Y de este modo, en lo que iba a haber sido el momento de nuestra comunión suprema, Jay y yo quedamos separados para siempre. No hubo ocasión de algo tan formal como un adiós; apenas tuve tiempo de llegar a su lado para ver cómo manaba de su cuello el último hálito de vida. Su cuerpo se estremeció entero y sus ojos empezaron a empañarse. Me dejó tan sólo la pena más dolorosa e inútil: si mi amante tenía que morir, ¿por qué no pude haber sido yo quien le matase?
Luke se había quitado de en medio cuando la sangre de Jay le salpicó la cara. (No sabía entonces que se llamaba Luke, por supuesto, y no lo supe hasta más adelante). Durante un largo rato no pude apartar la vista de Jay. Temía perderme algo, algún mensaje subliminal que sus ojos y sus nervios y su piel pudieran trasmitirme mientras agonizaba. Luke habría podido fácilmente acercarse y acabar conmigo de un navajazo, porque apenas recordaba que quedase alguien vivo en la habitación.
Jay no me comunicó ningún mensaje, sino tan sólo una mueca de locura congelada en su cara, una exquisita palidez de mármol causada por la rápida pérdida de sangre. Le acuné, le estreché en mis brazos. Su cabeza exánime se combó hacia atrás; los bordes gelatinosos del gran boquete abierto en su garganta se rasgaban; las puntas de su pelo se empapaban en un charco de su propia sangre. No parecía haber nada que pudiese hacer por él, nada más que aprender de él.
Poco a poco fui adquiriendo conciencia de la otra presencia en el cuarto: su olor a sudor vivo, la profunda y constante cólera que le recorría como una corriente eléctrica. Me volví hacia él. Estaba acuclillado contra la pared, se rodeaba con los brazos las rodillas y me miraba fijamente con sus ojos hundidos.
—Eres Andrew Compton —dijo.
Era lo último que yo hubiera esperado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto tu foto en el periódico, gilipollas. Es increíble que el Weekly World News haya hecho algo bien.
Medité al respecto. Indudablemente mi foto había aparecido en muchísimos periódicos; sin embargo, nadie había dado la menor muestra de reconocerme desde que abandoné la morgue del hospital. Tal vez recuerden mi afirmación de que los asesinos tienen la suerte de poseer caras maleables. Pero siempre existe esa persona entre un millón que me reconoce no por mis facciones distintivas, sino por la afinidad predatoria que hay en mis ojos. Nunca he dudado de que Jay la vio la noche en que nos conocimos en la Mano de Gloria, aunque al principio no comprendió lo que significaba. Ahora también la captaba aquel intruso.
No supe si me vería obligado a matarle.
—Así que mátame, Andrew. Te he reconocido. Puedo denunciarte. Mátame.
Comprendí que no necesitaba hacerlo. Aquel hombre no iría nunca a la policía. Deseaba morir de una muerte rápida y violenta, no que le tuvieran preso en una celda, implicado en un siniestro asesinato y sin más remedio que aferrarse a un mísero hilo de vida. Y se estaba muriendo; lo vi en su cara cetrina, en las ascuas hundidas de sus ojos. Pero despacio, fibra por fibra, se iba adentrando ásperamente en una noche que no le parecía en absoluto agradable.
Recordándome a mí mismo que la separación era sólo temporal, me separé del reposo yerto de Jay. De pie frente a Luke, le sonreí. Aunque yo estaba desnudo y él vestido, aunque él tenía todavía un arma y yo sólo tenía mi cuerpo, intuí que los cimientos de su mundo temblaban al comprender que se encontraba en presencia de una criatura peor que él.
Deambulé delante de él, sin dejar de sonreír. Recogí el cuchillo de carne que habíamos utilizado para la disección de Tran, me hice un corte en el pulgar con la hoja y le puse debajo de la nariz el tajo resultante. Como no hizo ademán de rehuirlo, supe de qué se estaba muriendo.
—¿Tienes miedo de morir? —le pregunté.
—¿Y tú?
—Claro. Ya lo he hecho, y es terrorífico.
Alzó la mirada hacia mí, con los ojos llenos de sangre y odio.
—Y, sin embargo —enseñé los dientes de una manera que creí conciliadora—, también puede ser adictivo.
Su seco susurro me entristeció con un extemporáneo: «Que te jodan». Tal vez aquel tipo fuese un colega predador, pero a diferencia de Jay era pueril. No quería aprender nada de mí y sospeché que le quedaba poco que enseñarme.
Le ofrecí el cuchillo. Dirigí su atención hacia la amplia gama de herramientas que había en las paredes. Le invité simplemente a entrar en el congelador y a cerrar la tapa sobre él; le prometí que yo no volvería a abrirla. Al oír esta sugerencia consoladora, se limitó a estremecerse y a sepultar la cara entre las manos. Me cansé de burlarme de él y le abandoné a su congoja.
