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—Y aquí va un bonito artículo del periódico de ayer. Shandra McNeil, de Gertrude, Luisiana, fue condenada por tres cargos de intento de asesinato, lo que puede elevarse a asesinato en primer grado si alguna de sus víctimas muere antes que ella. McNeil, enferma de sida, perpetró sexo sin protección con varios hombres a los que conoció en esos bares donde se busca pareja. Tres de ellos, que desde entonces han dado seropositivos, se querellaron contra ella. McNeil se declaró culpable, y dijo que expuso como mínimo a diez hombres, sin prevenirles, al virus del sida. Motivo: quería desesperadamente un hijo antes de morir. Shandra McNeil está ahora embarazada de cinco meses.

»Bien, si no fuese por ese feto, yo pediría que la condecoraran. Ha borrado del mapa por lo menos a tres procreadores gilipollas, y probablemente a muchos más, y todo porque su reloj biológico no paró de hacer tictac cuando la bomba de relojería empezó a sonar en sus células. Shandra, perra imbécil, gracias por tu maravillosa adicción a la raza humana. El mundo necesita realmente otro tracto digestivo. Esperemos que el pobre crío contraiga el virus al salir por tu coño infecto, y que así tus genes contaminados de estupidez perezcan lo antes posible.

»Vayamos a fuentes más prestigiosas, ¿vale? Aquí tenemos una del Weekly World News. El titular: ¡ASESINO SIDOSO RESUCITA DE ENTRE LOS MUERTOS! La historia: “El asesino múltiple gay Andrew Compton murió de sida el cuatro de noviembre… ¡y el cinco de noviembre ahuecó el ala! Burócratas de la cárcel de Painswick, de Birmingham, Inglaterra, niegan su responsabilidad…”. Hum, qué sorprendente… “puesto que el homo homicida desapareció de la morgue de un hospital próximo donde iban a practicarle la autopsia.

»”Compton fue detenido en 1988 después de una parranda de sexo y tortura que dejó cadáveres y descuartizados a veintitrés jóvenes. Poco antes de su muerte, dio seropositivo. Se considera improbable que el HIV, el virus que causa el sida…”, gracias por la información, Weekly, “sobreviva en cuerpos muertos más de veinticuatro horas, ¿PERO HA MUERTO DE VERDAD ANDREW COMPTON? Informan de que Scotland Yard trata el caso como un secuestro, pero no hizo comentarios sobre quién podría querer apoderarse del cuerpo contaminado de un psicópata perverso”.

Luke hizo un segundo de pausa y a continuación largó el comentario cáustico que pensaba hacer acerca de esta historia. «Pues, coño, ¿quién NO QUERRÍA?».

Captó la mirada de Soren en el tablero de control. Soren cerró los ojos y movió lentamente la cabeza, denotando sufrimiento silencioso. De acuerdo, la reseña del periódico había sido de mal gusto. El virus necesitaba un pequeño alivio cómico de vez en cuando.

—Creo que es hora de atender una llamada —dijo. Soren asintió, cogió un teléfono celular, escuchó y se lo pasó a Luke, que lo colgó en la consola y apretó el botón del altavoz.

—Emisora WHIV. Te escucho.

Una voz de chica, pretenciosa y justiciera.

—Sólo quería decirte que creo que eres una persona muy insana.

—No jodas, cariño. Tomo diez clases de medicinas, todas ellas tóxicas, y no pago por ninguna. Tengo llagas alrededor del agujero del culo a causa de semanas de diarrea crónica y de papel higiénico barato. Siento la garganta como si la tuviera llena de cristal triturado y veo grandes puntos negros delante de los ojos cuando me pongo de pie. Gracias por el diagnóstico.

—No me refería a eso, y tú lo sabes. El sida es un veneno que uno mismo crea en su propia sangre. Dices que odias a los que procrean, pero la capacidad de crear vida es un don sagrado de la divinidad. Lo sepas o no, te amamantó Su pecho.

