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Un soldado cualquiera

Llegado a aquel punto de su huida nocturna, el aumento de la pendiente obligó al soldado Elías Sabater a lanzarse sobre el suelo de roca y trepar a cuatro patas, a oscuras, sin disminuir la velocidad, huyendo barranco arriba como un lobo espantado, hasta alcanzar un saliente de donde quedó colgado con los pies balanceándose sobre la profunda garganta que encerraba al río Canaletas.

La correa de su fusil, colgado en bandolera a la espalda, le estrangulaba el cuello y se le pasó por la cabeza dejarlo caer barranco abajo. ¿De qué demonios le servía ahora? Pero en el caso de que lograse escapar al infierno en que se había convertido aquella noche, si conseguía volver junto a sus compañeros, el capitán lo mandaría fusilar por abandonar su arma sin atender a sus fantasiosas explicaciones.

Además, apreciaba aquel máuser checo. Formaba parte de él, como sus brazos y sus piernas, desde el día de agosto, sólo dos meses atrás, en que un brigadista galés se lo había regalado antes de ser repatriado en base a no se sabía bien qué acuerdo internacional.

Aquel fusil, aquella extremidad adquirida, le había salvado la vida en muchas ocasiones. Todas y cada una de las veces en que un moro o un legionario se había abalanzado sobre su trinchera, con un solo disparo del máuser le había bastado para cargarse al cabrón fascista.

Siempre, un solo disparo y el muerto ya no se levantaba.

Hasta aquella noche.

Colgaba del saliente, las piernas tanteando el aire, buscando un apoyo para impulsarse, con la mano derecha clavada en la tierra seca sobre la pared de roca. La otra mano, estirada, quería alcanzar un matojo marchito que brotaba entre dos piedras a su izquierda.

Más allá del saliente, a escasos cinco metros, desde la cima de la barranca sopló una bocanada de viento fresco de octubre que le arrebató la gorrilla roja y negra.

Sorprendido, giró la cabeza y la vio caer a la oscuridad de la garganta con las tiras de la borlilla aleteando. Se preguntó si esa caída le mataría. Ojalá que así fuese. Cualquier cosa antes que caer en sus manos.

No había podido ayudar a sus compañeros; las balas no los detenían.

Al sargento Robles le arrancaron la cara a mordiscos. Pitu Armengol le suplicó que lo matara mientras dos de ellos le comían los brazos. El terror le venció y corrió hasta cruzar el charco de río y alcanzar la otra orilla, hasta la escarpada pendiente que ellos, con sus pasos torpes y sus brazos descoordinados, no sabían trepar.

Se impulsó con un profundo gemido. El matojo seco a su izquierda aguantó y su mano derecha se clavó en el suelo hasta que los dedos sangraron bajo las uñas. Superado el saliente, se arrastró para alcanzar la cima.

Rodó por ella hasta reposar la espalda sobre un estrecho camino de tierra. Tiró del fusil para que subiera los últimos centímetros y apuntó con él a la oscuridad del sendero. La pista de tierra subía desde el río por un camino de curvas menos directo que la ruta que él había utilizado.

No podía detenerse allí.

Avanzó agachado, como le habían enseñado en la semana escasa de instrucción. Encorvado ofrecía un blanco menos claro y es que, aunque con su enemigo actual eso no importase mucho, Elías tampoco quería que un disparo enemigo o amigo le volase la cabeza, ahora que estaba tan cerca de escapar. En contra de lo que habría hecho en cualquier situación normal, se dirigió decidido hacia las explosiones y los disparos lejanos, con su fusil apuntando a la oscuridad. Tenía tantas opciones de ir a parar a las líneas propias como a las enemigas. Pero lo que venía detrás era muchísimo peor.

El olor le alcanzó de golpe. El cansancio de la subida y el terror por lo que había visto hacían que respirara de forma irregular. De cuando en cuando se acordaba de coger aire y lo aspiraba de golpe. No era consciente de cuánto había pasado desde su última respiración, pero en la siguiente bocanada el aire que aspiró no fue el limpio y fresco de la sierra en una noche de octubre, libre de la pólvora y la tierra levantada por las explosiones que había tragado durante las últimas semanas.

