14

Lo primero que pensó fue que el Barrio Francés nunca había estado tan oscuro.

Aquí y allá distinguía borrosos rectángulos de luz que podían ser ventanas. Había una temprana hilera de bombillas navideñas enroscadas en los hierros de un balcón alto, pestañeado oro, rojo, oro; y una farola trémula, espectral en la noche desierta. Pero por cada punto de iluminación había diez impasibles fachadas de ladrillo, diez verjas herrumbrosas cerniéndose entreabiertas sobre la oscuridad.

Cada nervio, cada sustancia química en el cuerpo de Tran le transmitía un frenesí de terror, y su cerebro apenas recordaba el motivo.

Tenía frío. Tenuemente comprendió que se debía a que estaba desnudo, pero tampoco lograba recordar del todo la importancia de este hecho. Estaba en el Barrio Francés; se había paseado casi tan ligero de ropa por aquellas mismas calles el último martes de carnaval, con Luke a su lado. Estaba dolorido, y eso sí parecía cobrar más importancia con cada paso que daba. La cabeza le latía como un corazón gigante; su tetilla mordida palpitaba mientras el aire fresco la mantenía hirsuta. Pero aquellos dolores no eran nada comparados con los retortijones en las tripas, como una mano de acero que haciendo presa en sus intestinos se los retorciera…

No recordaba exactamente lo que había ocurrido. Había creído que Jay volvía a interesarse por él, y eso le había puesto lo bastante cachondo para emborracharse y perder el miedo de que volviera a quemarle. Recordaba haber visto a los primos besándose, y que luego había mamado la polla no circuncisa de Arthur, intrigado por la textura y la ductilidad del prepucio perfectamente definido. Pero más allá había el olvido y a continuación el dolor lacerante en el ano y la tetilla. El puro instinto le había impelido a salir disparado de la cama, y sólo conservaba un recuerdo debilísimo de que Arthur, con la cara demudada de cólera, le había golpeado la cabeza contra el marco de la puerta. Ahora estaba en la calle. Nada de todo aquello tenía sentido.

Dio unos pasos más y el dolor le dobló en dos. Se recostó contra una pared y tuvo un acceso de arcadas, pero no consiguió expulsar nada de su organismo herido. Sintió que un sudor frío le bañaba la cara, la extensión de la columna, debajo de los testículos. Por un momento el dolor en la cabeza amenazó con eclipsar los otros, y lo agradeció; era más llevadero que el fuego demoledor en las entrañas.

De pronto unas manos se posaron en él, unos toquecitos en su hombro desnudo. Jay. Arthur. Tran se desasió bruscamente, se ovilló, cayó sobre la acera.

—Eh, colega… eh, ¿estás bien?…

Alzó la mirada hacia la borrosa cara negra. Una palma grande y pálida descendió hacia él, una forma alargada surgió del hombro del tipo… ¿una pistola? No, la funda de un instrumento. Un músico callejero que volvía a casa. Aquel tío conocería el Barrio, podría llevarle a algún sitio seguro.

Tran intentó moverse, tomar la mano del hombre e incorporarse, pero todo le resultaba tan pesado, hasta su propia mano en el extremo más alejado de su brazo. Captó el zumbido de langosta de motores que paraban cerca, el impacto de suelas duras hollando cemento. Entonces agarraron al músico por detrás.

—Pon tu puto culo contra esa pared…

—Hijoputa de negro pervertido…

Las primeras palabras las pronunció un poli gordo y blanco, las segundas uno negro, menudo y espigado. Sus vespas del departamento, absurdamente diminutas, estaban aparcadas contra el bordillo. Sus manos, en diversas fases, apretaron el pescuezo del músico con bastante fuerza para abombarle la piel; le empujaron la cara contra la pared de áspero ladrillo; le sujetaron los brazos por detrás de la espalda, con las esposas listas.

Tran intentó decir algo, una preciosa frase socorrida de novela policíaca, algo como Eh, que os equivocáis de tío, pero no pudo articular palabra. Tragó saliva, tratando de humedecerse la garganta reseca. La saliva tenía un gusto de sangre y de semen. Notaba flojos algunos dientes. Lo peor de todo era que seguía borracho.

No se le ocurrió ningún motivo para presenciar el resto de la escena, por lo que cerró los ojos e invitó a que se adueñara de su cabeza, y el vacío aceptó su invitación.

Para cuando Jay dobló la esquina de Barracks Street, ya había empezado a formarse un corro alrededor del chico ensangrentado en la acera. Los polis habían soltado al músico, que se frotaba el cuello dolorido y les miraba iracundo. Un par de turistas de Alabama pasaban por allí, extraviados en busca de Bourbon Street, y se detuvieron a observar la movida.

—Da la impresión de que alguien necesita una ambulancia —comentó uno de ellos.

—No será necesario —dijo Jay, acercándose rápidamente e interponiéndose entre Tran y los maderos, pero no demasiado cerca de ellos—. Vive conmigo. Le llevaré a casa.

Se arrodilló junto a Tran y le colocó en postura sedente contra la pared. Los ojos de Tran, parpadeando, se abrieron. Miró a Jay durante un largo momento. Si empieza a chillar estoy perdido, pensó Jay. Pero en los ojos embotados de Tran no había signos de que le reconociera. Al cabo de otro momento volvieron a cerrarse.