—Pues Su leche agria no ha hecho ningún bien a mis células T. Vosotras, putas tías, adoráis los secretos, y ahora mismo te voy a decir uno: vuestra razón absoluta de existir es obsoleta. Vuestro culto, un desfasado imperativo biológico. Que pases jodida el día. Clic. Tono de marcar.

—Martyr, tú estás en este rollo del culto a la luna. ¿Adoras a una divinidad? Si afirmativo, no me lo digas. Odio a esas perras, a todas menos a Kali… por lo menos ella, cuando pare, se come a sus crías.

Soren había amañado el chip de su teléfono celular de manera que generaba un nuevo código de identidad cada vez que lo usaba, y no podían rastrearlo. En consecuencia tenían un número telefónico distinto para cada programa. La recepción era a menudo muy pobre allí en la ciénaga, pero Johnny situaba el barco lo bastante cerca de Nueva Orleans para recibir llamadas. Hoy estaban atracados en uno de los muchos embarcaderos desiertos que utilizaban, lo que ayudaba un poco.

Luke cambió a la modalidad de música y puso «Queen Elvis», la balada de amor de Robyn Hitchcock, del álbum acústico Eye. Mirando al joyero, recordaba el lamento por un amor perdido en una de las demás canciones. Ni hablar siquiera podemos… Transmitía el dolor candente de un idilio terminado en rabia, el vacío silencioso que dejaba la ausencia de la persona con la que habías mantenido las conversaciones más intensamente emotivas de tu vida.

Hojeó los recortes de prensa y miró la foto granulada que el Weekly había publicado junto con su crónica. Compton era un demonio apuesto, con una mata de pelo moreno y una semisonrisa sesgada. Luke trató de imaginarse la idea de matar a veintitrés chicos y la encontró perturbadoramente fácil. Se preguntó a qué distancia estaría de un predador como Compton. Luke pensaba que un montón de personas merecía morir, pero eran gente que odiaba, individual o colectivamente. Andrew Compton habría sentido algún tipo de amor por sus veintitrés chicos, y sin embargo los había matado a todos. Un auténtico hijoputa.

Recién terminada la canción entró otra llamada. Estupendo, se sintió pensar Luke, alguien más al que insultar. Un hombre más mayor, a juzgar por el sonido de su voz, un poco ronca pero crepitante en las comisuras.

—El señor Rimbaud, supongo.

—El mismo que viste y calza.

—Buenas tardes a usted y a su equipo.

—No especialmente, pero se agradece. ¿Quiere hablar de algo o es una llamada mundana?

—Disculpe, no pretendo gastarles tiempo del programa. Los pequeños pasatiempos ayudan a mantenerme cuerdo. Soy un gay de cincuenta años y llamo desde Metairie. Vivo con mi amante desde hace quince años. Tenemos dos hijos y una hija.

—Qué habilidoso. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Amigos heterosexuales nos eligieron como padrinos de sus hijos y nos pidieron que fuésemos sus tutores legales en caso de que fallecieran. Murieron en un accidente marítimo cuando los niños eran pequeños. No había familia que impugnase nuestra tutoría, y nos la concedieron. Señor Rimbaud, hemos tenido toda clase de obstáculos para criar a esos niños como si fuesen nuestros. Las escuelas mandaban todos los cursos a asistentes sociales para espiarnos, desde la primaria hasta el último año. Los padres de sus amigos prohibían a sus hijos que vinieran de visita a nuestra casa. Otros niños les hostigaban de tal modo que tuvimos que llevarles a clases de karate antes de que cumplieran diez años.

»Hemos educado a tres niños heterosexuales que entienden lo que significa ser gay y que denuncian la homofobia de la moral dominante cada vez que se topan con ella. También son buenísimos en artes marciales, dicho sea de paso. Cuando escucho su programa, le oigo decir que esos niños no deberían existir porque son el producto de “procreadores”. Según esos baremos, ni usted ni yo existiríamos tampoco. Son baremos ilógicos, imposibles… aunque usted los exprese tan fervientemente, y a menudo con tanta elocuencia.

