10

Aliados

Un susurro los envolvió, viniendo desde los arbustos. Ramas pisadas, pasos lentos y arrastrados.

—¡Ya están aquí! —gritó Rafir.

Un muerto apareció, tambaleante, a cuatro o cinco metros, buscando despistado por entre el ramaje. Los vio y gimió casi con desesperación. Trastabilló sus pasos hacia ellos.

—¡Retirada, muchachos! —ordenó el sargento.

Recularon con las armas fijas en el muerto. Tras este aparecieron de golpe cuatro más.

—Joder —gimió, muy bajito, la Matacuras.

El moro se escabulló a la caza de su fusil, caído a unos pasos. Mecha desvió el cañón de su arma hacia él.

—¡Tú! ¿Qué coño haces?

Rafir se detuvo, con la mano sobre su fusil. El otro nacional, el falangista Jurel, seguía medio de rodillas, aparentemente indeciso sobre si debía escapar corriendo y en qué dirección; sobre si eran más peligrosos aquellos rojos vivos o los otros, los muertos. Le habló a Mecha, pero con la intención de que le oyeran todos:

—Yo le dejaría cogerlo. Es de una unidad de especialistas del Rif; es un tirador cojonudo. —Miró al sargento rojo—. Y yo tampoco me apaño mal.

Los muertos se acercaban a ellos, despacio, gimiendo anhelantes.

Jan le apretó un brazo al sargento.

—¡Si no vamos juntos, nos comen!

—Y me temo que no es una manera de hablar —añadió el falangista.

—De acuerdo —concedió el sargento. Mecha lo miró de reojo, pero él se encogió de hombros. Volvió la cabeza hacia Jan, manteniendo el fusil en alto, hacia los muertos—. Dame tu palabra, teniente.

El Mecha dejó ir un bufido de incredulidad. Jan lo ignoró y apretó con más fuerza el brazo del sargento.

—De acuerdo. Te doy mi palabra. —Miró al moro y al falangista—. Soy vuestro oficial superior. Haréis lo que yo diga.

—Sí, mi teniente. —Rafir estaba ansioso por coger su fusil.

Jurel sólo asintió con la cabeza.

Los muertos estaban ya encima de ellos. El sargento disparó al más cercano y le acertó en el cuello, haciéndolo caer. Mecha y Matacuras abrieron fuego. Una lluvia de proyectiles diluvió sobre los cadáveres andantes. A uno le volaron la cabeza, pero a los demás sólo lograron frenarlos.

El moro y el legionario agarraron sus fusiles. Rafir cargó y disparó. Cargó y disparó. Volvió a cargar y volvió a disparar.

Tres muertos cayeron fulminados con las cabezas reventadas.

Todos los componentes del grupo, republicanos y nacionales, se volvieron hacia el moro, asombrados. Mecha asentía con cierto orgullo sorprendido. El falangista se rio.

—Ya os lo dije.

Jurel apuntó su fusil contra el muerto al que el sargento había alcanzado en el cuello y que se estaba reincorporando desde el suelo. Disparó un tiro que le acertó en el pecho. Cargó otra vez y ahora alcanzó su cabeza.

Y, una vez más, el silencio tras los disparos.

Seguido por un nuevo rumor de pasos y gemidos. Muchos pasos y más gemidos que se aproximaban a ellos a través de la espesura.

—Ahora sí, ¡largo de aquí! —ordenó, a gritos, Jan.

Salieron todos a la carrera. Trotaron largo rato, esquivando arbustos y encinas. Se alejaban a toda prisa de la frondosa ribera del río, más preocupados por la seguridad terrorífica de lo que les venía detrás que por los posibles peligros que les aguardaran adelante en el camino.

Rafir, el moro, abría el paso agitando su fusil a izquierda y derecha, tanteando el terreno en busca del enemigo, pero sin detenerse en ningún momento.

El falangista Jurel le seguía de cerca, con algunos problemas para mantener el ritmo. Se veía que confiaba más en la destreza con el arma del moro que en la suya propia y que no lo quería perder de vista.

