13

En cuanto Andrew le dejó levantarse de la cama, Jay empezó a empacar el cuerpo de Birdy para desembarazarse de él lejos. No quería un cadáver canceroso en la casa ni en el cobertizo de los esclavos. Era un presagio del peor agüero, un telegrama urgente del universo, un aviso de que las cosas no eran como él había creído; quizá no fueran siquiera como las imaginaba. Por suerte, en caso de que tuviera problemas para leer las entrañas del mundo, Andrew estaba a su lado para ayudarle.

Parecía que Birdy había muerto de shock o de hemorragia. Tenía la cara blanca, fláccida, desprovista de la poca animación que le prestaba la vida. Jay desalojó el cadáver de la cama y lo depositó sobre unas bolsas de basura; lo envolvió y afianzó el envoltorio con largas tiras de cinta adhesiva de color plateado. Cuando terminó, Birdy estaba doblado en dos y envuelto sólidamente en varias capas de grueso plástico negro, un bulto desmañado que parecía demasiado pequeño para ser el de un muchacho. Jay lo metió trabajosamente en un petate del ejército que había comprado a un chamarilero de Decatur Street y guardado con esa finalidad expresa. La bolsa era lo bastante grande para que cupieran dos chicos como Birdy.

Andrew, tendido indolentemente sobre las sábanas empapadas de sangre, observaba a Jay con indulgencia.

—¿Quieres acompañarme en coche hasta la ciénaga?

—No sabía que tuvieses coche.

—No tengo. Quiero decir, casi no conduzco. Pero dispongo de uno cuando lo necesito.

—Bonita, esta vida de rico.

Jay se encogió de hombros.

—Me deja libre para ocuparme de mis cosas, eso es todo.

—¡Bien puedes decirlo!

Jay recogió el coche en un garaje cercano, bajó por Royal Street para recoger a Andrew y a Birdy y luego enfiló hacia el oeste por la 61, la autopista Airline. Moteles de mala muerte y sórdidas tiendas de segunda mano dieron paso a solares de coches de ocasión, chozas abandonadas, la densa oscuridad del pantano. La autopista 61 atravesaba una estrecha franja de barro entre el lago Pontchartrain y el río Mississippi. Allí el terreno era blando, mojado, lleno de malezas y escasamente habitado. Sobrepasaron la parroquia de San Carlos y llegaron a San Juan Bautista, una diócesis rural sembrada de ponzoñosos núcleos industriales. Iluminaba la noche únicamente la llamarada lejana y ocasional de una refinería de petróleo. A cuarenta millas de Nueva Orleans, Jay salió de la autopista, se dirigió al norte sobre una pista federal, luego cogió una carretera de grava y la siguió traqueteando hasta llegar a una puerta cerrada en una alambrada que se perdía en la maraña de los bosques. Atornillado a la malla de acero, un letrero de color naranja pánico anunciaba: PROPIEDAD PRIVADA, PROHIBIDO EL PASO.

Jay se apeó y abrió la puerta cerrada con llave. La franqueó en el coche, volvió a apearse y la cerró de nuevo. El camino de grava llevaba a otros bosques, allende los cuales se perfilaba una construcción informe de metal ondulado.

—¿Un lugar secreto para esta escapada, de fin de semana? —preguntó Andrew.

—Sí, más o menos.

Sacaron del maletero el bulto tieso y compacto y lo transportaron hasta el edificio. Jay tenía la llave de una puerta sin ningún distintivo. Después de cruzarla, tocó un interruptor en la pared. Se oyó el breve zumbido de un generador y se encendió una hilera de luces fluorescentes en el techo.

El hangar rebosaba de pirámides de veneno, altas pilas de bidones de acero y de plástico repletos de los residuos químicos de un decenio o más. Durante años los capataces de Metales y Química Byrne habían pagado a equipos de «expertos en eliminación de desechos» para que se llevaran los bidones, vendiéndolos por lo que les daban y musitando una plegaria de alivio cuando los camiones desaparecían por la serpenteante carretera de la ciénaga. Nadie conocía el destino posterior de los bidones, y más valía que no lo supiera nadie.

Pero aquello era en los buenos viejos tiempos, ya lejanos. Ahora ni siquiera valía la pena pagar a los «expertos», sino que era más conveniente dejar que los bidones se amontonaran en almacenes como aquél. Cuando no cabían más, siempre quedaba el pantano.

