Jay estaba de pie ante la tabla de la carne, cortando salchichas francesas para un jambalaya[3]. Usaba el mismo cuchillo que había empleado con Fido, y su peso y el susurro de su filo le tranquilizaban. Todo lo demás en su universo era tumultuoso. No podía entender por qué lo amaba tanto.
Conocer a Andrew le había ensanchado de algún modo el espacio del mundo. Era como descubrir que tus fuegos y terrores más recónditos, las cosas que creías que nadie podía sondear, constituían de hecho los cimientos de una filosofía reconocida. Una parte de ti se sentía íntimamente invadida, amenazada; otra parte caía de rodillas y sollozaba de gratitud por haber cesado de estar sola.
Habían pasado el primer día en la cama, pero tuvieron escaso contacto sexual. Andrew afirmaba que su condición de seropositivo convertía en peligrosos sus fluidos corporales. A Jay no le importaba. Recordaba el sabor abrasivo de la corrida de Tran conforme se la tragaba, la apretura del culo de Tran alrededor del glande de su polla enfundada en un preservativo. No era como si nunca hubiese asumido el riesgo. Pero el sexo con Andrew parecía casi desprovisto de sentido, era algo en lo que pensar más adelante, cuando hubiera remitido el torrente de palabras.
Hablaban obsesivamente, inundados por sus conversaciones. Se bañaban en un conocimiento compartido. Ninguno de los dos había podido nunca hablar de sus pasiones. Andrew había tenido sus diarios, que Jay ojalá hubiera podido leer. Él no había tenido nada. Ahora no cesaban de comparar, exultar, maravillarse.
—¿Pero por qué te comías su carne? —había preguntado Andrew—. ¿Qué te reportaba eso?
—¿Nunca la has probado?
—Sólo la sangre. Y me gusta más verla que catarla.
—Sangre… —Jay hizo un ademán de indiferencia—. La sangre es el carburante. Está bien, pero no es la materia de la que están hechos.
—¿Quieres que se conviertan en parte de ti? ¿Es eso?
—Parcialmente —reconoció Jay—. Me llevó mucho tiempo sentir que persistían. Comía su carne, se transformaba en parte de la mía y volvía a estar solo. Pero al cabo de un tiempo empecé a notarles.
Andrew asintió. Sus ojos oscuros estaban reflexionando, pero su expresión daba a entender que comprendía. Por fin dijo:
—¿Hay alguna otra razón?
—Que tienen un sabor maravilloso —dijo Jay.
En los lánguidos días que siguieron abordaron el tema una y otra vez. Andrew se pasaba casi todo el tiempo deambulando por la casa, embelesado por todas las comodidades que para Jay eran cotidianas. Jay se lo encontraba en la biblioteca, hojeando folios grandes de arte y fotografía, leyendo fragmentos de novelas como un lector hambriento; o en el salón, revolviendo sin fin una colección de discos compactos; o en la habitación, sesteando indolente sobre sábanas de seda y almohadas mullidas. Era un hombre de gusto y cultura sublimes que se había visto sometido a inconcebibles privaciones, y su renacimiento despertaba en Jay una vitalidad extraña.
De noche cenaban fuera. Jay volvía a descubrir los grandes restaurantes locales y degustaba ricas invenciones con las que no había soñado durante años. Era embarazoso cenar en Broussards o en Nola con algún chico harapiento a quien planeaba matar más tarde y que invariablemente soltaba, con su chaqueta prestada, señalando la comida: «¿Qué es este mejunje?». Andrew sabía lo que estaba comiendo, y paladeaba cada bocado. Pero de vez en cuando su mirada se cruzaba con la de Jay, delante de un plato de pámpano en papillote, una cucharada de daube glacé o un suculento bocado de pez tambor sobre una tabla de cedro, y, esbozando su oscura sonrisa, le interrogaba otra vez sobre el sabor de la carne humana.
El arroz había hervido con cebollas, ajo, tomates y apio, y el jambalaya estaba casi listo. Jay añadió la salchicha, revuelta en un meneo de gambas peladas, agregó a la olla salsa Crystal, y lo puso todo a hervir a fuego lento mientras cargaba el lavavajillas. Cuando las gambas ya habían tenido tiempo de cocerse, sacó con un tenedor unos granos de arroz humeante. Tenía un sabor casi perfecto: sabroso y picante, oloroso a mariscos y cerdo ahumado. Pero pensó que podría añadir un poco más de sustancia. Un poco más de carne.