Tras ellos corrían los demás. Miguel se descolgó unos metros, agotado, cojeando de uno de sus pies descalzos. Jan se detuvo a esperarlo, pero fue el Mecha el que retrocedió, lo agarró de un brazo y tiró de él.

—¡Vamos, niñato, que te van a comer el culo! ¿Y tú qué miras, teniente?

Al final se detuvieron, entre resoplidos agotados, a la orden en grito del sargento, quien tampoco andaba ya para muchos trotes.

—¿Y ahora qué haremos? —le preguntó el falangista a Jan.

—Seguiremos hacia el Ebro —intervino el sargento rojo—. Lo cruzaremos.

—Eso nos pondría en el lado de ellos —Jurel, el falangista, se dirigía otra vez a Jan.

—Hay que salir de aquí como sea —explicó Jan—. Luego ya veremos.

—No hay nada que ver —le interrumpió el Mecha—. Sois nuestros prisioneros.

El cabo Jurel cargó su fusil. Los demás hicieron lo propio en una sinfonía de chasquidos de los cerrojos. Se apuntaron con las armas los unos a los otros.

—¡Basta ya! —gritó Jan—. Haremos lo que dice el sargento. Cuando estemos a salvo, cada uno tirará por donde quiera, ¿de acuerdo?

Extendió la mano hacia el sargento. Este se lo quedó mirando pensativo. Al cabo la recogió, apretándola decidido.

—De acuerdo —dijo lo suficientemente alto para que alcanzara a todos—. Estamos juntos en esto. ¿Entendido?

Miguel, Matacuras y el moro asintieron. Mecha le hizo al falangista una clara señal de «te vigilo». Este le enseñó un dedo.

El sargento y Jan decidieron que Rafir y Matacuras marcharan en cabeza. Mecha y Jurel cerrarían el grupo, vigilando las espaldas de los demás. «Y sin quitarse un ojo el uno al otro»; pensó Jan.

Iniciaron el avance. Cuando Jan pasó junto a Mecha, este, que rebuscaba algo en su macuto, le miró con desconfianza por encima del hombro. Miguel llegó a la altura del antiguo motorista y el republicano le colocó sus alpargatas de un golpe en el pecho. Miguel miró el calzado, sorprendido.

—Gracias —alcanzó a murmurar.

—No quiero que nos retrases, mierdecilla —fue lo único que respondió el Mecha antes de descolgarse hasta la cola del grupo.

Miguel se calzó a toda prisa, no fuera a ser que el otro cambiara de opinión. Jan sintió que le estaban mirando. Se giró para encontrarse cara a cara con la Matacuras. Tenía sus alpargatas en la mano y se las ofrecía. No le miraba a los ojos.

—Tienes los pies muy pequeños —dijo Jan en un tono más agrio del que pretendía.

Ella le clavó una mirada llena de rabia y le tiró las alpargatas. Rebotaron contra el pecho de Jan y cayeron al suelo. La Matacuras se dio la vuelta y se marchó, ofendida. Miguel paró a la altura de Jan.

—Mi teniente, será mejor que me de esas a mí. Si a ella le van mis botas, a mí seguro que me servirá su calzado.

—Joder, fachillas, ¿queréis moveros de una vez? —vociferó el Mecha a sus espaldas.

Jan aceptó agradecido el ofrecimiento de Miguel y ambos se intercambiaron el calzado. Por un momento pensó que, ya que ahora todos ellos eran aliados, quizás él y el soldado Decruz deberían reclamar sus botas robadas. Pero tras un rápido vistazo al caminar pleno de malas pulgas del Mecha, decidió que era mejor no forzar la situación.

A partir de aquel momento, y gracias al calzado, el camino se les hizo bastante más practicable. El grupo avanzó resuelto, subiendo y bajando por terraplenes boscosos. A veces, a un lado u otro de alguna de las pendientes que transitaban se abría un profundo barranco. Debían andar con mucho ojo, en medio de la semioscuridad nocturna, para no precipitarse por alguna de aquellas profundas grietas del terreno.

Entre unas cosas y otras, entre muertos andantes, huidas por caminos arriesgados y encuentros inesperados, como el que habían tenido con los soldados nacionales, la noche se les estaba haciendo eterna.

