10

Luke le sujetaba fuerte, mirándole a la cara y follándole muy dentro. Tran estaba de espaldas, con las piernas anilladas alrededor de la cintura de Luke. Los dos tenían la piel irisada de sudor; los músculos tensos como cuerdas de violín, los cuerpos enteramente sincronizados. «¿Te gusta, baby?». Luke gemía algunas veces mientras empujaba hasta el fondo, y Trán sólo acertaba a asentir jadeando mientras su amante le empalaba deliciosamente, una vez y otra y otra…

—¡Eh, Tran! ¡Tran! ¿Estás bien?

Se volvió, apartando los ojos de la luz, y sepultó la cara en algo blando. Quería seguir soñando. Sabía que había un montón de razones para no despertar, pero la sensación del cuerpo de Luke encima del suyo le ayudaba a olvidarlas casi todas.

—Vamos, despierta. No deberías dormir aquí. Algún vagabundo tiñoso podría desplumarte.

Tran recordó nebulosamente los quinientos dólares plegados dentro de sus zapatillas de deporte. Notaba el picor del fajo de billetes a través del calcetín, todavía a salvo, pero no quería pensar en ellos. Le recordaban a su padre, su fracaso total con Jay, su coche lleno de pertenencias aparcado en Jax Brewery, su falta de un cobijo básico. Todo lo cual le expulsaba del endeble nirvana de la polla de Luke metida en su culo.

Abrió los ojos y, sorprendido, vio a Soren Carruthers, un chico que conocía de una manera vagamente amistosa de clubs, cafés y fiestas. Detrás de la cabeza de Soren se perfilaban las agujas blancas de la catedral de San Luis. Al parecer se había quedado dormido en un banco de Jackson Square. En el estado en que había salido de la casa de Jay, Tran consideró que había tenido suerte por haber llegado hasta aquel banco.

Se las había arreglado para descansar la cabeza en el regazo de Soren, y Soren la acunaba, alisaba suavemente hacia atrás el cabello de Tran con su mano delgada. Era tan agradable que le tocaran de una manera amable y no sexual que los ojos de Tran se le llenaron de lágrimas. Recordó su estallido emocional en la casa de Jay la noche anterior. Algo en su fuero interno repudió el recuerdo, y no lloró.

Afianzó un brazo sobre el respaldo del banco y se incorporó hasta quedarse sentado. Se pasó las manos por los ojos y el pelo y miró tímidamente de reojo a Soren.

—No te molestes en avergonzarte —dijo Soren—. Una vez dormí tres noches aquí.

—¿De veras?

Tran no se imaginaba a Soren viviendo en la calle, sin espejos, espuma de baño ni champú perfumado. Soren parecía la clase de persona para cuya supervivencia era indispensable el lujo. Pero por lo visto había una capa oculta bajo su superficie bruñida. Tran comprendió que apenas conocía a aquel joven tranquilo, que en realidad no se había tomado la molestia de conocerle. Había pasado tanto tiempo con Luke que la mayoría de sus otras amistades estaban en ruinas o agonizaban de un vacío terminal.

—De veras —dijo Soren—. He vivido más o menos por mi cuenta desde los dieciséis años. Mi familia me pasa una bonita suma para mantenerme lejos y que no tengamos trato. El año pasado mi abuelo me ofreció un cuarto de millón de dólares para que me fuese de Nueva Orleans para siempre, pero yo no quise. Tengo cosas que hacer en esta ciudad.

¿Cómo qué?, quiso preguntarle Tran, pero se abstuvo.

—De todas formas, ¿qué haces aquí ? ¿Te han echado de casa?

—Para empezar. ¿Cómo lo has adivinado?

Soren puso los ojos en blanco.

—Hombre, sólo conozco a unos veinte mariquitas a los que les ha pasado. Te repondrás. Si no respetan tu identidad elemental hasta el extremo de echarte de casa, de todas formas te estaban haciendo daño.

—Son vietnamitas. No entienden que se pueda ser gay.

—¡Chorradas! Los maricas existen en todas las culturas del mundo. Lo que pasa es que casi todas intentan barrerlos debajo de la alfombra. Estate seguro de que hay vietnamitas gay. Tú eres uno de ellos.