»Si usted no cree que los niños son nuestra esperanza, ¿qué sugiere? ¿Cómo Lush Rimbaud volvería a crear el mundo?

Luke respiró hondo, se inclinó hacia el micrófono y esperó a que Lush comenzase a hablar. Le costó casi un minuto entero darse cuenta de que Lush no tenía una respuesta.

—¿Señor Rimbaud? ¿Está usted ahí?

—Estoy aquí —dijo, con su propia voz—. ¿Cómo se llama?

—Alex.

—¿Es seropositivo, Alex?

—No, por fortuna.

—Pero apuesto a que en su radiante juventud hizo alguna trastada que le dejó sus dudas. Alguna que le tuvo en vilo hasta que le dieron el primer resultado.

—Por supuesto. ¿No la hemos hecho todos?

—Sí, sí, la hicimos. Y algunos de los que suspendimos en el test hemos aprendido a tomar la vida como viene o a pensar que el sida es nuestro maestro espiritual u otra mamarrachada cualquiera. Algunos nos miramos al espejo y lo único que vemos es ese puto virus sin sentido que va a acabar con nosotros sin compasión ni dignidad. Nos convertimos en parias sexuales, y vivimos un tiempo prestado. Cada momento que permanecemos vivos es un instante que burlamos a la muerte que mil millones de fundamentalistas de derechas piensan que merecemos. El mundo nos rehúye con odio, terror y asco, y lo mismo podría… somos víctimas de la peste, y somos contagiosos.

»No sé, Alex, es sólo que… me deprime a veces. Me preguntas cómo volvería a crear el mundo. Fácil: me quedaría en él otro medio siglo, más o menos. Es lo único que quiero. Mi hermoso, estúpido ex-novio, con sus ropajes negros y sus libretas raídas, creía que la muerte era una especie de figura romántica. Quemaba incienso y escuchaba sus CD de Bauhaus y apretaba su mano frágil contra su frente tierna. Très gothique, ¿no? Incluso se chutó heroína conmigo porque quería PROBARLO TODO, FORZAR LOS LÍMITES DE LA EXISTENCIA; pero sobre todo le gustaba porque se la ponía tiesa durante tres horas.

»Pero de alguna manera, cuando descubrió que su amante era seropositivo, la muerte ya no le parecía tan… bonita. Su amor a la muerte era falso, porque tenía veinte años y sabía en el secreto de su corazón que no iba a morir nunca. La muerte era para las viejas estrellas del cine, para los camellos de crack, no para su precioso culito.

»¿Y sabe qué? Por la misma razón, mi insistencia en vivir es falsa. Sé que voy a espicharla dentro de un par de años. Todos esos tíos que no iban a morirse de sida —Michael Callen, David Feinberg, Lake Sphinx— han muerto todos. Yo también moriré. ¿Por qué no matarme ahora y ahorrar a los contribuyentes los billetes grandes que yo les costaría en medicamentos, en lugar de seguir aquí despotricando sobre los millones de dólares que chupan los procreadores?

Luke casi se había olvidado de que el radioyente estaba en el teléfono hasta que le interrumpió su voz seca.

—Porque tiene algo que decir, evidentemente.

—¿Tú crees, Alex? ¿Lo crees realmente? Porque yo ya no lo sé. No quiero terminar el libro que estoy escribiendo porque no es lo bastante bueno para ser mi última obra. La cosa más deseable que acierto a imaginar es despertar otra vez más con mi novio, y eso no va a ocurrir, porque probablemente no volveré a verle. A veces hablo por radio y la mente se me queda en blanco. Me oigo decir dentro de un par de meses: «¡SERO, su emisora para lagunas de demencia sidosa! ¡Veinte minutos de silencio cada hora, garan-TIZADO!».