Jan consultó su reloj. Eran todavía las tres de la madrugada, aún faltaba bastante para que saliera el sol. Llevaban ya una hora caminando sin que ningún muerto andante se les hubiera vuelto a cruzar en el camino. Quizás, por algún desconocido motivo, aquellos demonios se hubieran concentrado alrededor del río.

Matacuras y el moro se habían adelantado a explorar. Volvieron indicando la presencia de una casucha vacía en la cima de una subida.

—Quizás deberíamos parar un rato —sugirió el sargento. Se secó el abundante sudor de la frente.

—Y una leche. Hay que largarse de aquí cuanto antes —apremió el falangista Jurel.

—Si nos pillan reventados, nos darán caza con facilidad —terció Jan—. Estoy con el sargento. Pero sólo pararemos media hora.

La Matacuras se puso en cabeza para indicarles el camino. Jan se fijó en cómo la miraba Jurel y no le gustó nada. La chica había perdido su gorra, ya hacía rato, y su media melena suelta no engañaba a nadie.

La casucha en cuestión estaba vacía. No era más que una choza de paredes de piedra y techo de teja. A pesar del tiempo pasado desde la última vez que un pastor debía de haber llevado alguna oveja a parir allí, la chabola todavía olía a mierda de cabra. En cambio, tenía dos ventanas y una puerta de entrada fácilmente controlables.

Dispusieron dos turnos de vigilancia y un cuarto de hora de descanso para cada uno de los grupos. El primer turno lo vigilaron Mecha y el moro Rafir en las ventanas, y Miguel, con el fusil prestado de la Matacuras, en la puerta.

Jan se derrumbó en el suelo, con la espalda apoyada contra la fría piedra de la pared. No lograba mantener los ojos cerrados y pensó que no iba a descansar mucho, aunque al menos sus piernas sí que reposarían un rato. Tenía enfrente a la Matacuras y la vista se le desviaba involuntariamente hacia la chica. Desde el otro extremo del espacio único que encerraba la casucha, Jurel lo observaba con una sonrisita en los labios.

A Jan no le gustó la expresión de aquel y volvió la mirada de nuevo a la chica. Ella lo cazó de pleno contemplándola. Jan se sintió turbado y bajó el rostro. Se sintió todavía más molesto por dejarse amedrentar por los ojos de aquella mujer, y de nuevo se forzó a recordarse su apodo, Matacuras. Alzó una mirada de odio que atravesó a la chica. Al momento se arrepintió, al fijarse mejor en aquellos ojos de niña asustada.

Matacuras se levantó azorada. El sargento, que dormitaba a dos pasos de ella, se removió y abrió un ojo.

—Voy a mear —le explicó la chica.

El sargento hizo ademán de levantarse, pero ella lo detuvo y le cogió el fusil.

—Tendré cuidado, pero prefiero ir sola.

El sargento asintió. Matacuras agachó la cabeza para no mirar a Jan y se acercó a la ventana que vigilaba Rafir.

—No hay movimiento fuera —le dijo el moro.

La chica asintió con una mueca de agradecimiento y salió por el hueco en la pared.

Los demás ni se movieron. Tanto el Mecha como Miguel vigilaban el exterior sin distraerse. El sargento ya volvía a dormitar; se le veía al borde de la extenuación. Jan cerró los ojos con fuerza, intentando no pensar en nada, buscando aunque sólo fuera un minuto de sueño reparador. Estaba tan cansado por todo.

Desconectó unos instantes. Abrió los ojos sobresaltado; notaba el rostro sudado y el corazón acelerado. Enfrente, el sargento se abrazaba a sí mismo en un sueño en apariencia placentero.

Rafir y Mecha seguían vigilando, atentos al exterior de la casucha. Miguel no se había apartado de la puerta.

¿Dónde se había metido el falangista?

Jan se puso en pie despacio, estirando los músculos, que le crujieron levemente. La chica tampoco había regresado. Jan se acercó a la ventana controlada por Rafir.

—¿Dónde está el cabo? —le preguntó.

—Ha salido. Tendría que cagar —respondió, encogiéndose de hombros.

