Tran se balanceó sobre una y otra pierna delante de la verja de hierro forjado de Royal Street y volvió a llamar al timbre. Notaba el pavimento durísimo debajo de las suelas delgadas de sus zapatillas. Llevaba un rato llamando, y aunque por el momento había fracasado, seguiría llamando.
Había dejado su coche y todas sus pertenencias en el aparcamiento de pago junto a Jax Brewery, había tomado sin ganas un café y un simple buñuelo y había merodeado por el Barrio varias horas hasta que juntó el valor de acercarse a la casa. El azúcar y la cafeína le removían en el organismo las drogas de la noche anterior, y tuvo que sentarse y mirar al río un rato para tranquilizarse.
Había pasado hacia mediodía por delante de la puerta, pero era ridículamente temprano para visitar a un residente del Barrio a quien apenas conocía. No tenía idea de los horarios de Jay Byrne, pero por alguna razón dudaba de que fuese una persona madrugadora.
Ahora las sombras de la tarde empezaban a alargarse. Podía ver por la verja el patio de Jay, una oscura selva en paz. Medio envuelta en las frondas, la casita blanca no dejaba ver nada.
Curvó los dedos alrededor de los barrotes negros de hierro. «Por favor, que esté», murmuró. «Por favor, déjame entrar».
Ni siquiera estaba seguro de lo que quería. Jay le había atraído desde hacía mucho tiempo, aunque hasta dos días antes apenas habían intercambiado diez frases que no estuviesen relacionadas con el trapicheo. Algo en la cara de Jay le había fascinado inicialmente, una flacura pálida y disoluta que admiraba pero que a casi todos los demás chicos les parecía denterosa. Ansiaba tocar su pelo rubio y lacio, que se le antojaba infinitamente suave. Le gustaban las sombras grises en las cuencas oculares de Jay y debajo de sus pómulos, sus labios sensuales, sus ojos de un color indefinido. Fantaseaba sobre el cuerpo juncal de Jay, tan diferente de la constitución musculosa de Luke. La sola otra persona con la que había estado era el chico de la fiesta navideña, Zach, cuyo cuerpo era un reflejo exacto del suyo, liviano y huesudo (y Zach había desairado glacialmente a Tran la siguiente vez que se vieron). Soñaba con un hombre alto y esbelto, de piel clara y tersa. Soñaba con Jay, se masturbaba recordando su cara e imágenes de su cuerpo, imaginaba que Jay se presentaba para hacerle un pedido en su bazar semanal de ácido por una serie rotatoria de cafés. Y esa semana había hecho un pedido.
Cuando le pidió a Tran que posara para él, poco faltó para que Tran tuviese una erección in situ. Pero no se podía decir que Jay le hubiera invitado explícitamente a ir a su casa; no podía decirse que Jay fuera un amigo. Tran tenía muchos en el Barrio, pero ahora no le apetecía ver a ninguno.
La escena de la mañana le había afectado de un modo que al principio no era manifiesto. Continuamente evocaba fragmentos: una frase florida de una de las cartas de Luke, leída en voz alta por la voz precisa y el acento fuerte de su padre; el recuerdo de haber paseado una última mirada por la casa vacía, de pie en el cuarto de estar, preguntándose cuándo volvería a ver a su madre.
Y a sus hermanos pequeños. No recordaba haberse sentido tan solo nunca, ni siquiera en las terribles semanas sombrías que siguieron a su ruptura con Luke. Deseaba solamente que alguien le estrechara en sus brazos fuertes y que le susurrase palabras tontas de consuelo que le aliviasen un poco la pena.
Todos sus amigos del Barrio Francés eran jóvenes, extraños, emancipados de sus familias. Se apiadarían en el acto de su problema; le dirían que su padre era un gilipollas, y ahí quedaría la cosa. Lo malo era que Tran comprendía demasiado bien el punto de vista de su padre. No podía hacer nada para remediarlo. A veces estaba harto de los chicos de su edad.
Jay no estaba en casa, no respondía. Cediendo a un súbito sentimiento de desesperación, se recostó contra el timbre de la puerta. No sabía siquiera por qué le resultaba tan urgente ver a Jay, salvo que no tenía ningún otro plan. Tenía dinero suficiente para hospedarse en un hotel, pero se le hacía intolerable la idea de dormir solo en una habitación anónima. Contesta, pensó, tratando de transmitir su mensaje a través del timbre. Por favor, contesta, déjame entrar; por favor; te prometo que no vas a arrepentirte.
Estaba a punto de desistir y de desplomarse desesperado sobre la verja cuando el interfono crepitó. «¿Sí?», dijo la voz de Jay, en un tono cansado, seco y distante.
—Soy Tran.
—Ya sé. Te estoy viendo.
Tran alzó la vista hacia la alta pared de ladrillo de la fachada principal. La coronaban agujas de hierro y espirales de alambre ornamentales. En una esquina de la verja había una cámara de vídeo apuntando discretamente a la acera.
—Bueno… —¿Qué decir ahora? ¿Para qué había ido?—. Nos vimos ayer. Me pediste que posara.
Una larga pausa, y luego: «Ah… sí». Tran sintió un nudo en la garganta. Jay no podría haber improvisado un tono menos entusiasta.
—¿No podrías…? —La voz baja de Jay se apagó. Ahora parecía desorientado, y Tran pensó que a lo mejor estaba todavía en ácido—. Oye, ¿podrías volver dentro de una hora? Estoy algo ocupado.
Estaba con otra persona. Tran lo supo con la certeza de una revelación divina. Estaba con otro y Tran les había interrumpido haciendo el amor. Se le empañaron los ojos de lágrimas. Antes había pensado que estaba solo; ahora sabía lo solo que estaba. «Disculpa que te haya molestado», dijo y se alejó del interfono.
La voz de Jay le llamó.
—¡No, espera! No te vayas. Quiero verte. —La nueva urgencia del tono contuvo a Tran, que se volvió hacia la verja—. Me gustaría hacerte fotos esta noche. Sólo que estoy… en mitad de algo. ¿Por qué no vuelves dentro de una hora?
Ahora el tono de Jay era zalamero, casi acariciante. El cambio fue tan brusco que produjo un pequeño escalofrío en la columna de Tran. ¿Cómo podía alguien cambiar de rumbo tan rápido, con tanta facilidad? Pero la voz misma le atraía, le recordaba a qué había ido.
—Si estás seguro muy bien —dijo.
—Estará mejor que bien —le dijo Jay, y el interfono calló. Tran se quedó parado en la acera, con los ojos velados todavía por lágrimas embarazosas y su cuerpo, de pronto, grotescamente cachondo.
Regresó hacia el Café du Monde. Llevaba treinta horas sin dormir; tenía en el cuerpo no menos de cinco drogas distintas; no tenía domicilio. Era el momento de tomar otra taza de café. Necesitaba entonarse.
Dentro de la casa de Royal Street, Jay estaba más entonado que nunca. Posiblemente tanto como nadie había estado nunca.
