De regreso al motel, Luke insertó una hoja de papel en la máquina de escribir y, después de mirarla un momento, centró el rodillo y empezó a escribir. Trabajaba sobre una mesa diminuta, escasamente amplia para que cupieran una botella, un vaso y la Smith-Corona eléctrica; el cubo de hielo y el montón de páginas que se acumulaba tenía que colocarlos en una consola a su espalda. Mientras escribía envasaba whisky barato: se servía un dedo más o menos cada hora, y de vez en cuando se humedecía los labios con su ardor ambarino, para ahuyentar un vago zumbido, pero nunca se emborrachaba del todo. Las páginas salían despacio. Mantenía a raya el dolor constante en alguna profundidad de la médula.
El libro relataba la historia de su colapso en llamas con Tran, claro que mutilado y torturado hasta que sólo se reconocía el nervio desnudo. Luke sabía que aquellas heridas eran demasiado recientes para escribir sobre ellas, pero no se trataba de reanudar la tarea en tiempos de calma; no quedaba ya esperanza de paz en su vida. Gran parte del relato se contaba en segunda persona acusatoria, más peán que trama, más asesinato que construcción de personajes. Estaba bastante seguro de que la historia no enrollaba, y dudaba de poder acabarla. Aun así, las páginas se amontonaban sobre la consola. No podía abandonar su autopsia espiritual, del mismo modo que no podía silenciar a Lush Rimbaud.
Su apodo radiofónico había sido concebido en los días gloriosos del consumo temprano de jaco. Lush Rimbaud era el nombre que daba al ego que le creaba la heroína, un cerebro absolutamente claro amarrado a un cuerpo similar a un barco excelso desbordante de placer y salpimentado de furia, una personalidad compuesta de líquidos imposibles de mezclar.
Tenía entonces veinticinco años, y acababa de publicar su primera novela, Fe en el veneno. El libro era una evocación de su adolescencia en la provinciana Georgia, su abortada educación baptista, su huida. Por alguna razón, ver su nombre en la portada le había impelido a inventarse un seudónimo. Eligió Rimbaud por el poeta adolescente loco que había escrito cartas escatológicas a Paul Verlaine en cafés de París. La sangre y la mierda se contaban entre las pasiones primordiales de Rimbaud. A los diecinueve años atormentó tanto a Verlaine que éste le disparó un tiro, pero Rimbaud huyó con una herida superficial, se bebió hasta el último franco ganado y más tarde se fue a África, perdió una pierna y murió de fiebre a los treinta y siete años. El título de la novela de Luke provenía del poema de Rimbaud «Mañana ebria»: Tenemos fe en el veneno. Sabemos entregar la vida entera todos los días.
El libro fue universalmente elogiado o injuriado. La alabanza fue pródiga y un tanto traumada, como si Lucas Ransom hubiera comenzado por masajear la raíz del cerebro del lector para luego asestarle un golpe rápido y violento en la nuca. La denigración fue similar, aunque en un tono agraviado, como si la novela hubiera ultrajado profunda y personalmente a sus detractores. A Lucas le complacieron ambas reacciones. No le gustaban las medias tintas.
Era 1986 en San Francisco y estaba en la cresta de la infamia, mantenía un hábito de heroína de calidad mediana y lo complementaba con cualquier otra droga que llegase al Castro; estaba trabajando mejor que nunca en su vida y le pagaban por su trabajo, y se sentía como si hubiera descubierto el elixir de la existencia perfecta: notoriedad, heroína y tanto sexo como podía aguantar, que era mucho. Sus novios regulares se toleraban unos a otros con distintos grados de incomodidad; a veces lograba seducir a dos juntos para que se acostaran con él al mismo tiempo. Sus platos de capricho eran numerosos y deleitables. Había en el menú un toque oriental recurrente.