Jan se encaramó al marco de la ventana y salió al exterior. Nada más pisar la tierra fuera de la cabaña, ya escuchó unos ruidillos extraños. Dado que estaba desarmado, pensó en alertar a los demás. Pero aquello no sonaba como los gemidos de los muertos.

Se acercó, pisando la tierra pedregosa con prudencia.

Una nube se movió en el cielo nocturno, despejando un claro de luna, iluminando la escena.

Jurel tenía inmovilizada a la chica por detrás, los pantalones de ella caídos por las rodillas. Él, con una mano, se peleaba con la bragueta de su pantalón. Con la otra mantenía amordazada a la mujer. Los fusiles de ambos reposaban inofensivos en el suelo.

Jan se detuvo indeciso. Al principio, no podía creerse lo que estaba pasando. Luego, no se decidió a gritar, a dar la alarma. Si aparecían los compañeros de la chica, se liaría una zapatiesta. Y si el que aparecía era el sargento…

La Matacuras giró la cabeza y sus ojos se cruzaron. La chica lloraba de pura rabia e impotencia. Peleaba por librarse de aquel cabrón, pero Jurel resultaba demasiado fuerte para ella.

El falangista se percató de la presencia de Jan y detuvo la pelea con su pantalón. Se quedaron mirando en silencio, pero Jurel no aflojó la mordaza sobre la chica. Al cabo de unos segundos, sonrió con sus dientecillos de rata.

—Vamos, teniente —dijo al fin—. Vigíleme que no vengan esos rojos cabrones y luego se la dejaré a usted.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de la chica. Como Jan no respondía, Jurel se lo tomó como una afirmación y siguió con lo suyo.

Jan se les echó encima en dos zancadas. El falangista volvió la mirada, lujuriosa y desprevenida, y se encontró con un puño en la cara. Cayó hacia atrás en medio de un silencio sorprendente.

La chica se apresuró a subirse los pantalones. Los abrochó a toda prisa y agarró su fusil.

Jurel atrapó el suyo. Se apuntaron. Ella con los ojos llorosos y los labios apretados en un gesto de odio. Él todavía sorprendido, pero ya recuperada aquella sonrisita de alimaña.

Jan, entre los dos, pero un paso apartado de la línea de fuego, buscando qué decir. ¿Qué podría evitar que aquellos dos se liaran a tiros? ¿Qué hacer para que los de dentro no salieran en estampida a unirse a la trifulca?

Pero los segundos pasaron y nadie disparaba. Los dos, la chica y el falangista, sujetaban sus fusiles cargados. Se apuntaban el uno al otro. Ella todavía con los ojos llorosos. Él aún con su sonrisita, que había ido perdiendo confianza y ahora mostraba más miedo que otra cosa.

—Lárgate de aquí, hijoputa —ordenó, al fin, Jan.

El falangista quedó fijo en su posición todavía unos segundos más, como tanteando la reacción de la muchacha. Luego, poco a poco, los rodeó a los dos, dibujando un semicírculo centrado en la chica, y finalmente se metió para adentro.

Una vez se hubo marchado, Jan respiró aliviado y se dirigió a la Matacuras:

—¿Te encuentras bien?

Ella le arreó un guantazo.

—Joder… —protestó Jan, llevándose una mano al rostro dolorido. No lo había visto venir.

—¿Pero qué coño os pasa a los hombres? —Matacuras agitaba la mano libre con la que lo acababa de abofetear. Con la otra sujetaba el fusil, todavía cargado—. ¡Mírame, joder! Tengo piojos hasta en el sobaco. Estoy de mierda hasta las orejas y llevo meses cortándome el pelo a cuchillo. Y aun así, tengo que vigilar dónde me bajo los pantalones para mear por si hay cerca algún cabrón empalmado.

—Oye —Jan atinó, por fin, a responder a las acusaciones contra su género que, no sabía por qué motivo, le estaban azotando a él—. Que yo no he sido el que…

Pero la mirada se le deslizó por la camisa abierta de ella, donde el salvaje agarrón del falangista había hecho asomar un pecho blanco, bastante libre de suciedad. A Jan se le fueron al aire los pensamientos.