—Soy americano.

—Hay maricas en Vietnam. Puede que el gobierno se los quiera cargar para ocultarlos, pero eso no significa que no existan.

—No creo que el gobierno vietnamita quiera hacer una vendetta especial contra los homos —dijo Tran, con la esperanza de zanjar el tema. Le intrigaba el cuándo y el porqué Soren se había vuelto tan cripto místico político.

—Bueno, ¿quieres que vayamos a tomar una taza de café y charlemos?

Tran tuvo retortijones sólo de pensarlo. Ya había ingerido estimulantes para un buen rato.

—Cualquier cosa menos café.

—¿Qué te apetece?

Tran lo pensó y se dio cuenta de que no había comido nada desde el bocadillo de fiambre en casa de Jay la víspera.

—Lo que de verdad me apetecería es algo de comida vietnamita.

—Estupendo. Vamos.

Soren le ayudó a levantarse del banco. Tran conservaba trazas de una erección onírica, pero por suerte el faldón de la camisa era lo bastante holgado para ocultarla.

No estaba dispuesto a volver a Versalles, donde con toda seguridad le vería alguien conocido en cualquiera de los restaurantes, y la noticia llegaría a oídos de su familia antes del anochecer. No había pensado mucho en sus familiares desde que se presentó en casa de Jay. Ahora sus sentimientos hacia ellos comenzaban a cristalizar en una terca cólera. Si su padre no se arrepentía de haberle expulsado, y si era posible lavarles el cerebro a su madre y hermanos para que le despreciaran, de la misma manera Tran podía darlos por muertos.

Cruzaron en coche el río por el puente llamado Crescent City Connection, después del meandro del Mississippi que traza una media luna alrededor de la ciudad. Versalles estaba poblado de norvietnamitas, pero en este otro barrio había una vasta comunidad sudvietnamita. Acabaron en un cafetín oscuro, encajado entre una bolera y un motel barato. Palillos de incienso ardían en un diminuto altar budista debajo de la caja registradora. Soren tomó un curry verde sazonado con albahaca y leche de coco. Era un plato oriental de influencia india, y aunque a Tran le gustaban los sabrosos pedazos de pollo y boniatos hervidos en una rica salsa esmeralda, el sabor le resultaba extraño.

Su almuerzo fue más familiar: phó bó ha nói, un cuenco enorme de caldo claro y picante, lleno de hilachas de carne tierna, tripas de vaca correosas y puñados de blandos fideos de arroz. Se servían con una fuente de verduras frescas, gajos de lima y chiles rojos muy picantes como condimento. Le sorprendió ver este plato en el menú, porque era la sopa de marca de Hanoi, la capital del norte. Pero supuso que los vietnamitas la tomaban en todas partes.

Este descubrimiento le indujo a pensar en lo insula que había sido la vida en su comunidad. Había crecido ignorándolo todo acerca de la vida de los otros vietnamitas y poco sobre la vida de los americanos, salvo lo que espigaba en la escuela. Los habitantes de Versalles vivían como lo harían en un pueblo mediano de su patria; se aventuraban en la ciudad cuando tenían que hacerlo, pero comían, trabajaban y amaban entre ellos. Y castigaban a los hijos que querían evadirse de su medio.

Tran y Soren hablaron de lo que significaba irse de casa, de que a veces no podías irte hasta que no tenías más remedio, aunque supieras que lo necesitabas vitalmente; de que no querías volver hasta que una minúscula imagen fortuita afloraba en tu recuerdo. La jarra de agua en la nevera, los limones amarillos pintados sobre el fresco cristal verde; el tocador antiguo de tu madre; la peligrosa arqueología de tu propio ropero. Para Tran era el revoltijo del cuarto de baño familiar, el desorden doméstico en que había pensado cuando lo comparó con la amplitud aséptica del retrete de Jay. Sufrió un escalofrío al recordar que se había masturbado allí y al recordar la bolsa llena de cabellos multicolores.