A lo largo de la noche, en aumentos graduales, de tazas de té, se había pulido una petaca grande de coñac mezclado con Earl Grey. Se había tomado tres cristales del ácido que Tran le había vendido y había disuelto otros dos más en la petaca para prolongar el cuelgue. A pesar de los estimulantes, había conseguido descabezar un sueño poco después del alba.
Pero todavía sentía el cráneo como relleno de algodón, tenía el pene fláccido y escocido como un gusano clavado en un anzuelo, y la mandíbula le dolía de tanto morder carne indefensa. El cuarto de baño estaba lleno de despojos. Casi todo el cuerpo de su huésped estaba tendido sobre la cama, rezumante y apestoso.
Y Tran iba a volver dentro de una hora.
Recogió en la cocina los materiales que necesitaría y entró en el cuarto de baño. El chico —Jay ya no podía atribuirle un nombre, ni tan sólo la penosa broma de llamarle Fido— yacía de costado sobre el colchón, con los brazos inertes por encima de la cabeza y los pies colgando sobre el suelo de madera. El edredón y las sábanas estaban salpicados de sangre procedente de la herida abierta en el vientre. La cama y la mesilla estaban sembradas de fotos polaroid que ilustraban los diversos estadios de la conversión de un ser humano en mera propiedad: inconsciencia, reanimación, la demencia y el aturdimiento del dolor, la calma. Jay recogió todas las fotos y las guardó en un cajón, junto con centenares de otras.
Extendió por el suelo bolsas de basura y hojas de un Times-Picayune antiguo y antiguo y depositó encima el cuerpo del chico. Junto al área de trabajo colocó un cuenco de agua, un rollo de servilletas de papel, varias bolsas y un cubo grande de plástico. Su cuchillo preferido era uno corriente de cocina, muy afilado pero, por lo demás, carente de distintivos.
Empezó por cortar la cabeza. La carne del cuello era blanda y se separaba en capas carnosas bajo el filo del cuchillo. Cuando llegó a la columna vertebral, insertó la punta entre dos vértebras y las desgajó; al mismo tiempo asió un mechón de pelo y giró la cabeza para separarla del cuerpo. La columna se escindió con un chasquido húmedo. Jay practicó un corte limpio en el jirón de piel residual y desprendió la cabeza.
El pelo era un revoltijo sangriento y la cara hinchada resultaba irreconocible. La punta de la lengua asomaba entre los dientes frontales, manchados de sangre, casi arrancada de cuajo en un paroxismo de dolor. Jay lo había visto antes. Metió la cabeza en una bolsa de compra, de plástico rojo, del drugstore K&B, y empezó con las extremidades. Las manos y los pies los introdujo también en bolsas de comercio, enjuagadas en el cuenco para eliminar el primer flujo de sangre, y limpiadas después como regalos de Navidad.
Quedaba por hacer lo que tendría que ser la mejor parte, en la que detestaba impacientarse. Jay apretó los pulgares contra la suave uve de piel en la base del esternón, los deslizó a lo largo de la línea que dividía en dos el torso y llegó hasta la abertura de la herida abdominal. La ensanchó con suavidad, alzando sus bordes y separándolos hasta que la piel comenzó a desgarrarse. Era muy escurridiza, y en ciertos sitios tuvo que usar el cuchillo, pero pronto tuvo el cuerpo abierto en canal desde la entrepierna hasta el tórax, una húmeda orgía escarlata.
Le llegó el soplo de calor de los órganos recién extraídos. Jay aproximó la cara a la pestilencia visceral, el guiso de sangre y mierda y gases secretos, el raro perfume de las interioridades. Frunció los párpados y las aletas nasales se le dilataron de placer. Pero no había tiempo para recrearse. Ya lo había hecho mientras el chico estuvo todavía vivo. La disección iba a ser un fiasco absoluto.
Sacó metros de intestinos que en sus manos eran como blandas morcillas, el buche encogido del estómago, los riñones duros y menudos, el hígado puerco, grande y vistoso como una llameante floración subtropical. Lo metió todo en el cubo de plástico. Insertó la mano por debajo de las costillas y rasgó el diafragma, las hundió en la cavidad torácica y extrajo ambos pulmones esponjosos y a continuación la textura de caucho y el nudo de músculo venoso que constituía el corazón.
Jay hubiera resquebrajado el pecho de haber tenido tiempo; era una tarea ardua que exigía sudor y una sierra metálica, pero le gustaba la disposición simétrica de sus diversos sacos y músculos, tan diferentes del pringoso amasijo del abdomen. Y las costillas, una vez cercenados los cartílagos que las unían, se desplegaban abiertas como alas escarlatas veteadas de nieve.
Pero tenía prisa, y trabajaba a ciegas. Aunque no era difícil cortarse con el cuchillo y correr el riesgo de mezclar con la suya la sangre de su invitado, la inquietud que siempre embargaba a Jay en aquellos momentos era más recóndita.
Siendo un niño, en algún lugar de los terrenos cenagosos de su familia, había metido la mano en un agujero atrayente en las raíces de un roble vivo y algo le había clavado sus dientecillos afilados como agujas. Jay había apresado la criatura (una especie de ratón o campañol) y la había aplastado entre sus dedos. Después, fascinado por la sensación de huesos triturados, había despedazado el cuerpo blando del animalillo. Pero no había olvidado nunca el dolor lancinante, el pánico entreverado de asco, la certeza de que algo ponzoñoso se había apoderado de él. Lo revivía espontáneamente cada vez que infiltraba la mano en el interior de una cavidad pectoral.
Se ponía condones durante la actividad sexual con sus invitados, pero era un acto casi accesorio. Había intentado utilizar guantes de goma mientras los abría a cuchillo, los evisceraba y los destazaba, pero descubrió que no los soportaba. Podía ponerse una funda en la polla, pero sus manos necesitaban sentir la textura sedosa de las heridas, las interioridades pegajosas. Y teniendo en cuenta las otras maneras en que hacía uso de la carne de sus víctimas, juzgaba una tontería molestarse en adoptar cualquier clase de precauciones.
Ahora el cuerpo era una carcasa desventrada. Relucientes trocitos de vértebras afloraban por debajo de una capa fina de tejido nacarado.
Los colgajos ralos de carne que colgaban de las cías y pendían sobre el agujero del abdomen le recordaban a Jay las hebras de pulpa que quedaban dentro de una calabaza hueca. Sólo el arco de las costillas parecía retener alguna fuerza, y Jay se alegraba de haber preservado el pecho intacto.
Comenzó por lo que había sido la cintura e insertó el cuchillo una y otra vez hasta que únicamente la columna ligaba las dos mitades del tronco. Volvió a encajar la hoja entre las vértebras, la retorció y dio un tirón. El chico se desgajó de sí mismo fácilmente y vertió aún, aunque no abundantes, diversos licores. Jay había hecho bien su trabajo.