Abrió el frigorífico y sacó una bandeja envuelta en papel de celofán. Daba la impresión de que alguien lo había desenvuelto en parte y lo había vuelto a poner en seguida en su sitio. ¿Habría andado Andrew con la bandeja, con el propósito pero sin el valor de dar el primer mordisco?
Jay empezó a desmenuzar la carne con los dedos. Titubeó, aspiró el aroma a grasa que despedía la fuente y se metió un pedazo en la boca. Por debajo del sabor dulzón y fuerte había un regusto de putrefacción. Estaba todavía fresca, pero no tanto como para que Andrew la probara.
Sirvió la jambalaya como estaba. Andrew engullía con sus modales impecables de siempre y su voraz apetito. Jay comía sin prisas, absorto en la descripción que hacía Andrew de ciertos trasteros y callejones sin estrellas del Soho. Cuando hizo una pausa para dar un sorbo de cerveza fría, Jay le preguntó:
—¿Por qué no te atreves a probar un poco?
—¿Un poco de…? —dijo Andrew, enarcando las cejas.
—Tú sabes que eres curioso. Te vi lamerte los dedos el primer día en el cobertizo. Tragaste moléculas de un cuerpo humano. ¿Por qué no pruebas un pedazo entero?
—¿Y por qué no, en efecto? —Andrew se escanció lo que quedaba de la botella de cerveza y la depositó en el centro del charco formado por la condensación—. Lo he pensado todos los días desde que nos conocimos. También lo pensé antes. En Londres, mientras despedazaba los cuerpos para deshacerme de ellos, a veces reflexionaba sobre ese tabú definitivo. Me decía a mí mismo: Andrew Compton, les has chupado la boca y la polla frías, te has lamido de tus manos baldes de su sangre; has hervido la carne de sus cráneos y has usado el mismo puchero para hacer curry. ¿Por qué no fríes unos pocos trozos tiernos para ver a qué saben… tal vez con un rico huevo?
—¿Qué te detuvo?
—Supongo que tuve miedo. Una cosa era tenerlos a mi lado en la cama unas cuantas noches, pero me ponía nervioso la idea de despertar a solas en la oscuridad y sentir que los tenía todavía dentro, en mis mismas células. ¿Nunca te ha asustado eso?
Jay sonrió.
—Antes de conocerte, Andrew, eso era mi único consuelo.
Tras la exquisita cena de Jay, paseamos por las callejas residenciales del Barrio Francés, evitando los lugares concurridos y disfrutando de la quietud y la sombra. Las calles oscuras eran gratamente siniestras después del acogedor brillo dorado del comedor de Jay. El soplo de una brisa helada barrió susurrante el verdor de los jardines; un saxofón solitario gemía a lo lejos, en alguna parte. Por primera vez desde que abandoné Inglaterra, recordé que era noviembre.
Paramos en la Mano de Gloria a tomar una última copa. Por alguna razón el local estaba atestado esa noche de una joven clientela goda, resplandeciente en sus ropajes monocromos, los millares de texturas de pelo cardado, encaje rasgado, mallas y terciopelo arrugado, más fascinadores para el ojo que el color. Recordé a un chico que me llevé una vez a casa. Me había ofrecido complacientemente su garganta blanca, como si estuviera con un amante cuyo tacto hubiera aguardado años.
Cuando se lo conté a Jay, frunció el ceño, asombrado.
¿No quisiste alargar su sufrimiento? ¿No hubiera sido interesante ver si también lo aceptaba?
—Bueno, supongo que lo habría hecho. Pero ¿y si le estropeáis su experiencia de la muerte? Parecía que la había estado esperando toda su vida.
—Al principio siempre tienen miedo. Los que nunca han sufrido un dolor terrible empiezan más tranquilos, porque no tienen noción de lo que puede doler. Se quedan atónitos cuando descubren hasta qué punto puede sufrir su cuerpo. Cuando se dan cuenta de que la cosa no va a terminar rápidamente, se derrumban bajo el peso de su propio miedo. Los que han conocido el dolor están aterrados desde el principio. Pero en ambos casos… —Jay buscaba palabras para expresar algo que le había intrigado durante mucho tiempo—. Después de haberles trabajado un rato, después de que han suplicado, chillado, vomitado y comprendido que no va a servirles de nada, entran en una especie de éxtasis. La carne se les convierte en arcilla. Tus labios les rajan las vísceras. Surge una colaboración.
¿Pero con eso no estarán intentando acabar cuanto antes?