El aire, agrio y podrido, se le instaló en la garganta y le provocó arcadas vacías de alimento.

Se tapó la nariz por instinto, y aun así, el olor se filtró por sus fosas nasales hasta su cabeza, extendiéndose a todo su cuerpo. Las tripas se le retorcieron y sus piernas suplicaron que se detuviera, pero el olor le había hipnotizado y avanzó directo hacia él.

Desde lejos no parecía haber nada junto al sendero. En cambio, al acercarse, en un lateral de la pista se abrió una franja entre el camino de tierra y una suave elevación contigua. A la escasa luz del estrecho filo de luna, aquella franja podría haber aparecido de repente en el suelo de tierra.

Elías se acercó despacio para asomarse a su interior. El olor podrido, picante, le atacó a los ojos, haciéndolos lagrimar irritados. Junto a la poca luz, la irritación no le dejaba enfocar, pero, poco a poco, vio qué era lo que provocaba aquel nauseabundo aire.

La franja estaba repleta de cuerpos muertos.

Algunos eran más o menos recientes, aunque ya los rostros estaban ennegrecidos y los insectos les habían devorado los ojos. Pero otros, la mayoría, formaban una masa de carne y hueso, de miembros sueltos y troncos, antes humanos, que se habían inflado hasta estallar por la podredumbre de los gases de la muerte física.

Vio soldados de ambos bandos, distinguibles sólo por los restos de sus uniformes. Todos ellos habrían acabado en aquella tumba abierta durante alguno de los múltiples enfrentamientos producidos desde julio en aquellas sierras. Todos ellos formarían parte de unidades desaparecidas en combate, sólo porque nadie había tenido a bien volver a combatir junto a aquella pista de tierra o, quizás, porque sus compañeros habían estado demasiado ocupados como para recuperar sus cuerpos.

Elías retrocedió sin poder apartar la mirada de aquella franja que se había abierto en el infierno, entre la pista de tierra y la pendiente, para mostrarle el destino de los condenados.

Sacudió la cabeza y corrió camino adelante, olvidando toda precaución, escapando de los muertos de aquella zanja y de los que le venían siguiendo desde el río.

A pocos metros oyó pasos en el camino y se lanzó tras unos matorrales. Oteó el sendero desde su refugio. No había duda, alguien se acercaba. Pero, ¿serían de los suyos? ¿O serían fascistas? ¿Acaso importaba? Sólo quería escapar de allí. Incluso estaba dispuesto a desertar, en el caso de que los que se acercaban fueran nacionales.

Pero Elías no tenía suerte aquella noche. Sólo alcanzó a ver bien al primer soldado del grupo que se acercaba y ya fue suficiente. Salió de su escondite y corrió de regreso por donde había venido, con la imagen grabada en la retina de un soldado de uniforme republicano que caminaba hacia él con sólo medio rostro.

Pasó de nuevo corriendo junto a la zanja, pero a los pocos metros frenó en seco. Por la senda que ascendía haciendo curvas desde el río llegaron hasta él más sonidos. Esta vez ni siquiera tuvo dudas cuando escuchó con claridad los gemidos sin vida y el golpeteo monótono de la carne muerta contra el camino.

Por el otro extremo de la pista se acercaba el otro grupo, acorralándole. Y a ambos lados del camino las pendientes no eran lo bastante escarpadas como para que los muertos no le vieran, evitando así que se lanzaran a por su carne.

Sólo existía un lugar donde esconderse.

Elías se cubrió la nariz y la boca con una mano, apretándolas con fuerza, y se acercó a la zanja.

Apartó con el fusil uno de los cuerpos, que se abrió escupiendo una nube de gas agrio y pestilente. Los gemidos se acercaban. El terror superó al asco y Elías, abriéndose paso con el fusil, introdujo primero un pie y luego el otro entre los cadáveres, dando un paso más hacia el infierno.