En el joven escenario gay del San Francisco de mediados de los ochenta había linajes que se remontaban a cada país asiático que Luke conociese de oídas. Los probó todos, en un turbio banquete acumulativo de dulces pollas y culos suaves, de cuerpos flacos y hermosos rostros de facciones finas. En un momento dado había empezado a colorear un mapa mental que reflejaba su historia sexual: China, Japón, Corea, india, Tailandia, Laos, Bali…
Le sorprendía esta especialización de sus gustos y no acertaba siquiera a explicársela él mismo. Simplemente los deseaba, los perfectos pliegues únicos de sus párpados, la escurridiza aspereza de su pelo, el gusto a sándalo de su piel, sus enjutos huesos marfileños. A la larga llegaron a conocerle por eso, y se le acercaban. Para algunos, su apostura depravada de chico fraternal era tan exótica como el cabello de ébano y la piel dorada lo era para él. Por esa época era demasiado joven y demasiado deseable para que le llamaran reinona del arroz. Lush Rimbaud era un embrión por entonces, no era más que una semilla sibarita en el terreno fértil del ego de Luke. Sólo había sido un nombre que utilizaba algunas veces. No había empezado a desarrollarlo como una maligna personalidad alterna hasta que dio seropositivo. Lush Rimbaud había sido procreado por el jaco. Siete años después, el virus HIV le dio nacimiento.
Abandonó San Francisco poco después de publicar su libro de cuentos cortos Potro feérico (título extraído del mismo poema de Rimbaud). La maledicencia había empezado en serio, y estaba harto de otros jóvenes y osados escritores gay que no creían que hubiese sitio para otro. Estaba también harto de faraones lagartas que le encabronaban porque no quería follar con ellas, harto de maricas musculosos y cabezas huecas que le consideraban uno de ellos porque le gustaba hacer pesas, y harto incluso de guapitos asiáticos que se lo follaban simplemente porque sabían que podían hacerlo.
Casi las únicas personas de las que no estaba harto eran los otros yonquis. Pasó tres años y medio vagabundeando por el país, sintiéndose enormemente beat con su chaquetón de motorista y sus botas raídas, su máquina de escribir y su hábito degradado. Encontraba jaco en todas las ciudades que visitaba, por lo general en un par de días. La heroína brindaba contactos inmediatos pero pocos amigos. Lo cual estaba bien: Luke siempre había preferido tener pocos amigos. Terminó otra novela, Altar líquido, y tomó notas sobre una obra conexa titulada Tosco relicario.
Una de las cosas que le había amargado de San Francisco era el paño mortuorio que parecía cernerse sobre la ciudad. Era la ciudad con más maricas de América, y a finales de los ochenta tenía aspecto de región apestada. El sida había diezmado vastas secciones de la población gay de más edad, cobrando una factura escandalosa por las parrandas del decenio anterior. Vio a hombres sanos y seronegativos de cuarenta y cincuenta años suicidarse simplemente por puro desaliento. Habían sido la primera generación que se mostraba a cara descubierta, los primeros que habían mandado a tomar por el culo al frío universo heterocéntrico, los primeros en descubrirse y definirse por medio del sexo. Luke entendía su amargura. Habían intentado festejar su libertad naciente mediante una orgía de promiscuidad, pero había surgido un invitado indeseable disfrazado de amante y había devastado la fiesta.
Nueva Orleans, al principio, no había parecido tan sombrío. Flotaba un miasma sobre la ciudad, por supuesto. Pero era un efluvio de oscura decadencia y sexo sudoroso, no de muerte. Luke desembarcó allí en 1990 sin ningún propósito en particular, folló a diestro y siniestro, encontró una librería que vendía sus libros y le encandiló la petición de que acudiera a firmarlos. Pronto no encontró ningún buen motivo para marcharse de Nueva Orleans. Tenía un apartamento en el Marigny, un anticipo firmado para sus dos próximos libros y todo un Barrio Francés lleno de copas baratas y chaperos frescos.
La atmósfera de la ciudad representaba para su alma un opiáceo de tal suerte que decidió chutarse por un tiempo, y sobrellevó la enfermedad como si fuera un acceso de gripe o una resaca muy fuerte. Le encantaba la heroína, pero aborrecía tanto la idea de necesitar una droga como la de contraer una dependencia de una persona.
Un año más tarde conoció a Tran y todo cambió para siempre.
