros cuatro solos.
—Deberíamos habernos quedado las armas —masculló Jurel.
Jan se fue directo a por él.
—Escúchame, cabo, ya me estás tocando mucho los cojones —le gritó a pie de rostro—. No vuelvas a dudar de una de mis órdenes o…
Un grito los interrumpió. Seguido de un disparo. Y luego un tiroteo.
Los cuatro nacionales se pusieron en guardia. Los peligrosos ruidos llegaban desde la misma zona por la que se habían marchado los tres republicanos.
Más gritos. Y luego, gemidos. Aquellos malditos lamentos guturales una vez más.
—Mi teniente, larguémonos de aquí —suplicó Miguel.
Rafir y Jurel ya apuntaban sus pasos hacia el camino de huida, en la dirección contraria a la que les había llevado hasta allí, opuesta al camino por el que se habían marchado los tres rojos.
El camino por donde se acercaban ahora multitud de pasos apresurados.
Jan retrocedió dos metros. Miguel alcanzó la posición del moro y de Jurel. Por la entrada al lugar apareció el sargento republicano, resoplando sofocado y con el rostro sudado.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Son demasiados! ¡Estamos jodidos!
Mecha y Matacuras salieron de entre los árboles, pisándole los talones al sargento. Los tres alcanzaron al instante a Jan y pasaron de largo, hasta alcanzar a Miguel y los otros dos nacionales, que ya escapaban a la carrera.
Jan permaneció quieto todavía un instante más. Entonces, el bosque gimió como un solo ser, los árboles se agitaron y Jan corrió para escapar de allí, antes de que los muertos aparecieran entre las sombras.