—No lo sé —dijo Jay, con los ojos ensoñados—. Creo que en cuanto el cuerpo entiende que definitiva e irrevocablemente va a morir en tus manos, empieza a trabajar contigo. Puedes estar estrangulando a un chico, o cortándole o quemándole, o puedes estar clavándole los dedos en las tripas, pero en un momento dado no sólo cesa de resistir, sino que te sigue el ritmo.
Buscó mi mano a través de la mesa; era la clase de bar donde se podía hacer. Jay tenía húmedos los dedos que habían asido la botella de cerveza, ligeramente huesudos y muy fuertes.
—Así que has entablado una colaboración profunda —prosiguió—. El chico te lo ha entregado todo: su miedo, su agonía, su vida. ¿Qué hacías entonces?
Me sumí en evocaciones placenteras.
—Lavaba el cuerpo, enjuagaba los fluidos de la muerte: la sangre, la orina, la saliva. Lo dejaba en un baño frío hasta que las heridas coagulaban. Luego lo empolvaba, y el talco realzaba la palidez hasta un tono casi azul. Nos acostábamos juntos. Me dormía abrazándole, acariciándole.
—¿Y al día siguiente?
—No me gustaba la rigidez del rigor mortis que se desarrolla luego. A veces esperaba a que pasase y los guardaba un par de días más. Lo más frecuente era que empezaban a oler y a mancharme la cama, y tenía que deshacerme de ellos.
—Sesiones de una, dos noches —dijo Jay, desdeñoso—. Se puede prolongar la fiesta y evitar la descomposición. Pero al final el proceso va más rápido que tú. ¿Por qué no saborearlos de todas las maneras posibles? Mientras tú les limpiabas y les empolvabas, yo estaría disfrutando del primero de varios suculentos festines.
—Dime otra vez cómo los preparas.
—¿En general o con pelos y señales?
—Con todos los detalles y al dedillo, por supuesto.
Jay me devolvió la sonrisa, levemente burlona: mi obsesiva ambivalencia sobre el asunto le divertía. Luego empezó a hablar, y sus ojos se entornaban y se oscurecían de deleite mientras describía sus proezas culinarias.
—Los corto en cachos menudos y despego la carne de los huesos. Al principio era una auténtica chapuza, pero fui mejorando con el tiempo. Ahora mis cortes tienen mejor aspecto que los que hacen en la carnicería Schwegmann. Los envuelvo en plástico. Guardo algunos órganos: el hígado si no lo he estropeado al agarrarlo, y el corazón, que es muy duro pero tiene un sabor intenso y amargo. Una vez intenté hacer una sopa con los huesos, pero sabía asquerosa. La grasa humana es demasiado rancia para comerla. Normalmente ablando la carne y la cuezo o la frío con algo de condimento. Cada parte del cuerpo tiene un gusto especial, y cada cuerpo sabe sutilmente distinto.
—Desde luego. Las vidas humanas son mucho más variadas que las de los cerdos o las del ganado.
Jay sonrió.
—Exactamente. Tienes instinto para esto.
—Hola, Jay.
Alzamos la mirada, con un sobresalto que nos interrumpió el ensueño. Una silueta de piel melosa y cabello lustroso se había destacado de entre la gente teñida de un tono mate pálido. De natural más delgado que la mayoría de sus compatriotas vestidos de negro, él también llevaba adornos de plata en las orejas y círculos oscuros de maquillaje alrededor de los ojos, que eran orientales como lascas de obsidiana, prematuramente hastiados para su edad. El resto de su cara era joven, muy joven.
Yo veía las posibilidades de la situación centelleando en la cabeza de Jay. Puso una mirada inexpresiva de póquer, pero no logró engañarme. Fuera quien fuese aquel muchachito, era evidente que conocía a Jay y que le gustaba. Lo cual puso a Jay en el atolladero de tener que preguntarse: a). Si me presentaba a su amigo, ¿estaría yo celoso?; b) ¿estaría también celoso su amigo y (diría algo para darme más celos?; y c) ¿pondría en peligro mi anonimato presentándonos?
Yo disfrutaba casi viendo a Jay titubear, pero sólo porque obtenía nuevos datos sobre cada faceta de su carácter, y hasta aquel momento no le había visto verdaderamente incómodo. Pero no podía prolongarle el sufrimiento.
—Buenas noches —dije, con mi voz más suave, dando un golpecito a Jay en la pierna por debajo de la mesa—. Soy el primo de Jay, Arthur. Estoy en Nueva Orleans de vacaciones.
—Uh, qué hay. Yo me llamo Tran.