—¿Vive contigo, eh? —preguntó el poli blanco—. ¿Qué está haciendo en la calle con el culo al aire?

Jay afrontó la mirada legañosa del policía con resuelta franqueza.

—Me temo que ha bebido demasiado. No está acostumbrado, y hemos discutido. Ha salido corriendo antes de que pudiera impedírselo.

—¿Cómo se llama?

—John Lam.

—¿Y tú?

—Yo soy Lysander Byrne. Vivo en Royal.

—Saca tus papeles.

Jay tendió al poli su carné de conducir junto con dos billetes plegados discretamente debajo. Al atisbar el destello verde, el otro policía agitó una mano imperativa a los mirones.

—Despejad, todos vosotros. No hay nada que ver aquí.

—El chico está herido —protestó el músico—. Mire, no es más que un niño…

—Tiene veintiún años —le interrumpió Jay.

—Para mí aparenta quince —dijo uno de los turistas.

—Tiene sangre encima —dijo el otro.

Todo el mundo miró a Tran. Era verdad: aunque no eran inmediatamente perceptibles en aquella penumbra, varias manchas oscuras de sangre empañaban la piel pálida de la cara de Tran, su pecho y sus piernas.

—Señor… —El policía blanco consultó el carné de Jay—. Señor Byrne, ¿sabe por qué está sangrando?

—Le he visto caerse cuando corría. Probablemente se ha dado un golpe.

El poli negro se agachó para examinar a Tran más de cerca; se enderezó y señaló la marca del mordisco en el pezón del chico.

—¿Y también se ha hecho eso?

Jay se encogió de hombros.

—Se lo he hecho yo. No soy responsable de sus tendencias sexuales, pero procuro complacerlas.

Los polis se miraron. Absolutamente divergentes en todo lo demás, sus caras expresaron una repugnancia idéntica. El blanco devolvió a Jay su carné de conducir, sujeto con cautela entre el pulgar y el índice. Obviamente estaba dispuesto a correr un riesgo por dinero.

—Señor Byrne, le sugiero que se lleve a su, uh… amigo a casa y se quede con él hasta que se le pase la borrachera. Si vuelvo a verle en la calle en ese estado, le detendré.

Jay asintió, sonrió. Otra persona podría haber considerado aquella actuación humillante. Él estaba paladeando la falta de pruebas del policía, la absoluta convicción con que actuaba.

—Gracias, agente.

—¡Espere un segundo! —El músico hizo un gesto hacia los polis y Jay—. Me parece que este chico está herido. Digo que necesita una ambulancia.

—¿Ya está bien, negro? —El poli negro avanzó dos pasos hacia el músico y arrimó su cara enjuta al rostro inquieto del otro, que era más mayor—. Bueno, yo digo que no. Y digo que más te vale despegar de aquí tu negro culo mientras todavía puedas.

El músico miró al otro poli, a la figura inerte de Tran, y a Jay, que afrontó su mirada sin simpatía ni rencor. Miró alrededor en busca de los dos turistas, pero se habían esfumado aprisa. Finalmente se cargó en el hombro la funda de su instrumento y se alejó hacia Decatur Street, moviendo la cabeza con asco.

—Ahora mismo me lo llevo a casa —dijo Jay.

Luke recorrió aprisa las calles de Bywater y Marigny, sobrepasó las casas victorianas y los lomos de camello y las escopetas, casas viejas en su mayoría destartaladas pero pintadas con un espectro de colores. De vez en cuando había una casa precintada con tablas y constelada de grafitis. Pero a medida que se acercaba al Barrio, las calles cobraban un amable aire homo, con una bandera arco iris o una manga de viento ondeando en algún que otro porche, un triángulo rosa o una pegatina de SILENCIO=MUERTE en algunos parachoques. En aquellas viviendas hermosamente restauradas y decoradas con gusto, la gente estaba preparando la cena, entregada al sexo, vistiéndose para la ronda de bares, muriendo de sarcoma de Kaposi, fenciclidina y citomegalovirus y cripto y toxo y un centenar más de otros horrores incomprensibles a los que el resto del mundo llamaba simplemente SIDA.

O viviendo esos horrores. A Soren le gustaba recalcar la distinción: ¿Te estás muriendo de sida, Luke, o estás viviendo con él? Él siempre tenía una réplica sarcástica. Esta noche respondería a la pregunta verazmente, de un modo u otro.

No tenía idea de lo que se proponía hacer. En el supuesto de que encontrara la casa de Jay, ¿cómo iba a entrar: llamando al timbre? Esto, buenas noches, señor Byrne, siento molestarle a estas horas, pero después de todas las historias de horror que mi Ex probablemente le ha contado de mí, estoy seguro de que arde en deseos de dejarme pasar para que pueda REBANARLE el puto pescuezo… No; ¿qué otra cosa? ¿Entrar por la fuerza? ¿Qué coño se pensaba que estaba haciendo, en definitiva?

Ojalá que hubiera guardado el revólver de Johnnie.

Ojalá tuviera una aguja y una vena expuesta.

Por un momento Luke pensó en circunvalar Royal Street y dirigirse, en cambio, a un par de bares concretos para ver a uno de sus viejos conocidos, la clase de conocidos que siempre anda por bares de yonquis enjugando las lágrimas de ángeles caídos. Tenía dinero en el bolsillo; podía pillar bastante heroína para estar colgado varios días, para que su corazón se detuviera. Déjale, le dijo algo en su interior. Deja que Tran vaya donde quiera. Déjale en paz. Ten un poco de piedad contigo mismo.

