A finales de año, Nueva Orleans conoce todavía días calurosos. En las dependencias de los esclavos, Jay y Tran florecieron como las gigantescas y fétidas flores de carroña que crecen en selvas húmedas. Sus abdómenes devastados se inflaron y reventaron como pétalos rojinegros, un jubileo de putrefacción. Sus fluidos pútridos formaron un charco sobre el suelo de cemento y en los orificios de sus cadáveres en descomposición.
Luke apretó el émbolo de la hipodérmica y se inyectó en la vena un torrente delicioso de heroína morena mexicana. Se recostó sobre las sábanas sucias del motel, con la aguja colgando todavía del brazo y el corazón iniciando una zambullida lenta. Sus recuerdos se perdían en una pesadilla borrosa. Seguía manchando de sangre y mugre del Barrio Francés, pero a medida que la droga circulaba por sus venas, sintió que se volvía limpio y puro.
Sus caras, sus pollas y sus pelotas se transformaron en masas amorfas de carne ennegrecida. Las lenguas hinchadas como mordazas redondas les mantenían las mandíbulas abiertas. Del cuerpo les brotaban vísceras como odres dilatados. De su putrefacción ascendían volutas de vapor y suaves sonidos húmedos de intimidad gaseosa.
A Luke le despertó una luz turbia de sol en los ojos; se había olvidado de tapar el resquicio en las cortinas antes de quedarse dormido. Tenía la garganta irritada. Su mente estaba totalmente despejada y lúcida, y no podía soportarlo.
Pudo alcanzar la botella de whisky encima de la mesa sin salir del todo de la cama. Tendido sobre almohadas mullidas, envasaba matarratas tratando de esclarecer todo lo que había visto y hecho en el Barrio Francés. Olía la muerte en sí mismo. Tenía líneas de sangre descompuesta debajo de cada uña. Sin embargo, intentaría un fragmento final de propaganda: entendería todo lo que había sucedido y buscaría a tientas el porqué; se convencería de que tenía un libro que terminar y otro año de vida que vivir.
Fijó los ojos en el techo y comenzó a hablar.
Tran se desprendió de las correas que le ataban y se fundió lentamente con la caja torácica de Jay. Una mancha vasta, viscosa, tenuemente iridiscente carcomía el suelo de cemento alrededor. Sus ojos eran cavernas negras. Criaban gusanos, una generación tras otra de gusanos, hasta que cubrieron sus cuerpos como un manto vivo. No tardaron en quedar pelados y sus huesos eran como una enigmática escultura de marfil que relucía en la oscuridad, a la espera de contar su muda historia de amor.