»Pero soy Lush Rimbaud, y me niego a callarme o a morir. Y gasto el poco aliento que me queda hablando basura sobre gente como usted, que han establecido diferencias reales en el mundo. Yo sé que no lo he hecho y que nunca lo haré. Joder, es probable que la gente odie más a los maricas por mi culpa. Adelante, hombre. Procree más seres humanos. Alguien va a hacerlo, y la mayoría va a criar gilipollas, idiotas y psicóticos. Si sabes hacerlo de otro modo, ya has hecho más que yo.

»Que le den por el culo. Por el culo a todo. Dimito.

Desconectó la llamada, se quitó los auriculares y apagó el micrófono. Soren le miraba, boquiabierto. A Luke le daba lo mismo. Sentía que en los últimos años había albergado dos personalidades distintas que de repente se habían fundido. El efecto resultante en su cerebro le recordaba vagamente la sensación de que le encularan con insuficiente lubricante. Se tapó la cara con las manos y cerró los ojos.

—¿Luke? —Soren le hablaba en voz baja y cautelosa—. ¿Qué ocurre?

—No lo sé. —Sonó como un graznido, reseco y gutural—. No puedo seguir. Ese tío tenía razón. No quiero recrear el mundo. Sólo quiero llevármelo destruido.

—Ese tío no ha dicho…

—Soy yo quien lo digo.

Luke se separó de la consola y se levantó. La cabeza le daba vueltas y las rodillas comenzaban a fallarle. Soren estaba allí, sujetándole, pasándole por el pecho sus brazos correosos y abrazándole fuerte.

—¿Qué estás diciendo? ¿En serio que no quieres hacer más el programa?

—No puedo —Luke dejó que su cabeza se apoyara en el pecho de Soren. Éste le ayudó a sentarse en la silla, pero sin soltarle—. Estoy tan descojonado… y sé que no voy a terminar el libro… y lo único que quiero es estar con Tran.

—Sabes que no puedes.

—Pero si muero sin intentarlo soy un cobarde. No me importa arrepentirme de cosas que he hecho. Lo que me fastidia es lamentar cosas que no he hecho.

—Comprendo. Pero has intentado volver con Tran y no ha resultado. Tienes un trabajo importante que hacer, Luke. ¿O prefieres pasarte el resto de tu vida persiguiendo un sueño?

—Sí.

—¿Entonces dejas la emisora?

—Soren… —Luke vio la derrota en la postura del joven. La emisora era lo más importante en la vida de Soren—. En ese grupo de apoyo al que vas, ¿hablan alguna vez del papel que desempeña la emoción en la enfermedad?

—Por supuesto.

—En los seis últimos meses me he vuelto más bilioso y me he puesto más enfermo. Ahora siento que no me queda dentro más que cristal roto y clavos oxidados. No quiero esparcir más esa mierda. Hay una cosa que sé que me hará feliz si la consigo, y quiero intentarlo en serio. ¿O prefieres ver cómo me ahogo en mi propio vitriolo, sólo porque suena cojonudo en tu emisora pirata?

—Creí que estabas tan consagrado a ella como yo. Creí que cebabas tu bilis de una manera que yo no comprendía. Eres responsable de tus propias emociones, Lucas.

Por un lado sabía que esto era cierto. Por otro, quería negarlo rabiosamente, alegar que aquellas emociones le habían sido impuestas por las circunstancias y la química, pero esto atentaba directamente contra la insistencia en el libre albedrío que le ayudaba a mantener un margen de esperanza. Se preguntó cuándo se había vuelto tan desdichado, cuándo había empezado a compadecerse tan miserablemente de sí mismo.

—Tienes toda la razón —le dijo a Soren—. Y lamento dejarte en la estacada. Pero es lo que tengo que hacer.

Soren asintió y empezó a guardar piezas de su equipo en una caja de cartón. Luke no captaba lo indignado que estaba. Quizás oír que Luke admitía haberse equivocado, oír de los labios de Lucas Ransom que pedía disculpas, había aturdido a Soren hasta el punto de asentir temporalmente.