Pero la parte más fuerte de sí mismo —la que había estado constantemente enfurecida durante más de un año— no lo consentía. La droga era demasiado fácil. Tran era su amante legítimo en este mundo. Había largado el lastre de la emisora y ya no le importaba si terminaba o no el libro. La suya con Tran era la historia auténtica, la única cuyo final le seguía importando.

Cruzó Esplanade hacia el Barrio. Aquel lado de Royal Street estaba oscuro y desierto. El aire olía a humo de leña, una solitaria fragancia otoñal. Según caminaba, Luke iba inspeccionando las puntas de cada verja de hierro labrado, en busca de piñas. De este modo divisó el alboroto que tenía lugar a medio camino de la manzana de Barracks.

Vespas de la policía en el bordillo, y sus luces rotatorias que prestaban a la escena una insana cualidad estroboscópica. Dos espaldas azules, una ancha y otra estrecha, pero las dos coronadas por cabecitas redondas asentadas en sus hombros sin la mediación de cuellos. Uno hombre alto, rubio y de una belleza fría agarraba por el brazo a un chico desnudo cuya larga melena negra le ocultaba la cara. Mientras el hombre rubio le ayudaba a enderezarse, el mechón de cuervo cayó hacia atrás y Luke vio que el chico era Tran. Lo cual significaba, sin duda, que el hombre rubio era Jay.

Se le encogió el corazón. El dolor le trenzó tirabuzones dentro del pecho y abajo, en el vientre. Llevaba dos días en ayunas y era improbable que los intestinos le traicionasen ahora, pero aun así los retortijones familiares le retorcieron las tripas. Antes no había sabido lo que se proponía hacer; ¿y qué carajo iba a hacer ahora?

Los polis estaban montando en sus vespas. Dejaban a Tran en manos de Jay. Esto se grabó en la mente de Luke más claramente que las manchas oscuras de sangre en la piel de Tran, más completamente que la conmoción de verle desnudo e indefenso en la calle: Dejaban a Tran en manos de Jay. Y Jay no podía llevárselo.

Luke se recostó contra un edificio y juntó sus fuerzas. Estaba despierto desde el alba; había presenciado cómo un amigo se había volado la tapa de los sesos y había tenido una sesión extenuante de sexo con otro; había caminado dos millas en un estado mental descojonado, y se había saltado tres dosis de varios medicamentos. Estaba cansado. Cualquiera lo estaría.

Así y todo, se despegó de la pared y caminó lo más aprisa que pudo hacia Barracks.

Jay vio venir a Luke y le reconoció en el acto. No le había visto nunca, pero el chaquetón de cuero y las botas desastradas, los andares pendencieros y la apostura espectral de la cara le disiparon las dudas sobre la identidad de aquel nuevo personaje. Luke siempre lleva una navaja en la bota, recordó que había dicho Tran. Después de caer enfermo, dijo que si alguien le tocaba los cojones, se daría un tajo en la muñeca y le salpicaría los ojos de sangre…

A Jay no le asustaba un poco de sangre. Las navajas tampoco le inquietaban mucho. ¿Pero y si Luke se llevaba a Tran? Andrew se sentiría frustrado, y hasta podía ser que se enfadara. Quizá se enfadase tanto que se marcharía. Y Tran se acordaría de lo que los dos le habían hecho, tal vez sus heridas exigieran atención médica. Los médicos harían preguntas y hablarían con la poli, y aquellos dos maderos le recordarían y descubrirían que les había mentido…

Calculó en silencio el contenido de su cartera. Había dado cincuenta dólares a cada uno de los policías. ¿Otros cincuenta harían que prestasen un oído sordo a cualquier cosa que dijese Luke? Jay lo creía, pero no estaba seguro. Mejor uno de cien dólares para cada uno. Metió la mano en el bolsillo trasero y no sacó el billetero, pero dio a entender a los polis que quizá lo hiciera.

—Conozco a este chico —dijo Luke. Estaba sin aliento, y sus ojos tenían una expresión vesánica—. ¿Qué le han hecho? ¿Qué le pasa? ¿Tran?

Avanzó unos pasos en dirección a Tran. El policía blanco extendió un brazo rollizo y le interceptó el paso.

—¿Conoces a este tío? —dijo el poli negro a Jay.

—No personalmente, pero he oído hablar de él. Él y John son… —Jay tosió discretamente contra su mano libre— una historia pasada.

La expresión de repugnancia reapareció en la cara de los policías. Diles algo que no quieran oír, pensó Jay, y no escucharán con tanta atención.

—¡No se llama John! —gritó Luke—. ¡Es Vincent Tran! Maldita sea, ¡le conozco!

—¿Ah, sí? —preguntó el poli blanco—. ¿Cómo es que no da señales de que te conoce?

—Cojones, ¿no ve que le ha ocurrido algo? Tran, soy Luke, mi niño, vamos, Tran, mírame

Jay había estado sosteniendo casi todo el peso de Tran con un brazo; ahora le rodeó el pecho con el otro, el nuevo novio protector que se enfrenta a la psicosis obsesiva del antiguo.

—Está bien, Luke. Yo me ocuparé de él. ¿Por qué no te preocupas de ti mismo?