Jay había explicado todo esto a Andrew durante el trayecto, y ahora Andrew guardaba silencio, tal vez adormecido por los miasmas tóxicos que circundaban la zona. Jay sujetó el petate por un extremo y vertió su voluminoso contenido, luego sacó del bolsillo una cuchilla para cortar cajas y rajó con ella el plástico negro. Con un destornillador, una palanca y un par de guantes industriales, largos hasta el codo, que cogió de un estante, levantó la tapa de un barril azul de cincuenta galones. Un olor tóxico enturbió el aire, en parte químico y en parte pútrido. Andrew se puso otro par de guantes y ayudó a Jay a introducir en el barril el cuerpo de Birdy: como entró de culo, se quedó colocado en una rígida postura fetal.

—¿En qué le estamos metiendo?

—En ácido clorhídrico.

—Se come hasta los huesos, ¿no?

—Hasta ahora lo ha hecho.

Martillearon la tapadera del barril, borraron sus huellas y dejaron aquel archivo remoto de venenos tan ordenado y silencioso como lo habían encontrado. En el camino de regreso a Nueva Orleans, Jay paró para arrojar las bolsas de basura ensangrentadas en un contenedor que había detrás de un puesto de pollos fritos. Volvieron al Barrio Francés como si retornaran al útero, se deslizaron dentro de una cama recién hecha, justo antes del alba, y durmieron casi todo el día.

Jay se levantó una vez, hacia el mediodía. Llamó al hotel Colibrí y le pasaron con un Tran muy somnoliento.

—¿Has encontrado a tu extranjero misterioso?

—¿Quién es…? Espera un minuto… ¿Jay?

—¿Cuántos hombres más tienen tu número?

Tran se rió.

—Hablas en broma. Anoche no me abordó nadie. Creo que se olían mi desesperación.

—Me siento en parte responsable de ella.

Tran guardó silencio; una acusación pasiva.

Jay pensó en Andrew, durmiendo al fondo del pasillo, con sueños hambrientos. Cerró los ojos y dio el salto que no tenía vuelta atrás.

—Siento todo esto. Hace mucho tiempo que no había tenido una experiencia tan intensa con alguien. —(Que haya salido con vida, corrigió mentalmente.)— A mi primo le ha encantado conocerte, y a mí me gustaría verte. ¿Por qué no vienes a cenar esta noche?

—Bueno… —Jay se representó a Tran todo arrugado y con ojos de sueño, tratando de afrontar aquella situación inesperada—. Yo… Me encantaría.

—Bien. ¿Hacia las ocho?

—Uh… estupendo.

—Entonces hasta luego.

Jay colgó, embargado por una extraña mezcla de terror y júbilo. Su mundo se escoraba hacia el descontrol, pero en vez de sucumbir al pánico, como habría hecho poco tiempo antes, se sorprendió fascinado por el rumbo destructivo.

Volvió al calor de la cama, amoldó su cuerpo al de Andrew y se quedó dormido. Dentro de unas horas tendría que improvisar algo para la cena, algo simple pero delicioso, un manjar exquisito.

Algo apropiado para la última cena de un hermoso muchacho.

Al despertar, Jay preparó café y se sentó a tomarlo en la mesa de la cocina, hojeando adormilado el Times-Picayune que había comprado la víspera en el supermercado. En la sección culinaria, dedicada al día de Acción de Gracias, leyó una descripción detallada de una criatura comestible recién inventada: un mestizaje gastronómico compuesto de pavo, pollo y pato, deshuesados y embutidos uno dentro de otro, del más pequeño al más grande, y los tres rellenos de delicias diferentes.

Jay consideró la novedad muy de su agrado y telefoneó a la delicatessen donde los vendían. Ante las protestas de que no acostumbraban a entregar a domicilio, y en ningún caso podrían hacerlo esa noche, Jay mencionó una suma discreta. La cena, le dijeron tras una apresurada discusión al otro lado de la línea, llegaría a su puerta a las siete; sólo tendría que recalentarla una hora.

Despertó a Andrew con un tazón de humeante café negro y se sentó en el borde de la cama a mirarle mientras lo tomaba. Había algo severo en la cara de Andrew a pesar de su pelo moreno despeinado y en punta, el claro azul hipnótico de sus ojos y la bella regularidad de sus facciones. Quizás fuera un tono de la nariz larga o un reborde torcido de la boca lo que confería a su cara un sello esencialmente británico. Quizá fuese crueldad.

Andrew le obsequió una sonrisa oscura. Jay se preguntó qué cosas cambiarían entre ellos después de esa noche.

Jay tuvo que recordarme dos veces que mi presunto nombre era Arthur, aunque ahora eso prácticamente carecía de importancia.