Soren parecía comprender la gama y la hondura de las emociones que se podían sentir hacia una familia que esencialmente te había denegado tu pertenencia a ella. Para cuando retiraron los platos de la mesa, Tran pensó que habían forjado un frágil lazo de amistad. Hacía mucho tiempo que no tenía un amigo que no quisiera follárselo o arramblarle un ácido; no estaba seguro de haber conocido a un solo blanco que no quisiera hacerle una o ambas cosas. A mediados del postre —café fuerte con leche condensada para Soren, un batido de frutas para Tran— se sintió lo bastante a gusto para preguntarle:

—¿Has visto últimamente a Luke Ransom?

Algo cruzó la bruma gris de los ojos de Soren, un velo de cautela o de compasión. Tran no se hizo idea de qué podría tratarse. Luke y Soren se conocían apenas cuando Tran había aparecido en escena, y Soren parecía ser el tipo de chico por el que Luke podía llegar a sentir odio.

—No. No últimamente.

Soren parecía a apunto de decir algo más, pero se calló.

Tran se movía en su asiento, jugaba con el servilletero de metal, las botellas de salsa de pescado, el vinagre y la salsa de pimienta sriracha que era un producto infaltable en cualquier restaurante vietnamita en que hubiese estado. Soren sabía algo de Luke. Quizá tan sólo que había dado positivo, quizá algo más. Finalmente no pudo aguantar. «¿Qué?».

—Nada. Sólo que la última vez que vi a Luke estaba realmente hecho polvo por tu culpa. Tran se encogió de hombros.

—Si a llamarme a las tres de la mañana todos los días durante un mes, a enviarme peroratas de veinte páginas de psicoamor y a poner en peligro mi vida se le considera estar hecho polvo, supongo que lo estaba.

Soren arqueó una ceja elegante.

—¿Puso en peligro tu vida?

—Una vez me amenazó con raptarme y violarme. Dijo que me tendría encerrado en algún sitio una semana, que me follaría sin condón y que me haría tragar su esperma y su sangre. —También dijo que me gustaría… Pero no creo que pueda decirlo en voz alta—. Después me soltaría, y podría denunciarle si quería, pero él moriría contento sabiendo que me había infectado.

—Luke no va a morirse contento —murmuró Soren.

Tran se miró las manos que rodeaban el vaso del batido, se miró las cutículas melladas y los nudillos mugrientos.

—No sabía que supieses que Luke estaba enfermo —dijo.

—Sí. Lo sé. Yo soy también positivo.

Tran casi se atragantó con las últimas gotas de helado que ascendían por la pajita. Ni en un millón de años hubiera intuido semejante noticia. En el caso de Luke había sido facilísimo creerlo; el desaliñado, parrandero y jodido Luke, con el cerebro siempre en llamas y el corazón y el cuerpo abiertos de par en par a un mogollón de venenos. El sida no parecía ser el peor lote que Luke esperaba del mundo.

Y, por supuesto, a Luke y Tran les separaba un decenio. Les había tocado vivir en sitios muy diferentes. A Tran le gustaba pasar el tiempo con alguien mucho mayor que él, aunque de la misma onda. Luke había escrito, había follado, había viajado. Sabía cosas, no sólo hechos sino verdades de la existencia, y podía hablar de ellas durante horas. Tran se sentía muchas veces inexperto e ignorante en su presencia. Pero Luke extraía su inteligencia de él, y le divertía la amoralidad de la gente de su edad, e idolatraba su cuerpo joven y tierno.

Cuando Luke dio positivo, sin embargo, la diferencia de edad permitió a Tran racionalizar muchísimas cosas. Se figuraba que Luke había tenido cientos de amantes en San Francisco y en sus viajes por el país. Sabía que los hombres de la edad de Luke con frecuencia caían enfermos; habían sido la última generación en experimentar el sexo sin miedo. El sida era comparativamente raro entre los gays que no superaban la veintena. Y ellos dos, Tran y Luke, siempre habían tenido mucho cuidado.

Se preguntó si Soren también habría sido cuidadoso. No lo sabía con certeza, pero Tran pensaba que Soren era un año o dos más joven que él.