Cuando el chico estrechó mi mano tendida, un sobresalto se le pintó en la cara, porque mis dedos habían avanzado para ceñirle brevemente la muñeca.
—¿Eres de Londres? —preguntó, reponiéndose.
—Acertaste.
—¿Vives cerca de Whitechapel?
—No, realmente. Kensington. (Lo cual era mentira; no he vivido nunca en una zona chic. La gente prestaba mucha atención a sus vecinos en los barrios elegantes. Claro que al final hasta mis vecinos de Brixton se vieron obligados a quejarse). ¿Por qué lo preguntas?
—Oh, ya sabes… —Se encogió de hombros, un ademán que la ligereza de sus hombros volvía encantador—. He leído cosas sobre Jack el Destripador.
—¿Ah, sí? ¿Sabías que trazó la forma de una cruz con los sitios donde mataba? —Tran movió la cabeza, y yo proseguí—. Si marcas esos sitios en un mapa de Londres, verás que todos, menos el último, forman una cruz bastante clara. Las posibilidades de que fuera accidental son escasísimas.
—¿Y por qué todos menos el último? —intervino Jay.
—Porque allí se acojonó —dijo Tran—. Descuartizó a la chica y le sacó todas las vísceras. Tendría que estar empapado de sangre, pero nadie le vio salir del edificio.
—Fue el único asesinato que hizo en un interior —puntualicé. Jay me miró—. Perdona. Sueles enterarte de estas cosas si vives en Londres.
—Yo creo que es interesante. —Tran se sentó al lado de Jay, que parecía cada vez más afligido—. Me gusta leer cosas sobre asesinos. Pensar en cómo trabaja su cerebro.
Yo le sonreí desde el otro lado de la mesa.
—¿Alguna teoría al respecto?
Jay dio un golpe con su vaso de cerveza contra el tablero de la mesa.
—Oye, me encantaría quedarme aquí sentado charlando sobre pervertidos toda la noche, pero tenemos que irnos. Creo que he dejado la cafetera encendida después de la cena.
No la has dejado, pensé. Si Jay quería alejarme de un chico tan guapo y complaciente, sin duda tendría sus motivos. Pero levantarme e irme era la última cosa que me apetecía. Ya le había echado un buen vistazo al chico y estaba claro que pedía a gritos que le hiciéramos caso.
—Oh, no os retengo. Andaba por aquí buscando a unos clientes. Midnight Sun toca más tarde, y toda esta gente, ya sabes… —Tran se llevó el índice a la lengua—. ¿Necesitas algo, Jay?
—No.
—Bueno… hasta luego. Qué pena que no podáis quedaros al concierto.
—¿Son muy buenos? —pregunté.
—Me encantan. Voy a emborracharme y a bailar y volveré a gatas al Colibrí al alba.
—Hasta allí el trayecto es largo y solitario, ¿no?
Tran se encogió de hombros.
—Es barato. No piden documentos. Me he inscrito con el nombre de Frank Booth. ¿Y quién sabe? A lo mejor no estoy tan solo. A lo mejor esta noche encuentro a un extranjero misterioso. Lanzó a Jay una larga y nostálgica mirada.
—Ten cuidado —le dije—. Nunca se sabe quién anda por ahí suelto, ¿verdad, Jay?
Jay sólo pudo menear la cabeza.
—Procuraré. Encantado de conocerte, Arthur. ¿Te veré por el Barrio?
—Espero que sí —contesté.
Cruzamos Jackson Square de camino hacia un supermercado antes de volver a casa. Una luna nacarada y gibosa brillaba en lo alto del cielo púrpura. La aguja de la catedral ascendía ornada de encajes, como un sepulcro local, y apuñalaba las venas de las nubes. Abajo, sobre el empedrado, el conciliábulo de noctámbulos bebía, cantaba, parloteaba o simplemente dormía en la plaza.
—Tenemos que cogerle —dije, con absoluta confianza—, y le vamos a coger.
Jay movió la cabeza violentamente.
—Te he dicho que es imposible. Es un chico de aquí.
—Da lo mismo. Lo quiero. Quiero comérmelo, Jay.
—Andrew…
—Es la víctima ideal.
—No lo es. Es la peor víctima posible.
—Desde un punto de vista práctico, quizás. Pero en los detalles prácticos pierdes de vista el destino. Ese chico es para nosotros, Jay; y lo tendremos.
—Rotundamente no.