Vio un destello salvajemente homicida en los ojos de Luke. No había que subestimar al tío. Había en él una visible y obvia veta de locura. Jay se volvió hacia los polis y sacó su billetera.

—Oigan, ¿quieren ver un documento de identidad?

—Ya lo… —Las palabras murieron en los labios del poli blanco.

—Sí, déjeme ver su carné de conducir.

La prestidigitación no era uno de los fuertes de Jay, pero trató de plegar con un mínimo de decoro los dos billetes de cien debajo del carné. Luke, por supuesto, lo vio todo.

—Malditos, sucios sinvergüenzas. Por otros cien le lameríais el culo a este pedófilo.

Intentó pasar entre ellos, alargando las manos hacia Tran. Los polis se movieron al mismo tiempo, rápidos como serpientes, le inmovilizaron los brazos a la espalda y le forzaron a ponerse contra la pared. Tuvo que dolerle, pero no alteró su expresión furiosa, y sus ojos ardientes no se despegaron de Tran.

El poli blanco se inclinó para hablarle a Luke al oído, aunque no bajó la voz.

—¿Tienes algún otro piropo que decirnos, gilipollas? Porque si tienes, vas a hacer un viajecito en la patrulla con algunos de nuestros colegas. Ahora vamos a acompañar a casa a este caballero y tú vas a dar media vuelta y a irte por donde has venido. ¿Entendido?

Luke guardó silencio. El policía negro dio un tirón brusco de las muñecas sujetas.

—¿Entendido?

—No, no entiendo —Luke apoyó la cara contra la pared. Casi sollozaba—. No entiendo cómo pueden encontrar a un crío desnudo y sangrando en la calle y devolvérselo al tipo que probablemente es el responsable. No entiendo cómo pueden aceptar un soborno de ese monstruo y olvidarse de la seguridad del chico. Ni siquiera entiendo qué hace él con Jay en lugar de estar conmigo.

El poli blanco hincó una rodilla en la espalda de Luke.

—Maricón, si te oigo una palabra más vas a…

—Está trastornado —dijo Jay—. Por favor, suéltenle.

Los polis, recordando quién les había untado la mano, dejaron caer los brazos de Luke y se apartaron de él. Luke permaneció contra la pared, con la cara apoyada en los fríos ladrillos.

Jay quería llevarse a Tran a su casa antes de que empezara a salir de su letargo.

«¿Vamos?», preguntó. Los polis montaron en sus vespas y arrancaron tan despacio que, aun con Tran a cuestas, Jay pudo andar unos pasos por delante de ellos.

Mientras este séquito peculiar doblaba la esquina de Royal Street, Jay miró hacia atrás por encima del hombro. Luke estaba aplastado contra la pared, agarrándola con las dos manos y sujetándose en las fisuras entre los ladrillos. Sus hombros se movían convulsivamente. Jay podía oír todavía sus sollozos.

Casi sintió lástima del hombre.

Tran despertó a un mundo de placer y dolor.

Lo último que recordaba era que estaba en la calle, desnudo y con frío. Un nebuloso recuerdo de Luke le atormentaba. ¿Le había visto allí? Creía que sí, pero toda la escena le parecía tan irreal, una pesadilla lejana, que fue velozmente eclipsada por la presente.

Tenía las muñecas y los tobillos firmemente atados, y una correa ancha le cruzaba transversalmente el cuerpo. El tacto de las ataduras era como de cuero engrasado. Estaba tendido sobre una superficie de metal, fría y brillante. Cada vez que respiraba le invadía los pulmones un hedor dulzón y rancio, peor que el de las entrañas de pescado que se pudrían detrás de una tienda de comestibles de Versalles. Tenía un dolor de cabeza espantoso. La luz de los tubos fluorescentes encima de su cabeza le hería las córneas. Estaba en erección, tan dentro de la boca de Arthur como la polla de Arthur había estado hacía poco en la suya. Jay le miraba a la cara, con su pelo rubio pegajoso de sudor.

Tran quiso hablar, pero notaba los labios secos y tumefactos. Jay le ofreció un sorbo de agua de una taza cercana. Al levantar Tran la cabeza para beber, su cerebro lanzó una punzada de queja. Era como si estuvieran reventando sus vasos sanguíneos.

El hilo de agua se despeñó por su garganta, deliciosamente fría. Al llegarle al estómago, produjo un estallido deslumbrante de dolor. Tragó de nuevo y se sintió capaz de hablar en un susurro ronco.

—Jay… ¿qué estáis haciendo?

—Matarte.

La sombra de una sonrisa asomó a los labios de Jay, pero no a sus ojos pálidos.

—¿Por qué?

—Porque tenemos que hacerlo. Y porque eres hermoso.

—¿Siempre has hecho esto?

—Desde que era más joven que tú.

—¿Cuán… cuá…?

—¿Cuántos? He perdido la cuenta. ¿Cómo lo hago? De distintas maneras. ¿Quieres alguna en especial?

Acarició la mejilla de Tran con un dedo huesudo, y Tran comprendió que hablaba absolutamente en serio.

—No quiero morir.

Arthur paró de mamar la polla de Tran, levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos de Tran.

—Mientes.

—Chillaré.

—Ya sabemos —Jay descansó suaves yemas de los dedos en las sienes de Tran, se agachó y le besó la frente—. Cuando chilles demasiado fuerte te amordazaremos.