Envolvió las mitades en sendas bolsas y los órganos en una tercera; eran bolsas grandes de plástico negro ideadas para contener basura pesada, húmeda y maloliente. Arrastró las bolsas una por una a través de la casa hasta el patio trasero y los antiguos alojamientos de esclavos que había a lo largo del muro posterior de la finca. La construcción era un cobertizo largo y bajo, con un tejado en pendiente y el interior caliente y atestado de enseres. Debido a sus flirteos con la cocaína cuando era un veinteañero, el olfato de Jay no era lo que había sido, pero aun así detectaba un cierto hedor allí dentro. Recostó las bolsas contra una esquina, junto a varias otras en diversas fases de escabechado. Abandonadas durante días o semanas, producían jugos asombrosos.
Había invertido en todo el proceso poco más de media hora. Si bien prefería oficiarlo como un arte, era capaz, en caso necesario, de rebajarlo a ciencia. De nuevo en la casa, fregó todas las superficies del cuarto de baño y recorrió las habitaciones encendiendo palillos de incienso y toda clase de velas: elegantes cirios dorados, lámparas votivas olorosas a fruta, fetiches vudú modernos de calaveras y falos en cera negra, velas de «dinero y fortuna rápidos» del ultramarinos de la esquina, que también vendía boletos de loto y raíces de Juan el Conquistador, velas religiosas con santos muy jóvenes y horripilantes corazones sangrantes pintados en sus recipientes de cristal.
Por último limpió los suelos, cambió las sábanas, se dio una ducha rápida, puso música suave y se sentó a esperar a Tran. Cuando sonó el timbre, veinte minutos más tarde, sonaba Glenn Miller en la radio y Jay navegaba en lapsos de consciencia intermitente. A veces pasaba tres o cuatro días sin dormir apenas, pero sólo ahora comenzaba a sentirse un poco grogui.
Apretó el botón que daba acceso al patio y recibió a Tran en la puerta delantera, vagamente sorprendido de advertir que había oscurecido: ¿adónde se había ido el día? El chico vestía enteramente de negro, perneras ceñidas, zapatillas altas, una camisa escotada de seda que exponía a la vista casi todo el pecho liso. Llevaba la mata brillante de pelo recogida en una coleta, pero largos mechones le cernían la cara. Y la sonrisa en el rostro era de puro alivio, como si la única persona del mundo a quien quisiera ver fuese el pervertido y denteroso amigo Jay Byrne, del Barrio Francés. Era evidentísimo que había valido la pena la limpieza a la carrera.
Plantado ante la puerta, Tran no hizo ademán de entrar. Jay le observaba con curiosidad, a la espera de lo que iba a hacer. Pero Tran no hizo nada, se limitó a quedarse donde estaba con una sonrisita idiota y mirando a los ojos de Jay, como hipnotizado. Normalmente, nadie era capaz de sostener la mirada de Jay; a veces se entretenía jugando a eso en los bares. Pero Tran le mantuvo la mirada tanto tiempo que Jay finalmente desvió la suya hacia el interior de la casa, mirando por encima del hombro.
—¿Te gustaría entrar?
—¡Oh! Sí, perdona —dijo Tran, entrando al vestíbulo por delante de Jay—. Anoche tomé un ácido y un X y acabo de tomar tres tazas de café. Estoy un poco pasado.
Tú siempre pareces un poco pasado, pensó en decirle Jay. Pero no era manera de hablarle a un invitado. En definitiva, tenía que admitir que el género de cuelgue del chico era atractivo. Unido a la androginia asiática de su cara, le confería un aire de inocencia y le volvía más joven de lo que probablemente era.
Entraron en la sala. El humo del incienso y el resplandor de las velas daban a la habitación una fragancia un tanto empalagosa. Jay miró en torno en busca de eventuales indicios de la orgía de la noche. Quedaba la taza de café de Fido en una mesita lateral, posiblemente con los residuos de cuatro paraísos y cuatro pestañas de ácido ensuciando el fondo. Pero en mitad de aquella lívida opulencia de tonos rosas y oro, Tran no iba a reparar en una taza suelta.
—¡Puá! ¡Qué habitación!
—¿Te gusta?
—Sí. Es tan romántica.
Tran se giró hacia Jay. Le traspasó con el fulgor café de aquellos ojos orientales. Era un chico tan guapo… pero local, se recordó Jay; sácale fotos, pero no le toques, porque si empiezas a lo mejor no paras.
—¿Pero sabes qué? Esta música no mola.
Jay se había olvidado por completo de la radio. Ahora rugía una versión instrumental de «Seasons in The Sun», con arreglos para marimba y vibráfono. Qué engorro.
Movió una mano desdeñosa:
—No sé lo que es. Cámbiala si quieres.
Tran fue hasta el mueble y giró el dial. Encontró en seguida algo que le gustaba, una voz solista masculina sobre un sintetizador lento y chirriante.
—Esto mola. Debe de ser la emisora LSU de Baton Rouge. ¿Te gustan los Nine Inch Nails?
—Oh, sí —Jay no tenía la más mínima idea de quiénes eran. Oía mucha música, pero no tenía juicio, ningún gusto individual. Supuestamente era un defecto de nacimiento. Podía disfrutar de «Seasons in The Sun» o de cualquier otra abominación tintineante; de las vibraciones, que llegaban a la médula, de una fuga de Bach; de la canción que ahora transmitía la radio. Pero no hacía una distinción auténtica entre músicas. Le gustaban todas del mismo modo contentadizo, y ninguna le inspiraba gran cosa. Cuando alternaba con chicos de la edad de Tran, le costaba trabajo adivinar qué música presuntamente molaba y cuál otra era horripilante.
Tran se sentó en un extremo de un confidente, con sus dos asientos púrpura, dejando visiblemente espacio para que Jay se sentara a su lado. Éste lo pensó un momento y luego se sentó enfrente. Si aquello iba a llevar a alguna parte, serían tan sólo fotos.
—Y entonces —dijo, tanteando—, ¿qué tal la juerga?
—¿La qué…? —La voz de Tran se apagó. Parecía atónito, como si no recordase en absoluto lo que había hecho en las últimas veinticuatro horas. Después se echó a reír—. La juerga. Eso. Si supieras cómo me gustaría no haber oído ni hablar de esa estúpida fiesta… pero habría ocurrido de una manera u otra, tarde o temprano. Tenía que ocurrir.
—¿Qué? —preguntó Jay, un poco molesto, con ganas de que el chico dijera por fin algo coherente. El cuelgue era atractivo hasta un cierto punto, pero la histeria maniática lo era menos.
—Oh… mi deshonra filial… mi levantamiento de cadáveres… el veneno en mi sangre. Elige. —Volvió a reírse. El tono era enigmático, pueril, indiferente—. Me han echado de casa de mis padres esta mañana. Mi padre ha descubierto que soy gay y cree que tengo el sida.
—¿Lo tienes?
—No en el último chequeo.
—¿Entonces cuál es el problema?
—El problema es… que ahora nadie me quiere. —Frunció el entrecejo por el patetismo de sus propias palabras, tiró de un mechón lustroso detrás de la curva multiperforada de una oreja—. O sea, no tengo donde ir. Pensé…
—¿Qué pensaste?
