Estaba contemplando la sucia superficie parda del río Mississippi, El agua iridiscente relucía con una fina pátina de petróleo. Se encorvaba, se alzaba y ondulaba como en movimientos peristálticos, una larga hilera parda de vísceras que se removían sin cesar. Yo estaba cerca de su esfínter, lo que explicaba el olor.
Una fila de barcazas avanzaba lentamente río arriba en la noche, recortadas contra la ribera opuesta, y cargadas con alguna sustancia negra y relumbrante. Imaginé que embestían contra el puente, chillonamente iluminado, que transportaba el tráfico a través del río, y que las largas vigas plateadas se curvaban y rompían, y la calzada se derrumbaba sobre el agua, vertiendo automóviles y cuerpos medio aplastados. Por desgracia yo no tenía poder sobre las barcazas.
Aquel río no se parecía nada al Támesis, la fría y gris arteria que serpeaba a través de mi ciudad gris y fría, a cuya orilla yo había pasado la mayor parte de mi vida, y en cuyas aguas yo había vertido, por vía de mi retrete, cantidad de paquetes cuidadosamente envueltos y ligeramente manchados. El Támesis parecía estéril comparado con aquella ondulada corriente parda.
Me pregunté qué haría el río con un cadáver. Quizá yo pudiera dejar uno flotando, atado a una botella vacía de plástico, y luego remar para recuperarlo al cabo de quince días. A juzgar por todas las botellas similares que pasaban navegando, manjares multicolores e incomestibles, se diría que otras personas curiosas habían hecho exactamente lo mismo.
Una vez embarcado en el vuelo desde Londres y seguro en el aire, recorrí los periódicos que había comprado, de repente ávido de noticias del mundo hacia donde volaba. Aparte de mí, las crónicas parecían tan insulsas y repetitivas como siempre: escándalos reales, la vida sexual de políticos, las opiniones malsanas de los deliberadamente ignorantes expuestas en forma de hechos y devoradas enteras por lectores vacuos. Uno de los artículos de portada sobre el rapto de mi cadáver tenía un suelto titulado LA PLAGA GAY: ¿ESTÁN NUESTROS HIJOS A SALVO?
Leí hasta la última coma de aquellos andrajos insípidos y luego, desesperado, recurrí a la revista del avión. Los anuncios dirigidos a ejecutivos zánganos y lameculos, de monedero abultado, me incitaban a estampar un monograma en un maletín, aumentar el rango de mi talonario, grabar mi tarjeta de visita sobre el dial de mi reloj. Por fin encontré un artículo turístico entre toda la publicidad de ventas. Ensalzaba los vicios húmedos de Nueva Orleans, el jazz, la gastronomía, las demás exquisiteces. Me picó la curiosidad una leyenda al pie de la foto de una bebida color rojo sangre en un vaso alto, ornado con una cereza, una rodaja de naranja y un papel arrugado de un color verde vivo: Nueva Orleans tiene más de 4000 bares y clubs nocturnos…
En Londres había una vez y media más. Claro que sin duda la ciudad era tan sólo un pedazo del tamaño de Londres…
Escudriñé el resto del artículo. La población de Nueva Orleans superaba apenas los setecientos mil habitantes. Londres albergaba siete millones de almas temblorosas. Al hacer el cálculo, una sonrisa incrédula se pintó en mi cara. Los londinenses tenían un pub por mil habitantes, una proporción que siempre me había convenido. Pero los residentes de Nueva Orleans tenían uno por cada 175.
Para cuando el avión aterrizó en Atlanta, yo sabía ya mi punto de destino. Al pasar la aduana americana con un pasaporte americano, me inquietó mi acento. No había por qué; nadie me pidió que le mirara a los ojos, y mucho menos que hablara. En cuanto recibí el sello de aprobación del gobierno, me detuve en un puesto de cambio de divisas y convertí todas las libras de Sam en dólares del Tío Sam. La libra estaba fuerte, al parecer; me dieron un grueso fajo de billetes verdes, de un tacto desagradable y afelpado.
Un tren subterráneo me llevó desde el aeropuerto a una estación de autocares, donde descubrí que mi caudal superaba en varias veces el precio de un billete de ida a Nueva Orleans. Salí de Atlanta al alba y pasé las quince horas siguientes dormitando y despertando a través de campos verdes que se internaban en ciénagas, a lo largo de un pasillo de fábricas fétidas y refinerías de petróleo que no parecían acabarse nunca, una pesadilla de chimeneas ennegrecidas, con un penacho de llamas anaranjadas y grasientas contra extraños cielos púrpura.
Por fin el autocar entró en Nueva Orleans y pedí a un taxista que me llevara a la pensión más barata de los alrededores, que resultó ser el bar, grill y hotel Colibrí, en St. Charles Avenue. Tomé una hamburguesa de queso y dos heladas, celestiales cañas de cerveza americana (¿puede el escalofrío de la muerte ser más deleitoso que el de una cerveza verdaderamente fría?), y después subí por una escalera angosta hasta un cuartito cuadrado y dormí durante veinticuatro horas.
A primeras horas de la noche abandoné el Colibrí y me fui valientemente al Barrio Francés, como un millón de turistas de bajo presupuesto han debido de hacer antes de mí. («St. Charles se vuelve majestuoso en Canal», me dijo la recepcionista, y sus palabras sonaron como una invocación exótica, llena de misterio y de promesas).
Conquisté el Mississippi en mi corazón mientras lo contemplaba desde el muelle. No me asustaba el río, ni tampoco la ciudad por la que deambulaba. Ya había visto antes intestinos y esfínteres; sabía manejarlos. Luego me fui a tomar una cerveza.