Debió de haberse mostrado estupefacto, porque Soren se echó a reír.

—Qué, ¿crees que no puedes pillarlo porque eres joven y bonito? Espero que hayas hecho el test.

Tran alcanzó a asentir.

—¿Todavía negativo?

Tran asintió otra vez, pero sin mirar a Soren. Éste se inclinó sobre la mesa y posó la mano sobre la muñeca de Tran.

—Perdona. Estamos tan acostumbrados a comentar nuestro estado que empieza a convertirse en algo banal. No debería haberte preguntado.

La sensación de la piel de Soren en contacto con la suya le alarmó, y Tran retiró la muñeca de debajo de la palma seca y fría de Soren. Siempre que entraba en un restaurante vietnamita, Tran no podía evitar la impresión de que todos los ojos de alrededor se habían centrado de repente en él y le estudiaban buscando indicios de anomalía. Por lo general, esta pequeña paranoia no dejaba de tener cierto fundamento, teniendo en cuenta la reputación que tenía en Versalles. Pero había sido un problema las pocas veces en que había comido con Luke comida vietnamita. Luke se abstenía de tocarle entonces como lo hubiera hecho en un bar del Barrio Francés o incluso en la calle, pero Tran no podía por menos de inquietarse cada vez que las manos de ambos se extendían hacia el mismo plato o la rodilla de Luke chocaba fortuitamente con la suya por debajo de la mesa, hasta que su propia reserva le hacía sentirse más visible que si Luke y él se tocaran.

Eso le había dolido a Luke entonces, y Soren pareció algo ofendido ahora, pero lo escondió bien. Los infectados, como Luke les llamaba, probablemente se habituaban a que la gente rehuyera su contacto.

Tran quiso reanudar la fácil conversación de minutos antes. ¿Pero por qué había mencionado a Luke? Luke se interponía siempre en todo lo que hacía, en todo lo que quería. No hacía falta conjurar el espectro. Decidió contar a Soren su experiencia de la víspera.

—¿Conoces a Jay Byrne? —preguntó.

Los ojos grises de Soren destellaron.

—¡Ese asqueroso! Una vez intentó ligarme en la Mano de Gloria. Llegó a ofrecerme dinero por posar para unas fotos porno, como si yo necesitara su pasta. Por un segundo pensé en aceptarlo, porque sabía que mis antepasados se revolverían en su tumba, cosa que me gusta hacer siempre que puedo.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, verás, los Byrne son una mezcla de dinero antiguo y de dinero nuevo, lo que es mortal en determinados círculos. Y dicen que el dinero antiguo que tienen está maldito. Su madre es una Devore, pero también procede de una rama del basurero de la ciénaga, como diría mi familia, en línea directa desde el siglo diecinueve. Su tío abuelo fue Jonathan Daigrepoint.

—¿Quién es Jonathan Deg…?

—Daigrepoint. Creía que cualquier chaval que se ha criado en Nueva Orleans habría oído hablar de Jonathan Daigrepoint.

—Versalles no es exactamente Nueva Orleans.

—Bueno, eso tampoco ocurrió en la ciudad. Jonathan Daigrepoint vivía en Point Grosse Tete, en plena región del pantano, al sur de aquí. Su familia eran pescadores y tramperos cayunes. Jonathan no se iba a beber y a bailar, como les encantaba hacer a sus hermanos y hermanas. Era muy callado, no se casó ni tuvo nunca novia, y nadie se fijó en él hasta que encontraron la carbonera de un barco abandonado donde había matado a quince niños. La mayoría seguían allí, descuartizados con un cuchillo de caza, parece ser, aunque en realidad estaban demasiado descompuestos para saberlo. Algunos eran niños negros de la ciudad de al lado, y probablemente Jonathan podría haber salido bien parado, pero otros eran cayunes, y uno era un fugitivo de Nueva Orleans. Le trajeron aquí para juzgarle. El tribunal tuvo que contratar a un intérprete, porque los Daigrepoint sólo hablaban francés, y además francés de la ciénaga. Esto fue en 1875.