—¿A veces tú no…? —Tran le dirigió una mirada esperanzada y Jay se negó a animarle. En vez de eso degustaba la esperanza visible en los ojos de Tran—. Tenía la impresión de que recibías visitas.
—Bueno, supongo que sí. A veces. Pero por lo general son gente de fuera y no se quedan mucho tiempo.
Jay reflexionó cuidadosamente sus palabras siguientes. Seguía resuelto a dejar tranquilo a Tran. Pero si le permitía quedarse a pasar la noche, estaba seguro de obtener unas buenas fotos. Era posible que se corriesen juntos, pero Jay evitaría a toda costa ponerle las manos encima.
—¿Quieres visitarme? —preguntó.
—Sí. Mucho. —Tran esbozó de nuevo su sonrisa desgarradora. Luego, con un movimiento ágil, se deslizó de su asiento y aterrizó en las rodillas de Jay—. Hace mucho tiempo que quería visitarte —dijo, y cubrió los labios secos de Jay con los suyos.
A Jay le pilló totalmente desprevenido. Para cuando quiso darse cuenta, sus manos estaban anilladas a la espalda de Tran y sus lenguas se habían fundido como chocolate caliente. Su polla escocida chocaba y se aplastaba contra el interior de la bragueta. Los dedos de Tran la rozaron y, tras una pausa, actuaron con mayor audacia. El gemido de Jay fue en parte excitación, en parte dolor y en parte propósito frustrado. Deslizó la derecha por debajo de la camisa de Tran y ascendió el sedoso risco de su columna, a la par que hundía la mano izquierda por la pretina de los leotardos y le exploraba con el dedo la vellosa fisura del culo.
Tran interrumpió el beso para respirar. Le brillaba en los ojos una emoción febril. Sus labios mojados se curvaban en una débil sonrisa. Asomó la punta rosada de su lengua, probando las salivas mezcladas.
La canción de la radio terminó y la voz del locutor llenó la habitación, baja, ronca y hostil: «Y ahora esta otra… dedicada a mi amor perdido, dondequiera que esté. ¿Estás ahí, estás escuchando, todavía odias el sonido de mi voz? No lo sabré nunca, supongo. Aquí te dedico otra, gusano de mi corazón».
Un instante antes de que el cuerpo de Tran se pusiera rígido en sus brazos, Jay no había decidido si quería rajar a aquel chico lentamente o sólo tirarle al suelo y penetrarle. Pero de pronto Tran saltó de las rodillas de Jay y empezó a correr por la habitación, aullando una maldición ininteligible, acallando en mitad de una frase a la voz sensual de una cantante.
«¡¡¡HIJO DE PUTA!!!», chilló Tran al techo. «¿POR QUÉ AHORA? ¿POR QUÉ AQUÍ? ¿CÓMO ME HAS ENCONTRADO?». Se arañaba el pelo con zarpas enloquecidas, se deshizo la coleta, se escondía con mechones su rostro afligido. «Mi vida…». Ahora parecía estar hiperventilando. «… está…». Cayó de rodillas sobre la alfombra china, comunicando un temblor subliminal a todos los vasos y cristales de la sala. «… TAN… ¡JODIDA!».
Sollozaba, tumbado en la alfombra. Jay no sabía qué hacer. Había visto llorar a muchos chicos, pero sólo a instigación suya. Le miró, perplejo. Por fin cesó la convulsión en los hombros de Tran; cesaron los hondos, crudos sollozos que le salían de las entrañas; rodó hacia un costado y se tendió ovillado en una postura fetal, de espaldas a Jay Contra la trama roja y dorada del tapiz, su pelo tenía un lustre negro de obsidiana.
Si Jay se sentaba en el suelo a su lado, Tran le consentiría acariciar suavemente su tupida masa de cabello, lamerle las lágrimas de la cara, desvestirle y poseerle allí mismo, con quemaduras en la alfombra y demás. Jay lo sabía con tanta certeza como conocía la anatomía humana. Pero no podía permitirse hacerlo, no después de una reacción semejante. Tran se había manifestado imprevisible, y las personas imprevisibles eran peligrosas.
Así que se quedó sentado en su asiento, percibiendo todavía el peso fantasma de Tran sobre sus muslos, y se puso a divagar. Era natural que divagase sobre las cosas que había hecho la noche anterior, y para cuando Tran habló, casi se había olvidado de su presencia.
—Lo siento —dijo Tran, en voz baja. Se volteó sobre la espalda y fijó la vista en el techo—. No, qué coño. No lo siento en absoluto. Estoy harto de pedir disculpas a todo el mundo por cosas sobre las que no tengo alternativa. He venido esperando que me dejaras llorar sobre tu hombro, que quizá me borrases de la cabeza mis problemas con un buen orgasmo. —Ladeó la cabeza para mirar a Jay Éste le miró, pero no dijo nada ni se movió, y al cabo de un momento Tran prosiguió—. Pero sabía que iba a perderlo tarde o temprano. Ya ves, desde la primavera de este año, nada me ha ido bien en la vida. La culpa la tiene el tío cuya voz acabas de oír en la radio. Fue mi novio durante un año y medio. Mi primer novio. Mi primer amante. Luego él… —De nuevo asomaron lágrimas, pero Tran las contuvo; Jay podía oírlas descendiendo por el angosto paso de la garganta—. Enfermó. E intentó matarme.
Esto sacó a Jay de su sopor.
—¿Intentó matarte?
—Intentó inyectarme su sangre —Tran aspiró aire y luego lo expulsó—. Solíamos chutarnos heroína juntos. No a menudo, sólo un par de veces. Habíamos parado cuando llegaron nuestros tests de HIV. Él daba positivo y yo… negativo. Siempre teníamos mucho cuidado. Pero un día desperté y se había llevado todos sus libros… y con una jeringa se había extraído sangre del brazo… y estaba punto de pincharme con ella. Me limité a mirarle y le dije: «Luke, ¿qué estás haciendo?», y él me dijo: «Quiero que me ames para siempre», y se echó a llorar. Yo tenía miedo de tocarle porque tenía todavía la aguja en la mano. Así que me quedé quieto, viéndole llorar. Al cabo de un rato me dejó que le quitara la jeringa. No sabía qué hacer con ella y la metí en una botella vacía de Coca-cola, de ésas que tienen un tapón que gira, y la cerré con cinta adhesiva negra. Todavía la tengo.
—¿Por qué? —preguntó Jay, aunque estaba seguro de conocer la respuesta.
—Porque era suya. Era casi la última cosa que me dio. No podía tirarla. Y porque es un residuo tóxico.
—Nunca se sabe cuándo puede hacerte falta un arma.
Tran asintió, con una débil sonrisa.
—Luke llevaba siempre una cuchilla en la bota. Después de caer enfermo, dijo que si alguien le tocaba los cojones, se daría un tajo en la muñeca y le salpicaría los ojos de sangre.
—¿Lo hubiera hecho?
—Por supuesto.
Jay no supo qué más decir, y no dijo nada. Un momento después Tran dijo:
—Supongo que te preguntas por qué me enrollé con él.