Una oleada de terror le recorrió, amenazó con arrastrarle hacia abismos ciegos. Hablaban en serio. Iban a rajarle vivo, y estaba atrapado. No había salida. La única vez en que se había sentido remotamente así fue cuando supo que Luke había dado positivo. Fue la primera vez en que había pensado realmente que iba a morir. Ahora comprendió que no temía a la muerte tanto como al sufrimiento que la precedería.

Una erupción de bilis le ascendió a la garganta, caliente y amarga. Jay vio que se asfixiaba y le desplazó la cabeza hacia un costado. Una capa delgada de vómito brotó de la comisura de su boca y cayó sobre la mesa. Jay la limpió con un trapo húmedo y luego limpió con otro la cara sudorosa de Tran.

El trapo no le alivió. Con la cara situada en otro ángulo, pudo ver las estanterías que corrían a lo largo de la pared trasera, y su contenido. La perspectiva y el miedo distorsionaban los objetos, pero distinguió huesos, flores y velas, tarros en que flotaban formas extrañas.

Fijó la vista en uno concreto, y apenas logró captar el significado de lo que vio: ojos en agua sanguinolenta, mirándole a él o más allá de él, veinte pares o más, tan grandes y turbios como huevos en vinagre. Comprendió de dónde venía el olor fétido.

En aquel momento supo que iba a morir, aquí y ahora, aunque no lo aceptaba; eso llegaría más tarde, y más duro.

Jay soltó la cabeza de Tran y fue hasta el pie de la mesa, al lado de Arthur. Permanecieron juntos un momento, mirándole. Tran les devolvió la mirada con una expresión que comenzaba a parecer sobrecogida. Ellos eran, al fin y al cabo, su destino. Luke había tratado de reclamar ese papel falsamente, y había fracasado. Aquellos dos hombres lo habían asumido por la fuerza, simplemente porque así lo querían. A través de su terror, a través de su tristeza, algo en él amaba aquello.

Pero iba a ser un infierno. Sabía que todavía no podía concebir el dolor que iban a infligirle antes de morir. No tenía un marco de referencia; hasta entonces el peor dolor que había experimentado había sido una rotura de tobillo en una clase de gimnasia del instituto, causada por un destripaterrones que se complacía en llamarle «amarillo comunista».

Pensar en el instituto le indujo a pensar en su familia. Se imaginó cómo se sentiría su padre cuando supiera lo que había ocurrido: culpable y afligido, sí, pero también reivindicado en sus convicciones. Era el tipo de desenlace que su padre preveía para él, una muerte sucia y dolorosa… pero, para la familia, mucho más rápida que presenciar la destrucción gradual que habría de causarle el sida. Quizá su padre considerase la intervención de Jay y Arthur como un toque de clemencia divina, un brazo colateral de Dios descendiendo con una cimitarra para cercenar una ramita deforme. Al pensar en estas cosas, Tran tuvo la duda de que hubiese enloquecido, y deseó estar loco, intentó volverse loco allí, pero no pudo.

Lágrimas cálidas brotaron de los rabillos de sus ojos y le mojaron el pelo. Nunca se había sentido tan indefenso. Tiró de las ataduras, a hurtadillas, pero cedieron menos de media pulgada. Jay Byrne sabía atar a un chico de tal modo que no pudiera escaparse. Jay merecía de sobra su reputación, a fin de cuentas. En realidad, Tran no estaba sorprendido. Pero tampoco le habría sorprendido descubrir que Luke había matado a alguien.

Ahora Jay, cruzando la habitación estrecha, se dirigía hacia un estante en la pared opuesta, un sólido artefacto de metal provisto de toda clase de ganchos, pinzas y compartimentos para herramientas. Tran vio un taladro eléctrico, un punzón, un martillo de orejas, más destornilladores, una sierra de arco, alicates, utensilios quirúrgicos, un surtido de cuchillos. La luz cruda prestaba un fulgor diamantino al acero inoxidable. Mientras Jay elegía una serie de instrumentos, Arthur apretaba, tranquilizador, la mano de Tran.

Jay volvió con las herramientas y las colocó fuera de la vista. En su mano derecha tenía un hemostático, con hojas como de tijeras minuciosamente dentadas y lo bastante grande para prensar una arteria o sujetar una articulación de grasa. Cogió entre el pulgar y el índice la tetilla no herida de Tran y la movió suavemente de un lado hacia otro. Ni siquiera ahora pudo Tran evitar una reacción al tacto de Jay. Se le puso la carne de gallina; el pezón se endureció. Jay pellizcó el sensible tejido y cerró el hemostático sobre él.

El nuevo dolor fue instantáneo, intenso y atroz. Le privó de la respiración. Supo que no podría soportarlo. Pero tendría que hacerlo, y cosas peores que se avecinaban. Mientras formaba este pensamiento, Jay prensó un segundo hemostático sobre su pezón izquierdo, el que sus dientes casi habían arrancado de cuajo. Tran recobró la respiración y chilló, un grito desesperado que rebotó en las largas, bajas paredes.

—Mejor le amordazamos —dijo Arthur—. Va a ser cada vez peor.

—Tienes razón.