Atravesamos el callejón que apestaba a orina a lo largo de un muro de la catedral y salimos cerca de A&P en Royal Street. Sujeté la puerta para que Jay entrara. Cogió de un montón una cesta de plástico y recorrió los pasillos eligiendo mostaza, alcaparras, una especie de salsa picante que nunca había probado. Yo le seguía en silencio, sonriendo para mis adentros, esperando mi hora. Jay no compraba comida, sino sólo condimentos. Sabía que podría convencerle de que viera las cosas a mi modo.
La cajera levantó un tarro lleno de una sustancia viscosa y rojiza, con pedazos dentro.
—¿Qué es esto?
—Salsa Chutney —le dijo Jay.
—¿Qué se hace con ella?
Jay curvó la boca en una media sonrisa.
—Se sirve con carne.
¡Cuánto le amé en aquel momento! La profundidad desalmada de sus ojos, la lisura despeinada de su pelo rubio sobre su cuello pálido, los secretos carniceros que ocultaba su noble bóveda craneana. Yo era más listo que Jay; aunque no carecía de inteligencia, su esfera de percepción era la más estrecha que había conocido nunca. Estaba tan hondamente enfrascado en su mundo de torturas y delicadezas que le costaba trabajo concentrarse en algo que no perteneciera a ese universo. Esto le volvía un poco efímero, como un espíritu situado en un plano terrenal, repitiendo una acción continuamente, como un obseso, tratando de hacerla bien. En mi vida anterior yo siempre había sabido procurarme mi sustento y subsistencia, aunque a veces por los pelos. No me imaginaba a Jay trabajando para ganarse la vida. Sí, yo era más versado en los asuntos del mundo diurno. Pero sabía que en aquel momento Jay era el animal supremo de la noche.
Fuera del supermercado, Jay se detuvo a comprarle un periódico a un vendedor lisiado. En el chaflán de St. Peter y Royal Street hormigueaban distintas variedades de la vida nocturna del Barrio Francés. Al otro lado de la calle actuaba un coro de negros, voces oscuras resonando al unísono. Un hombre con un chaquetón sucio y raído del ejército y una babeante barba gris amonestaba al aire que tenía delante. Un policía de aspecto aburrido aparcó su vespa.
Jay y yo descendíamos por Royal Street. No habíamos recorrido una manzana cuando una mano flaca y con las uñas sucias salió de la oscuridad en la entrada de un callejón.
—¿Tenéis algo suelto, tíos?
Nos volvimos para ver al chico acuclillado contra la verja de hierro que separaba el callejón de la calle. Greñas de una larga melena pelirroja colgaban sobre una cara que antaño podría haber tenido huesos fuertes, pero que ahora presentaba un aspecto hueco y consumido por la inanición. Los ojos eran el rasgo más impresionante, con aquellos iris de un azul hielo cercados por un fino círculo negro. El chico no llevaba chaqueta, aunque la noche era fresca y húmeda, y vi que la cara interna de sus antebrazos estaba marcada por una mezcla de cortes de navaja y pinchazos de aguja, algunos cicatrizados y otros tan recientes que todavía supuraban.
—Sí, creo que tengo algo suelto.
Jay se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete nuevecito. Las pupilas del chico se dilataron al ver los cinco dólares, pero no extendió la mano hasta que Jay le acercó el billete. Una mano mugrienta se elevó y se apartó el mechón de la cara mientras guardaba el billete dentro del zapato. No sonrió, pero nos dirigió una mirada grave y larga que expresaba su agradecimiento. Jay y yo cambiamos una mirada y tomamos una decisión.
—¿Te apetecería ganarte algún dinero? —le preguntó Jay.
—¿De qué se trata?
—Vivimos justo al final de la calle. Si te vienes con nosotros a pasar un rato podrías darte una ducha, comer algo…
—¿Y del dinero qué?
Habló rápidamente, más bien vidriosamente, e intuí que la droga hablaba por él. Sabía un par de cosas sobre los yonquis callejeros; harían cualquier cosa por dinero en metálico, pero siempre querían saber cuánto iban a sacar.
—Bueno… —Jay fingió que lo pensaba—. Podría darte uno de cien por la noche.
Vi un destello de júbilo en los ojos del chico, pero sólo dijo:
—No está mal. Pero antes tengo que ver a un amigo.
La irritación dibujó un pliegue en la frente de Jay.
—No queremos esperar mientras tú trapicheas. Escucha, tengo un poco de morfina en casa, de una herida en la espalda que me hice hace unos meses. ¿Te va bien?
—¿Morfina? —El chico se sentó más tieso—. ¿Qué clase de morfina?