—No, realmente no.
Tran no pareció oírle.
—Yo me repetía que él no siempre había sido así, que había cambiado después de enfermar. Pero no es cierto. Luke ha estado siempre loco. Siempre ha habido esa corriente de violencia en él.
Es un escritor brillante, un conversador brillante. Sabe cómo embellecer las cosas. Pero incluso antes de que diera positivo, todos los días de su vida, se llevaba a matar con el mundo. Solía decir que ojalá se despertara un día sin estar cabreado. Un solo día. Pero no podía. Ahora tiene ese programa en una radio pirata. Se lo agenció después de que rompiéramos, y no sé dónde lo emiten ni quiénes lo hacen. Pero es a él a quien conoce todo el mundo. Usa el sobrenombre de Lush Rimbaud. Oigo a gente del Barrio hablando de él y tengo miedo de decir algo por si se dan cuenta de quién es. A veces incita a matar a gente, a matar a los estrechos. Procreadores, los llama. Políticos, evangelistas y demás, pero también gente normal y corriente, cualquiera que le joda.
La poli va a ir por él cualquier día de éstos. No quiero que le trinquen. No quiero que se muera en la cárcel.
—¿Todavía le quieres?
Tran se lo pensó y luego asintió.
—Sí. No quiero volver a verle, pero me preocupa lo que le pase. Es la persona más inteligente que he conocido, y la única de quien he estado enamorado. Quisiera que disfrutara de la vida… pero lo único que puedo desearle es una muerte decente.
Una muerte decente. La expresión le sonó rara a Jay. Supuso que todas las muertes que él infligía eran claramente indecentes, pero por eso mismo las gozaba. Para él era un pensamiento insólito. Dedicaba la mayor parte de su tiempo a planear el modo de conseguir chicos, someterlos a una lenta tortura hasta la muerte y a jugar luego con sus despojos y evocar los detalles. Pero rara vez se detenía a pensar en sus móviles. Era simplemente algo que necesitaba hacer, que había necesitado casi todo el tiempo de su vida y que llevaba haciendo desde hacía diez años. En ocasiones el ansia aumentaba y tenía que cargarse a dos o tres chicos en el mismo número de semanas. Otras veces se calmaba, y durante meses sacaba fotos de chicos y les dejaba marcharse indemnes y con dinero en el bolsillo.
Pero tarde o temprano la necesidad volvía, y durante largo tiempo sus invitados se convertían en huéspedes permanentes.
Tran se levantó y estiró los miembros. Entre la orla de su camisa y el elástico de sus leotardos, Jay vio una hondonada tersa de piel dorada e imberbe. Pensó en apretar sus labios contra ella, en cosquillearla con la lengua y a continuación clavar los dientes y rasgarla hasta paladear el sabor de la sangre, de sabrosa carne viva, la esencia gelatinosa de la vida. El apremio le llameó en el vientre, le succionó los intestinos, le hormigueó en los testículos. No se movió, apenas se atrevía a respirar.
—¿Te importa que me lave la cara? Debo de estar espantoso.
Jay logró hablar a través de los labios rígidos: «Al fondo del pasillo».
Tran salió del salón. La urgencia remitió un poco. Jay sintió un dolor agudo en las manos: comprendió que las había curvado en un puño y estaba clavándose las uñas profundamente en las palmas. Se frotó los ojos, enjuagó el sudor de su frente y del labio superior. ¿Pero qué está ocurriendo aquí?, se preguntó. Era el invitado más peligroso que había pisado su casa. Los padres de Tran le habían echado de casa esa mañana, pero eso no impedía que le buscaran al cabo de unos días, cuando no de unas horas.
El ansia de poseer a una criatura tan hermosa era inevitable. Pero al escuchar el relato angustiado de Tran, a Jay casi le había sorprendido que el chico le gustara. Nadie le había hablado nunca con tanta sinceridad. Había habido chicos que habían confiado en él sin reservas, pero por estupidez, por desesperación o por ambas cosas. Había habido otros que recelaban abiertamente de él desde el momento en que establecían contacto hasta el instante en que perdían la consciencia. Pero nadie había sopesado las opciones y tomado la decisión consciente de fiarse de él del modo en que Tran parecía haber hecho.
No le había tratado como a una presa fácil ni como a un padre benévolo, como hacían la mayoría de los chicos. Se había comportado como si estuviera en compañía de un amigo. Jay no había tenido nunca amigos vivos, y no sabía muy bien qué hacer con uno. Todos sus camaradas de la infancia, forzados por sus madres a aceptarle, porque procedía de una buena familia de los barrios altos, no habían tardado en rehuirle, porque era cauteloso y con frecuencia cruel.
Sus invitados se convertían en amigos en cuanto habían muerto, pero eran amigos sondeables: siempre le pertenecerían, puesto que no se marcharían nunca. Una persona viva podía optar por marcharse. Cabezas momificadas y huesos blanqueados no podían siquiera soñar una deslealtad semejante. Todos los chicos de Jay formaban parte integrante de él. Se quedarían a su lado siempre, carne de su carne, y le amaban desde dentro.
Permaneció sentado en silencio, aguardando a que Tran volviera.
Tran se mojó la cara con agua fría y dejó que goteara mientras se observaba en el enorme espejo encima del lavabo. El cuarto de baño estaba decorado por completo con cuadrados blancos y negros, pequeñitos en las paredes y grandes en el suelo. La repisa, el lavabo, las toallas, la cortina de la ducha y el cepillo de dientes de Jay (metido en un vaso de cristal) eran negros; el inodoro y la bañera eran de una inmaculada porcelana blanca. El fondo del lavabo estaba ligeramente perlado de agua, pero un pelo suelto maculaba su superficie reluciente. En el cuarto no había nada de leer ni ningún producto visible de aseo, exceptuando una jaboneta blanca, un rollo de papel higiénico y una botella de champú de un color negro mate.
Tran pensó en el cuarto de baño de su casa, con la repisa atestada de sus varias lociones capilares, pomadas dérmicas, lápices de ojos y la pasta de dientes chispeante de los gemelos, con sabor a chicle. Había toallas de colores, camisetas y ropa interior desparramadas, un viejo recipiente en una esquina, lleno de los juguetes de bañera de sus hermanos. Parecía ciertamente un lugar habitado. En el de Jay, por el contrario, no había indicios de que un ser humano utilizase a diario el cuarto de baño.
Había tres tiradores debajo del lavabo. Tran los abrió, uno tras otro. El de arriba contenía pasta dentífrica, una maquinilla de afeitar y un tubo de espuma de aspecto costoso, un cepillo y un peine de plata, tijeras y una barra de desodorante. El central estaba vacío. En el de debajo había una bolsa de cremallera llena de algo blando y multicolor. Cuando Tran la cogió, comprendió que contenía cabello humano de todos los tonos y texturas, algunos obviamente teñidos. La puso en su sitio apresuradamente, como si hubiera tropezado con un sórdido secreto.