Jay temblaba sentado en la sala como una araña en su tela sacudida por un fuerte viento. Era al final de la tarde y Tran se había marchado hacía una hora. No tuvieron gran cosa que decirse cuando despertaron; los dos se sentían incómodos, los dos indispuestos por haber ingerido diversas sustancias. No había habido más contacto físico.
Pero en cuanto Tran hubo salido del patio y él cerró con llave la verja tras él, todas las compulsiones y los deseos de Jay durante las últimas veinticuatro horas volvieron en tropel, centuplicados. Volvió a la casa aturdido, cogió del estante el tratado médico, lo estuvo hojeando y volvió a dejarlo. Durante unos minutos permaneció sentado, atento a la vibración de su esqueleto, la pulsación en sus globos oculares y el martilleo de su corazón.
Quería otro chico ya mismo. La urgencia nunca había resurgido tan intensa y tan pronto después de haber matado. El encuentro con Tran le había cortocircuitado de algún modo, le había metido en un rizo recurrente.
Se levantó, fue al dormitorio y abrió el cajón inferior del tocador. Dentro guardaba las imágenes de todos los chicos, su colección polaroid. Eran buenas fotos: Jay tenía ojo para la composición, un agudo sentido de la pose y el ángulo. Una de ellas mostraba el pecho y el estómago apenas rajados de un chico, un corte superficial en forma de Y que revelaba la pálida capa interna de grasa, pero ningún órgano. Otra era un primer plano de la cara de aquel mismo chico, divinamente serena. En otra había dos chicos juntos en la bañera, el uno medio encima del otro, como si se abrazaran, la piel negra en contraste con la blanca, y semejantes tan sólo en que los dos estaban decapitados. Pero no le bastaba. Las fotos no servían para aliviarle ahora.
Se desabrochó la camisa y la dejó caer al suelo, se soltó los pantalones y se los quitó. Al girar trazando un lento círculo en el centro del dormitorio sorprendió su reflejo en el amplio espejo de bastidor. Tenía la cara impasible y una erección le inflaba el pene. Salió por la puerta de la cocina, recorrió aprisa el flanco de la casa y llegó al patio trasero. La vegetación muerta y las estatuas húmedas parecían asentir a su paso. Se le hizo eterno el camino hasta el cobertizo de los esclavos. Desnudo y temblando, abrió de un tirón la puerta y se precipitó dentro.
Reinaba un olor dulzón a podrido, sabrosamente inmundo, más intenso que el del día anterior porque había añadido carne fresca. Aquel olor era un dedo invisible, blando y gordo, que apretaba contra el fondo de la garganta de Jay. En lugar de taparse, aspiró hondo para que le invadiera. Sintió que le penetraba en los pulmones y se le infiltraba en la corriente sanguínea. Abrió la boca para que se le posara encima de la lengua como un sacramento. Todas las ventanas estaban pintadas de negro, por dentro y por fuera. Cuando Jay accionó un interruptor junto a la puerta, una larga hilera de bombillas cenitales de 120 vatios bañó el recinto en una implacable luz blanca. Le gustaba el lugar bien iluminado. Le gustaba ver las cosas refulgentes.
El interior del cobertizo era una habitación única, larga y estrecha. A la derecha había un montón de bolsas de basura negras de plástico conteniendo bultos de formas extrañas, dilatadas aquí y allá por gases, que llegaban hasta la mitad de la pared. A la izquierda, justo detrás de la puerta, había un congelador lo bastante profundo para que cupiera un hombre.
Una fila de estanterías largas recorría la pared trasera, albergando objetos ordenados con cuidado y frecuentemente polvorientos. Una serie de calaveras pulidas, con sus cuencas oculares rellenas de rosas secas. Una caja torácica momificada y frágil como el armazón viejo de una cometa. Un par de manos de dedos delgados descansando en el fondo de un frasco de un galón de vinagre, preservadas en alcohol de grano. (Jay planeaba utilizar el alcohol para hacer un licor de cereza siguiendo una receta que le había sido transmitida a través de la familia de su madre, pero no hasta que las manos se hubiesen macerado un poco).
A la izquierda de los anaqueles había una mesa de hospital metálica provista de correas de sujeción, y en el extremo izquierdo al fondo del cuarto había un bidón de cincuenta galones de ácido clorhídrico. Cuando el joven Lysander Byrne telefoneó al departamento de pedidos de la empresa Metales y Química Byrne y dijo que quería que le llevaran ese bidón a su casa del Barrio Francés, nadie hizo preguntas. Ocupaba el resto del muro izquierdo un enorme frigorífico vertical que había comprado barato a un restaurante a punto de quebrar. Aquello había sido algo más difícil de entregar. Jay les había permitido llevarlo sólo hasta el patio de atrás y les dijo que lo dejaran sobre la plataforma de un carro, con la excusa de que aún no había despejado el sitio donde lo colocaría. Más tarde lo había metido él en el cobertizo, a trancas y barrancas, y al hacerlo se había dislocado la espalda.
La condensación empañaba las puertas dobles del frigorífico. Frotando con una mano en el cristal, Jay vio una franja pálida de lo que contenía. Se tocó los labios con los dedos, untándose de humedad. Luego aferró las dos manijas y abrió las puertas.
El joven habría tenido unos veinticinco años y era alto y esbelto, con largas piernas gráciles y la clase de piel suave e imberbe que codiciaba Jay. En vida su cuerpo había sido de color chocolate oscuro, blanqueado con una pátina de miel dorada, secuela de un verano durmiendo desnudo en playas caribeñas. Le dijo a Jay que había vagabundeado por las islas, pidiendo transporte en cualquier vehículo que fuera en su dirección y viviendo a base de pescado, fruta y marihuana pringosa. Sus tejidos habían absorbido calor suficiente para mantener un largo tiempo aquel color vibrante.