Johnnie Boudreaux había oído la conversación desde la cubierta. Ahora deslizó su alta estatura dentro de la cabina y empujó una caja de embalaje junto a la silla de jardín de Luke. Lentamente lió un porro de una pringosa marihuana verde que uno de los pocos amigos que le quedaban en la ciénaga había cultivado. Cuando lo encendió, Luke advirtió una lesión renal reciente cerca de la comisura de su boca, oscura como una moradura en la sombra parpadeante de la cerilla.

Johnnie exhaló un humo azul y después preguntó:

—¿Habéis dicho en serio lo de cerrar el quiosco?

—Yo no quiero —dijo Soren—. Pero no podemos seguir sin Luke. Nadie puede reemplazarle.

—Pero alguien podría reemplazarme a mí.

—¿Qué quieres decir?

—Odio decírtelo ahora, pero yo también planeo largarme. No sólo dejar el barco, me refiero, sino…

Imitó una pistola con el pulgar y el índice, e hizo un gesto de acercársela a la sien.

—¿Por qué ahora? —preguntó Luke.

—Bueno… —Johnnie se retorció contra las rodillas sus manos blancas y fuertes, con una fina pero permanente mancha de grasa debajo de cada uña— mi hermano ha muerto hace dos días.

—¿Hermano? —Soren lanzó una mirada a Luke, que estaba igualmente atónito—. No sabíamos que tú…

—Tuviera un hermano, sí. Etienne era mucho mayor que yo. Vivía en casa cuando yo vivía allí, pero hacía un montón de viajes a Nueva Orleans —Johnnie se rió entre dientes, débilmente—. Al Barrio Francés.

—¿Era gay? —preguntó Soren.

—¿Por qué te crees que nuestros padres nos echaron a los dos de una patada el mismo día?

Soren aspiró una bocanada de aire y Luke dijo:

—¿Te contagió el sida?

—Fue la única persona con la que he estado en mi vida.

—¿Abusaba de ti? —medió Soren.

Johnnie se encogió de hombros.

—¿Se llama abusar a algo que a mí siempre me gustó? De todas formas, ha muerto. Tuvo una recaída de la neumonía y no se pudo hacer nada.

Luke pensó algo.

—¿Quién se ocupaba de él cuando tú estabas en el barco?

—Nuestra hermana. Tiene veintidós años. Dejaba a los niños con el marido y venía a nuestra casa. Vete a decirle al marido que ella venía a vernos. Puedes apostar que si alguno de los nuestros aparecía por la casa cuando ella no estaba, seguro que Jo-Jo o nuestro papi le daban una buena tunda.

—¿Jo-Jo?

—Su marido encantador. El que amenazó con romperme a mí los brazos y a Etienne las piernas si volvía a vernos por las cercanías de su casa.

Luke se imaginó la vida de aquella mujer, con veintidós años, varios hijos y un marido que debía ser exactamente tan estúpido como su nombre de pila, viendo morir a sus hermanos de una enfermedad extraña y nauseabunda de la que probablemente sólo había oído historias de horror, y sin poder decírselo a nadie. Quizás sí hubiese infiernos peores que el suyo.

—Le he dicho que iba a daros la noticia a vosotros y que luego lo iba a hacer aquí en la ciénaga, para, que no tuviera que cargar con otro cuerpo —Johnnie hizo una mueca—. Enterramos a Etienne nosotros mismos. Fue bastante espantoso.

»Así que supuse que si queríais mantener en marcha la emisora, podríais dejar el barco atracado aquí. Todos sabéis llevar la piragua y volver a vuestro coche desde aquí. Este embarcadero es todo lo seguro que puede ser. O podríais aprender a gobernar el barco. Es fácil.

Soren movió la cabeza.

—Me largo. Puedo trasladar mi equipo en dos viajes de piragua. SERO ha muerto.

—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Luke a Johnnie acto seguido.

La mirada que les dirigió Johnnie era casi tímida.