También había un armario escondido debajo del lavabo, con sus bordes al ras del resto de la madera, y apenas visible. Deslizó sus dedos en la ranura de su manilla y se abrió con un susurro. Dentro había un cubo lleno de agua que olía a desinfectante. Sumergidos en el agua había varios perversos artefactos sexuales: de látex rosa carnoso, negro brillante y gelatinoso, y de plástico amoldado, de punta doble, doble púa, acanalados, protuberantes, acampanados. Tras la bolsa del pelo, el impacto de aquello era mínimo. Pero Tran no pudo por menos de imaginar a Jay utilizando con él alguno de aquellos juguetes, murmurándole a la oreja, acariciando la curva de su espalda, introduciendo la extraña forma muy dentro de sus intestinos.
Se enjuagó la boca con la pasta de dientes y salió del cuarto. Al otro lado del pasillo estaba el dormitorio, en cuyas penumbras parpadeaban unas velas. Atisbo poco más que la brillante superficie de la madera del suelo y una cama muy espaciosa. Al recorrer el pasillo, reparó a su izquierda en el arco de entrada de la cocina. Estaba demasiado oscura, pero parecía tan impoluta y resplandeciente como el baño.
Entró de nuevo en el salón, donde Jay seguía tan rígido e inmóvil en su asiento como Tran le había dejado. Las velas bañaban su rostro en una luz dorada. El humo de los palillos de incienso que nimbaba su cabeza y el tronco le conferían un aire etéreo. Su rostro de perfil tenía una angélica serenidad austera. Tran quiso acercársele, sentarse a su lado, continuar lo que Luke había interrumpido. Pero no se animó a hacerlo; ignoraba lo que Jay pensaba de su arrebato, o incluso si su presencia en la casa era bien acogida.
Se recostó contra el quicio de la puerta. Una timidez súbita le ascendió por la garganta, amenazando asfixiarle.
—¿Todavía quieres que pose para ti? —preguntó, en voz tan baja que al principio dudó de que Jay le hubiese oído.
Jay se removió, pero sin mirar a Tran.
—No… Ahora mismo no.
—¿Quieres que me vaya?
—Quizá sea lo mejor.
No para mí, pensó Tran. Su corazón le dio un vuelco; le dolían las pelotas. El cuarto de baño le había puesto un poco la carne de gallina; no tanto los extraños adminículos del tirador y el armario, sino la asepsia perfecta del cuarto, la dificultad de creer que un hombre se lavaba, se afeitaba y defecaba allí todos los días. Había oído los rumores sobre Jay en la calle: que el tío era un bicho raro y frío; que te la mamaba sin mirarte siquiera a los ojos; que la casa olía raro. Se decía que era muy rico, con todas las excentricidades concomitantes. Pero a Tran todo aquello le tenía sin cuidado. Las pocas veces que había hablado con Jay había percibido un aura de poder soterrado, de control absoluto. Aquel hombre era capaz de descubrirte tus deseos más profundos y de orientarlos tanto hacia el dolor como hacia el placer.
Había experimentado una certeza similar cuando conoció a Luke, y no se había equivocado. Pero mientras que el poder de Luke era una fibra tosca de supermacho, el de Jay parecía infinitamente refinado.
No quería marcharse. No estaba seguro de poder soportar que le expulsaran de otro lugar el mismo día. La imagen de sí mismo anidado en la curva pálida de los brazos de Jay, saciado de sexo y a punto de dormirse, le había sostenido durante tanto tiempo que le resultaba impensable la idea de pasar la noche de otro modo.
Tran se sintió un cabroncete manipulador —apelativo con que una vez le había honrado Luke—, cuando se plantó delante de la butaca de Jay, se desabrochó la camisa y dejó que se deslizara de sus hombros y cayera a la alfombra. Notó los ojos de Jay taladrando su pecho desnudo.
—Me da igual que no me saques fotos —dijo—. Haré lo que tú quieras. Sólo quiero conocerte. Por favor, no me eches.
Jay se levantó. Era unos quince centímetros más alto que Tran, y su aire desgarbado escondía una constitución fuerte y correosa. Tran no quería otra cosa que arrojarse en sus brazos, apretar su cara contra el pecho de Jay y esperar a que le transportara. Pero Jay se limitó a agarrarle por los hombros y a mirarle a los ojos, mitad enfadado y mitad perplejo.
—¿Qué buscas aquí? ¿Qué quiere decir eso de que quieres conocerme? ¿Por qué?
—Porque me fascinas —le dijo Tran, francamente.
Jay suspiró, dejó caer las manos y luego lentamente volvió a levantarlas hacia el tórax desnudo de Tran. Estremecido por el contacto, a Tran se le puso carne de gallina. Se obligó a mantenerse momentáneamente quieto, para que Jay pudiese explorarle. A Jay le gustaba llevar la iniciativa, al igual que siempre la tomaba Luke.
Los pulgares de Jay rozaron las tetillas de Tran, hicieron un alto y después trazaron perezosos círculos alrededor de ellas. De la garganta de Tran se escapó un tenue gemido extático. Echó hacia atrás la cabeza y ofreció suplicante a Jay la línea suave de su cuello. Los labios de Jay se cerraron sobre la uve de su clavícula, subieron hacia el cuello y por el contorno de la mandíbula, y rozaron su boca. Entonces Jay retrocedió y había una intensidad aterradora en sus ojos, moteados por destellos de la luz de las velas y nublados por un deseo tan acuciante que rayaba en doloroso.
—Más vale que te prepares para lo que suceda —le dijo a Tran. En su voz latía una oscura promesa.
—Lo que sea —susurró Tran.
A la luz de las velas, en el dormitorio, se descalzaron a puntapiés, se trabaron mutuamente y se derrumbaron encima de la cama, forcejeando, atacando, capitulando. Jay infiltró los pulgares como garfios por debajo de la cintura de los leotardos de Tran y se los desgarró hasta la mitad. Afincó la mano en la erección de Tran y deslizó los dedos sobre ella.
Se desabrochó los pantalones, se los quitó febrilmente y se abalanzó encima de Tran, envolviendo los lustrosos miembros del chico con los torpes suyos. «Tu cuerpo sabe tan bien», le musitó Tran al oído. Esto paralizó a Jay un segundo: la mayoría de los chicos no le hablaban en la cama, ni siquiera cuando estaban todavía conscientes. No supo si debía contestar o no.