Pero llevaba más de una semana muerto y decapitado, colgado boca abajo del acero de un gancho de carne clavado a través de los tendones de ambos tobillos. A medida que la sangre escurría del muñón del cuello sobre una cacerola que Jay había puesto para recogerla, su piel cobraba una palidez cenicienta y un aspecto ligeramente rizado. Parecía como si hubiera estado sumergido demasiado tiempo en un baño de agua muy fría. El pene y los testículos eran recortes de carne negra y púrpura, casi perdida entre el matorral de pelo apelmazado de sangre. Tenía las muñecas atadas y los brazos pegados contra los costados, y las sogas atadas al gancho de carne ayudaban a sostener el peso del cuerpo.
Jay había desventrado el cuerpo y extraído las entrañas tan pronto como mató al muchacho. Había que extraer las vísceras; de lo contrario el cuerpo se abotargaba y en ocasiones se descosía en cuestión de horas. De aquel cadáver también había extirpado el corazón y los pulmones. Sus cavidades vacías eran tersas y exangües, puesto que Jay las había regado con una manguera antes de colgar el cuerpo. La sangre se pudría aprisa y despedía un hedor intenso, suculento. Lo sabía desde los dieciséis años, cuando se había dado un tajo en el pulgar y había guardado la sangre en una botella para poder olería luego putrefacta.
Hincó los dedos en el pecho del cadáver y dejó cinco marcas en la carne fría. Acarició los bordes de la herida enorme, para apreciar la textura en capas de la piel, la carne y el hueso, y volvió a tocarse los labios y a lamer la humedad fría en las yemas de sus dedos. Su pene latió con fuerza. Sentía el cráneo lleno de moscardas, cuchillas, escoria al rojo vivo. Jay echó hacia atrás la cabeza y lanzó un chillido al techo. El eco rebotó en las paredes y el suelo de cemento. No habría sabido decir si el grito era de júbilo o de angustia, pero el sonido, reabsorbido por cada orificio de su cuerpo, le llenó de la conciencia de su propio poder.
Luego cayó de rodillas y sepultó la cara en el vientre colgado del muchacho. Clavó los dientes en carne que había adquirido la consistencia firme de un budín. Rasgando los bordes de la herida, arrancó tiras de piel y de carne y se las tragó enteras, manchándose la cara con su propia saliva y con los juguillos que aún perduraban en aquel tejido helado. Recorrió con las manos la columna y la hendidura entre las nalgas, insertó un dedo en el ano y lo vio serpentear muy dentro de la hueca cavidad interna. En un momento dado eyaculó y el semen le rodó por el muslo casi sin que lo advirtiese, un pequeño sacrificio a aquel espléndido santuario.
Jay permaneció varios minutos arrodillado en el suelo duro para recobrar la respiración, con la mejilla recostada contra el músculo pectoral izquierdo del cadáver y con la mano apoyada blandamente en la curva suave de su hombro. Aire deliciosamente frío salía del frigorífico y le atraía hacia aquel sueño de muerte. Cuando por fin pudo levantarse, se sintió renacido.
Salió del cobertizo de los esclavos y volvió a la casa para bañarse y vestirse. Notó, al enjabonarse, que se desprendían diversos residuos: huellas remanentes de Tran, el icor del cadáver frío, el sudor seco, salpicado de droga, de sus propios poros. Al salir de la ducha estaba a la vez en calma y terriblemente excitado. Ambos sentimientos estaban recubiertos por el fino barniz de miedo que siempre los acompañaba, como un viaje de ácido orlado por un toque de estricnina.
El intervalo en el cobertizo le había sosegado, ayudado a recobrar un inestable equilibrio. Pero todavía era incapaz de reprimir el ansia de salir esa noche.
SI VIVIERAS AQUÍ, ESTARÍAS MUERTO.
Acababa de ver esta frase claramente escrita con rotulador negro sobre una pared rosa pastel. No comprendí su significado, aunque sospechaba que era de mal agüero. Yo no estaba aún borracho como una cuba, pero me estaba esforzando.
El Barrio Francés no parecía el lugar depravado que me había imaginado. Había visto en el Soho algunos callejones grises, furtivas tiendas de porno y striptease, clientes patibularios que agachaban la cabeza para entrar o salir por puertas bajas y oscuras. Pero el sexo en el Barrio Francés tenía un aspecto alegre, estaba llamativamente iluminado y era muy comercial. Los escaparates de Bourbon Street exhibían penes de plástico multicolores y lubricantes de distintos sabores, muñecas inflables y correas de cuero. Los clubs de striptease mandaban voceadores por las calles para ensalzar su lúgubre catálogo de vicios. El sexo, o en cualquier caso un sucedáneo, parecía ser una importante atracción turística.
Más abajo de Bourbon Street, las luces se atenuaban, la música era más ruidosa y más sintética, la concurrencia disminuía y se tornaba sobre todo masculina. Las bebidas eran más caras en estos bares que en la zona turística, pero yo me estaba ya aproximando hacia el grado de embriaguez más alto que podía consentirme. Durante las horas siguientes dosificaría mi consumo, girando en la corriente de la borrachera pero sin que me llevaran sus remolinos. Beber no era el único placer que buscaba esa noche.
Fui de bar en bar, asimilando la cerveza y el ambiente, y sondeando el rollo de las diferentes parroquias. Algunos eran reductos estruendosos y frenéticos de jóvenes. Otros estaban llenos de hombres maduros que miraban hambrientos a cualquiera por debajo de los treinta y cinco. En unos pocos había clientela mixta, y fue en los que me demoré más tiempo. Nadie me recordaría como un bicho raro; sería solamente un parroquiano más. Nadie me señalaría por ser demasiado joven o demasiado viejo, demasiado progre o demasiado estrecho. Nadie pondría a Barbra Streisand en la máquina de discos.