La sangre que se secaba había vuelto pegajosa la piel de Jay. Me hice un ovillo a su lado de nuevo, le lamí el hombro, repasé con el dedo la curva de su cuello hasta el borde de la herida mortal. Cuando introduje mi lengua dentro, el sabor era distinto de todos los que había conocido. Al mismo tiempo era como regresar a casa.
Decidí que Luke podía ahorcarse; que yo supiera era exactamente lo que haría, aunque yo más bien esperaba que no, porque disfrutaba con el pensamiento de que estuviera sufriendo. Estreché a Jay entre mis brazos y le levanté. Parecía muy liviano, como si algo más sustancioso que el espíritu le hubiese abandonado. Le transporté a través del jardín iluminado y del umbral al interior de la casa.
Le bañé en la bañera, le limpié la sangre del pelo, que se estaba atiesando, y su piel blanca, blanca, le sequé y le acosté con dulzura en la cama. Y gocé con él un rato, con aquel Jay nuevo que no se resistía ni podía resistirse, que no protestaba cuando le practiqué nuevos agujeros y que no puso el menor reparo cuando ingerí uno de sus testículos como si fuera una ostra cruda y salada. Seguía siendo algo dulce, mejor de lo que había sido con ninguno de mis chicos. Pero eso casi no venía a cuento.
Pelé la piel cuidadosamente para extraer una tira ancha de carne de su costado derecho. Sentí una punzada de remordimiento al hacerle un corte tan profundo ahora que no estábamos haciendo el amor, pero el recorte de aquel pedazo de carne era esencial para nosotros dos. Lo freí ligeramente en mantequilla, lo embutí entre dos rebanadas de pan de molde fresco y lo envolví en celofán para el viaje.
Antes de abandonar la casa me eché una ojeada en el espejo del cuarto de baño. Mi aspecto corporal era fuerte y delgado; tenía mejor color que nunca desde que había salido de Painswick. Me sentía distinto ahora que me habían reconocido, como si me quedara algo por hacer. Pero no se me ocurrió nada más que hacer allí.
Cuando transporté a Jay de vuelta al cobertizo de los esclavos, Luke ya se había ido. Tumbé a Jay al lado de Tran y le puse los brazos alrededor del cuerpo pestilente y rajado del chico. Luego permanecí un largo rato junto a ellos, incapaz de despedirme. Por fin, cuando mis piernas empezaban a entumecerse, me levanté y volví a la casa.
Me puse un suéter holgado de Jay y los pantalones que había comprado en el Soho el día de Guy Fawkes. Enfrente de la casa paré a un taxi y bajé Royal Street detrás de un carruaje tirado por una mula, anónimo como cualquier otro turista, por el mismo sitio por donde había venido.
Cuando llegué, en un autocar Greyhound, me había fijado en que la terminal de autocares era también la de trenes. Allí se compraban los billetes para trenes cuyos nombres eran en sí mismos itinerarios mágicamente misteriosos: Southern Crescent, Sunset Limited, City de Nueva Orleans. Pagué con dinero de Jay una reserva de un compartimento individual en un tren que iba derecho al desierto americano, un territorio que imaginé tan árido y despiadado como mi alma.
Tuve que esperar horas. Las pasé observando la puerta, a salvo en mi anonimato, en absoluto intimidado por los policías que de vez en cuando pasaban por delante. Finalmente llegó mi tren, un largo rosario de balas de plata con su función pintada por fuera: RESTAURANTE PANORÁMICO, COCHE CAMA. Yo tenía billete para el coche cama. Era un compartimento minúsculo y pulcro, exactamente la clase de caparazón que ansiaba.
Cuando el tren ya abandonaba la estación, me quité toda la ropa, desplegué la cama y me deslicé entre las limpias y bastas sábanas. Allí desenvolví el bocadillo y me lo comí. La carne estaba bastante dura, con un sabor equilibrado entre lo dulce y lo acre, compuesta a su vez por todos los chicos de Jay.
A la deriva en el balanceo y la oscuridad silenciosa, escuché la maquinaria de mi cuerpo. Mis pulmones aspiraban aire y expulsaban veneno; mi estómago y mis intestinos molían la carne de Jay hasta reducirla a su quintaesencia; mi corazón marcaba el tiempo. Llevaba treinta y tres años viviendo solo en aquella cárcel.
Una vez más lentifiqué mi pulso, mi respiración, mis funciones involuntarias hasta casi la parálisis. Ignoraba si podría hacerlo de nuevo. Mientras me iba abismando sentí un vasto alivio. Faltaban días para llegar al desierto. Esta vez no necesitaba ni quería pasar por muerto. Quería únicamente conservar la carne de Jay dentro de mí todo el tiempo posible, procesar y asimilar tantas cosas de él como pudiera. Cuando despertara, él estaría conmigo para siempre, y gozaríamos juntos todos los placeres del mundo.
Esta vez yo no era un cadáver, sino una larva.