—¿No os quedaríais conmigo? Sé que es pedir demasiado. Pero tengo miedo de hacerlo mal. No quiero verme ahí tumbado, sufriendo… y… bueno… Vi morir a Etienne. Quiero que alguien me vea a mí.

Luke y Soren se miraron; después accedieron, tratando de ocultar su desgana. No era una cosa que quieras hacer por un amigo. Pero si te lo pedían, no había más remedio.

Johnnie les dio un intenso abrazo a cada uno. Luego sacó del bolsillo de la chaqueta un revólver con cachas de nácar y salió a la cubierta. Luke y Soren le siguieron.

—Johnnie —dijo Soren—. ¿Qué tenemos que… hacer contigo?

—Tirarme por la borda y rezar una oración por mi alma.

—Pero…

Las manos de Soren dibujaron su frustración en el aire; qué pasa con el olor, qué pasa cuando tu cuerpo hinchado reflote a la superficie la semana que viene; todas las preguntas atroces que no podía preguntar.

—¿Te preocupan los restos corporales, Soren? —Johnnie lanzó hacia atrás la cabeza y se rió, la primera vez que Luke le había visto hacerlo—. Chico de ciudad, ¿no sabes que hay caimanes grandecitos en esta ciénaga?

Soren puso una expresión de asco.

—Espero contagiarles el sida a los cabrones. Un maldito caimán me mató a un perro una vez. —Por un momento, Johnnie tuvo aspecto de desamparo; luego una sombra pareció velarle la cara—. Adiós, Luke. Adiós, Soren.

Johnnie se sentó en la cubierta, ladeó la cabeza hacia atrás por encima de la borda y se metió el cañón del revólver hasta el fondo de la boca. Luke apenas había percibido el pop amortiguado cuando una erupción de sangre bañó la parte superior de la cabeza de Johnnie, fluyó en cascada de la boca y las fosas nasales, tiñó la carne consumida del cuello y cayó en borbotones al agua.

Luke y Soren, sin pensarlo, se habían cogido de la mano. Ahora sus dedos se anudaron dolorosamente. Luke se soltó y se arrodilló junto a Johnnie. Tenía entornados los ojos sin vida, sin pestañeo, apagados. Tenía las facciones fláccidas y la boca relajada en torno al cañón del arma, como alrededor de la polla que se ablanda de un amante. Johnnie les había pedido que rezaran una oración, pero Luke no recordaba ninguna. Encajó la suela de su bota contra la cadera de Johnnie y le arrojó rodando por encima de la borda. El cuerpo produjo una salpicadura pequeña que fue formando un dibujo de círculos concéntricos. Hebras brillantes de sangre surcaron el agua oscura y aceitosa.

Soren se dio media vuelta.

—¿Podemos irnos ahora?

—Espera.

Luke puso una mano en forma de visera sobre los ojos y miró a la lejana ribera del pantano. ¿No era una forma prehistórica la que se destacaba de entre la maraña de algas y raíces de cipreses que crecían en el lindero umbroso entre la ciénaga y la tierra? ¿No eran un par de reptiles dorados, con ojos como burbujas, los que se deslizaban por el agua quieta hacia la barcaza?

—Luke. No vamos a ver esto.

—Yo sí.

Un par de largas fauces con dientes irregulares se abrieron como tablones con bisagras tachonados de cientos de clavos de longitudes diversas, abalanzaron al azar sus ángulos letales, cayeron sobre Johnnie y se cerraron de golpe como un estallido de rifle. Luke oyó un crujido de huesos. El cuerpo de Johnnie fue sumergido tan rápido que dejó un pequeño remolino de sangre en la superficie lisa. El caimán trazó una estela sinuosa en el agua, como si nadara hacia su madriguera. Luke había oído que guardaban un cadáver durante días en las cavernas de raíces de la orilla, esperando a que la carne se ablandara y descompusiera en el barro estancado.

—Vámonos —dijo. Pero Soren ya estaba dentro desmantelando su equipo, y se negó a mirar al agua y también a los ojos de Luke cuando entró en la cabina.