La mano de Jay forzó algo redondo y resbaloso dentro de la boca de Tran, le alisó el pelo hacia atrás y le ató algo detrás de la cabeza. Tran sintió que el sabor de látex le empujaba la lengua hacia la angosta cavidad al fondo de la garganta, a escasos milímetros del punto de nausea refleja. Temió ahogarse, y después comprendió que eso sería una bendición. Pero no se asfixió; no tuvo la suerte de morir de asfixia o de catatonia; conservó una atroz consciencia de todo.

Las fuertes manos de Arthur aferraron los huesos de sus caderas; la polla erecta de Arthur le aguijó la grieta del culo.

—Jay, ¿te importa si…?

—¿Te lo follas? En absoluto, adelante.

—¿No te estorbaré?

Jay esbozó una sonrisita.

—Tu minga no es tan larga.

—Oh, ¡nosotros somos los listos!

La cara sonriente de Arthur gravitó sobre Tran, con los ojos azules encendidos. Los dedos de Arthur le lubricaron, le abrieron las piernas. Después la polla de Arthur se deslizó por el recto herido, un mundo novísimo de placer y dolor, distinto de todo lo que Tran había imaginado, abrasando, galopando, mareando, rasgando su próstata y abriendo sus heridas.

Mientras Arthur le enculaba, Tran se percató de que Jay le desabrochaba la ancha correa sobre el tronco y le permitía respirar con un poco más de holgura. Aspiró por la nariz y movió la cabeza de un costado a otro encima de la mesa. Parecía que el dolor estuviera alcanzando una especie de crescendo, pero acaso era capaz de alcanzar cumbres infinitas. Jay recorrió con dedos muy suaves la clavícula de Tran, su pecho, sus costillas. Posó la mano en su vientre y palpó con cuidado, como si comprobara la madurez de la fruta. Tran notó que sus órganos se contraían de miedo, se encogían bajo la palma de Jay.

Cuando vio la herramienta que Jay escogió a continuación, cerró los ojos con fuerza. Demasiado pronto sintió la punta del cuchillo en la base del esternón. La larga hoja de cortar filetes penetraba a lo largo de su carne, una estremecedora sensación fría como el rasguido, multiplicado por mil, de un papel cortado. En ese mismo momento, Arthur empujó a fondo y eyaculó. El esperma abrasó como lejía y sal sus tejidos interiores desgarrados. Tran levantó la cabeza. Jay había practicado una larga incisión superficial, desde la clavícula hasta la entrepierna, que separaba la piel en dos mitades netas. Tran pudo ver la capa de grasa y músculo debajo. Arthur estaba al pie de la mesa, con la polla y los muslos manchados de sangre de Tran, y el vello púbico apelmazado por ella.

Jay introdujo de nuevo el cuchillo en la incisión, y Tran reclinó la cabeza. La fría hoja se retorcía dentro de él, cortó con un crujido terrible una membrana resistente y se hundió en mórbidos puntos vitales. Tran oía el goteo de su sangre sobre la mesa, notó los charcos calientes que se formaban debajo de su espalda y sus nalgas. La sangre le encharcó la garganta, fluyó a través de la mordaza y manó por las comisuras de su boca.

Jay soltó la mordaza y se la quitó. Tras ella afloró un chorro de sangre y bilis. Tran tosió, eructó, intentó gritar. Sonaba como si alguien tratase de hacer gárgaras con agua hirviendo. Jay posó el cuchillo, se encorvó y acunó a Tran, le besó la boca ensangrentada, le lamió la barbilla, las tetillas inflamadas, los bordes de la incisión. Tran sintió que la consciencia comenzaba a alejarse y que una oscuridad misericordiosa empañaba por fin su cerebro.

Le sacó de esa niebla la incandescencia feroz de los dientes de Jay en su vientre. No sólo en su piel ni sólo en su carne, sino directamente en sus vísceras, retirando los pliegues del corte y empujando muy adentro, desgarrando algo interno. El dolor era un alambre de longitud infinita vibrando a una velocidad inconcebible. Fauces virulentas mascando tubos resbalosos. Ácidos hediondos de la digestión. Carne colgante, goteando, en la boca de Jay. Arthur comiendo de esa misma boca, y los labios de ambos empurpurados de sangre oscura, y sus mandíbulas masticando sincrónicas la carne fibrosa. Su propia carne vital.

Les veía a través de una nube roja. El dolor empezaba a remitir. Se sentía somnoliento, ingrávido, muy frío. Pensar que todo aquello se acercaba a su fin le sosegó como el contacto de un amante. Tran cerró los ojos y no volvió a abrirlos.

Al cabo de un rato, la pared empezó a hacerle daño en la cara, pero Luke todavía no podía moverse. La maldad indiferente de los polis, la insensibilidad de Tran y el petulante dominio de la situación de Jay le habían paralizado.

Por fin notó que podía soltarse del muro sin desplomarse. Se limpió migas de tierra y ladrillo de las mejillas mojadas, pero no pudo borrar la última imagen de Tran: su cara ensangrentada y sus ojos en blanco, absolutamente ciegos para verle. La mirada de Tran le había traspasado sin reconocerle. ¿Cómo era posible? Lo último que había sabido de él era que Tran le tenía miedo. No tenía sentido.

Jay debía haberle hecho algo; Tran tenía aspecto de borracho y herido. Quizá Jay practicaba el sexo duro. Tran nunca se había opuesto a un poco de maltrato. Pero quizás esta vez se les había ido la mano.