Coincidieron en la misma fiesta, una reunión variopinta organizada por amigos de otro escritor que a Luke no le gustaba demasiado. Había estado a punto de no ir. Algunos chicos del Barrio irrumpieron en la fiesta en busca de alcohol gratis, y se les toleró la intrusión porque eran jóvenes y atractivos. Con ellos venía el callado, medroso y extraordinariamente guapo vietnamita a quien habían conocido en Jackson Square pocas horas antes, esa misma noche. Tran tenía diecinueve años sumamente recientes, y era un buen hijo oriental, de pelo corto, que hacía sus primeros pinitos dubitativos en la mala vida. Se había emborrachado con el rosado dulce que los chicos pasaban de mano en mano, y sentado en una esquina se sujetaba la cabeza, y de vez en cuando su cuerpo delgado se convulsionaba con un hipo, y tenía un aspecto tan mareado que hasta los tiburones más ávidos se mantenían a distancia.
Luke acababa de cumplir los treinta, y se preguntaba si todavía podía fiarse de sí mismo. No quería que aquel chico tan guapo echase las potas delante de todo el mundo, o que se desmayara y se lo ligase un extraño. Pero el chico parecía menor de edad y Luke ignoraba por completo si era homosexual.
Había cogido a Tran y le había sacado de la fiesta, y le había acompañado hasta la vuelta de una esquina y esperado a discreta distancia a que vomitase vino rosado sobre unos bananos. Después de vomitar, Tran cayó tambaleándose en los brazos de Luke e intentó besarle, lo que clarificaba un aspecto de la situación. El beso se posó en un flanco de la nuca de Luke, mojado y vinoso, pero bastó para endurecerle la polla y las tetillas. Permanecieron en el chaflán, fuera del círculo de resplandor de una farola, con los brazos estrechamente entrelazados, y Luke sostenía todo el peso del cuerpo frágil y tembloroso.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó a Tran.
—¿Qué edad tengo que tener? —le musitó Tran en el hombro.
A Luke le gustó mucho esta respuesta. Incluso in extremis, aquel chico parecía bastante perverso. Luke le ayudó a encontrar su coche y a subirse dentro, y condujo él todo el trayecto hasta el lado este, besó a Tran en la mejilla y le observó entrar a trompicones en su casa. Dejó el coche aparcado en la calle y estuvo hasta el amanecer sentado en la acera; luego volvió caminando a la carretera y cogió un autobús al centro. En las paradas de autobús allí era frecuente que asaltasen a la gente a punta de pistola. A Luke no le importaba. Tenía el número de teléfono de Tran garabateado en un pedazo de papel en el bolsillo, y al llevarse la mano a la chaqueta y tocarlo experimentaba un sentimiento cálido.
Cuando por fin llegó a su casa, se sentó ante la máquina y comenzó a escribir la primera de los cientos de cartas que escribiría a Tran. Tras la niebla de la borrachera he visto una inteligencia obvia y aguda, y ninguna droga podía ocultar tu belleza…
Ni por un segundo pensó en enviarla. Resultó que no hizo falta. Al día siguiente marcó el número que Tran le había dado, medio convencido de que era falso. Respondió Tran, con un tono ligeramente avergonzado, sumamente agradecido y en absoluto resacoso. Convinieron en verse esa misma noche en un café del Barrio Francés. Luke le invitó a tres raciones de helado y le entregó la carta, junto con ejemplares dedicados de sus cuatro libros. Una vez en el apartamento de Luke, pasaron una hora deliciosa besándose, hocicándose, rodando sobre la cama totalmente vestidos, y prensando sus erecciones respectivas a través de un enloquecedor intermediario de tela. Hacia el final de esa hora, Tran finalmente confesó que era virgen.
La semana siguiente fue la más larga en la vida de Luke y la más dulcemente atroz. Veía a Tran todos los días y sabía que iban a follar pronto, pero no sabía cuándo. Era como estar en el instituto: primera base, segunda base y pasos sucesivos. Se sentaba a escribir y divagaba: anoche me dejó besarle los pezones y el vientre, recorrí todo el camino hasta la cima de sus pantalones y noté el empalme feroz que tenía, me permitirá tocarle esta noche, desnudarle entero, chuparle la minga, por lo menos posar su mano en la mía, OH DIOS, ME MUERO DE GANAS DE ENTRARLE…
Tenía que masturbarse antes de seguir trabajando. La situación era tan insostenible como exquisita. Luke se preguntaba si estaba enamorado. Lo había estado unas pocas veces, pero nunca de nadie con quien no hubiese follado, y nunca tan locamente. Se sentía capaz de hacer por Tran cualquier cosa, inclusive esperar.