Cuando ya estaba rodeado de carne muerta hasta la cintura, agarró el cadáver que parecía más sólido y se cubrió con él, como un niño asustado bajo una manta, de manera que pudiera vigilar una parte del camino por el espacio entre el brazo derecho y el cuerpo del muerto.

La sangre le latía en la cabeza con tal fuerza que creyó que el cerebro le iba a estallar. Su respiración sonaba tan agitada que estaba convencido de que los muertos del camino vendrían directos a por él.

Por el hueco entre el brazo y el cuerpo del cadáver veía parte del camino y, al fondo, un pino, chamuscado por alguna explosión de los días previos. Ante el pino apareció el soldado al que le faltaba media cara, seguido por tres hombres —¿hombres?— más.

Por el otro extremo llegó el primer grupo. Desde su escondite, Elías sólo alcanzaba a contemplar sus espaldas. A uno de ellos lo habían atravesado con dos balazos que permitían ver a través de su cuerpo, a la altura de la columna y de los riñones.

Los dos grupos se encontraron en el escenario enmarcado entre el brazo y el cuerpo del cadáver. Se gimieron, un par de ellos incluso chocaron, pero no parecieron hacerse caso. Durante interminables segundos que bien pudieron ser horas, trastabillaron y arrastraron las piernas en aquella estrecha franja de tierra, como si hubieran perdido su camino. Entonces, el muerto al que le faltaba media cara siguió sendero adelante, y los otros, poniéndose casi en fila, fueron detrás de él.

Elías, que había permanecido paralizado en todo momento, recordó que debía seguir respirando. Sintió los ojos húmedos y se dio cuenta de que había llorado.

Esperó a que hubiera pasado un buen rato y, tras asegurarse de que no se escuchaban más gemidos, recuperó su fusil, fijo entre la masa de carne que le rodeaba. Aprovecharía para salir corriendo en dirección contraria a los muertos y plantarse a toda prisa en medio del campo de batalla, para que alguien lo aprisionara y lo sacara de allí.

Se impulsó con cuidado de no reventar ninguno de aquellos cadáveres y liberó los brazos y la cabeza de entre los muertos de la zanja. Tiró de su pierna derecha que le siguió sin problemas, pero cuando la izquierda se negó a seguirle, se dio cuenta de que se le había enganchado. Tiró una vez más con fuerza, desesperado, gimiendo, preguntándose por qué le estaba pasando todo aquello.

La pierna no se soltaba, así que, tras dejar el fusil fuera de la zanja, introdujo su brazo derecho entre los cuerpos, apretando los dientes, cerrando los ojos, palpando pierna abajo hasta alcanzar lo que impedía su huida.

A la altura del tobillo, a su pierna se había agarrado algo duro, un gancho que Elías palpó con precaución. Junto a ese contó dos más, pero hasta que Elías no palpó el cuarto, blando, con carne alrededor, no cayó en la cuenta de que estaba tocando los dedos esqueléticos de un muerto. Estiró la cabeza buscando aire fuera de la masa de cadáveres, maldijo y enganchó con fuerza la mano del cadáver para soltarla.

Pero la mano del cadáver también lo agarró a él.

Elías gritó, presa del pánico, olvidando toda precaución. La mano huesuda tiró de él, enterrándolo un poco más, haciendo que la masa de cadáveres se venciera sobre su rostro.

Hundió su otra mano y con la fuerza de las dos intentó librarse del cadáver, pero otra extremidad lo agarró por su pierna libre hundiéndolo un poco más. El pánico le venció cuando los cuerpos podridos cayeron en masa sobre su boca, cubrieron sus ojos, ahogaron su nariz, y Elías gritó aun más alto cuando, además de las manos que se lo llevaban hacia el infierno, sintió cómo los dientes se clavaban en su carne.

El fusil del soldado Elías Sabater quedó abandonado sobre una pista de tierra, junto a una franja llena de cadáveres, en una cota al lado del río Canaletas, al sur de la sierra de Pándols.

Era la noche del 31 de octubre del año 1938.

Era la noche de difuntos.