Varios hombres me dieron conversación. Yo les respondí, acepté sus invitaciones a beber y finalmente les despedí sanos y salvos. Algunos no me atraían físicamente, y la atracción carnal era indispensable. Algunos parecían demasiado inteligentes, demasiado sobrios, demasiado en posesión de sus facultades.
Yo siempre buscaba en mis compañeros un cierto retraimiento, no algo tan obvio como el deseo de muerte, sino una especie de pasividad ante la vida. En los últimos años se han divulgado montones de «perfiles homicidas», una serie de listas y gráficos que pretenden delinear el carácter de un asesino habitual. ¿Y sobre el perfil de la víctima perfecta? Existen, con tanta seguridad como existimos nosotros, y avanzan del mismo modo inexorable hacia su destino prefijado.
(Sí, claro que hay víctimas que simplemente se encuentran en el mal sitio a la mala hora. Y también hay gentes sin techo que van por el mundo sin la menor malicia y parecen brindarse a cualquier cosa que les ocurra).
Yo sostengo que las víctimas ideales son en realidad más similares que sus correlatos homicidas. Un asesino habitual requiere una personalidad vital, aunque lo que subyazca bajo el fogonazo y el centelleo no sea más que un vacío inhóspito. Pero incluso antes de morir, la víctima es a menudo más inanidad que sustancia.
Sin conocer las calles que había atravesado para llegar hasta allí, me encontré en un lugar llamado la Mano de Gloria. Recordé haber leído en alguna parte que una mano de gloria era un talismán mágico hecho con la mano cortada y momificada de un asesino. En mi estado de ebriedad, lo tomé por un buen presagio.
Pedí una copa de mantenimiento, una tónica con vodka que pudiese ingerir más despacio que una cerveza, y encontré una mesa desde donde se veía el mostrador. El local estaba concurrido pero no atestado. Evitaba las multitudes porque era probable que hubiese siempre alguien cerca cuando pretendías marcharte inadvertido.
Aquel bar tenía el aspecto de una gruta, acogedora y misteriosa. El techo era un enrejado del que colgaban racimos de plástico polvorientos. La iluminación principal consistía en un letrero de color verde claro y aspecto radiactivo que anunciaba el licor de malta de Mickeys Big Mouth. La máquina de discos contenía cantantes melódicos y no había el odioso resplandor y destello de ningún televisor, como en la mayoría de los bares americanos. Un desnudo de mármol blanco montaba guardia en una esquina, con los ojos en blanco, lastimosamente dotado y bastante espectral.
Observé a la clientela. Era una mezcla de jovencitos punk, de tipos café expreso vestidos de negro, parejas de dandis y hombres solos de batida. Me interrogué sobre si yo parecería uno de estos últimos, y decidí que no. Yo era demasiado calmo, demasiado reservado. No abordaba nunca a nadie. Había sido mi estilo con todos mis compañeros. Veían en mí algo que necesitaban, y se me acercaban.
Supuse que más bien yo pertenecía al tipo vestido de negro, aunque en versión un poco inestable. Pero me sentía idiota con mi suéter y mis pantalones gruesos, y me había desembarazado por completo de mi buen abrigo de invierno inglés. Hacía fresco, por supuesto, soplaba un vapor frío y húmedo por las esquinas y desde las alcantarillas. Pero acababa de llegar de Londres, donde los vahos de noviembre eran como manos malévolas que se te deslizaban por debajo del cuello para rodearte la garganta envuelta en el abrigo y tiritando de frío, donde los vientos de noviembre eran más cortantes que mi escalpelo robado.
Por primera vez desde que me sumí en la muerte en Painswick, me sentía cómodo y casi hasta contento. Alguien se me acercaría, algún chico perfectamente maduro para la muerte. Encontraría un lugar donde llevarle y le poseería una y otra vez. Tenía tantas ganas de hacerlo que no me preocupaba lo que sucediera luego. Si me atrapaban, me dejaría matar; no me llevarían nunca de vuelta a la cárcel. Si no me mataban, yo mismo querría morirme de nuevo, y esta vez para quedarme muerto.
Cerré los ojos y sentí que el local giraba de un modo agradable. Cuando volví a abrirlos, le vi.
—Perdona.
La voz era baja pero de tono agudo. Rasgó mis divagaciones como un cuchillo de sierra que corta una gasa. Abrí los ojos, parpadeé deslumbrado brevemente por las luces del bar y el poco familiar espectáculo, y miré al amor de mi vida.
Desde luego que entonces no supe que era el amor de mi vida. Lo único que vi fue a un rubio alto y más bien menudo, vestido con ropa cara y que sostenía en cada mano una botella de cerveza helada. Cerveza Dixie, la marca que yo había estado bebiendo.
—Te he visto ahí sentado solo. Parece que no conoces a nadie. He pensado que a lo mejor te apetecía una bebida fría.
No sólo una bebida, sino además fría. El hombre sabía manejar las palabras. ¿Cuántas horas había yo yacido en mi celda, muerto de sed más allá del parco alivio que daba el agua tibia del grifo, soñando con una bebida realmente fría?
—Pues sí —dije—. Muchas gracias. ¿Bebes conmigo?
Sonrió mientras se acomodaba en el asiento contiguo, y me fijé en dos detalles de su cara. Primero, era guapo; nariz fina y larga, elegantemente roma, una mandíbula magra y lisa, labios sensuales con un giro que podía ser sardónico o cruel. Segundo, sus ojos eran más fríos de lo que pudiera ser ninguna bebida: fríos desde dentro y de un raro color verde menta, como un helado glacial. La sonrisa no los afectaba.
Si no hubiera estado borracho, creo que en aquel momento habría sabido lo que era. Pero me limité a devolverle la sonrisa y lamenté que tarde o temprano tendría que mandar a aquella beldad helada por donde había venido, porque obviamente no era una víctima ideal.