No tuvo que esperar mucho. Una semana después de la noche de la fiesta, Tran se presentó en el apartamento con un cierto brillo malicioso en los ojos. Había dicho a sus padres que dormiría fuera esa noche y que no se preocuparan, aunque por supuesto que lo harían. Quiero que me enseñes todo, susurró Tran mientras se desvestían y se metían en la cama. Pero ve con cuidado.
Al mirar hacia atrás, Luke pensaba que aquello había sido el fundamento de toda su relación. Muéstrame las cimas de la experiencia y sus abismos sórdidos. Vuélveme loco de placer y luego desgárrame de dolor. Llévame hasta el borde, comparte tu gozo y tu furor, conoce mi cuerpo como conoces el tuyo. Pero no te olvides de envolverlo todo en látex. En aquel entonces, seguramente se habría desinfectado la polla y se habría puesto dos condones si así lo hubiese exigido irrumpir en la santidad virginal del culo perfecto de Tran.
Al principio Luke no discernía en qué Tran era diferente, por qué se había prendado de aquel chico guapo asiático habiendo tantos como él en el mundo. En parte era porque Tran no había sido accesible de inmediato. Había representado un reto. Pero la excitación de la caza no explicaba sus conversaciones íntimas e intensas, ni la profunda corrosión, mitad protectora y mitad voraz, que Luke sentía en las entrañas cuando sus cuerpos se acoplaban, ni la sensación de plenitud que les ganaba en su mutua compañía.
Pasar tanto tiempo con Tran le remontaba a Luke hasta el clima de los diecinueve años: apostado en la orilla de tu propia vida, ávido de conocerlo todo y de vivir todas las sensaciones. Tran era como una célula nerviosa pura en un mundo de constantes percepciones sensoriales. Vivía el presente a fondo, tenía la risa fácil y era muy susceptible. Le exaltaba y le aterraba al mismo tiempo su sexualidad incipiente, y Luke hallaba esta combinación estimulante.
Tran era también muy inteligente y curioso por todo. Tenía un talento para pasatiempos complejos que dejaban a Luke estupefacto: programación de ordenadores, cocina, lectura del I Ching. Decía que quería ser escritor, lo que a Luke le ponía algo nervioso, pero por el momento no parecía haber sobrepasado la fase de acumular anotaciones. A la postre dejó que Luke leyera algunas de aquellas libretas, del mismo tipo de las que Luke tenía a los diecinueve años, con sus cubiertas desastradas y de cantos blandos, sus espirales llenas de las virutas de papel que dejaban las páginas arrancadas. Eran sobre todo notas de diario —Tran seguía siendo su protagonista—, pero la voz era clara y atractiva, con rasgos de derroche estilístico.
En suma, la compañía de Tran le inspiraba a Luke el sentimiento de que había sido intelectual y emocionalmente perezoso antes de haberle conocido. La relación le alentaba a atiborrarse el cerebro de información, a apurar las posibilidades de su inteligencia, a leer y a escribir siempre que no estaba disfrutando del sexo con su nuevo amante.
Seis meses más tarde, superaron el percance de la fiesta de Navidad con el mínimo perjuicio. Luke sospechaba que el incidente había sido el modo de Tran de ponerle a prueba, una avanzadilla en territorio peligroso para averiguar cuántas putadas era capaz de soportar. No soportó ninguna, ¡pero qué raro se le hacía estar en el lado malo de la infidelidad! Ojalá hubiera podido disculparse ante todos los chicos a los que les había endilgado su cantinela contra la monogamia: Me niego a estrechar mi esfera de experiencias; o lo admites o te vas, como prefieras, pero yo no voy a cambiar. Se sonrojaba al pensar en esto ahora, porque si cualquiera de aquellos chicos le hubieran querido una décima parte de lo que él quería a Tran, Luke sabía lo mucho que podían haberles herido sus palabras pretenciosas.