Soren había calculado mal el peso del material; hicieron falta tres viajes en la piragua para transportarlo hasta el muelle donde tenía su coche escondido. Luke se alegró de haber ido a la emisora en el coche de Soren. No se sentía en condiciones de conducir las treinta millas de regreso a Nueva Orleans.

Para el tercer trayecto en la pequeña embarcación sobrecargada, la conmoción de la muerte de Johnnie se había disipado un poco. Tenían calor, sudaban, y empezaban a impacientarse mutuamente. Soren no cesaba de hacer breves comentarios malévolos para ocultar su tristeza por el desmantelamiento de la emisora. Luke, más tranquilo que desde hacía unas semanas, procuraba no hacer caso de las pullas. Pero cuando subieron al coche, sucios y exhaustos, Soren preguntó:

—¿Qué vas a hacer cuando Tran no quiera volver contigo?

Luke sintió que su furia resurgía, una bengala distante.

—No sabes si querrá o no.

—Antes no quiso. Es evidente que no va a querer ahora.

Algo en el énfasis de la última palabra despertó la suspicacia de Luke.

—¿Qué quieres decir, ahora?

—Bueno… ¿y si sale con alguien?

Soren insertó la llave de contacto. Luke le agarró de la mano y le impidió arrancar el coche.

—Tú sabes algo.

—No seas idiota. ¿Cómo iba a saber? Tran y yo apenas nos conocemos.

—Primero me pones los dientes largos y luego te lías con un montón de explicaciones. Corta el rollo. Has visto a Tran. Sabes algo. Dímelo.

—Luke, suéltame.

Luke agarró más fuerte la muñeca de Soren, disfrutando la sensación de huesos que se desplazaban bajo su presión.

—Me haces daño, bastardo. Tran tenía razón.

—¿Sí? ¿En qué tenía razón?

—Eres un puto sádico majara.

—Seguramente. ¿Cuándo te otorgó Tran esa perla de sabiduría?

—La semana pasada. El mismo día en que me habló de su nuevo novio.

—¿Quién?

Soren guardó silencio. Luke aumentó su presión de nuevo, y después retorció.

Oh, Cristo… Luke, duele

—Dime el nombre.

—Jay Byrne.

Luke soltó la muñeca de Soren. Soren la separó de un tirón y le asestó un puñetazo en el hombro. Luke, protegido por su chaquetón de cuero, casi no lo notó. Trataba de situar el nombre, que le resultaba familiar de una manera vagamente ingrata.

—¿Jay Byrne? ¿Quién coño es ése? ¿No es algún ligón de jovencitos del Barrio Francés?

Soren asintió.

—Creo que es un cabrón. A Tran parece que le gusta bastante.

—¿Qué más sabes?

Nada aflojaba la lengua de un mariquita como un poco de violencia graduada. Soren desembuchó toda da historia, desde que había encontrado a Tran dormido en Jackson Square hasta que le había dejado en el hotel Colibrí. Si ya no se hospedaba allí, Soren suponía que estaría en casa de Jay. No, no conocía la dirección de Jay, pero sabía que era una residencia privada, sumamente protegida, en Royal Street, y había tenido ocasión de observar que los capiteles de la verja de hierro forjado tenían forma de piña.

—Muy bien —Luke trató de recobrar la calma—. Gracias por la información.

—Oh, de nada. No es que me hayas intimidado para que hable ni nada parecido.

—Siento haberte lastimado. Pero tú sabes que querías contármelo.

—¿Se me nota tanto?

—Sí.

—Entonces cómo no sabes…

—¿Qué?

—¿Me harías un favor? ¿Por haberte dado la información?

La voz de Soren era casi un susurro.

—Ven a casa conmigo.

Luke le miró incrédulo. No tenía idea de que atrajese a Soren. No tenía ni idea de que fuese atractivo para nadie en su estado actual: se sentía consumido, desmoronado, feísimo.