—Me gusta tu acento. ¿De dónde eres?
—De Londres —dije. Me pareció lo más seguro; un inglés de Londres era menos notable para un americano que cualquier otro origen.
—Londres —asintió, repitiendo lo que yo había dicho, como hacen los americanos—. ¿Tienes nostalgia?
—En absoluto.
—¿Qué te ha traído a Nueva Orleans?
—El clima.
—¿Moral o meteorológico?
—Ambos.
Hicimos una pausa, intercambiando sonrisas evasivas, midiéndonos el uno al otro. No era mi tipo habitual, y tuve el presentimiento de que yo tampoco era el suyo. Pero yo no quería seguir mi camino y él no parecía tener prisa.
Por último me preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Antes, en mi vida anterior, solía decir a mis chicos mi verdadero nombre. No había ninguna necesidad de ocultarlo. Esa noche había estado usando el nombre de Arthur, ya que ninguno de los hombres que me abordaron me interesaba. Pero a éste le dije: «Andrew».
—Yo soy Jay.
Extendió la mano a través de la mesa para estrechar la mía. Su apretón fue frío, seco y lánguido. Cuando estrechaba la mano de mi posible compañero, yo deslizaba mi palma sobre la suya y agarraba su muñeca, ciñéndola brevemente con mis dedos, para sopesar su reacción ante un contacto tan dominante e íntimo. Pero ahora me dejó pasmado que Jay me hiciera a mí eso mismo. Separamos las manos y nos miramos fijo.
De nuevo él rompió el silencio.
—¿Te apetece otra?
No me había dado cuenta de que había terminado la primera ronda. Ladeé hacia la luz la botella de cerveza: estaba vacía. También se había acabado la tónica con vodka.
—No, gracias —dije. Quería otra cerveza, pero no sabía muy bien de qué iba todo aquello, y sabía que estaría más borracho de lo que estaba al cabo de diez minutos.
—Bueno, a mí sí. ¿Me disculpas un minuto, Andrew?
Aguardó realmente a que yo asintiese antes de alejarse. Le observé abriéndose camino entre los parroquianos, sinuoso como un gato siamés, y me pregunté qué querría de mí un hombre tan elegante, con tanto control de sí mismo y tan extrañamente cortés. El bar estaba hasta los topes a esa hora, y en seguida le perdí de vista.
Diez minutos más tarde aún no había vuelto. Me removí en el asiento, con la sospecha de que me había dejado plantado y una urgencia irresistible de mear. Mi vejiga había encogido en la cárcel, donde apuntar con la polla al orinal y verter unas gotas de orina contaminada se consideraba un modo de aliviar el tedio. Me inquietaba que Jay volviese antes y creyera que me había ido. Para entonces ya estaba profundamente intrigado por su persona, aunque no habría sabido decir exactamente porque.
Pudo más la naturaleza, sin embargo. Cuando finalmente me levanté de la mesa, sin poder aguantar más tiempo, tuve que agarrarme al respaldo de la silla para no caerme de costado. El bar se inclinaba en un ángulo perverso. Mantente derecho, pensé. Eres un alcohólico inglés. Puedes capear el temporal.
Era como dar bandazos en una tempestad, pero logré atravesar el bar y llegar a los urinarios. Por fortuna era una cabina independiente que se cerraba desde el interior. Después de Sam, no estaba preparado del todo para otra sucia hilera de mingitorios, otra fila oscura de cubículos. Después de mear lo que parecieron varios litros, al salir me miré en el espejo. El pelo crespo y despeinado, las gafas torcidas, los ojos ligeramente alocados: un simpático turista inglés de farra.
Jay estaba apoyado contra la pared, fuera de la puerta. Parecía tan cocido como yo.
—Tenía ganas de mear —me dijo—, pero me he tomado tres tragos de tequila al venir hacia los lavabos.
—¿Por qué tres?
—Uno por cada vez que me has puesto nervioso. —Me dirigió una picara mirada de reojo—. La primera, cuando te he visto. La segunda, cuando me has dado la mano. Y la tercera, cuando he mirado para atrás y he visto que te habías ido.
Traté de asirme a su hombro. Mi mano pareció flotar entre los dos un momento y se posó en su pecho, sobre la uve de su camisa, donde la tela cedía el paso a la piel. Jay extendió sus largos brazos y me sujetó. Yo, tambaleándome, caí sobre él. Era un poco más alto y sentí que mi cara se aplastaba contra su cuello y mis labios se entreabrían contra su garganta. Luego de repente nos estábamos besando con tanta voracidad como yo no había besado a ningún chico, ni vivo ni muerto.
Tenía mis dedos enredados en su pelo, y tiraba tan fuerte que debía hacerle daño. Su lengua, dentro de mi boca, rastrillaba contra los bordes afilados de mis dientes, como si quisiera traspasarme directamente la campanilla y asfixiarme. Sabía a sangre y a rabia. Surcaba su beso el lento gusto del dolor. Conocía aquellos gustos; eran los que habitaban mi propia boca, el sabor de mi vida.
Ignoraba lo que Jay era; lo ignoraba todavía, pero en algún nivel instintivo, casi biológico, le reconocí. Entonces supe que aquel hombre era infinitamente peligroso para mí. Supe también que tenía que penetrar en él tan profundamente como él me consintiera.
Cuando logré detener el brutal roce de mi cuerpo contra el suyo, como si me propusiera empotrarle en la pared, retrocedí y le miré a los ojos. Tratar de leerlos era como buscar sensibilidad en un charco de agua turbia: creí ver cosas moviéndose allí dentro, pero de lo único que podía estar seguro era de mi débil reflejo propio.
—¿En qué nos estamos metiendo? —susurré.