Era la relación monógama más larga que Luke había tenido, la única que Tran había vivido, y estaban resueltos a explorar todas sus sendas. Tran se hallaba en proceso de alejarse de los confines afectuosos pero excesivamente protectores de su hogar vietnamita, y Luke contemplaba fascinado su búsqueda de nuevas emociones. Como a Tran la bebida podía sentarle mal, fumaban hierba, inhalaban óxido nitroso, tripaban con ácido alguna que otra vez. Luke nunca se había pirrado por el ácido —ya estaba bastante desfiltrado, y la carga sensorial le atosigaba el cerebro—, pero a Tran le encantaba, lo mismo que los hongos.
Las cosas se pusieron un poco chungas cuando Tran decidió que quería probar la heroína. Luke optó por tirar hacia delante. Siempre había podido mantener un consumo ocasional sin meterse de lleno. Chutarse otra vez sería como visitar a un viejo amigo, un amigo voluble y temperamental, sin duda, pero fiel.
Así que buscó a algunos de sus antiguos contactos, se ligó unas dosis y probó una él mismo. El primer jaco estaba rebajado, le entumeció las puntas de los dedos, le introdujo alfileres y agujas en la médula espinal y le dejó en la boca un nauseabundo gusto medicinal. Tiró las dosis y le dijo a Tran que no había conseguido buen género, pero que lo seguiría intentando. Acabó por agenciarse una carga explosiva, el polvillo rojizo que te ponía suave y lento. Al inyectar a Tran, al buscarle la vena en aquella piel sana y de textura firme y al pincharla con la aguja, Luke estaba tan nervioso como la primera noche en que se acostaron juntos.
Para alivio de Luke, Tran tuvo un buen viaje pero pareció inmune a los encantos más insidiosos de la heroína. No te volvías adicto con el primer chute, como afirmaban los estrechos, pero algunas personas cogían tal cuelgue que quizá fuera cierto el antiguo dicho. Tran dijo que le encantaría probar otra vez la semana siguiente o nunca. De modo que juguetearon con jaco esporádicamente, pero Luke no se reenganchó y Tran no parecía haber contraído nada parecido al hábito. Se encontraban mutuamente más intoxicantes que cualquier droga.
Tran seguía viviendo en casa, pero pasaba casi todas las noches con Luke, y sus padres toleraban su ausencia con tal de no tener que pensar demasiado en lo que pudiera estar haciendo. Según Tran, pensaban que estaba echando unas canas al aire y que pronto sentaría la cabeza, se casaría con una vietnamita encantadora y se convertiría en socio del restaurante familiar. Incluso tenían avistada a una chica concreta, una antigua compañera de instituto a la que Tran calificaba de «mosquita lameculos».
Luke se preguntaba hasta cuándo Tran esperaba representar su farsa de holgazán que no pagaba alquiler, hacía lo que se le antojaba sin comprometerse a nada y se repartía entre dos universos. Parecía el paraíso de un idiota, aunque claro que Luke había abandonado a su familia a los diecisiete años. No había tenido unos padres tan malos: paletos de la inhóspita Georgia, estériles hasta muy tarde, que a él siempre le habían parecido viejos. Era la ciudad lo que le impelió a marcharse, el insulso desprecio en la mirada de sus vecinos, la rapacidad cruel de sus condiscípulos, la arrogante ignorancia, la eterna exhortación a emparejarse y procrear.
Pero Tran había tenido la suerte de nacer en Nueva Orleans en vez de en la Georgia rural, y Luke indudablemente no le reprochaba el hecho de que quisiera mantener una relación con su familia. A fin de cuentas, las cosas iban bien.
Luego se hicieron el test juntos y todo se vino abajo.
Luke nunca se había hecho la prueba del sida en San Francisco. Sabía que tendría el impulso de matarse en el acto si salía positivo, y no podía permitirse el suicidio; todavía le quedaba mucho por escribir. En caso de que estuviese enfermo, conocería la causa de la infección, aunque no su origen exacto. Había tenido siempre un cuidado obsesivo con las agujas. No había sido nada cuidadoso con el sexo.