Buscó la boca de Tran y la selló con la suya, olvidando su duda por completo. A Jay le gustaba besar áspero y hondo; encontraba apetitosas las membranas resbaladizas de la boca de un chico. Succionó los labios de Tran hasta dejarlos lívidos, invadió su garganta con la lengua. Tran le ciñó con sus brazos flacuchos, le arañó débilmente la espalda con sus pequeñas uñas afiladas. Acoplaron las caderas, entrelazaron las piernas. Jay tenía la polla tan tensa que creyó que podría reventar. Qué muchacho, qué fabulosamente deliciosa criatura había venido a él voluntariamente, a posta. Debía ser una dádiva de los dioses oscuros a los que apaciguaba con sus obsesiones, un bombón exquisito que podía desgarrar a su antojo…
Jay se desvió de este curso mental. El chico no era un regalo. Era un camello, Cristo bendito, una cara conocida del Barrio, un oriundo de Nueva Orleans con familia en la ciudad. Hacerle daño sería una auténtica locura. No importaba la cautivadora fragilidad de sus huesos. No importaba lo tensa que se pusiera la expansión de su entrepierna bajo las manos de Jay, estremecido por el secreto movimiento de las vísceras a ras de la superficie. Tran alzó las manos por encima de su cabeza y arqueó la espalda, impulsando hacia Jay la caja torácica. En su rostro había una expresión mitad de miedo y mitad de excitación cruda. Sus ojos y su boca mojada brillaban en las penumbras. Por lo que a Jay respectaba, tanto daba que el chico hubiera tenido las palabras ÁBREME EN CANAL, TE LO SUPLICO inscritas en el pecho con un rotulador.
Para distraerse de fantasías carniceras, Jay agachó la cabeza y chupó una tetilla de Tran. La notó bajo su lengua tan tiesa y parda como canela. La piel de Tran olía a jabón y a un tenue rastro de almizcle. Sus dedos erraban por el cabello de Jay, incitándole a que bajara la cabeza. Él evitó tocar la cara inferior del tórax y cualquier parte de la región abdominal. Aferró, en cambio, los huesos de sus caderas, perfectos asideros naturales, y enterró la cabeza entre las piernas de Tran. Al instante se extravió en un mundo de sudor fragante, de pelusa negra que le cosquilleaba los párpados, de carne ondulada y sedosa que palpitaba contra sus labios. Lamió un surco mojado desde la base de los testículos de Tran y recorrió con la lengua el camino hasta el glande, y después engulló la polla hasta muy dentro de la boca.
La sensación de tejido absorbido que resbalaba a lo largo de su lengua y le atragantaba fue casi intolerable. Jay asestaba zarpazos al culo de Tran, a la carne exigua de sus muslos. «Jay… oh, Jay, voy a correrme… no me tragues… ah…».
Trató de escabullirse. Jay se apuntaló de nuevo en los huesos puntiagudos de la cadera y anilló con la garganta el tallo de la polla de Tran lo más dentro que le cupo en la boca. Cuando un reflejo de náusea le previno, Jay respiró hondo y lo rechazó. Una cosa era abstenerse de probar la sangre o la carne del chico, y otra privarse del sabor salado de su esperma.
Ya manaba, inundando el fondo de su lengua, circulando cálido y levemente cáustico por su garganta. Tran emitía sonidos increíbles: jadeos, sollozos, pequeños chillidos. Jay absorbía, absorbía. La corrida de Tran era espesa, copiosa y ligerísimamente agria. Jay se la imaginó fermentando en las bolsas y tubos secretos de sus testículos, enriquecida por los productos químicos que Tran había recientemente ingerido, un concentrado vertiginoso. Espermatozoides, proteínas, extractos embriagadores de la próstata y la glándula de Cowper…
Su erección le atormentaba de nuevo, reclamaba atención. Se incorporó junto a Tran, le besó la boca y los párpados, le guió la mano hacia su polla. Los dedos de Tran se cerraron alrededor, agradecidos, y friccionaron hacia arriba y hacia abajo, suave al principio y luego un poco más fuerte, apretando, ávido… después suave de nuevo, tanto que dolía. Fuera lo que fuese lo que a Tran le había hecho aquel tipo, Luke, le había enseñado al chico a manejar el pene de un hombre con cuidado y destreza.
—No deberías haber tragado el semen —murmuró Tran—. Te lo dije…
—Lo necesitaba.
Algo en el tono de Jay silenció a Tran. Su mano continuaba frotando, resbalando, acariciando. Un minuto o dos después Jay estaría al borde del orgasmo, y eso le inquietaba. Los chicos que salían de la casa indemnes eran, por lo general, aquellos a los que sólo había fotografiado. Había acabado en la cama con algunos, les había dado lo que pedían, les había hecho una mamada y les había dejado marchar. Pero ninguno había sobrevivido una vez que Jay había eyaculado.
Una neblina sangrienta empezó a empañar los bordes de su visión. Oleadas de placer espumeaban en su cerebro. Un oscuro jirón de tejido le colgaba de la boca, chocaba contra el mentón… no, eso había sido anoche, era un recuerdo.
—Fóllame —jadeó Tran—. Quiero tenerte dentro.
De pie junto al colchón, el instinto le guió hacia el cajón de la mesilla y la caja de preservativos lubricados (aunque no hacia la ensangrentada pinza de cangrejo escondida en el fondo). Con un solo y avezado movimiento, rompió una de las fundas, extrajo el condón y envolvió la verga de Jay en un fino calcetín de látex.
Tran volvió a tumbarse de espaldas y levantó las rodillas para exponer dos conmovedoras medialunas de carne con un ojo rosa derretido en su centro. El esfínter hipnotizó a Jay, le atrajo como un remolino. Nadie hasta entonces le había enseñado voluntariamente el orificio del culo. El gesto le impresionó por su expresión de confianza… por la elección de confiar, del mismo modo que la decisión de Tran de hablar con él antes.
¿Pero qué se había dicho a sí mismo después de que Tran se hubiese sincerado? Imprevisible. Peligroso. Fuera de los límites. Si se follaba a aquel chico, con toda seguridad lo mataría. Y matarlo sería un craso error por numerosos motivos.
Se vio a sí mismo montado a medias encima de Tran, a horcajadas sobre sus caderas estrechas, con la testa de la polla penetrando en el calor prieto del culo de Tran. «¡Métela, métemela!», suplicaba Tran, balanceándose debajo de Jay. Qué fácil sería hundirse en aquella resbalosa funda de músculo y membrana, perderse en aquel Dédalo acogedor sin pensar en las consecuencias. Tal vez pudiese hacerlo. Tal vez Tran fuese el único chico que sobreviviría a su orgasmo. Tal vez fuese agradable compartir un fulgor ulterior con alguien que todavía respirase.
Jay sintió que se le empañaban los ojos de lágrimas. Quería que Tran conservase la vida, lo quería de veras. No quería a sus amantes muertos. Al principio su único deseo había sido que se quedasen con él, y al parecer, de poder elegir, ninguno quería. En algún punto del recorrido, el control se convirtió en un placer por sí mismo. Luego pasó a ser el placer principal. Drogaba a chicos y sacaba fotos de sus cuerpos tranquilos e indefensos, y observaba fijamente su rostro desconocido mientras les estrangulaba.
A la larga estrangularles no bastaba; quería que ellos reaccionasen, y empezó a reanimarles antes de morir, haciéndoles primero un poco y luego muchísimo daño. Se enamoró de sus entrañas corporales, descubrió que las prefería a la envoltura del cuerpo.
Pero no obstante su deseo de idolatrar las vísceras de Tran, sentía idéntico anhelo de no causarle el menor daño, de penetrarle y moverse dentro y que él gozara, de abrazarle después y escuchar su respiración, sestear en su calor que no se marchitaría.