—En una aventura —dijo Jay, y esbozó otra de sus atractivas sonrisas frías. Más tarde me diría que, en aquel momento, todavía pensaba que me mataría.
No había más remedio que marcharnos juntos. Cuando salimos de la Mano de Gloria, no sabía si bendecir o maldecir el sitio. Subimos por una calleja, lanzándonos miradas furtivas, y de vez en cuando se entrechocaban nuestros hombros o se rozaban las manos. Las calles eran angostas y silenciosas, y sobre el suelo empedrado se cernían balcones con arabescos de hierro, casitas victorianas y un tipo peculiar de casa con fachada plana y postigos cerrados. Había puertas misteriosas y callejones oscuros, por algunos de los cuales se divisaban patios nemorosos con una fuente chispeante en el centro.
Jay señaló un edificio alto y gris en una esquina.
—Esa casa está embrujada.
—¿Por quién?
—El fantasma de esclavos torturados.
Un silencio expectante pesó fuertemente entre nosotros, no como si él quisiera que yo le interrogara sobre la historia de fantasmas, sino más bien como si él creyera que yo tal vez tuviera alguna opinión sobre esclavos torturados.
—Fascinante —dije, dejándolo ambiguo de momento.
De nuevo me pregunté qué quería de mí aquel hombre y qué esperaba yo obtener de él. ¿Íbamos a follar? Hacía tanto tiempo que no había tenido relación sexual con un cuerpo animado, que no estaba seguro de recordar cómo se hacía. ¿Pensaba yo que iba a matarle, en su propio territorio y sin armas ni recursos homicidas? La idea me atraía, pero su realidad parecía inverosímil, sobre todo cuando estudié el perfil de Jay. No era un chaval aquiescente al asesinato. Era otra especie de animal.
Jay se detuvo y abrió una verja de hierro con capiteles labrados en forma de piñas. Atravesamos un patio lleno de maleza hasta una casita blanca. Tras una serie de llaves y de números tecleados sobre un tablero electrónico, estábamos dentro. Mi memoria se remontó por un instante a mi apartamento de Brixton, mi último alojamiento antes de ser detenido, y la complicada serie de pestillos y cerrojos que tenía en mi puerta.
Mi terror había sido que alguien viniera mientras yo estaba ausente y que descubriese algo que yo había olvidado eliminar. No era el pavor de la detención o el castigo; la fantasía terminaba bruscamente con el hallazgo del intruso anónimo. Era el terror de la revelación, de que arrancaran la tapadera de mi mundo secreto y que mis vulnerables obras recónditas quedaran al descubierto. Fue lo que sentí realmente cuando vinieron a buscarme: un dolor ciego, aniquilador, entristecido, el género de sufrimiento que debe experimentar un caracol de jardín cuando lo pisan y se resquebraja, con el espiral de su hogar reducido a fragmentos, a nada más que una mancha viscosa de carne puesta a secar bajo la cruda luz del sol.
Jay me condujo hacia el interior de la casa. El salón era una maravilla de brocado y dorado. Me gustó cómo olía, una yuxtaposición de incienso dulce con un manto de polvo en los bordes, un atisbo de moho en los resquicios.
Entramos en la cocina. El suelo y la cimera de todos los armarios estaban inmaculados. Contra una pared había una mesita de metal tubular y una brillante sustancia blanca con motitas de oro incrustadas. Sobre la mesa había un salero, un molinillo de pimienta, una botella de tabasco y un sacacorchos. Había dos sillas iguales, y me senté en una de ellas.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Jay.
—Eh… no, ahora no.
La habitación se balanceaba todavía un poco, y quería estar alerta por lo que pudiera ocurrir a continuación.
Se sirvió un chorro de coñac de una botella de aspecto suntuoso, se bebió la mitad de un trago y se me acercó acunando en sus dedos la copa, una gran burbuja de fino cristal frágil. El líquido en su fondo era de un color de cobre líquido. Jay me puso la copa debajo de la nariz.
—¿Sólo un traguito?
—¿Por qué no?
Tomé la copa de su mano, di un sorbo, paseé el coñac en mi boca antes de tragarlo. Su suave ardor humeante me quemaba la lengua.
—Muy rico —dije, alzando la mirada hacia sus extraños ojos.
—Sí, ¿verdad?
Posando una mano en el respaldo de mi silla, se inclinó y me besó. El sabor del coñac circuló por nuestras bocas, caldeado y enriquecido por nuestra saliva. Jay me agarró una mano con una de las suyas y noté algo frío que me rodeaba la muñeca derecha, un círculo de metal que se estrechó y se cerró con un chasquido.
Interrumpí el beso y miré hacia abajo. Jay me había esposado a la silla. Sentí en parte un agudo estupor al verme atrapado de nuevo. La otra parte fue la absoluta ausencia de sorpresa por lo que Jay había hecho.
Volví hacia él la mirada y sonreí.
La más leve sombra de una duda destelló en su cara antes de desaparecer. Dio otro sorbo de coñac, se mojó los dedos con la lengua y los pasó lentamente a lo largo de mi mandíbula. Se detuvo en la juntura donde mi pulso latía y descansó su mano en mi garganta.
—¿Te gusta este jueguecito, Jay? —le pregunté—. Muy bien, entonces. A mí también me gusta jugar.
Le toqué con mi mano libre, acaricié la longitud de su brazo, enredé mis dedos en su pelo y tiré de su cabeza hacia la mía. Sus labios se pusieron rígidos cuando le besé. Su lengua permaneció como inerte dentro de su boca. Yo tenía plena conciencia de sus dientes, de su dureza y de sus filos relucientes. Le solté el cabello, besé la cara interna de su mentón y deslicé la boca hasta la hendidura tersa de su clavícula.
—Juega conmigo —le susurré a flor de piel—. Soy todo tuyo.