—¡Guau! —Tran anotó mentalmente que tendría que contarle a Soren lo de la decapitación de Jayne Mansfield en Chef Menteur. Pero ahora quería conocer el resto de la historia—. ¿Y dónde aparece aquí el dinero de los Devore?

—Louis Devore tenía veintiún años cuando se celebró el juicio. Le eligieron jurado. Todo el clan Daigrepoint vino de los pantanos a ver cómo crucificaban a su hijo. Durante las largas horas diarias del juicio, Louis se encariñó con la hermana de Jonathan, Eulalie, que tenía sólo quince años. Al final del proceso, Louis votó «culpable», como todos los demás jurados, pero él y Eulalie estaban enamorados. Su familia le amenazó con desheredarle si se casaba con una miserable basura del pantano que tenía sangre del asesino en las venas, pero no lo hicieron. Supongo que por lo menos ella era del sexo debido.

»Louis y Eulalie se casaron quince días después de que colgaran a Jonathan por asesinato, y empezaron a procrear Devores, y un buen día un Devore se casó con un Byrne, un nuevo rico de Texas.

»Y de ahí salió Jay.

Tran meneó la cabeza. Por segunda vez en diez minutos, Soren le dejaba atónito.

—¿Cómo sabes todo eso?

Soren se encogió de hombros.

—La gente habla mucho en las viejas familias de Nueva Orleans. Pero escucha, espero que no te hayas liado con ese tipejo.

Tran se sintió súbitamente protector. Jay era una compañía rara, concedido, pero no se había comportado como chusma. En todo caso había sido amable.

—O sea que procede de una familia extraña, y una vez quiso sacarte fotos. ¿Por qué le odias?

—Oh, Tran, no le odio. Odio a Pat Buchanan, a Bob Dole, a mi abuelo… no al pobre Jay Byrne. No es nada más que una faraona del Kodak inofensiva, me figuro. Sólo que parece… No sé… viscoso. Por fuera su aspecto no tiene nada malo, pero se me hace impensable la idea de tocarle.

—Pues a mí no. —Al diablo con todo, no iba a avergonzarse—. De hecho he pasado la noche con él.

Fue divertido observar a Soren boquiabierto y con los ojos cada vez más redondos.

—¡No! —Jadeó Soren—. ¿En serio? ¿Cómo… cómo fue?

Tran había tenido intención de confiarle la extraña experiencia entera: la negativa de Jay, en el último segundo, a follarle, la peregrina asepsia del cuarto de baño, quizás incluso el hallazgo de la bolsa con cabellos. Pero ya no pensaba contarle nada de eso. Era evidente que a Soren le gustaba el cotilleo, y Tran no tenía ganas de proporcionarle armas contra Jay. Se limitó, por tanto, a esbozar una sonrisita.

—Oh… ya sabes.

—¿Te ha sacado fotos?

—No hablamos de eso.

—Oh, Dios —Soren se apretaba las manos contra las sienes, como si tratara de que el conocimiento penetrase en su cerebro—. Te gusta de verdad, ¿no?

—Lo creas o no.

—Cristo. Luke…

—¿Qué pasa con Luke?

—Nada. Fliparía si supiese, nada más.

Otra vez aquella sospecha insidiosa.

—¿Cómo es posible que sepas lo que Luke pensaría de cualquier cosa? No sabía que fueseis tan buenos amigos.

—Bueno… nos hemos conocido mejor desde que habéis roto.

Era imposible que Luke y Soren formaran pareja, aun cuando a Tran le tuviese sin cuidado. A Luke sólo le gustaban los chicos blancos si eran espigados, morenos, de ojos oscuros y de facciones finas: en resumen, lo más orientales posible. Soren era esbelto y de rasgos finos, pero ario hasta la médula. Y era un chico de tugurios y cibernética, cosas ambas por las que Luke no sentía el más mínimo interés.

Tran recordó que su conversación más larga con Soren antes de este día había sido sobre ordenadores y teléfonos. Concretamente sobre piratería informática y pinchado de teléfonos. De repente le vino a la cabeza:

—¿Tú no eres del equipo de la emisora?

La mirada inocente de Soren desarmaba.

—¿Qué emisora?

Tran apenas le oyó.