Se ponía un condón si sus amantes se lo pedían, y se abstenía de correrse en su boca si ellos insistían. Pero poca cosa podía hacer con un compañero aquiescente. El sexo seguro le parecía una forma de muerte viviente. ¿Cómo se podía desear a alguien sin deseo de probar sus flujos? ¿Cómo se podía querer a alguien sin el apetito de conocer sus membranas más recónditas y obtener tu placer de ellas?
Cuando Luke dio positivo, Tran había intentado afrontar el hecho y seguir amándole. Luke se daba cuenta ahora. Pero en aquel entonces, poco más de un año atrás, le había dado la impresión de que Tran sólo quería alejarse. Nada más lógico, ¿qué veinteañero podría encarar el espectro de su propia muerte, y no digamos la de un amante moribundo? La situación se puso fea, muy fea. Luke empezó a verse a sí mismo desde cierta distancia, y la parte literaria de su mente observaba su propia locura, reservándola incluso para más adelante. Quizá no tuviera ya ningún plazo más de calma para rememorar aquel sentimiento. No importaba: el molino nunca cesa de triturar el grano.
Trataron de separarse, se distanciaban y volvían a arrimarse como los repliegues de una herida que no cicatrizaba. En algún momento de este recorrido, Luke descubrió que deseaba hacer daño a Tran, herirse y destilar su sangre en Tran, dejar que un preservativo se rompiera o rasgara. Se percató de que buscaba maneras leves de injuriar físicamente a Tran, empujándole contra la almohada, inmovilizándole bajo su peso en la cama, apretando un poco más de la cuenta aquellos huesos delicados.
Tran lo aguantaba todo. No tenía otra alternativa, pues Luke pesaba todavía dieciocho kilos más, pero su lengua callaba y en sus ojos brillaba un destello de rencor. Comenzó a pretextar motivos para distanciarse. Luke recordaba la mísera exultación que le embargó la primera vez en que tuvo conciencia de que Tran le temía: un arranque de desprecio por sí mismo tan grande que era casi orgullo. Poco después, Tran se liberó. Una ráfaga de interminables llamadas telefónicas a horas intempestivas, una sobreabundancia de cartas intrigantes revisadas sin cesar, y después nada. Nada de nada durante un largo tiempo.
Era demasiado para pensarlo ahora, justo después de haber hecho el programa. Se deslizó fuera del agujero en la página, se alzó sobre rodillas huesudas y codos magullados. Arrastró por último su mente enfebrecida. Casi había oscurecido. Había estado escribiendo todo el día, no había dormido en treinta y seis horas. A veces pensaba que la heroína era lo único que le inducía al sueño.
Fuera, la autopista Airline estaba entornando un ojo adormilado, desperezando la resaca de anoche. Luke oyó motores trucados que pasaban, el zumbido subliminal de neón, el esporádico estallido sordo de disparos. Intuyó un hormigueo de actividad en las habitaciones de alrededor, idas y venidas en la galería. Sexo barato y trapicheos de todo género. Había jaco allí fuera, puro y compasivo.
No aguantaba más en la habitación. Se echó el chaquetón sobre los hombros, se calzó las botas, salió y se sentó en su coche con las ventanillas subidas y la pletina bramando a todo volumen el último disco de Bauhaus, Burning From the Inside. Peter Murphy cantaba solamente la mitad de las canciones del álbum, oficialmente porque estaba en el hospital recuperándose de una doble neumonía. Corría el rumor de que los síntomas de su neumonía presentaban una notable semejanza con los del síndrome de abstinencia de heroína. El consumido y andrógino cantante se había jactado en una ocasión del vaticinio de un adivino de que moriría de sida en París; ahora tenía un hijo.
Por lo que a Luke respectaba, Murphy debería estar allí suplicándole que le dejara ponerse en su lugar. Por supuesto, progenitor, le diría, abriéndose la bragueta, chúpame la minga y luego vete a comprarte un billete a París.
Se acurrucó en el asiento y se cruzó los brazos sobre el cuerpo. Su chaquetón de cuero crujió suavemente, familiar como el sonido de la respiración de un amante. El tacto de la chaqueta le recordó la sensación de estar fuerte.