Jay se encogió de hombros.
—Pastillas de medio gramo. No tomé muchas. Creo que deben quedar unas diez o doce.
—Sí, es un apaño —dijo. Se puso de pie lentamente y se echó al hombro una mochila sucia. Era más alto de lo que yo esperaba, pero lastimosamente flaco, y no parecía haber carne en aquellos huesos escuetos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Me llaman Birdy.
—¿Quién?
—Los mariconazos que tienen algún motivo para hablarme.
No era la manera habitual de que un chapero te echara los tejos; pero advertí que Jay apreciaba la ironía de la respuesta. Yo también.
Una vez en la casa, Jay pulsó una serie de números en el tablero de su sistema de seguridad y abrió el cerrojo de la verja. Automáticamente, sensores de movimiento bañaron el patio en una luz tenue. Birdy entró dubitativo, como si supiera que se encaminaba hacia la muerte pero no le importara demasiado. Deshilachado, enredado, el cabello pelirrojo le caía hasta la mitad de la espalda. Pensé en lo hermoso que habría sido en un universo paralelo. Luego volví a contemplar su belleza en este mundo.
Treinta minutos más tarde, yo estaba tumbado en un costado de la cama mirando la cara inconsciente de Birdy. Jay tenía realmente algo de morfina para una antigua herida que dijo que se había hecho desplazando el gran frigorífico en el cobertizo de los esclavos. Habíamos observado a Birdy mientras la calentaba y se la chutaba en vena con su propia aguja, y nuestra respiración se aceleró al unísono al ver la sangre aflorar en la solución clara. En cuanto sus ojos helados se cerraron, palpitantes, Jay extendió los brazos de Birdy y le esposó las delgadas muñecas a los postes de la cama. El chico musitó una débil e incoherente protesta. Yo le desabroché la bragueta y le bajé los pantalones.
En seguida lo tuvimos desnudo, con las piernas sujetas en los tobillos por correas forradas de piel de borrego, lo que se me hizo oscuramente cómico. Le besé los pezones, las costillas, el estómago cóncavo. Cuando empecé a chuparle la polla, se puso dura al instante y permaneció erecta, una cualidad que siempre me había gustado en mis jóvenes yonquis. Tenía un sabor sudoroso e intenso, no un gusto limpio, pero intensamente humano.
—Me encantan los heroinómanos —susurró Jay—. Siempre que sean jóvenes y no demasiado enganchados, su carne sabe un poco a jengibre.
—¿Y el riesgo?
—¿Sida? Si me toca, lo acepto de buena gana. Quizá ya lo tengo. Bienvenido sea.
Jay se inclinó sobre el cuerpo de Birdy, tendido de bruces, y me besó, agarrándome la nuca e introduciendo su lengua hasta el fondo de mi boca. Me extrañó su actitud, pero no podía objetar nada; al fin y al cabo, no me había sentido mejor en toda mi vida.
Birdy gimió. Le miramos. Sus párpados aletearon; se pasó la lengua por sus labios secos. Sorbió agradecido del cuello de la botella cuando le ofrecí un trago de la petaca de ron que había encima de la mesilla de noche.
—Métesela en la garganta —sugirió Jay—. Luego podemos romperla.
No le hice caso, y deslicé el brazo debajo de los hombros flacos, acunando el cuerpo magro. Noté los labios de Jay rozándome la coronilla, en un beso breve y cariñoso; después su peso abandonó la cama. Apenas me di cuenta, enfrascado en los olores y texturas del cuerpo de Birdy, que ahora había perdido el control por completo y al que podía manipular a mi antojo.
Aunque se debía más a drogas duras que al deseo sexual, la pasividad de Birdy me inspiró nostalgia. Les ruego que recuerden que los dos últimos hombres que había matado, el joven doctor Waring y el pobre Sam, se habían resistido, heridos y sangrando, y luchado por su vida. (Me negué a incluir en esta lista al doctor Drummond: no era la clase de hombre a quien hubiera elegido matar, y su muerte había sido insípidamente fácil). Ahora tenía en mis manos a un chico desaliñado y hermoso, que aguardaba inmovilizado mi cuchillo. Me trajo recuerdos, sí.