—No me lo puedo creer —dijo ella, apartándolo a un lado de un empujón y volviendo adentro. Y aún alcanzó a oírla rezongar, al tiempo que tiraba del cerrojo y descargaba el fusil—: Los muertos se nos llevan al infierno y estos cabrones siguen pensando con la polla.

Jan sacudió la cabeza, entre avergonzado y sorprendido, y la siguió dentro, masajeándose aún el rostro dolorido.

La Matacuras le dio una colleja a Miguel para indicarle que tocaba relevo. El chico botó en su posición, asustado por la violencia del aviso, pero ni protestó ni dijo nada.

El sargento, que se había despertado por la brusca entrada de la Matacuras, relevó a Mecha y el falangista hizo lo propio con el moro.

El sargento le habló a Matacuras desde la distancia:

—¿Va todo bien?

Ella asintió, frunciendo los labios. El sargento no pareció complacido por la respuesta, pero, aunque dirigió sendas miradas hostiles a Jurel y a Jan, se guardó sus pensamientos para sí mismo.

Pasados un par de minutos, Jan, que se había visto libre de realizar vigilancia, se sentó junto al sargento.

—Todo parece tranquilo —le dijo.

—¿De veras crees que los muertos han salido del infierno? —le preguntó el sargento, sin aviso previo.

—¿Por qué me lo preguntas?

—Tú eres religioso, ¿no? Todo un requeté.

—Si supieras cuánto hace que no voy a misa —se sonrió.

Al sargento le costó un poco, pero acabó devolviendo la sonrisa.

—A mí, mi madre me obligaba de crío —confesó—. Es curioso, pero recuerdo haber tenido pesadillas con aquello de las bestias y los jinetes del Apocalipsis. ¿No se supone que la iglesia debe reconfortar?

—A lo mejor es cierto que al final estamos pagando por todos nuestros crímenes… o por nuestras equivocaciones.

El sargento asintió:

—O igual sólo se trata de rabia.

—¿Perdona? —Jan se lo quedó mirando, con extrañeza.

—Hace unos años tenía un perro. Le mordió otro, salvaje. Lo tuvimos que sacrificar porque se volvió violento y atacaba a todo el mundo. Antes era un perro muy cariñoso. Mi mujer se llevó un buen disgusto.

—¿Le tuvisteis que pegar un tiro en la cabeza? —preguntó Jan, con cierta sorna.

El sargento se quedó pensativo.

—Lo cierto es que sí. Entonces me pareció lo más humano. Aunque estoy seguro de que tampoco habría sobrevivido con un disparo en alguna otra parte del cuerpo.

—No como estos —afirmó Jan.

—No como estos —repitió el sargento.

Pasada la media hora programada, reanudaron el camino. Tras todo aquel tiempo sin encontronazos con los muertos, casi parecía una noche normal dentro de la anormalidad de aquella guerra.

Casi, si no fuera por el hecho de que los que marchaban en comandita junto a Jan eran un soldadito gallego novato, un moro, un falangista y tres rojos iguales a los que llevaba meses matando y que llevaban meses intentando acabar con él.

¿Serían así los rojos a los que había matado en batalla? ¿Serían como aquellos hombres los que habían asesinado a su primo? Sargentos como aquel, al que una mujer esperaba en algún pueblo y al que de niño su madre lo arrastraba hasta la iglesia. Mujeres como la Matacuras, que peleaban junto a sus hombres —y como hombres— por lo que consideraban correcto.

En realidad, Jan nunca se había parado a pensar en cómo debían de ser los hombres que habían asesinado a su primo, allá en la retaguardia catalana. Ni siquiera se había planteado que pudiera considerarlos seres humanos. ¿Qué persona cogería a un chico de veinte años, recién salido del seminario, que sólo quería ayudar a la gente menos afortunada, y lo habría llevado junto a una tapia para darle tres tiros?

No, no era posible un ser humano así. Tenía que haber sido un monstruo.

¿Como lo serían para Mecha los pilotos nacionales que ametrallaron a su familia cuando huían desarmados de su hogar en llamas?

No. No podían ser personas. Sólo podía tratarse de monstruos.

Como los que los perseguían ahora, a todos ellos.

Por todos sus pecados.