Cuando Tran llamó al timbre de la verja, ya estábamos gratamente cocidos de coñac. Puede que en esto estribara nuestro primer error. Con el fin de mantener un mínimo de facultades, tendríamos que haber permanecido sobrios hasta después de la cena. Pero nos ganaba una extraña exaltación, tal vez a causa de la naturaleza irrevocable del acto que proyectábamos.

Y los dos sabíamos que no tendríamos hambre a la hora de la cena.

Tran llegó puntualmente a las ocho, con una botella de champán helada. Yo hubiera querido saber dónde estaban las flores y los bombones, pero no dije nada. Tran y Jay oficiaron su pequeño cortejo, y no era de mi incumbencia interferir. Al contrario, me pareció más bien encantador. Y esperaba con cierto interés el momento de presenciar cómo Jay mataba a alguien por quien sentía afecto, por superficial que fuese.

Pronto el champán estuvo escanciado y servido en la mesa el extraño plato de aves de corral. Jay y yo habíamos hablado de infiltrar un sedante en la comida de Tran, pero temimos que con su conocimiento de las drogas pudiese detectar la fuerte dosis. Además, Jay sospechaba que sería más fácil hacer que Tran ingiriese una pastilla por el sencillo medio de ofrecérsela.

Mientras Tran comía, Jay y yo soplábamos champán, dejábamos pedazos de comida en los bordes del plato y le mirábamos. Un tierno filete colgado en un cubil de leopardos difícilmente habría podido mostrarse menos receloso o parecer más suculento. Aunque yo no estaba habituado a pensar en los chicos como una posible fuente nutritiva, tenía una familiaridad más que pasajera con ellos como víctimas, y Tran interpretaba el papel tan perfectamente que casi llegué a creer que lo hacía a propósito. Era guapo —muy guapo—, pero había montones de chicos así. Éste tenía algo más. ¿Cómo podía una sola persona reunir todos los manierismos, destilar aquella combinación vital de inseguridad y despreocupación, exudar feromonas que tan nítidamente suplicaban córtame, fóllame, déjame seco y haz conmigo lo que quieras? Era como si todos mis chicos del pasado hubieran sido revueltos en un exótico y peligroso cóctel, que Jay me había servido (un tanto a regañadientes) con los aderezos adecuados.

Cuando hubimos terminado el champán y retirado los platos, pasamos al salón. Daba la impresión de no ser sino una escala de cortesía en el camino hacia el dormitorio. Los tres restallábamos de energía sexual; se olía en el aire polvoriento del salón si uno respiraba hondo. Jay ofreció a Tran una copa de coñac. El chico la aceptó, y vi que los dedos de ambos se tocaban, el índice de Jay alargándose para resbalar sobre los nudillos de su invitado.

Tran miró a Jay, me miró a mí y apuró la mitad de su copa.

—Se toma a sorbitos —le dije.

—No estoy tan borracho como quisiera.

Jay captó mi mirada y se encogió de hombros. Quizá, al fin y al cabo, no hiciera falta sedar a Tran con pastillas.

Para el segundo coñac, Tran estaba despatarrado sobre la alfombra oriental, con la cabeza ladeada hacia atrás y descansando sobre mi rodilla. Yo estaba sentado en un resbaladizo confidente tapizado de satén de color rosa. Jay estaba a mi lado, cerca pero sin llegar a tocarnos. De repente, sin aviso, se inclinó y me plantó un beso húmedo en la boca. Sus labios sabían a coñac. En mi visión periférica vi que Tran nos observaba, con una ebria sonrisa sexy que desfiguraba sus rasgos finos.

Mientras Jay me devastaba la boca, Tran se volteó y me pasó la mano por la pierna, y a continuación forcejeó con mi bragueta. Cuando consiguió bajarla, yo la tenía tan tiesa que me dolía. Pasó la lengua por la punta de mi polla y, en una lenta espiral, por los cojones, y, cogiéndome de los muslos, me la metió muy dentro de su boca.

Era endiabladamente bueno. Jadeé en la boca de Jay, le agarré por los hombros, arqueé la espalda. Tran siguió mamándome, con los codos abiertos y la cabeza enterrada en mi entrepierna. Jay impulsó con la mano la nuca de Tran hacia abajo. La punta de mi pene sobrepasó sus amígdalas y se hundió más profundamente en su garganta, que pareció que emprendía movimientos peristálticos alrededor de mi verga hinchada.

Sentí el orgasmo al acecho, aproximándose. Sentí que me clavaba los dientes en la nuca, como yo había hecho con Jay la noche anterior. Hasta que el orgasmo no me hubo obnubilado, estremecido y escupido medio muerto, no advertí que mis manos habían asido el cuello de Tran y le asfixiaban mientras Jay le forzaba la cabeza contra mi polla.