Luke sabía dos cosas: que iba a seguir buscando la casa de Jay y que iba a acceder a Tran de un modo u otro, aunque sólo fuera para cerciorarse de que estaba bien. Pero no podía ir todavía. Si Jay había dado a la pasma una cantidad suficiente de dinero, los maderos tal vez patrullaran por su casa unas cuantas veces más para asegurarse de que Luke no aparecía. Si lo hacía, estaba convencido de que le detendrían ipso facto.

Echó a andar en dirección opuesta y caminó hasta ver el neón apagado de un bar. Era un local convenientemente sórdido y oscuro, frecuentado por andróginos entrecanos y algunas criaturas vistosas que podrían haber sido putos o reinonas especialmente ineptas. La cara corroída y lacrimosa de Luke no suscitó comentarios en aquel antro. Pidió un whisky doble y seco. La marca de la casa era matarratas. Era a lo que estaba acostumbrado, y el trago le entró fluido, chapoteó alrededor de su estómago vacío e ingresó calurosamente en su flujo sanguíneo.

Al limpiarse en los lavabos, advirtió que tenía los ojos sanguinolentos y las encías de un color rosa enfermizo. Soren, sin duda, tenía que haber estado salidísimo. ¿No era una locura imaginar que Tran pudiese querer que volviese con él? Probablemente, pero ya no tenía importancia. Ahora tenía también una cuenta pendiente con Jay: por haberle hecho daño a Tran, por haberle humillado delante de él, por habérselo llevado desnudo en sus brazos… Salió del bar y volvió caminando hacia la parte baja de Royal Street, mirando los capiteles de cada verja. Cuando vio las piñas de hierro colado, cruzó la calle y se apostó en una entrada empotrada para observar con atención la casa.

Construida en un solar amplió y profundo, flanqueado por tres inmuebles de tres plantas, casi toda la casa estaba escondida detrás de un alto muro de ladrillo coronado por púas de hierro y relucientes espirales de alambre. Por los barrotes de la verja divisaba una esquina de la casa, que recordaba vagamente a un edificio romano de piedra encalada o estuco, con un porche de arcos festoneados evocador de un mausoleo. El sendero que por un lado de la casa llevaba a la trasera de la propiedad era un negro rectángulo iluminado solamente por las altas llamas vacilantes de dos surtidores de gas tapados por dos faroles. Luke no veía nada más allá de aquellas volutas de luz fantasmagóricas.

Avanzó con cautela hasta la verja y atisbo por los barrotes. El patio estaba cubierto de helechos, cepas nudosas y un roble voluminoso, algunas de cuyas ramas sobrevolaban la acera y proporcionaban un fácil y tentador acceso. Pero no había manera de cruzar el patio. Ya había reparado en la cámara de vídeo en lo alto dé la verja. Los costados de la casa parecían igualmente infranqueables. Aunque de alguna manera lograse trepar al tejado de uno de los inmuebles, se mataría al saltar al patio de Jay.

Rodeó con las manos un momento los barrotes de la verja, escrutando la oscuridad atentamente. Era difícil marcharse sabiendo que Tran estaba allí dentro. Por último decidió alejarse de la verja, doblar la esquina, dar la vuelta a la manzana y salir a Bourbon Street, que era paralela a Royal.

Lejos del turismo cutre y latoso, aquel extremo de Bourbon era una tupida hilera de fincas bien conservadas de gays cuarentones y cincuentones. Encontró la que esperó que fuese la propiedad situada directamente detrás de la de Jay. Dada la estructura arquitectónica, similar a una conejera, que era característica del Barrio Francés, podría haber dos o tres construcciones pequeñas insertadas entre ambas. Pero, con un poco de suerte, los dos solares tendrían una tapia común.

La casa de Bourbon Street era un macizo edificio de estuco con un callejón adyacente al patio trasero. La verja que daba al callejón tenía unos dos metros y medio de altura, y era de bucles de hierro forjado con montones de huecos del tamaño de una bota, rematada por pinchos pequeños de hierro retorcidos que no tenían un aspecto especialmente formidable. Tal vez pudiera saltarla. Tal vez, si no había un sensor, o un perro, o…

Había un millón de posibles obstáculos. Luke tuvo que olvidarse de todos. Probó la verja para asegurarse de que su suerte no había cambiado de repente. No le había abandonado. Se quitó el chaquetón de cuero y lo lanzó por encima de su cabeza, procurando que el forro se enganchara en los pinchos de hierro.

Tuvo que hacer varios intentos, haciendo una pausa dos veces en que pasaron coches. Por fin el chaquetón quedó firmemente enganchado. Luke tiró de él, tironeó fuerte, dobló las rodillas para que todo su peso colgara de la tela. El chaquetón aguantaba.

Se izó lo más rápido que pudo, agarrándose a los hierros, y franqueó la cima de la verja, utilizando el grosor del chaquetón para proteger de las púas sus manos y la entrepierna. Una vez al otro lado, se cogió con una mano del interior de la verja y con la otra liberó con cuidado la chaqueta. Luego se dejó caer en el callejón y esperó a sentir en el culo las dentelladas de unas fauces caninas.

Nada. No había perro, ni oyó ninguna alarma. Recorrió agachado el pasadizo y se detuvo al llegar al patio empedrado. Estaba oscuro, salvo por la tenue penumbra que sembraban las luces al pie del borboteo de una fuente. En el solar no había otros edificios.