Se remontaban hasta la primera vez. Tenía diecisiete años, era tímido y mi cara estaba llena de espinillas, pero había conseguido infiltrarme en los márgenes de una comunidad punk rebosante de testosterona y rebeldía. Otro chico y yo entramos en un edificio de oficinas en ruinas; no recuerdo que se suponía que buscábamos. Él dijo que haría lo que yo quisiera, y le ordené que se pusiera de rodillas. Cuando lo hizo, le golpeé con un ladrillo y arrastré su cuerpo inconsciente hasta izarlo encima de un escritorio olvidado. No me importó vomitar, un poco más tarde, sobre la mesa polvorienta. El cuerpo ya había rezumado un buen chorro de esperma y de sangre, y los flujos calientes se mezclaron sobre el cristal del escritorio. Me froté las manos con ellos, y me acaricié con ellas el pecho y el vientre hasta la juntura untuosa donde mi polla topaba con el agujero del culo. Aunque más o menos ya le había matado, no consideré la posibilidad de que fuese lo bastante artero de matarme a su vez, al cabo de meses o años futuros, en la luz más cruda de otro decenio. Corría 1977, Sid Vicious todavía estaba vivo y nadie tenía horror de los fluidos corporales. El vómito era uno de los flujos menos apreciados, pero después de haber observado a nuestros míseros héroes rajarse las venas, expulsar mucus por los orificios nasales y vaciar en escena el contenido de su estómago, poco nos podía trastornar el inocuo reguero de bilis que exudaba la boca de un amante. En definitiva, los músicos vomitaban en escena para mostrar su desprecio por nosotros, su público. Y el desprecio era sin duda una expresión de amor.
Ahora Jay, que había vuelto silenciosamente al dormitorio, me acarició toda la longitud de mi columna y me depositó en la mano algo suave y frío. Levanté la cabeza del pecho del chico. Jay acababa de entregarme un cuchillo de caza, un objeto lustroso, con mango de hueso y hoja dentada de unos veinte centímetros de largo.
—Era de mi tío bisabuelo —dijo.
—Te quiero, Jay.
—No puedo decir lo mismo. Si te amara no creo que ninguno de los dos siguiera vivo. Pero te conozco, Andrew, y es algo que nunca he dicho a nadie.
—Yo también te conozco.
Noté que temblaba.
—Adelante. Hazlo como quieras, pero hazlo ya. Quiero verle morir.
Coloqué la punta del cuchillo contra la garganta de Birdy, justo en la uve de su clavícula. Estaba tan afilado que bastaba apretar un poco para perforar la piel. Brotó una gota de sangre, muy oscura contra la piel blanca como pergamino, rodó sobre el borde del hueso y manchó el pectoral izquierdo de Birdy.
Siempre me río de los escritores que emplean la frase Algo restalló en su fuero interno como preludio de violencia. La única vez que sentí romperse algo en mi interior fue el día en que decidí abandonar la cárcel, un vivo alivio inmediato como la rotura de una goma que había oprimido mi corazón durante años. Pero cuando vi aquella primera gota de sangre —siempre que veo la primera gota— algo se me derritió dentro. Como un muro de tierra que se desmorona y se disuelve bajo una lluvia recia, como una capa de hielo que se resquebraja y libera un río.
El cuchillo separó la piel del músculo, patinó sobre el esternón. Cuando alcanzó el hueco de las costillas se hundió profundamente en la carne. No hubo resistencia ni signos de sufrimiento; Birdy yacía inmóvil, sujeto por sus ataduras, y me dejó abrirle como a un paquete navideño. Mientras apartaba su erección con la mano, noté que el cuchillo rascaba contra su hueso púbico. Durante un largo momento su torso permaneció intacto, bisectado desde el cuello a la entrepierna por una estrecha cinta roja. Luego la herida reventó de golpe y su contenido se vertió hacia afuera, una cornucopia de fluidos raros y fétidos tesoros escarlata…
Un sepulcro de dolencias.
El tiempo avanzó reptando mientras mirábamos la cavidad abierta. No me animaba a tocarla. Por fin Jay metió las manos en el boquete y separó los bordes, ofreciendo una visión más nítida de los pastosos nódulos y rizos de tejido que brotaban de los órganos de Birdy, de su misma carne. Aquellas cosas estaban por todas partes, siniestras como champiñones, obscenamente blancas contra los rojos y los rosas brillantes de sus interioridades.
—¿Qué es esto? —pregunté por fin—. ¿Una especie de cáncer?
—Algo venenoso… de las drogas… el aire… o el agua —Jay acarició uno de los nódulos pálidos y se olió los dedos, que estaban untados de una sangre fina y una sustancia de aspecto grasiento—. No podemos comer esto.