Mi mano izquierda encontró el sacacorchos encima de la mesa. Lo cogí torpemente y noté en mi carne el mordisco de su punta aguda. El cuerpo de Jay estaba rígido en todos los puntos de contacto con el mío. Levanté de golpe las piernas y le anillé los brazos contra sus costados lo mejor que pude. No era una presa muy fuerte, pero el sobresalto le impidió zafarse de inmediato. Apreté la punta del sacacorchos contra el pulso en su garganta, en el mismo sitio donde me habían tocado sus dedos mojados de coñac.
—Vamos, pues —le siseé al oído—. Vamos a seguir tu juego. ¿Cuál es el siguiente movimiento?
Trató de liberar su brazo derecho de mi presa de rodilla, y yo aumenté la presión del sacacorchos contra su garganta. El puntito rojo que apareció donde apretaba su piel me aceleró la sangre y el aliento. La visión de escarlata sobre acero inoxidable siempre me producía el mismo efecto.
Jay se puso muy tieso.
—¿Qué quieres?
¿Qué quería? Les ruego que recuerden que aquel hombre tenía un objeto afilado contra su gaznate; mi amor no estaba acostumbrado a las preguntas estúpidas.
—¿Qué coño crees tú que quiero? Quítame esta joya… ¡no me sienta bien!
—¿Joya?
Gemí de frustración y golpeé la esposa contra el marco metálico de la silla.
—Ah, eso. —Mis piernas seguían sujetándole los brazos contra sus costados; mi cuchilla seguía presionando su yugular; pero juro que sentí a Jay reflexionando—. Bueno, apuesto a que podría ponerme fuera de tu alcance antes de que tú pudieras darme un tajo fatal. ¿Qué harías entonces?
—Arrastraría la silla y te remataría en un rincón.
—¿Y si te dijera que tengo un revólver en ese cajón de ahí?
Lo señaló con un gesto de la barbilla. Seguí su movimiento con el sacacorchos, que comenzaba a parecer un arma ligeramente ridícula. Mis piernas se cansaban de la incómoda postura, y me notaba más borracho que nunca.
—Diría que estás mintiendo, Jay No eres un pistolero.
—¿Te apostarías la vida en ello?
—La apostaría por menos.
Los dos nos miramos, crepitantes de adrenalina, ardientes de lujuria, paralizados de terror. Comprendí que disfrutaba tan perversamente como yo.
—Bien —dijo Jay, por fin—. Suéltame. Traeré la llave.
Aflojé la presa de mis piernas y lentamente retiré el sacacorchos de su garganta. No tenía alternativa; no podía permanecer ni un momento más en aquella postura precaria, inclinado hacia atrás. Las patas delanteras de la silla chocaron contra el suelo, y noté que me temblaban los músculos de los muslos.
Jay retrocedió despacio a través de la cocina, no hacia el cajón que había señalado, sino hacia la nevera. Se paró un momento junto al mueble brillante y me traspasó con una clara y calmosa mirada. Me fijé, como se observan pequeños detalles en instantes similares, en que su nevera no estaba adornada con imanes decorativos, notas adhesivas, fotos y bagatelas semejantes. Como casi todas las superficies de la cocina, aparentaba haber sido limpiada a conciencia con un fuerte desinfectante.
Jay abrió el congelador y sacó un paquete envuelto en un sólido plástico negro. Lo trasladó a la mesa y empezó a desenvolverlo, sin fingir inquietud por el sacacorchos que yo tenía cogido en mi mano libre. Él sabía que de nuevo iba a captar mi atención.
Para cuando hubo abierto el paquete, yo ya había adivinado su contenido. Yo también había almacenado y me había deshecho de muchos paquetes parecidos. Conocía la forma y el peso de una cabeza humana envuelta, el tamaño distintivo, el tosco bulto en forma de huevo que hacía dentro del plástico, la tela o el papel de periódico.
Las caras congeladas pierden mucho de su identidad. Los rasgos se endurecen y cobran un aspecto reseco. A veces es difícil distinguir una de otra al desenvolverlas. Aquélla tenía el pelo moreno y greñoso, y grises canicas turbias en el lugar de los ojos. La nariz y la mejilla izquierda se habían aplanado un poco, quizá contra el fondo del congelador. Tenía la boca entreabierta y el borde de los dientes superiores e inferiores separados apenas por una pulgada. En su interior sólo había oscuridad.
Jay sacó del bolsillo una llave pequeña, me la enseñó y la soltó dentro de aquella helada boca negra. A duras penas contuve una burla. Así que aquello era la gran prueba, ¿no? Aferré el pelo nevado de escarcha y empujé la cabeza hacia mí sobre la mesa. Introduje el pulgar y el índice en la angosta abertura de los dientes y busqué a tientas la llave. Mis manos rascaron de un modo desagradable la áspera superficie de la lengua. Era como raspar un bloque de helado rancio. Algo se adhirió a mis dedos: saliva, sangre, células epiteliales cristalizadas. Me disgustó la sensación de los dientes fríos que arañaban mis nudillos. Había manipulado montones de despojos frescos, y algunos no tan frescos, pero había evitado aquella clase de almacenamiento siempre que era posible. Me gustaba la palidez fría de la muerte a temperatura ambiental, pero no el choque gélido de la congelación. Pero mostrar repulsión en aquel momento hubiese sido imprudente.
La llave había resbalado hasta el fondo de la lengua. Mientras mis dedos escarbaban en su busca, noté que desaparecía en el interior de la garganta. Rápidamente empezaba a fastidiarme todo aquel asunto. Estaba casi seguro de que podría matar a Jay incluso con una muñeca esposada, así que ¿para qué demostrar nada? Pero no quería matarlo.