Luke se aproximó al muro trasero. Tenía quizá unos tres metros de alto, y era de cemento resbaladizo coronado por más púas y alambres; sería más difícil de escalar que la verja. Pero tenía que hacerlo, sin perder un segundo. Cerró los ojos y rezó una oración a quienquiera que pudiera escucharla, y corrió hacia el muro, se arrojó contra él y lanzó el chaquetón lo más arriba que pudo.

Durante un momento angustioso notó que se iba hacia atrás, plenamente convencido de que se partiría la columna contra el empedrado húmedo. Pero el chaquetón enganchó de nuevo. A punto estuvo de perder el asidero que le prestaba la manga. La agarró con la pura fuerza de voluntad, se alzó a pulso y alcanzó el borde de la tapia.

Permaneció allí unos instantes, jadeando por el esfuerzo, oscilando entre ráfagas de consciencia e inconsciencia. Giraban en la noche figuras psicodélicas. Temió que el ánimo le fallase en aquel preciso momento. No, maldita sea, no podía fallarle. Se obligó a mover la cabeza y mirar alrededor. Debajo, a escasa distancia, había una techumbre en pendiente, una especie de cobertizo o alojamiento de esclavos. A lo lejos, entre la fronda y las sombras, distinguía apenas la forma espectral de la casa de Jay.

Los pinchos empezaban a horadar el chaquetón. No tardarían en producirle sangre. Con un último y convulsivo tirón, Luke se izó por encima del muro, tiró de la chaqueta para desprenderla de los pinchos y se dejó caer sobre el tejado. Se tendió con las mejillas apretadas contra las frías pizarras.

Luego, muy débilmente, oyó un sonido que procedía del interior del cobertizo. Un grito atenuado y borboteante de desesperación. Como el de alguien que intentara hacer gárgaras con agua hirviendo.

Reconoció la voz.

Bajó a gatas hasta el borde del tejado y saltó los dos metros y medio que había hasta el suelo del patio. Le pareció que mohosas estatuas surgían ante él mientras el patio se inundaba de luz. Sensor de movimientos, ¡mierda!

Oyó de nuevo el sonido, más débil aún. Luke se envolvió la cabeza y los hombros con el chaquetón y se lanzó contra una de las ventanas pintadas de negro. Sintió el estallido de cristal y madera vieja; un instante después, estaba derribando el marco a patadas y abriéndose camino a zarpazos, tirando el chaquetón a un lado y contemplando la escena imposible que tenía delante.

Jay Byrne y un desconocido de pelo moreno, desnudos y con sus pálidos cuerpos manchados de más sangre de la que Luke hubiese podido concebir que contuviera una persona tan menuda como Tran. Pero era el de Tran el cuerpo tendido sobre una mesa de metal con ruedas, el cuerpo abierto en canal por una enorme herida delicuescente, con la cabeza reclinada en una postura como de santo mártir, y los miembros atados temblando al mismo tiempo que su espalda se arqueaba en los espasmos de la muerte. El tablero de la mesa y el suelo de debajo estaban inundados de sangre.

Jay levantó la cabeza cuando Luke irrumpió con estrépito a través de la ventana. Largas hebras de fulgurante carne roja le colgaban de la boca abierta y le goteaban de la barbilla. El desconocido también estaba masticando algo. Luke vio todo esto en la fracción de segundo que tardó en recobrar el equilibrio y deslizar los dedos en la parte superior de su bota derecha. El ímpetu le proyectó hacia Jay. Estaba ya abriendo con un chasquido la uve plateada de su navaja.

El desconocido avanzó hacia Luke. Jay retrocedió detrás de la mesa. Luke prensó la navaja abierta entre los dientes, clavó los dedos de las dos manos debajo del borde de la mesa y la levantó con todas sus fuerzas. Las ruedas de goma patinaron hacia un lado. Sobrecargada ya con el peso de Tran, la mesa empezó a volcarse. Jay trató de esquivarla, pero la pesada losa de metal y el cuerpo atado a ella se desplomaron de lleno encima de su tobillo.

Luke se abalanzó desde el otro lado de la mesa. Tenía de nuevo la navaja en la mano. Estaba encima de Jay como un amante. Jay le arañó los ojos. Luke giró la cabeza, apresó con los dientes los dedos de Jay y los mordió con fuerza. Jay retiró de un tirón la mano, pero no antes de que Luke hubiese percibido el sabor de la sangre de Tran en aquellos dedos huesudos.

Con su antebrazo izquierdo empujó hacia atrás la cabeza de Jay. Jay se atragantó, escupió cachos de carne a medio masticar. Uno se posó en el labio superior de Luke, y él, sin pensarlo, lo barrió con la lengua. Jay le sonreía, con los ojos corrosivos de la locura. Había una horrenda familiaridad en aquella mueca. «No te conozco», sollozó Luke, mientras clavaba la hoja detrás de la oreja izquierda de Jay y se la hundía a lo largo de la yugular.

La navaja trazó una fina estela roja. No le he cortado lo bastante profundo, pensó Luke tontamente. La he cagado, y dentro de un segundo su amigo va a enterrarme un hacha en la cabeza. Luego la estela, agrandada, formó una sima carmesí sin rebordes, y un géiser caliente de sangre bañó la cara de Luke, pringándole y cegándole los ojos.