—Claro que eres. Es la única manera de aguantaros. Viste a Luke anoche, ¿verdad? ¿O le llamas Lush?

—No tengo ni idea de lo que estás hablando.

—Soren, ¿tú crees que voy a denunciarte? Sé que lo que hacéis es ilegal. ¿Crees que os mandaría a todos al trullo sólo para perjudicar a Luke?

Soren clavó los ojos en Tran y acto seguido pareció tomar una decisión.

—No te conozco tan bien, Tran. No hemos hablado ni veinte veces hasta hoy No iba a poner en juego lo único que nos queda en la vida confiando en ti.

—¿Confías en mí ahora?

—Supongo que debo. Eres gay y podrías ser seropositivo. Tú eres bastante el tipo de radioyente que compone nuestra audiencia. Pero me preocupa Luke, y tienes cantidad de motivos para odiarle.

—No le odio. Le odié un tiempo, pero ya no.

—Todavía te quiere.

—Eso es enfermizo.

—Está enfermo.

Guardaron unos minutos de silencio. El pequeño restaurante estaba fresco y vacío, las sombras de un atardecer de otoño comenzaban a alargarse en los rincones. La camarera les dejó la cuenta, que ascendía a un poco más de diez dólares, y sonrió a Tran. Era más o menos de su edad, la clase de chica que hubiese gustado a sus padres. Tran no se fijó casi en ella. Se estaba preguntando cómo era posible que Luke pretendiera amarle todavía después de haberle maldecido y lastimado, y después de haber deseado que muriera.

—Escucha —dijo Soren, cuando regresaban cruzando el puente—, ¿necesitas un sitio donde estar? En realidad no me gusta tener compañía, pero si estás durmiendo en la calle… —No te preocupes, tengo dinero. Encontraré algo. Gracias, de todas formas.

Soren le miró de reojo y luego se encogió de hombros. Estaban en el punto medio de Crescent City Connection, donde la vista abarcaba una cristalina panorámica urbana y una vasta urbanización, una extensión aterciopelada de tierra pantanosa y una franja de fábricas. Muy abajo de aquel paisaje, el Mississippi serpenteaba formando un largo arco a ambos costados.

—¿Tienes miedo de que le diga a Luke dónde estabas?

—Bueno… —Tran cambió de postura en su asiento—. Se ha vuelto más loco, ¿no?

—Oh, totalmente. ¿Oyes mucho el programa?

—Lo oía —admitió Tran—. Empezó en… ¿primavera de este año?

—En mayo.

—Fue poco después de que rompiéramos. Yo seguía teniendo una amarga obsesión con Luke. Una noche que puse la radio y oí su voz creí que al final me había vuelto majara.

Para cuando me di cuenta de que era verdad, no pude apagarla.

—Grabo su voz con un codificador.

—Da igual. Quise a ese tío dos años, y me encantaba oírle hablar. Conozco sus inflexiones, sus frases, hasta el modo en que carraspea. ¿Has estado enamorado alguna vez?

—No.

Tran se giró en su asiento.

—¿Qué?

—No. He tenido montones de aventuras. He tenido un par de relaciones. Pero no puedo decir sinceramente que haya estado enamorado alguna vez. Ahora hay muchas posibilidades de que no lo esté nunca. Por muy feas que se pusieran las cosas entre tú y Luke, no puedo evitar envidiaros lo que tuvisteis.

Abandonaron el puente en la salida de Camp Street y atravesaron el centro de regreso hacia el Barrio Francés. Había un enorme edificio abandonado entre otros cerca del paso elevado, un almacén vacío con centenares de ventanas rotas. La luz del atardecer se filtraba sesgada en el edificio, iluminando los añicos que quedaban en los marcos y el polvo que se cernía desde los techos altos. Tran, al mirar el edificio, se dijo que ojalá pudiera vivir allí dentro. Nadie sabría dónde encontrarle. Extendería una manta sobre los cristales rotos, se lavaría con polvo, murciélagos y langostas asados en una pequeña hoguera a altas horas de la noche.

Incluso entonces, sin duda, habría alguien que le envidiaría algo.