Levanté la cabeza por el pelo y la sacudí con energía; luego golpeé el muñón del cuello contra el tablero de la mesa. Una cabeza cercenada del cuerpo es más pesada de lo que se imagina, pero si tiene cantidad de pelo por donde asirla, se levanta fácilmente con una sola mano. La llave cayó desde el extremo hecho jirones del esófago. Posé la cabeza con un ruido sordo, cogí la llave del tablero con dos dedos (los mismos que había metido en la cabeza congelada) y descerrajé la maldita esposa.
Al levantarme y plantarme ante él, la expresión de Jay se aproximaba a la admiración.
—¿Quién eres? —preguntó.
Toqué con los dedos la gota escarlata en su cuello, los llevé a mis labios y probé su sangre por primera vez.
—Soy tu pesadilla. ¿Creías que te habías librado de las pesadillas, ahora que te has convertido en una?
Negó con la cabeza, mudo.
—No abandones nunca tus terrores —le dije—. Entonces es cuando te pillan. ¿Cuál es tu terror más grande, Jay?
No hubo vacilación. Su voz sonó hueca, monótona.
—La soledad.
—¿Crees que estás solo ahora?
Asintió de nuevo.
—Imagina, entonces, una celda con cuatro paredes. El techo es el mapa de un país terrible que conoces de memoria. Las paredes pueden moverse y estrecharse sobre ti si las contemplas demasiado tiempo. No hay sangre, ni compañía, no hay nada más que el sonido áspero de tu respiración y el hedor de tu orinal. —Mi voz comenzaba a estremecerse—. Nadie entra y te parece que no saldrás nunca, y no tienes nada que mirar, pero cualquiera puede mirarte a ti. ¿Eso te aterra?
—Sí.
—Entonces no pierdas nunca ese terror. No te desentiendas nunca de él. Podrían matarte, Jay; aquí matan a los asesinos, ¿no? Quizá sea lo más clemente. Sí, sin duda lo es. Qué país tan compasivo. Si me cogen otra vez, Jay, ¡les obligaré a matarme antes de meterme otra vez en el ataúd!
—Andrew. —Las manos de Jay estaban en mis hombros, sus pulgares acariciaban los costados de mi cuello. El contacto me sosegó un poco—. No conozco tu historia, pero ahora no estás en la cárcel. Nadie va a matarte. Quédate conmigo. —Le brillaron los ojos—. Juega conmigo.
—Sí. —Rodeé con mis brazos su cintura estrecha y me incliné hacia él—. Creo que puedo. Permanecimos abrazados en la luz cruda de la cocina. Cuando nos besamos, no fue con la desmaña de la lengua belicosa con que nos habíamos besado en el club; fue con más cautela, casi con delicadeza, un nuevo descubrimiento mutuo. Pronto, sin embargo, Jay cortó el beso y me empujó hacia la puerta.
—Vamos atrás. Quiero enseñarte mi cobertizo de esclavos.
Yo nunca había paladeado la podredumbre. La había manipulado, sí; la había derrotado. Pero nunca me había recreado en ella.
Nunca, hasta entonces.
Mientras Jay me observaba sonriendo, brutalicé el cuerpo decapitado que exhumó para mí. Lo follé agarrándolo por sus hombros rígidos. Rasgué su carne exangüe con cuchillos, tijeras, destornilladores, todos los objetos que Jay puso en mi mano. Después de haberlo reducido a poco más que una mancha sobre los ladrillos antiguos, me revolqué sobre sus despojos.
Luego Jay se unió a mí y me limpió a lametazos.
Sentí un sedimento de repulsión mientras su lengua libaba jirones de tejido del vello de mi bajo vientre. Pero no era algo que no pudiese soportar, no como el mundo espera de un hombre sano. El horror es la insignia de la humanidad, ostentada con orgullo, con un aire justiciero y a menudo falso. ¿Cuántos de vosotros os habéis demorado en la narración de mis hazañas u otras semejantes, en los descuartizamientos amorosamente detallados, débilmente recubiertos de indignación moral? ¿Cuántos habéis arriesgado una mirada a un pobre diablo que se desangra en el arcén de una carretera? ¿Cuántos habéis reducido la velocidad para ver mejor?
Se afirma que los asesinos habituales deben albergar un trauma oculto en su pasado: una patética concatenación de abusos, violación, corrosión espiritual. Hasta donde recuerdo, esto no es cierto en mi caso. Nadie me puso trabas, nadie me golpeó, y el único cadáver que vi en mi infancia fue el absolutamente desprovisto de interés de mi tía abuela. Salí del útero sin la menor moral y nadie desde entonces ha podido inculcarme ninguna. Mi encarcelamiento fue un largo sueño, un limbo que tenía que sobrellevar; no era un castigo, porque yo no había hecho nada malo. Toda mi vida me he sentido una especie única. Monstruo, mutación, superhombre nietzscheano: no percibía ninguna diferencia. No tenía base de comparación. Ahora tenía delante a uno como yo y quería conocerlo todo acerca de él.
Pero él estaba revolviendo en un armario, había sacado una botella de vodka, y ahora daba una chupada y me obligaba a beber. Huellas dactilares ensangrentadas manchaban el cristal y la etiqueta. El cuello tableteaba entre mis dientes mientras bebía. No había temido a Jay cuando quería matarme. Ahora que me quería vivo, nuestra intimidad era terrorífica. Bebimos hasta desplomarnos sobre los restos putrefactos del chico. Cuando nos despertó la luz de la mañana, nos levantamos doloridos, malolientes, fuimos tambaleándonos hacia la casa y apoyados uno en otro recibimos el chorro caliente de la ducha. Limpios como bebés, nos metimos en la cama y dormimos durante el resto del día, a medias inquietos y a medias reconfortados por la cercanía del cuerpo palpitante del otro.