«¡Jay! ¡Fóllame!». Tran asió hacia atrás con las manos el culo de Jay e intentó empujarle hacia delante, más adentro. La polla de Jay se hundió un poco más; Tran emitió un gemido ronco, salvajemente erótico; y Jay comprendió sin sombra de duda que si penetraba de aquel modo el cuerpo de Tran, no pararía hasta verle desventrado.
Tomó la decisión consciente de parar, algo que no había hecho nunca. Precisó cada gramo de su voluntad para refrenarse y salir. Sus reservas volitivas, por suerte, eran considerables.
—No puedo follarte —dijo— en serio, tendrás que irte.
Tran compuso una expresión conmocionada. Lágrimas de frustración ensombrecieron sus ojos.
—¿Qué significa eso de que no puedes follarme?
—Te digo que no puedo. Ya no tengo ganas. Olvídalo.
Retiró el preservativo de su pene declinante, lo depositó hecho un montoncito pegajoso en la mesilla y se tumbó a la espera de lo que sucediese. Si no ocurría nada, hubiera podido quedarse así toda la noche. Un entumecimiento placentero comenzaba a embargarle. Sentía los huesos blandos y los tejidos impregnados de un opio líquido.
Pensó en las piernas alzadas de Tran entregándose. Pensó en Luke (una corpulenta figura sin rostro) encima de Tran como él había estado, pero tratando bien al pobre chico, jodiéndole hondo y fuerte y dándole todo lo que él quería y quizá un poco más.
Ninguna de las dos imágenes afectaron a Jay en absoluto.
Algo le rozó la cara. Eran los dedos de Tran, sudorosos y tímidos, que avanzaban a su encuentro.
—Está bien —dijo Tran—. Llámame si cambias de opinión. Quizá si nos conociéramos un poquito mejor…
Exactamente, pensó Jay. Seguro que temblarías si llegases a conocerme, ver cómo paso mis veladas, conocer a mis amigos. Pero tan sólo dijo: «Quizá». Tran suspiró.
—Oye, detesto preguntar…
—¿Qué?
—¿Puedo quedarme aquí? ¿Sólo esta noche? No tengo ningún sitio donde ir.
—Claro.
—Dormiré en el sofá, si quieres.
—No te preocupes por eso.
Jay comprendió que ya no sentía la menor atracción por Tran, aunque le gustaba tener a su lado en la cama su cuerpo cálido y flexible. Había rechazado aquellos sentimientos y ahora ya no existía peligro. Herir a Tran hasta aquel punto era tan improbable como hacer trizas la almohada. El chico era un simple consuelo pasajero que se iría a la mañana siguiente. Su organismo ya había eliminado por completo las drogas y Jay se notó exhausto. Apretó una vez la mano de Tran, un gesto tan inhabitual en él como la amistad. Luego se giró y sucumbió en el acto a un sueño profundo y sin sueños.
Tran miraba tendido la lisura de la espalda de Jay, dolorido de rijo y de decepción. No acertaba a entender lo que había ocurrido. Le habían exaltado el tacto y el sabor de Jay, y anticipaba la deliciosa sensación de su polla entrándole en el culo. Habían estado tan cerca de perderse mutuamente el uno en el otro. Y, de repente, esto.
No había estado con nadie desde la ruptura, hacía casi ocho meses, y había habido momentos en que se preguntaba si Luke habría arruinado totalmente su vida sexual. Cuando Jay le llevaba al dormitorio, había pensado que esa aprensión se desvanecía por completo. Ahora se sentía peor que nunca.
No habría manera de dormirse pronto. Se incorporó, giró las piernas sobre el borde de la cama y se puso de pie titubeando. La sangre afluía a su cabeza, y sintió un mareo y la vista momentáneamente oscurecida. Tanteó el camino hasta la puerta del cuarto y el pasillo.
Al llegar a la cocina se dio cuenta de que se moría de hambre. A Jay no le importaría que se preparase un tentempié. El suelo y las repisas estaban limpísimos, al igual que el interior del frigorífico. Encontró pan, mostaza y mayonesa, y una especie de carne cortada en rodajas en una bandeja. Se preparó un bocadillo y se sirvió un vaso de leche. Le gruñó el estómago ante los ricos aromas, y tuvo conciencia de que sólo había comido un buñuelo desde la tarde del día anterior.
Llevó el refrigerio a la sala y se sentó con las piernas cruzadas en el centro de la alfombra, escenario de su acceso frenético. La carne estaba cruda y era tierna, como una clase de carne de vaca que su madre le compraba en ocasiones al carnicero vietnamita. La leche estaba fría y era fresca. Al terminar de comer, llevó los platos a la cocina, los fregó y los puso a secar en el escurridor.
Se sentía mejor, pero seguía estando ridículamente cachondo.
Se encontró en el cuarto de baño sin saber del todo por qué estaba allí. El armario de debajo del lavabo estaba abierto y el cubo de juguetes sexuales le llamaba con su canto de sirena. Tran vio sus manos sumergirse en el agua olorosa a lejía; eligió un dildo largo, esbelto y de un color de gelatina rosa que se parecía mucho, en tamaño y forma, a la polla de Jay, y lo enjuagó en agua caliente del grifo. Lanzó una mirada a la puerta, fue hacia ella y la cerró.
La próstata le palpitaba, exigiendo atención. Antes de conocer a Luke, Tran ni siquiera sabía dónde estaba la glándula prostática. La idea de que le encularan le había parecido vagamente embarazosa hasta que la puso en práctica. Luke le había desflorado con suavidad, aunque no excesiva. Había un punto, unos diez centímetros más arriba del ano, que producía un gusto celestial cuando la polla de Luke presionaba contra él, y Tran se envició con esa práctica desde el primer orgasmo interno que se le transmitió columna arriba y se le esparció por todo el cuerpo en círculos cada vez más amplios.
Como no encontró ningún lubricante, se metió en la bañera, enjabonó el dildo y se lo introdujo. Al mismo tiempo jugaba con sus tetillas, las pellizcaba y las tironeaba, pensando en la boca de Jay sobre ellas. Pero Jay se había negado a un sexo recio con él, casi como si temiera lastimar a Tran. A Tran no le hubiera importado un poco de maltrato. Luke siempre le dejaba los pezones doloridos. Luke le había follado tan adentro que le había hecho gritar, que notaba su minga pegando contra la curva superior del intestino.
Mientras arqueaba la espalda y se corría por dentro, Tran reflexionó que, para ser alguien a quien no quería volver a ver, ciertamente Luke surgía muy a menudo en sus pensamientos. Le fastidiaba, pero no parecía que la cosa tuviera remedio.
De modo que se entregó a sus fantasías, y mientras yacía tocándose en la bañera donde unas horas antes otro chico había sufrido una muerte espantosa, se imaginó en brazos de Luke, con la cara apretada contra su pecho, y todo el poder perverso de Luke penetrándole y haciendo que se sintiera a salvo, fuerte, amado.