—Sé que no soy tu tipo —prosiguió Soren, cuando Luke no respondió—. Me refiero a que mi pelo natural es castaño, pero lo llevo teñido desde hace tanto tiempo que se me puede tomar por un ario. Joder, ni siquiera tengo un wok en casa.

Luke no pudo evitar una sonrisa. Soren se la devolvió con precaución, y luego extendió la mano y cogió la de Luke. Este vio que sus dedos habían dejado en la muñeca de Soren profundas marcas rojas. Las tocó suavemente, se llevó la mano de Soren a los labios, le besó los nudillos, la bola del pulgar, la yema de los dedos.

—Vamos —dijo.

La mano de Soren tembló al dar la vuelta a la llave. Luke supuso que habría sido un día horrible para el pobre muchacho. Un día horrible para todo el mundo, a decir verdad.

No hablaron mucho en el trayecto a Nueva Orleans, pero fue un viaje agradable, con la puesta de sol que les bañaba en una luz cálida mientras atravesaban el pantano. Luke se adormiló y despertó empalmado, pensando en Tran y recordando luego que Soren estaba a su lado. Se incorporó y miró por la ventanilla. Estaban aparcando junto a la casa de Soren en Bywater, un cochambroso vecindario bohemio entre el Faubourg Marigny y el Canal Industrial.

Soren empezó a besuquearle en cuanto estuvieron dentro de la casa.

—Hace tanto tiempo que nadie me toca —explicó, sin resuello—, y tengo muchas fantasías sobre ti, y nunca pensé que podría interesarte, y oh, Dios, Luke, qué cachondo me pones…

Era increíble cómo sucedían a veces estas cosas. Pero aun cuando le maravillaba la triste ironía del asunto, Luke exploraba con la lengua la boca de Soren y sus manos se encaminaban hacia el culo del joven.

El dormitorio era un espacio relajante de diversos tonos blancos y crudos. Cayeron sobre una enorme cama de plumas e hicieron el amor durante tres horas: al principio con curiosidad, después con ternura, luego apasionadamente. Luke había creído que lo que sabía de Tran y Jay le distraería demasiado para poder gozar. Le alegró equivocarse. Soren era un maestro de la pasividad calculada, invitando con mil coqueterías a que le forzaran, gritando su placer con frases obscenamente elegantes y largos chillidos roncos. Fue toda una fiesta, y Soren insistió en que tomaran precauciones, porque nadie conocía los efectos de una infección reiterada.

Al final la respiración de Soren se hizo más profunda y su cuerpo se relajó hacia el sueño. Luke se levantó de la cama y se fue en silencio al cuarto de estar, donde había un teléfono inalámbrico en el centro de una mesa de café inmaculada. Llamó a información, apuntó un número en el envés de la mano y volvió a marcar otro. Contestó una hosca voz masculina. Se oía en el trasfondo un estrépito de fiesta o de pelea ebria. Nadie llamado Tran estaba inscrito en el hotel Colibrí.

No le sorprendía que los padres de Tran hubieran expulsado a su primogénito. Era la consecuencia natural de haberles parasitado y de haberles mentido durante más de tres años. Como otros chicos orientales que Luke había conocido, Tran intentaba conciliar ambas cosas, aparentando una fachada de decencia ante los suyos mientras llevaba una vida exageradamente golfa y homosexual por su cuenta. No era la primera vez que Luke había visto que una situación así reventaba en la cara del interesado, ni la primera que él había contribuido a que explotara.

O bien Tran se alojaba en el hotel con un nombre falso o bien estaba con su nuevo novio. Una vez que la segunda posibilidad echó raíces en la mente de Luke, no volvió a pensar en la primera.

Se vistió y salió de la casa de Soren. Eran más de las diez, una hora muy poco adecuada para pasear solo por Bywater. Pero Luke llevaba su chaquetón de cuero, una navaja en la bota y una mirada feroz y vacía. Nadie le molestó. Y había un par de millas hasta el Barrio Francés, donde Jay y Tran aguardaban sin saberlo su llegada.