Me recliné sobre el confidente. Tran se liberó de mí congestionado, con largos filamentos de saliva y de lechada manando de su boca abierta. Sólo la mano de Jay, enredada en su melena, le mantenía erguido. Aspiró una gran bocanada de aire, después otra. Vi que tenía los ojos casi en blanco, pero no supe si estaba consciente.

Jay se levantó, incorporando a Tran al mismo tiempo. Tran trastabilló sobre sus pies inseguros, pero no cayó.

—Vamos —dijo Jay—. Vamos a llevarle al dormitorio.

Cuando Tran estuvo con los brazos y piernas extendidos en la cama, empezó a musitar incoherencias. Le saqué el jersey por la cabeza. Su cabello se soltó de la coleta y se esparció sobre sus hombros desnudos, una exuberante cascada negra. Jay desabrochó los tejanos holgados de Tran y se los bajó por sus piernas delgadas. Estaba desnudo debajo, y su cuerpo maravillosamente terso tenía la polla semierecta.

Jay y yo nos miramos. Sus ojos formularon una pregunta muda.

—Es tuyo —dije.

La fría mirada de Jay se volvió hacia el chico acostado. Se desvistió lentamente, tocándose aquí y allá, como para cerciorarse de que todavía estaba hecho de carne sólida. Sólo el leve temblor en sus manos me indicó lo borracho que estaba. Se arrodilló junto a Tran y acarició su vientre plano con dedos reverentes, se agachó y besó uno de sus pezones pardos e hirsutos. Tran se movió pero no abrió los ojos.

Jay se inclinó para coger un objeto del cajón de la mesilla. Por un momento pensé que era una especie de misterioso juguete sexual. Luego vi que era un destornillador bastante grande. Se metió en la boca el filo de acero y lo untó ligeramente de saliva. Después levantó las piernas de Tran, dejando al descubierto la tierna hendidura entre las nalgas sedosas, y encajó el destornillador en el centro de aquella fisura. Al mismo tiempo se agachó y dio un mordisco profundo en la tetilla izquierda de Tran.

Su cuerpo se convulsionó en un largo estremecimiento de dolor. Jay imprimió al arma un impulso final, un giro maligno, y después lo sacó de un tirón y lo sostuvo, goteante de sangre y de mierda, ante los ojos como platos del chico aterrado.

Tran se lo arrebató de un manotazo. Antes de que Jay pudiera reaccionar, se había puesto en pie, fuera de la cama, y corría hacia la puerta. Me precipité sobre él, le arranqué un mechón de pelo fugitivo y le golpeé la cabeza contra el marco de la puerta, lo que dejó una mancha de sangre sobre la pintura blanca. Pero la fuerza del golpe había sido insuficiente para derribarle. Reanimado por el pavor, Tran se zafó de mí y salió corriendo al pasillo.

Estuvimos a punto de atraparle en el salón. Yo lo tenía a un brazo de distancia, y Jay me pisaba los talones. Tran corría como un loco por la habitación, apoderándose de lámparas, jarrones, cualquier cosa que pudiera lanzarnos para frenar nuestro avance. Jay cogió un pisapapeles de cristal y lo arrojó contra Tran. Rebotó en su cabeza, proyectándola hacia delante. Pero el maldito no se desplomó. Corrió hacia el vestíbulo, se abalanzó hacia la puerta, la abrió de un tirón y, tambaleándose, ganó el patio.

Lo cruzó en tres zancadas. Empezó a sacudir la verja, que era impenetrable desde la calle, pero que se abría con sólo pulsar un botón desde el patio. Un fallo grave en el sistema de seguridad de Jay, pensé; tan sólo dos días antes se lo había señalado. La verja se abrió silenciosamente y nuestro Tran traspasó como una centella la abertura que se iba ensanchando, desnudo y ensangrentado, pero libre.

Seguí a Jay al interior de la casa.

—Le cogeré —estaba diciendo, como hablando consigo mismo—. Tengo que vestirme y coger un seguro contra polis. Sí, le cogeré.

Fue rápidamente al dormitorio, se puso una camiseta y unos pantalones, calzó sus pies finos y desnudos con unos mocasines de exquisito cuero negro italiano, recogió su cartera del tocador y echó un vistazo dentro. Como siempre, la cartera contenía un grueso fajo de billetes. El seguro contra polis.

—Bueno, tráelo vivo —dije, cuando Jay se volvía para irse.

—No te preocupes —me dijo—. Todavía no hemos acabado con ése.