Respiré hondo varias veces, tratando de reponerme. Me había conectado con mi veta asesina, sintonizado con la intensidad del crimen. Y ahora me asustaba cobrar la recompensa. Me sentí como un hombre hambriento a quien conducen ante una mesa exquisitamente puesta, estimulado por los aromas suculentos de la cocina, y a quien informan luego (justo en el momento en que le ponen delante el primer manjar humeante) de que el cocinero ha rociado el banquete de herbicida.
Jay estaba arrodillado sobre mí, con las manos, el pecho desnudo y su pelo claro veteados de sangre. Un aspecto delicioso. Extendí la mano y le derribé, y forcejeamos sobre la humedad de la mancha esparcida. Me arañó las nalgas, rastrilló con sus uñas mi espalda, marcándome la piel con sus propios propósitos. Los arañazos ardían como mojados con ácido. Le alcé hacia mí y rodé encima de él, le inmovilicé los brazos y le clavé los dientes en los bíceps. Su piel sabía a sudor y a sangre de chico. Retorciéndose debajo, logró asirme un mechón de pelo y tiró de él hasta que las raíces rechinaron. Sin ser del todo consciente de lo que estaba haciendo —había sometido a tantos chicos de aquel mismo modo—, le asesté un rápido y seco gancho en la barbilla.
La cabeza de Jay giró inerte sobre el cuello. Cayó de espaldas sobre la cama, con los ojos en blanco. Vi sangre en sus labios y en sus dientes, pero no pude decir si era la suya o la de nuestro invitado. Le levanté los párpados, me aseguré de que sus dos pupilas eran del mismo tamaño y comprobé su pulso y su respiración. Sólo le había noqueado. Rápidamente solté las esposas de las muñecas de Birdy y las cerré sobre las de Jay. No me molesté en ponerle las correas de los tobillos. No me importaba que patalease un poco.
Le volteé, acaricié la pelusa dorada de la cara trasera de sus muslos. Cuando le separé las nalgas y recorrí con un dedo la hendidura, emitió un tenue sonido de protesta. Vacilé, luego me encorvé para alcanzar el condón y el tubo de lubricante que sabía que encontraría en el cajón de la mesilla. En cuestión de segundos tenía la polla enhiesta enfundada en la goma y bien engrasada. Agarré a Jay por las caderas y le levanté, le tanteé el culo y penetré en el calor estanco de su intestino delgado.
El sobresalto de la invasión le puso rígido, lo que hizo que tensara y contrajera los músculos internos. Gimió contra la almohada, con un sonido indefenso y furioso. Le mordí fuerte la nuca, una de mis acciones predilectas desde que vi a una leona hacerlo con su presa en un documental sobre la naturaleza. Presioné al mismo tiempo la punta de mi polla contra su próstata y me mecí suavemente. Jay, a su pesar, comenzaba a fundirse a mí alrededor.
—No pasa nada —le dije al oído—. Soy yo dentro de ti, soy Andrew. Soy el que sabía defenderse, ¿te acuerdas? Necesitas tenerme dentro. Así podrás tenerme para siempre.
Jay murmuró algo contra la almohada.
—¿Qué?
Levantó la cabeza y su voz fue clara:
—Entonces quítate la goma.
Paré de follarle. Al mirar por encima de su hombro, vi lágrimas en su cara.
—Lo digo en serio. Si vas a violarme, hazlo bien. Que cada célula de mi cuerpo te pertenezca.
Se cruzó nuestra mirada y algo fluyó entre nosotros, algo que cambiaba aquel acto de violación en un acto de amor, más íntimo de lo que había sido matar a Birdy. Salí de Jay, me quité el condón y apliqué más lubricante a mi polla empinada. El culo de Jay se me abrió gustoso mientras yo lo penetraba, desnudo como el día en que nací. Nos movimos juntos como si lo hubiéramos hecho mil veces, nos corrimos a la vez como si el ritmo de nuestros cuerpos estuviese perfectamente sincronizado. Mientras yo inyectaba un veneno nacarado en lo profundo de las vísceras de Jay, él me mordía los dedos con bastante fuerza para hacerme sangrar.
—¿Tienes hambre? —pregunté—. ¿Quién decide el próximo que nos comemos, eh, Jay?
—Tú —susurró en la palma de mi mano.
Le acuné, le mimé. Estaba todavía vivo y le respetaba infinitamente, porque ahora había admitido lo que ambos sabíamos que era la verdad.
Jay era, en efecto, el espléndido animal joven de la noche.
Pero yo le había domado justo lo suficiente para demostrar quién era el amo.